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3. vigilante de sueños

Desde mi morada celestial, posaba la mirada sobre los mortales como una caricia del viento entre las hojas. Mis dedos, cual artistas divinos, tejían y destejían el tapiz del destino, creando y disolviendo lazos en una danza cósmica.

Mientras las estaciones del Olimpo giraban con la parsimonia de las estrellas narrando sus historias en el firmamento, Sheline se transformaba con la fugacidad de un cometa surcando la noche. Pero cuando el crepúsculo cedía su trono a la oscuridad y las estrellas iniciaban su ancestral canto, mi atención, que siempre vagaba por el vasto lienzo del mundo, se concentraba en un punto singular. Buscando esa ciudad, ese barrio, esa calle y esa casa.

La noche y las sombras se convertían en mis aliados. Bajo su manto, mi vista se enfocaba únicamente en ella, mi Sheline, mi pequeña estrella terrenal. En esos instantes, el universo entero se reducía a su presencia.

Antes de que el sueño capturara su conciencia, Sheline elevaba sus ojos hacia el cielo estrellado, buscando quizás una señal de que no estaba sola en este vasto universo. Y yo, incapaz de resistirme a su encanto inocente, hacía parpadear una estrella en el firmamento, un guiño cómplice que arrancaba una sonrisa a la pequeña, como un secreto compartido que ni siquiera ella comprendía del todo.

Con cada noche que transcurría, su alegría por la distancia prudente que yo había mantenido comenzó a desvanecerse, como la niebla al amanecer. La pequeña Sheline, con su sonrisa angelical y sus travesuras nocturnas, empezó a reclamar más que mi atención; anhelaba mi presencia.

Y así, en un giro irónico del guion que ni yo mismo podría haber escrito, me encontré colándome en sus sueños. En esos momentos, cuando el mundo mortal descansa y los sueños tejen su magia, me permitía un acto de ternura clandestina: besaba su blanca frente y tomaba su mano diminuta entre las mías, asegurándome de que la paz y la serenidad fueran sus únicos compañeros nocturnos.

Es curioso, ¿no? Yo, Adámastos, el dios renegado, y más odiado del Olimpo, abandonando casi de puntillas los aposentos de las más bellas doncellas y los más apuestos caballeros, para encontrarme realizando visitas secretas a una cuna humana y robar un momento de conexión con un ser que, según todas las reglas divinas, ni siquiera era responsabilidad mia. Pero ahí estaba yo, un dios entre pañales y peluches, preguntándose si Eros tendría una flecha especial para situaciones tan absurdamente tiernas.

El tiempo en la tierra fluía como un río de polvo de estrellas, tan rápido como un pestañeo o un chasquido de dedos, Sheline crecía, y su curiosidad por el firmamento no era un mero pasatiempo; era una llamada ancestral que resonaba en su ser, como si la misma Vía Láctea le hiciera cosquillas en la imaginación. Y yo, como un guía turístico no podía negarme a sus deseos. Noche tras noche, en el reino de los sueños donde las ovejas saltan sobre constelaciones en lugar de cercas, ella esperaba impaciente mi llegada, para llevarla a hurtadillas a mi templo, donde Sheline aprendía sobre el Olimpo, el cosmos y sobre la fugaz belleza de la vida. Y sin saberlo, yo descubría la pureza de un corazón humano: el anhelo de respuestas, la búsqueda de un lugar en el tapiz infinito de la existencia.

El eco de sus pasos resonaba en la inmensidad del templo, a ojos de Sheline, era un lienzo oscuro esperando ser pintado con los colores que solo la inocencia de un infante podría combinar con tal gracia. Su voz, llena de la autoridad inocente, rompía el silencio celestial.

"Adámastos, tu templo necesita más vida" decía ella, con el entusiasmo creativo de una decoradora de cinco años "¿Dónde están los caballos alados y los delfines espaciales?"

Yo reía "Caballos alados y delfines espaciales, ¿dices?" replicaba, mientras con un gesto de mi mano, el polvo de estrellas comenzaba a danzar en el aire, como si fuera pintura brillante desprendiéndose del pincel de la noche. Galaxias enteras se reorganizaban en patrones caprichosos, creando un espectáculo de luces y colores que se movían al ritmo de un vals universal. Cada movimiento era un trazo en el lienzo del cielo, una obra de arte que cobraba vida con cada estrella que parpadeaba y cada nebulosa que se desplegaba.

Los ojos de Sheline se abrían como dos lunas llenas al contemplar todo aquello. Las estrellas parpadeaban como luciérnagas en una danza eterna, y las nebulosas jugaban al escondite entre las sombras.

Al despertar, la pequeña Sheline llenaba su cuarto de dibujos mágicos, retratos de 'su amigo imaginario' en los que cada día me daba un color diferente al cabello. Sus padres, observando las paredes adornadas con estas creaciones fantásticas, intercambiaban sonrisas cómplices. Para ellos, yo solo era una chispa de la imaginación infantil de Sheline que alimentaba sus juegos y sueños. Nunca se les ocurrió que detrás de esos trazos de colores y estrellas danzantes, se escondía la verdad de un dios que visitaba a su hija cada noche, guiándola a través de los misterios del Olimpo.

A medida que Sheline se abría como una velutina, desplegando sus pétalos bajo el rocío de la luna, su deseo de vislumbrar mi verdadera forma se intensificaba. Anhelaba conocer el rostro detrás del velo donde me escondía, para poder capturar su esencia en esos dibujos que con cada intento se acercaban más a la perfección.

"Mi querida Sheline." la advertía con un murmullo. "mi aspecto refleja las mismas estrellas que tanto amas. Puedes sentir mi radiación, pero verme, aunque sea en sueños, sería aferrarte al vacío, perder la luz de tu mirada. Soy una presencia que te acompaña, pero escapa a tu mirada mortal."

Ella asentía, comprendiendo, o al menos tratando de hacerme creer que lo entendía. Mi esencia seguía estando presente y mi imagen esquiva, se hacía borrosa. Se desvanecía como tinta en el agua, cuando intentaba enfocar su vista en mi. Pero este misterio solo profundizaba su afecto y noche tras noche volvía a preguntar.

Una noche, Sheline, con la sinceridad que solo los niños poseen, alzó su mirada hacia el manto estrellado y, con una sonrisa que reflejaba la pureza de su corazón, proclamó:

"Cuando sea grande, me casaré contigo, Adáms" anunció ella una, con la seriedad de quien planea una boda en el arenero. "Y cuando seas mi marido, estoy segura que podré verte."

Su voz, clara y llena de convicción, resonó en la quietud de la noche, y yo, me encontré sorprendido ante tal declaración.

"Mi pequeña estrella terrenal" respondí con una risa suave, que se perdía entre el murmullo de las constelaciones, "tu corazón es tan vasto como el universo, y cualquier dios se sentiría honrado en desposarte, si eso fuera posible. Pero no lo es. Y ni casados podrías verme." Me senté en mi trono y se acomodo en mis rodillas "imagínate que yo soy el viento. A veces soy una suave brisa que acaricia tu rostro, y otras veces soy un huracán que sacude los árboles. Mi forma verdadera es como un huracán, poderosa e incontrolable. Si me vieras así, te asustarías. Por eso, cuando estoy contigo, me convierto en una brisa suave."

La niña asintió, pensativa. "Entonces, ¿por qué no siempre eres una brisa suave?"

"Porque necesito ser fuerte para protegerte, " respondí, sonriendo. "Pero también necesito ser suave para poderte hacer cosquillas." Pronuncié atacando con mis dedos su diminuta cintura.

Ella rió, deshaciendose de mi toque de un salto y desestimando mis palabras como si fueran menos valiosas que una moneda de madera.

"Pues huracán o brisa me casaré de igual modo contigo. Será posible si ambos queremos, Adáms" replicó con firmeza. "Me casaré contigo y seremos felices para siempre. Y nadie podrá separarnos"

Declaró danzando entre los arcos etéreos de mi santuario. Sus movimientos, rápidos y llenos de gracia, eran la encarnación de una coreografía nacida del alma, que pintaba en las sombras suaves la vivacidad de su fantasía. Con cada paso que daba, brotaban flores de ensueño lirios, rosas, gardenias y campanillas de luz, todas tejidas de polvo estelar, centelleando con la fuerza de mil soles. Aunque fugaces, brillaban con un fulgor que desafiaba al de las mismas estrellas, naciendo de la nada y abriendo sus pétalos en una explosión de luz, antes de que se desprendieran suavemente, flotando en un ballet celestial hasta posarse sobre el suelo, donde el polvo de diamantes daba vida a un lago cristalino, y de sus profundidades, sirenas emergían para entonar cánticos hechizantes, sus voces se entrelazaban con el susurro del agua, tejiendo una sinfonía que vibraba hasta el último rincón de su santuario. Mientras tanto, entre los muros de piedra ancestral, caballos alados de colores inimaginables surcaban los cielos, sus alas majestuosas rasgaban el aire, dejando tras de sí senderos de luz que adornaban la noche con su esplendor.

La contemplé danzar desde mi trono, llenando de color y dulces aromas hasta el último oscuro rincón.

"Oh, mi pequeña tintineadora" respondí, ocultando una sonrisa detrás de una cortina de cometas. "Si tal cosa fuera posible, los anillos de Saturno palidecerían ante la magnificencia de nuestra boda."

Ella asintió, esta vez satisfecha con la idea, y luego corrió a perseguir estrellas fugaces, convencida de que cada una era una invitación a nuestro enlace nupcial.

Creía que después de milenios observando el mundo, lo había visto todo, pero descubrí la maravilla de un corazón humano lleno de esperanza y convicción.

Cada día que transcurría, su mente se expandía como un universo infinito, absorbiendo conocimiento como una esponja y cuestionando las normas establecidas con la audacia que solo la juventud puede ostentar. Esa maravillosa época de la vida donde cada mortal se percibe como el centro del universo, y en el caso de Sheline, no era una idea tan descabellada, considerando su linaje. Yo me via inmerso en la rebeldía típica de una adolescente que consideraba absurdas las reglas mundanas.

"No entiendo qué se espera de mí. ¿Qué tiene de malo querer soñar, si es la única forma que tengo de verte?" preguntó ella una noche, con el rostro enrojecido por la frustración, apretando los puños con fuerza mientras sus palabras salían a borbotones, cargadas de impotencia "No es mi culpa que ese profesor esté amargado y en su cabeza no entren más que números sin vida y apagados. Tú me enseñaste a ver cómo brillaban los números. Como bailaban, se juntaban, se doblaban y estallaban ¿Qué más da si no sé cómo explicarle como lo hago, si el resultado es el mismo?" Sus ojos se humedecieron, amenazando con derramar lágrimas de rabia, mientras daba grandes zancadas alrededor de mi trono. Un mechón de su cabello blanco, suelto y rebelde, cayó sobre su frente, enmarcando un rostro que expresaba una profunda incomprensión.

"Mi Sheline, el resto no puede ver lo que tú ves. Entiendo que es difícil, pero incluso las estrellas deben seguir su órbita" respondí con la infinita sabiduría que creía poseer.

"¿Tú también piensas que no tengo razón? Tú mismo me enseñaste a ver las cosas de otro modo." Sus manos, gesticulando con vehemencia, enfatizaron frustrada cada frase, dibujando figuras en el aire que parecían reflejar la danza de los números en su mente y un suspiro entrecortado escapó de sus labios, cargado de resignación.

"Sheline, tus padres solo quieren lo mejor para ti, aunque eso signifique intentar anclarte a la tierra cuando tú ya tienes la cabeza en las estrellas." le explique sin perder la paciencia, con un tono que buscaba ser conciliador, aunque un destello de complicidad brillaba en mis ojos.

Era divertido, debo admitir, verla desafiar cada convención con la misma facilidad con la que yo lo hacía. Pero a medida que crecía, esa rebeldia empezaba a ser un problema para mantenerla oculta y a salvo.

Cada nuevo amanecer, meditaba sobre la efímera juventud de Sheline, tan fugaz como el destello de una supernova comparándola con la eternidad del Olimpo. Y yo, que he visto nacer y morir estrellas, que he presenciado el giro de galaxias enteras, me encontré maravillado ante ella.

Mi estrella terrenal, reía con una pureza que resonaba en los confines de mi reino. Su risa, como el canto de un ave, se filtraba entre las columnas de mi santuario, impregnando cada rincón de una alegría contagiosa. Ya no era la niña ingenua que rescate de las garras de Artemisa hace años, con esa sonrisa tímida y mirada curiosa. Se había convertido en una mujer, irradiaba una belleza que me dejaba sin aliento. Su cabello plateado, que caía en suaves ondas sobre sus hombros, contrastaba con la intensidad de sus ojos azules, profundos como un lago cristalino.

Su sonrisa se había convertido en un faro de luz en la oscuridad de mi existencia. Iluminaba mi alma marchita, trayendo consigo un calor que nunca antes había conocido. La observaba desde mi trono, fascinado por su gracia y vitalidad, pero que ahora empezaba a afectarme de una manera nueva y perturbadora. Sentia una mezcla de fascinación, deseo y una extraña inquietud que me atormentaba.

La contemplaba, perdido en su belleza, y una pregunta resonaba en mi mente "¿Era posible que me estuviera enamorando?"

La idea era absurda, impensable. Pero ahí estaba, palpitando en mi pecho, con una fuerza que crecía con cada mirada, con cada sonrisa, con cada movimiento sutil de su cuerpo. Era un amor prohibido, imposible, pero tan real como la luz del sol que bañaba mi reino.

"¿Qué me has hecho, Sheline? ¿Cómo has podido encender una llama en mi corazón apagado?" Me preguntaba, dudando del rumbo que podría tomar nuestra existencia, si decidía sincerarme con mis sentimientos.

En la quietud de su santuario, donde ni siquiera los ecos de los otros dioses podían alcanzar, luchaba con un tumulto de emociones que nunca había anticipado.

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