2. Eclipse
Sumido en la quietud de la noche, mi trono de hierro forjado y obsidiana parecía flotar en un mar de oscuridad. La tenue luz de la luna, filtrada por las imponentes columnas dóricas, apenas dibujaba las sombras que danzaban en las paredes de mármol negro. El silencio sepulcral reinaba en el aire, solo roto por el susurro del viento entre las hojas de los olivos del jardín.
De pronto, un sonido lúgubre irrumpió mi paz, como si una garra invisible rasgara el velo de la noche.
Un escalofrío recorrió mi espalda y una sensación de inquietud se apoderó de mí. No era la primera vez que escuchaba ruidos extraños en el templo. Desde hacía días, una presencia invisible parecía acecharme, susurrando amenazas en la oscuridad.
Un graznido áspero y penetrante, tan agudo como una daga, resonó entre los pilares del templo. El sonido vibró en mis oídos, recorrió mi columna vertebral y me erizó la piel.
Me giré bruscamente, buscando con la mirada la fuente de aquel graznido que me era tan familiar, y mis ojos chocaron con ese cuervo negro azabache posado en la rama del olivo. Sus ojos, dos pozos de fuego dorado, brillaban con una intensidad casi hipnótica, como si pudieran perforar mi alma y leer mis pensamientos más profundos.
Su mirada se clavo en la mia durante unos segundos, Con sus alas desplegadas como un velo de oscuridad, descendió en picado hasta que sus garras afiladas rozaron el borde de mi trono. Con un movimiento rápido y silencioso, se posó sobre el izquierdo. El calor de su cuerpo y el roce de sus plumas ásperas contra mi piel solo trajo un presagio de desgracias.
I
mágenes borrosas comenzaron a formarse en mi mente, como cubiertas de una bruma densa que poco a poco se iba disipando, hasta poder ver claramente el rostro de Zeus.
Su rostro estaba surcado por las líneas de la preocupación, su mirada perdida en el vacío y sus ojos brillando por la ira con una intensidad feroz.
"La mestiza es una amenaza para nuestro poder. Debes eliminarla antes de que se haga demasiado fuerte."
Artemisa, frente a él, recibió la orden, Su rostro se iluminó por una sonrisa cruel y sádica.
El mundo se desvaneció en un abismo de oscuridad, un vacío escalofriante que me tragó por completo. Mi corazón latía como un tambor de guerra contra mis costillas, cada latido resonaba con la fatalidad inminente que se cernía sobre Valeria y su hijo por nacer.
Una visión, tan vívida como la realidad misma, asaltó mis sentidos, un cuadro de pesadilla de crueldad y pérdida. La cuna, un santuario de inocencia, estaba manchada de carmesí, un testimonio de una vida extinguida antes de que siquiera hubiera comenzado, y
Valeria yacía a su lado, su piel de alabastro fría como el mármol de su tumba. Su sangre pintaba una obra maestra macabra sobre la blancura de sus prendas.
Una sacudida de adrenalina recorrió mis venas, arrancándome de las garras de la visión. Mis ojos se abrieron de golpe, ardiendo con una furia que amenazaba con consumirme. Valeria estaba en peligro, su vida y la de su hijo pendían de un hilo.
El cuervo, con su mensaje entregado, extendió sus alas de obsidiana y emitió un graznido escalofriante. Con una gracia siniestra, se deslizó entre las columnas posándose de nuevo en la misma rama de olivo.
La apatía, la maldición de mi existencia divina, amenazaba con atraparme una vez más. Pero, ¿cómo podía yo, el arquitecto de este complot traicionero, permanecer indiferente ante tal injusticia?
¿Fue mi naturaleza impulsiva, o quizás un destello de conciencia, lo que me obligó a seguir la llamada críptica del cuervo? ¿O fue la pura audacia de Zeus, la audacia de derramar sangre divina, lo que encendió una chispa de rebelión en mi interior?
No podía quedarme de brazos cruzados mientras Zeus cometía tal atrocidad. Tenía que hacer algo, aunque ese desafío significara mi exilio al inframundo.
Mientras me aventuraba en lo desconocido, el peso de mis acciones me presionaba, una carga que ya no podía soportar. Había tejido una red de engaño, un tapiz de traición, y ahora me veía obligado a reparar mi error.
Valeria, ajena a la conspiración que se estaba tramaba en su contra, comenzaba a ser feliz soñando con el día en que tendría a su bebé entre sus brazos.
El sombrío visitante, extendió sus alas negras y graznó una última vez, desapareciendo en la oscuridad de la noche, pidiéndome de algún modo que le siguiera.
Y así, bajo el cálido sol de aquella mañana de octubre, daba comienzo aquel nacimiento, ajeno a la sombra que lo acechaba.
La luz dorada se filtraba a través de las hojas, bailando sobre la piel de la madre que se aferraba a la vida y al ser que estaba por llegar.
Con el último esfuerzo de la valiente mortal, oscurecí el cielo, sumiendo al mundo en una oscuridad transitoria. Era un velo protector, una barrera contra las intenciones malévolas que se cernían en el aire, una pausa en el tiempo para que la nueva vida pudiera surgir sin la amenaza que la rondaba.
En medio del caos, en el tumulto de la sala de partos, bajo la fría luz de los fluorescentes tomé forma humana disfrazado con la bata blanca de un médico, ocultando mi verdadera naturaleza a la vista de todos. Los médicos y enfermeras se movían con urgencia, tratando de mantener la calma mientras veían cómo la vida de la madre, se les escapaba de las manos sin poder hacer nada por ella.
Bajo ese manto de sombras y confusión, la mujer, con un último latido, trajo al mundo al ser más sublime que mis ojos divinos habían contemplado. Aquel último aliento, aquella última lágrima, salada y dulce a la vez, marcó el nacimiento de un alma pura, un ser que llevaría consigo la dualidad de lo divino y lo humano. Su piel, luminosa como la luna, fue el faro de vida que iluminó la penumbra del dolor.
El silencio se adueñó del momento, solo roto por la angustia del equipo médico. La oscuridad se disipó tan rápido como había llegado, y la luz del sol volvió a abrazar la tierra, ahora testigo del milagro de una nueva existencia.
Pero con la habilidad de un ilusionista, engañé a la cazadora, haciéndole creer que la niña había compartido el destino de su madre, ahogando su llanto, y borrando de su fragil cuerpecito cualquier signo de vida.
En un acto de desesperación fingida, la recogí en mis brazos, tapándola con una toalla blanca, que comenzaba a teñirse de grana por la sangre derramada de su madre. Su piel, suave como el terciopelo, llevaba la impronta de la divinidad. La mecí con ternura mientras sus ojos, aún cerrados, parecían vislumbrar los secretos del cosmos. Cada caricia, cada roce, fue un acto de amor y protección. ¿Quién hubiera pensado que un dios como yo podría ser tan sentimental?
Envuelta en la toalla, salí de la sala, con la falsa excusa de llevarla urgente a quirófano, borrando tras de mi, la existencia de aquella niña de la memoria de todos los presentes.
Rápidamente, antes de que pudiera darse cuenta, escondí a la bebé en los dominios del inframundo donde nadie podía encontrarla. Cuando se hizo de noche, y la ciudad dormía, salí de mi escondite, como un ladrón de estrellas, llevándola a un lugar seguro donde ni dioses ni las tinieblas pudieran alcanzarla. Me alejé tan rápido como las sombras me lo permitieron, escondiéndome entre ellas, manteniendo a salvo a la frágil criatura que en ese poco tiempo se había hecho un hueco en mi corazón.
Con un susurro que apenas se podia escuchar, le prometí protección y un futuro lejos del peligro que ya se cernían sobre ella. Mientras que con cada caricia, escondí en lo más profundo de su ser, la virtud divina, ocultándola para mantenerla a salvo de ese destino cruel.
Como un tejedor de sueños y realidades, me infiltré en la vida de un matrimonio que anhelaba el llanto de un hijo propio. Ignorantes de las maquinaciones celestiales, habían suplicado por un milagro, y yo, en un acto de bondad, o más bien aprovechando la ocasión, decidí otorgárselo en ese momento.
Al cruzar el umbral de aquella casa, el aire se llenó de una calma sobrenatural, como si el mismo tiempo se hubiera detenido para darnos la bienvenida. La casa, modesta pero llena de amor, se erigía como un santuario de paz en medio del caos del mundo mortal. Sus paredes, que habían escuchado tantas noches los llantos desolados de ese anhelo , ahora se preparaban para acoger a un nuevo ser de luz.
Con cada paso que daba dentro de la casa, la magia fluía de mis dedos, tejiendo un encanto que llenaba cada rincón con el resplandor de las estrellas.
Me moví con celeridad furtiva hacia la habitación donde el matrimonio yacía en un sueño profundo, ajeno a la magia que estaba por desplegarse. Con un susurro de mi aliento divino, la oscuridad se apartó y los hilos del destino se entrelazaron. Sus rostros, antes surcados por la tristeza, ahora brillaban con una serenidad de la felicidad plena, como si la llegada de la niña fuera la culminación de sus más dulces sueños.
Con una ternura que rara vez mostraba, planté en sus mentes recuerdos de un embarazo lleno de momentos mágicos: cada patadita en el vientre, cada sonrisa compartida, cada noche en vela eligiendo el nombre perfecto para su hija. Les concedí memorias de cómo compartieron la noticia de ese embarazo y el nacimiento con familiares y amigos, y cómo, en la sala de partos, el primer llanto de la niña se elevó como una melodía divina, transformando el dolor en un éxtasis de alegría. Momentos de felicidad y amor que, aunque nunca sucedieron, ahora eran tan vívidos y tangibles como cualquier otro recuerdo.
Y deposité junto a ellos el acta de nacimiento, con el nombre que yo mismo había elegido para la niña, un nombre que resonaba con ecos de lo divino y lo terrenal.
Con el mismo sigilo, me adentré en la habitación que a partir de ese instante,sería de la pequeña. Y con leves movimientos de mis manos, ésta se transformó ante mis ojos: las blancas paredes se adornaron con murales celestiales, donde constelaciones danzaban en armonía con lunas crecientes y soles radiantes. El techo, un lienzo de la noche eterna, se iluminó con una galaxia de estrellas fugaces, cada una contando una historia de amor eterno y pasiones ardientes.
Cambié un desgastado sofá cama por una cuna, tallada en madera de olivo, símbolo de vida y resurrección, y la situé en el centro de la habitación, como un altar dedicado a la nueva vida. Adornándola con sábanas de seda, tan suaves como nubes, y una manta tan cálida y reconfortante que podría haber sido tejida por la mismísima Atenea.
Y así, con la niña en mis brazos, besé su frente por última vez en ese día y la deposité con delicadeza en su nuevo lecho. Con cada detalle que añadía a la habitación, una parte de mi esencia quedaba impregnada.
"Sheline, mi Sheline. Mi pequeña estrella terrenal". susurré. "no volveremos a vernos, pero aquí estarás a salvo y serás feliz."
En el momento en que el llanto de Sheline cortó el silencio, supe que mi obra estaba completa. El sonido, dulce y persistente, se deslizó por los pasillos hasta llegar a los oídos de quienes se habían convertido en sus padres. Despertaron, no con la confusión de un sueño interrumpido, sino con la claridad de quienes encuentran su propósito.
La mujer se levantó con lágrimas que brillaban como joyas en sus mejillas. Aunque había tejido recuerdos en su mente, había un asombro en sus ojos que trascendía cualquier ilusión que pudiera crear. Con manos temblorosas de la emoción, tomó a Sheline en sus brazos, meciéndola con el amor incondicional de una madre.
Con Sheline envuelta en el calor de su nuevo hogar, me desvanecí por la ventana, convirtiéndome en una sombra que danzaba bajo la luz de la luna. Aunque me alejaba, mi presencia permaneció como un guardián silencioso, durante un largo rato, y como una brisa que me disipé en la noche, dejando atrás un hogar impregnado de amor y un futuro brillante para una niña cuyo destino, aunque oculto para ella, estaba escrito en las estrellas y en mi corazón.
Y aunque mi intención había sido tan solo la de alejarla de las intrigas y los juegos de poder del Olimpo; y desaparecer de su vida para siempre y olvidarme de todo, sabía que la tranquilidad sería tan efímera como la paciencia de Hera en un mal día.
¿A quién quería engañar? Como si los hilos del destino pudieran cortarse tan fácilmente con unas tijeras de mortal. El Olimpo no es conocido por soltar sus juguetes, especialmente aquellos con sangre divina corriendo por sus venas. Así que, aunque Sheline dormía bajo la mirada de estrellas mortales, sabía que los dioses aún no habían terminado con ella. Después de todo, ¿qué sería de la vida sin un poco de drama olímpico para mantener las cosas interesantes?
***
Nota de la autora.
Sheline vino al mundo durante el eclipse anular del 3 de octubre de 2005, a las 10:56 hora local. El eclipse atravesó Madrid durante 4 minutos y 11 segundos, tiempo suficiente para que Adámastos pudiera escapar con ella.
Sheline es la fusión de dos nombres griegos: Helia, que significa 'sol', y Selene, que significa 'luna'. Sheline evoca el eclipse, uniendo ambos astros en un solo nombre.
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