1 el dios rebelde
En las alturas del Olimpo, donde reinaba la belleza y la armonía, una sombra oscura se había cernido sobre los dioses. Un ataque de celos de Hera, había sacudido los cimientos del universo y Afrodita, la diosa del amor, herida en su corazón, había huido de su ira.
Buscando refugio en el reino de los muertos, Afrodita se adentró en un camino cada vez más sombrío. Con cada paso, la luz del sol se desvanecía, dejando paso a una oscuridad que parecía absorberla.
El aire, antes lleno de vida, se volvió pesado y húmedo, cargado de una melancolía palpable.
Los bosques exuberantes del Olimpo dieron paso a páramos desolados. El canto de los pájaros fue reemplazado por un silencio sepulcral, roto solo por el crujido de ramas secas bajo sus pies. La tierra, antes fértil y nutritiva, se volvió árida y rocosa.
A medida que descendía, la temperatura se volvió gélida, penetrando hasta sus huesos. Un viento helado soplaba, arrastrando consigo susurros y lamentos que parecían surgir de las profundidades de la tierra. El miedo se apoderó de ella, pero también una extraña sensación de liberación.
Al llegar a las orillas del Estigio, el río que separaba el mundo de los vivos del reino de los muertos, Afrodita se detuvo. El agua, oscura y profunda, reflejaba su rostro pálido y sus ojos llenos de dolor. Con un suspiro, se sumergió en sus frías aguas, sintiendo cómo el peso de la inmortalidad la arrastraba hacia las profundidades.
A medida que se adentraba, la oscuridad la envolvió por completo, y el mundo de los vivos se desvaneció en la distancia.
A su alrededor, el inframundo se extendía como un vasto mar de sombras, tranquilo y silencioso. La luz de la luna, filtrada a través de grietas en la bóveda celeste, bañaba el paisaje con un suave resplandor plateado, creando un espejo sobre el lago de aguas cristalinas, donde las estrellas distantes se reflejaban. Todo estaba quieto, como si ni siquiera la brisa se atreviera a molestar. Solo unas suaves luces, como luciérnagas perdidas en la noche, flotaban guiando a las almas hacia un descanso eterno.
Afrodita, guiada por una de esas luces, se acercó al centro de la sala, donde Hades, sentado en su trono de ébano, la recibió con su habitual serenidad. Afrodita, buscando su consuelo, se sentó a sus pies. No era la primera vez que se adentraba en las sombras, conocía bien los senderos que llevaban al reino de Hades, donde siempre encontraba refugio y sabias palabras.
"Afrodita," comenzó, su voz grave resonando en la inmensidad de la sala, "qué haces aquí?"
Ella agachó la cabeza, como si sus hombros no fueran capaces de soportar ese peso.
"Hades," susurró, "necesito esconderme. No puedo volver al Olimpo."
Hades se levantó y la condujo a un rincón apartado, lejos de las miradas de sus súbditos. La sentó en un trono de obsidiana y le sirvió una copa de néctar.
"Cuéntame qué ha sucedido," la instó, su voz suave como la seda.
Ella bebió un sorbo y cerró los ojos. Relató una historia de envidia y de dolor. Al terminar, se derrumbó en sus brazos, sollozando amargamente.
El la abrazó con fuerza, sintiendo su cuerpo temblar contra el suyo. En ese momento, la barrera que siempre habían mantenido entre ellos se derrumbó.
Hades, acarició su bello rostro, pálido como la luna y sin poder resistirse a sus cálidos labios, se acercó queriendo probar el néctar de su boca.
Se besaron, un beso lento y profundo, lleno de consuelo y deseo. Un beso que había estado deseando toda la eternidad.
La diosa se aferró a él, encontrando en su abrazo una paz que no había experimentado en mucho tiempo. El dios del inframundo, por su parte, se sintió vivo de una manera que no recordaba desde hacía siglos. En ese instante, en las profundidades de su reino, se forjó un vínculo eterno. Y de ese vínculo, de esa unión entre la luz y la oscuridad, nació una nueva era.
De vuelta en el Olimpo, una sensación de plenitud y un sutil cambio en su ser la envolvieron. Inicialmente atribuyó estos cambios a la simple alegría de haber regresado a su hogar. Sin embargo, con el paso del tiempo, una fatiga inusual y un anhelo profundo comenzaron a invadirla.
Fue durante una visita al lago sagrado de la diosa Artemisa que la verdad se reveló. Al mirar su reflejo en las aguas cristalinas, notó una curva suave en su vientre que antes no estaba allí.
Hades, al enterarse de la noticia, sintió una mezcla de alegría y preocupación. La idea de tener un hijo con Afrodita lo llenaba de felicidad, pero también de temor por el destino que le aguardaría a un niño nacido de un amor tan inusual.
Sin embargo, su deseo de criar a su hijo era inmenso. Imaginaba un futuro en el que su pequeño reinaría junto a él en el inframundo, aprendiendo los secretos de la vida y la muerte. "Nuestro hijo debe crecer en el reino de las sombras", suplicó, "allí estará a salvo y aprenderá a valorar la vida y la muerte como una sola cosa, sabes tan bien como yo, que en el Olimpo nunca será bienvenido un hijo mio".
Pero Afrodita, firme en su decisión, respondió: "Mi amor, su lugar está aquí, entre los dioses. Deseo que conozca la luz del sol, la belleza de la naturaleza y la alegría de la vida. Quiero que crezca fuerte y valiente, no oculto entre las sombras."
Así, a pesar de las advertencias de Hades, desafiando las leyes del universo nací yo, entre relámpagos, truenos y susurros, envuelto en una nube de oscuridad que cubrió el cielo del Olimpo. La tierra se estremeció y los cielos se oscurecieron, presagiando una tormenta apocalíptica. Un silencio sepulcral se apoderó de todo, y una ola de frío recorrió el Olimpo, helando la sangre de los dioses.
Atenea, la diosa de la sabiduría, fue la primera en acercarse a verme. Sus ojos, tan sabios y profundos, me miraron con una mezcla de asombro y preocupación. "Veo un futuro incierto en ti", murmuró, su voz apenas era un susurro. "Un futuro que cambiará el destino del Olimpo. Pero incluso yo, con toda mi sabiduría, no puedo discernir si ese cambio será para bien... o para mal". Dijo dando un paso atrás como si le asustara lo que estaba viendo.
El resto de los dioses comenzaron a cuchichear, y alguien alzó la voz pidiendo mi destierro.
Entonces, Zeus, observándome desde lo alto del Olimpo, frunció el ceño. "Este niño puede ser una amenaza para mi poder", murmuró girando la cabeza hacia Hera. "Quizá llegue el momento que tengas que encontrar una manera de deshacerte de él" habló a Hera, y ella, con una sonrisa malvada, asintió.
"Con gusto, mi señor".
Mi llanto, deseando ser consolado al sentir tanta repulsa, se convirtió en un aullido salvaje que resonaba en las montañas y llenaba el aire de inquietud.
En ese instante, de entre las sombras, emergió por primera vez el cuervo. Se posó ante mí, observándome con ojos penetrantes. Su presencia no parecía ser un buen augurio para los dioses que deseaban mi abandono en el inframundo.
Eirene, aunque temblorosa, trató de apaciguar los ánimos y mediar entre los asistentes que pedían mi destierro. Se acercó a mí y me tomó con delicadeza en sus brazos.
"Solo es un bebé. Encontraremos la forma de restablecer el equilibrio", dijo con voz firme, calmando mi llanto, y haciendo desaparecer las nubes negras que se habían formado a mi alrededor."Tiene el mismo derecho que cualquiera de nosotros a permanecer aquí, si Afrodita lo desea"
Momentos después, con mi llanto calmado, el cuervo desapareció, dejando tras de sí solo un rastro de plumas negras.
A medida que crecía, mis poderes, herencia de Hades y Afrodita, se entrelazaron como sombras y luz. Dominaba la noche, la oscuridad. Deslizándome por el inframundo, convocaba a las sombras para cumplir mi voluntad, mientras que en el mundo de los vivos, despertaba pasiones y amores imposibles, manipulando los corazones a mí antojo. Con un susurro, podía detener el tiempo o acelerar el ritmo de un corazón. Era capaz de detener los latidos de un corazon y con la misma facilidad, sujetar el alma al cuerpo para devolverle el aliento después.
Zeus, el rey del Olimpo, me observaba con una desconfianza que rozaba la obsesión. Era como si yo encarnase el caos que su orden divino tanto temía. Su animosidad era palpable desde el primer instante. Sus miradas, gélidos dardos, me perforaban el alma. Y por mucho que intentara ganarme su favor, su desprecio era inquebrantable.
Me sentía como un extraño en mi propio mundo, pero con el tiempo, su hostilidad se convirtió en el crisol que forjó mi carácter. Su rencor me impulsó a desafiar su autoridad, a convertirme en el símbolo de la resistencia. Nuestra relación era una danza macabra: su ira alimentaba mi insubordinación, y mi desafío avivaba las llamas de su furia.
Crecí como un espíritu salvaje, un dios insumiso que se negaba a doblegarse ante las normas establecidas. La rebeldía corría por mis venas como un río caudaloso, impulsándome a desafiar los designios de los dioses y a jugar con el destino de mortales y divinidades por igual.
¿Quién más osaría liberar a Prometeo de su castigo por unos días? Me etiquetaron como antagonista, el dios renegado por desafiar al mismísimo Zeus. ¿Pero qué otra cosa podían esperar de alguien como yo, relegado al rincón más inhóspito del Olimpo, donde solo reinaba el silencio y la luz divina apenas llegaba? Un páramo desolado, envuelto en una perpetua penumbra, donde mi única compañía era ese cuervo molesto que solía posarse en el dintel de la puerta.
A pesar del rechazo de Zeus, Hades, mi padre, me brindó su protección y apoyo incondicional. En él encontré un refugio y un mentor que me enseñó a valorar la libertad y a luchar por mis ideales, incluso si eso significaba enfrentar la ira del dios más poderoso.
Afrodita, por su parte, sentía una mezcla de amor incondicional y temor por mí. Su corazón maternal se llenaba de orgullo, pero también temía por las consecuencias de mis actos. Zeus la conminaba a dominarme, y ella, suplicaba a mi padre que moderara mi ímpetu, presa del terror de que me precipitara hacia mi propia ruina. Hades, no obstante, se negaba a intervenir en mi destino, convencido de haber hallado en mí un digno sucesor de su espíritu. Ella, conocedora del poder de Zeus y su ira, solía usar su encanto para apaciguarle, restándole importancia a unas travesuras que pronto tendrían graves consecuencias.
Mientras Afrodita se consumía en la angustia, Apolo, con su arrogancia que era tan vasta como su poder, no podía evitar burlarse de la situación. Su mirada altiva, como la de un águila sobre su presa y su sonrisa insufrible, tan falsa como la promesas de un político, eran como brasas que avivaban las llamas de mi creciente resentimiento.
Un atardecer, mientras el sol se despedía del cielo en un torbellino de colores ardientes, yo vagaba por los senderos serpenteantes de los jardines etéreos. El susurro de las hojas y el canto de los pájaros creaban una sinfonía celestial, pero una extraña sensación de inquietud me embargaba. El cielo, que momentos antes había sido sereno, se oscureció rápidamente, el viento comenzó a soplar con fuerza, arrastrando consigo hojas secas que danzaban alrededor de mi oscura tunica, y ese cuervo, volvió a aparecer, posándose en mi hombro, como si presintiera lo que estaba por venir.
De repente, me encontré cara a cara con mi némesis. Apolo, radiante como el sol que representaba, irradiaba una pedantería que me crispaba los nervios. Con su voz meliflua, tan dulce como la miel envenenada, me espetó: "Adámastos, engendro de las sombras, ¿qué haces contaminando este lugar con tu presencia? Deberías volver a las profundidades de donde procedes, a arrastrarte por el fango del Tártaro. ¡Eres una abominación, indigno de pisar el Olimpo! Y tú, ave negra, ¿qué haces aquí? ¡Vete con él y lleva tu mal agüero a otro lado!"
"¡Cállate, Apolo!" Contesté clavando los en los suyos."Tu chirriante voz daña mis oidos. ¿Tanto te molesta mi presencia?" Pregunté con una media sonrisa "¿Quizás temes que mi sombra te opaque? ¡Solo eres una pequeña luciérnaga que se cree una estrella! Y olvidas que incluso la estrella más brillante pueden ser eclipsada por una misera nube. Así que no te atrevas a subestimar a la oscuridad, bicho luminoso. Porque cuando las sombras se alzan, tu luz se desvanece."
Su rostro, antes impasible, se contorsionó en una mueca de ira. La sangre le subió a las mejillas y sus ojos brillaron con una intensidad feroz. No obstante, se mantuvo en silencio por unos intantes, incapaz de responder a mi afrenta.
En ese momento, supe que había logrado herirlo. La arrogancia que lo caracterizaba se había resquebrajado, dando paso a una vulnerabilidad que me llenó de una satisfacción sádica.
"Soy el dios del Sol, y mi poder eclipsa al tuyo con creces. La justicia y la rectitud son mis pilares, y no permitiré que nadie como tú, un ser inferior las cuestione". Respondió al fin con voz gélida.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo y, por un instante, me sentí vulnerable y con un rugido, me abalancé sobre él.
"Si esos son tus pilares, temo que tu templo se derrumbe", escupí en su cara. La ira me cegaba y mis palabras resonaron entre los murmullos.
Los demás dioses, presenciando la escena con terror, se apartaron, temerosos de que estallara allí mismo una batalla épica, que llevaba siglos gestándose.
La ira me consumía. Apolo, con su arrogancia habitual, me había provocado hasta el límite. Pero antes de que pudiera responder con la violencia que mi corazón anhelaba, una figura imponente se interpuso entre nosotros. Atenea, con su mirada penetrante y su porte majestuoso, emanaba una autoridad innegable. Su voz, profunda como el abismo, sacudió los cimientos de la disputa "Basta'", espetó, y su mirada recorrió a ambos. "¿Acaso han olvidado su lugar en el cosmos?" Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Nunca había visto a Atenea tan enfurecida. Con un gesto imperioso, señaló el cielo crepuscular, ahora teñido de tonos violáceos por la inminente tormenta. "Miren a su alrededor. ¿Acaso no ven la belleza de la creación?" Su voz se suavizó ligeramente, pero su mirada seguía siendo penetrante. "¿Por qué insisten en mancharla con sus disputas infantiles? Apolo, tú representas al sol, y tú, Adámastos, eres el rey de las sombras, deben aprender a coexistir como la luz y la oscuridad, como el día y la noche"
Apolo, con un gesto de respeto, a regañadientes, bajo su cabeza ante la diosa y me dio la espalda, optando por una tregua temporal en lugar de una batalla. A medida que la etérea figura de la diosa se desvanecía en la distancia, un brillo travieso se encendió en mis ojos.
Las incesantes alabanzas a su propia grandeza y rectitud, me brindaron la oportunidad perfecta para urdir una travesura divina. Un pequeño toque de caos para recordarle al autoproclamado paragón de la virtud que incluso los dioses eran susceptibles a la manipulación y al ocasional desliz en la perfección.
Vi en este respiro una oportunidad para tejer una red de engaños que desafiaría la imagen impoluta de Apolo y nos brindaría a ambos un poco de entretenimiento en la inquebrantable monotonía de la existencia divina.
La mortal escogida para enredarlo en mi plan se llamaba Valeria, una joven cuya belleza sin igual hacía palidecer a las rosas y ponía en duda la supremacía de mi propia madre. Su cabello, más oscuro que la noche más profunda, caía en una cascada de ébano sobre sus hombros, enmarcando un rostro de una perfección casi celestial. Sus ojos, dos destellos de azabache, eran pozos de misterio y sabiduría que escondían una inteligencia que rivalizaba con la de las más antiguas diosas.
Valeria era un enigma, una criatura que poseía una gracia natural y una chispa de astucia que la hacían aún más irresistible. Apolo, con su ego desmedido y su debilidad por las conquistas amorosas, era el blanco perfecto para sus encantos.
Poco sospechaba él que estaba a punto de caer en una trampa cuidadosamente elaborada, un juego divino de engaño y astucia que pondría a prueba los límites de sus poderes divinos y desafiaría su percepción de sí mismo como el epítome de la virtud.
Observé con una sonrisa traviesa cómo la mirada de Apolo se fijaba en ella, incapaz de apartarse de su cautivadora belleza.
El escenario estaba listo, los actores en su lugar y la comedia a punto de comenzar. Esperaba ansiosamente el desenlace de mi plan, listo para presenciar la caída de Apolo y disfrutar de la dulce satisfacción de demostrar que incluso los dioses más seguros de sí mismos podían ser manipulados y burlados.
Al final de un verano en Madrid, con el calor aún aferrándose al ambiente y el otoño susurrando su llegada, sus caminos se cruzaron. Valeria paseaba por las calles adoquinadas del centro histórico, su sonrisa era tan radiante como el sol de verano. Su vestido de flores ondeaba al ritmo de sus pasos, y sus ojos brillaban con la alegría de la vida.
Apolo, disfrazado de un simple mortal, se acercó a ella en un pequeño café. Entre sorbos de café y charlas sobre música, literatura y sueños, encontró en ella un alma gemela, una mente brillante que lo cautivó por completo.
Los días se transformaron en semanas y las semanas en meses, tejiendo una historia de amor bajo la luz plateada de la luna. Apolo y Valeria se entregaron a una pasión ardiente, compartiendo risas, confidencias y momentos que parecían sacados de un poema.
Las palabras de Apolo fluían como dulces melodías, poesías de amor que la hacían suspirar y canciones que la transportaban a un universo de ensueño. Su voz, como la lira del dios, encantaba a la joven, envolviéndola en un hechizo de amor eterno.
Bajo la bóveda celeste, salpicada de estrellas como diamantes, Apolo le juró a Veleria un amor que desafiaría al tiempo. Prometió protegerla, amarla y hacerla feliz para siempre, sellando su promesa con un beso que ardía en la piel de ambos.
Pero la crueldad del destino acechaba en la oscuridad. Al despuntar el alba, Valeria despertó junto al vacío. Apolo, el dios de la luz y la verdad, había elegido el olvido.
Temeroso de las represalias divinas y sin la valentía suficiente para enfrentarse a Zeus, se desvaneció con la primera luz del día. Dejó tras de sí el cuerpo desnudo de su amada, la cálida huella de su presencia en las sábanas y un corazón roto en mil pedazos.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en mi rostro. Había desenmascarado la hipocresía del dios, demostrando que incluso Apolo no era más que un cobarde que huía ante el verdadero amor. Su huida confirmaba que bajo la fachada de divinidad latía un corazón débil y temeroso.
Pero al ver a su amada, con el rostro surcado por lágrimas, algo también se rompió en mi. La promesa de amor eterno se había convertido en un amargo recuerdo, un espejismo que se desvanecía al despuntar el nuevo día.
La traición de Apolo la había marcado para siempre, pero en medio del dolor, una pequeña llama ardía en su interior,
una nueva vida que crecía en su vientre, fruto del amor que Apolo nunca había tenido la valentía de defender.
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El término Adámastos en griego, se refiere a algo o alguien que no puede ser dominado o controlado, reflejando fuerza y resistencia. A su vez, su raíz Adámas, significa indestructible e invencible, y este término se usaba para referirse a los diamantes.
En la mitología griega, el cuervo es una figura ambivalente, asociada tanto a la sabiduría y la profecía como a la mala suerte y la muerte. Originalmente considerado un mensajero divino de Apolo, su plumaje blanco simbolizaba la pureza. Sin embargo, tras revelar una infidelidad de la diosa Coronis, fue castigado con un plumaje negro eterno y un cambio en su naturaleza. Desde entonces, el cuervo ha sido visto como un presagio de desgracias, aunque su inteligencia y astucia siguen siendo reconocidas.
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