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✎ ANEXO 4 [One-shoot] ☣LA PLAGA, Tercer Acto

LA PLAGA, Tercer Acto.
Entre enero y marzo de 2020, Alrededor del mundo

Es enero de 2020, y Bangkok sigue vibrante, con el flujo constante de turistas que inundan sus templos y mercados. Sin embargo, en el hospital de la ciudad, la doctora Yuffa Thanom siente que algo en el aire ha cambiado. En la sala de emergencias, una mujer tose violentamente, recién llegada de Wuhan, China. Los análisis preliminares no revelan mucho, pero Yuffa no puede sacudirse la sensación de que está lidiando con algo más grave.

—Doctora, por favor... —suplica la paciente con voz entrecortada—. No puedo respirar.

Yuffa la observa con una mezcla de preocupación y confusión. La fiebre, la tos, la dificultad para respirar; todo coincide con lo que ha escuchado en las noticias sobre un extraño virus en China. Pero aquí, en Tailandia, nada de eso ha sido confirmado aún. Sus colegas discuten en voz baja al otro lado de la sala, mientras ella sigue observando a la mujer, cuyo rostro está pálido y empapado de sudor.

—Tenemos que aislarla —murmura una de las enfermeras.

Asiente Yuffa, pero en su interior sabe que están improvisando. No hay protocolos claros, no hay instrucciones precisas de las autoridades. Mientras colocan a la paciente en una sala aislada, el miedo comienza a asentarse. ¿Cuántos turistas como ella han pasado por la ciudad en los últimos días? ¿Cuántos de ellos podrían estar esparciendo el virus sin saberlo?

—¿Qué hacemos, doctora? —pregunta una joven residente.

Yuffa toma aire, pero no tiene una respuesta clara. Las directrices del gobierno son vagas, y la población parece ajena a lo que podría estar gestándose. Mientras tanto, el hospital empieza a recibir llamadas de otros centros en la ciudad, alertando sobre casos similares.

—Haz que todos usen máscaras, y comienza a registrar a cada paciente con síntomas respiratorios. No podemos esperar a que nos digan qué hacer —responde con decisión, aunque el nudo en su estómago crece. "Esto está fuera de control y nadie lo ve aún."

En los días siguientes, el pánico empieza a filtrarse poco a poco en la vida cotidiana de Bangkok. Las autoridades anuncian medidas de precaución: controles en los aeropuertos, cuarentenas selectivas para quienes regresan de Wuhan. Pero en las calles, la gente sigue yendo a los mercados abarrotados, los turistas continúan llegando, y la ciudad parece negarse a aceptar lo que está por venir. En el hospital, Yuffa observa cómo el número de pacientes con síntomas similares crece lentamente. Cada vez que un nuevo caso llega, siente una presión insoportable en el pecho.

Una tarde, mientras revisa a un paciente que ha desarrollado una fiebre altísima, recibe un mensaje en su teléfono: Primer caso confirmado de COVID-19 en Tailandia. El virus ha cruzado la frontera, y aunque Yuffa ya lo sospechaba, leerlo en pantalla hace que todo parezca más real, más imparable.

—¿Doctora, es esto el virus del que hablan? —pregunta el paciente, con la voz entrecortada.

—Lo estamos investigando —responde ella, pero el miedo en su voz es palpable. No sabe si este hombre va a mejorar o empeorar rápidamente. No sabe si mañana la sala estará llena de personas como él. "Ni siquiera sabemos cuánto tiempo tenemos."

En las semanas siguientes, el hospital de Bangkok se convierte en un campo de batalla silencioso. El personal médico, sobrecargado y sin suficientes recursos, se enfrenta a una marea creciente de pacientes mientras las autoridades tardan en imponer medidas más drásticas. Los rumores sobre la gravedad del virus se esparcen más rápido que las decisiones del gobierno, y Yuffa observa con impotencia cómo el sistema de salud, que ya de por sí era frágil, comienza a tambalearse.

Mientras tanto, al otro lado del mundo, en Seúl, Corea del Sur, el doctor Kang Min-hyuk revisa los titulares en su teléfono mientras desayuna en su pequeño apartamento. Primer caso de COVID-19 en Corea del Sur confirmado. Aunque el número aún es bajo, el miedo ya se está filtrando en los hospitales. Desde que el virus comenzó a extenderse en China, Min-hyuk ha sentido una creciente ansiedad en su interior. Sabe que es solo cuestión de tiempo antes de que la situación se agrave en su país.

En el hospital donde trabaja, el ambiente ha cambiado drásticamente. La tensión es palpable entre los médicos y enfermeras, y aunque las autoridades han anunciado controles estrictos, la falta de preparación general es evidente. Los primeros pacientes llegan a la sala de emergencias con síntomas similares a los reportados en Wuhan: fiebre alta, tos seca, dificultad respiratoria. Min-hyuk trata a cada uno con la misma meticulosidad, pero su mente está nublada por preguntas sin respuesta.

—Min-hyuk, este caso es serio —dice uno de sus colegas, sosteniendo una radiografía de un paciente cuyos pulmones están gravemente dañados.

—¿Cuántos más crees que lleguen hoy? —pregunta Min-hyuk, ajustándose la máscara y preparándose para otro turno interminable.

—No lo sé, pero esto va a empeorar. Los rastreos de contacto apenas están comenzando —responde su colega con el rostro tenso.

Las autoridades surcoreanas anuncian rápidamente la implementación de pruebas masivas y cuarentenas para frenar la propagación del virus, pero Min-hyuk siente que el tiempo se agota. Las pruebas pueden rastrear los casos, pero el virus está ganando terreno, y las camas en el hospital comienzan a llenarse. Los médicos trabajan turnos dobles, agotados y abrumados por la cantidad de pacientes que siguen llegando.

—Doctor, por favor, ¿me va a pasar lo mismo que a los de Wuhan? —pregunta una mujer joven, jadeando mientras su respiración se vuelve cada vez más pesada.

Min-hyuk mira su ficha: es joven y saludable, pero está deteriorándose rápidamente. El miedo en sus ojos lo golpea como una bofetada. "No debería estar así", piensa.

—Estamos haciendo todo lo que podemos. Estás en el mejor lugar posible —responde, tratando de transmitir una calma que no siente. Pero en su interior, sabe que la situación está fuera de control.

La ciudad de Seúl, famosa por su eficiencia y orden, comienza a mostrar signos de desmoronarse bajo la presión de la pandemia. Las noticias son cada vez más alarmantes: grupos religiosos infectados, focos de contagio en hospitales, miles de personas siendo testeadas a diario. Aunque las autoridades surcoreanas reaccionan más rápido que muchos otros países, la velocidad con la que el virus se propaga supera cualquier medida.

En el hospital, la presión se acumula. Las camas de cuidados intensivos escasean, los ventiladores se reparten con decisiones que pesan en la conciencia de los médicos, y el miedo a lo desconocido nubla la mente de todos. Min-hyuk recibe llamadas constantes de su familia en Daegu, una de las primeras ciudades en sufrir un brote masivo.

—Hijo, están diciendo que debemos quedarnos en casa... ¿Cuánto tiempo más crees que durará esto? —pregunta su madre con voz temblorosa.

Min-hyuk cierra los ojos, agotado, y siente un nudo en la garganta.

—No lo sé, mamá. Solo... solo quédate en casa, por favor. Mantente a salvo.

Pero mientras cuelga, siente una punzada de impotencia. Sabe que no puede proteger a todos, y el peso de la responsabilidad se vuelve insoportable. Los días siguientes son un torbellino de caos. Los hospitales en Seúl se llenan más rápido de lo previsto, y la falta de equipo médico, especialmente ventiladores, se convierte en un problema angustiante.

Una tarde, mientras termina un turno interminable, Min-hyuk observa las noticias: el brote en Corea del Sur ha estallado, y el país ahora lidera los titulares internacionales como uno de los focos más grandes fuera de China. "Nos estamos ahogando", piensa mientras su mente se embota por el cansancio.

El virus continúa expandiéndose por el mundo, los países más pudientes son los primeros en ser afectados por brotes masivos, los hospitales se convierten en trincheras, y la esperanza se mezcla con la desesperación mientras la humanidad mira, impotente, cómo la tragedia se despliega en tiempo real.

Llega febrero de 2020, y mientras en Asia los ecos de la pandemia resuenan con fuerza, en Italia el invierno cubre las calles de Lombardía. El hospital de Milán está abarrotado, pero aún no del todo alarmado. La doctora Sofia Bertolini, con el abrigo todavía puesto, camina hacia la sala de emergencias. Afuera, el cielo es gris y pesado, pero dentro del hospital el ambiente se siente asfixiante. Un hombre de mediana edad ha llegado con fiebre alta y tos seca.

—Doctora, ¿cree que es "ese" virus del que hablan? —pregunta una de las enfermeras, con el ceño fruncido mientras revisa la ficha del paciente.

—No lo sé —responde Sofia con un suspiro—. Estamos aislándolo, pero aún no tenemos casos confirmados. Deberíamos... no sé, deberíamos prepararnos.

Sofia ha estado siguiendo las noticias con inquietud, pero no ha recibido ninguna directriz clara del gobierno. A medida que pasan los días, más pacientes empiezan a llegar con síntomas similares, y una sensación de urgencia empieza a colarse en las conversaciones entre médicos y enfermeras. Afuera, la vida sigue como siempre: la gente pasea por las plazas, los cafés están llenos y los turistas recorren la ciudad sin preocupaciones aparentes. Pero dentro de las paredes del hospital, el miedo es palpable.

—Doctora Bertolini, hay otro paciente en la sala de aislamiento —dice un enfermero, su voz temblando ligeramente.

Sofia siente una presión en el pecho. "Esto no está bien. Algo no está bien."

—Trae al equipo y asegúrate de que todos lleven las mascarillas. A partir de ahora, todos los que presenten síntomas deben ser tratados como si tuvieran el virus —dice con determinación, aunque en el fondo sabe que no están listos para lo que se avecina.

Los días pasan y el hospital empieza a llenarse. Las camas de la unidad de cuidados intensivos están casi todas ocupadas, y la situación comienza a salirse de control. A mediados de febrero, el primer caso de COVID-19 en Italia es oficialmente confirmado. La noticia estalla como una bomba en el hospital, y la reacción de las autoridades es inmediata pero confusa: cierran algunas áreas, piden a la gente que se quede en casa, pero no hay un confinamiento real. Sofia ve cómo la población se resiste, negando la gravedad de la situación.

Una tarde, mientras ajusta el respirador de un hombre mayor que apenas puede respirar, una joven enfermera se acerca a ella con lágrimas en los ojos.

—Doctora, no tenemos suficientes ventiladores. ¿Cómo decidimos a quién se lo damos? —pregunta la enfermera, con la voz rota.

Sofia siente una oleada de desesperación. "Esto no debería estar pasando. No en Italia, no en Europa."

—Tendremos que hacer lo que podamos con lo que tenemos —responde, aunque la frialdad de sus palabras la hace estremecerse. Sabe que esto es solo el principio.

Al mismo tiempo, en Lagos, Nigeria, la doctora Amina Ojo observa la televisión en la sala de descanso del hospital mientras las noticias anuncian el primer caso confirmado de COVID-19 en Italia. El virus ha cruzado continentes y parece imparable. Aunque en Nigeria aún no hay casos confirmados, Amina sabe que es solo cuestión de tiempo.

—No estamos preparados para esto —dice en voz baja, mientras un colega se sienta a su lado.

—¿Cuándo lo estaremos? —responde su compañero, mirando el televisor con una mezcla de miedo y resignación.

El hospital de Lagos está en una situación precaria incluso en tiempos normales. La falta de suministros, las camas limitadas y el personal reducido hacen que la llegada de la pandemia sea una sentencia de caos. A mediados de febrero, cuando el primer caso confirmado de COVID-19 llega a Nigeria, el pánico se apodera de la ciudad. Las autoridades anuncian medidas para contener la propagación del virus, pero la infraestructura es frágil, y el confinamiento es casi imposible en las zonas más pobres.

Un hombre joven llega al hospital, con fiebre alta y dificultad para respirar. Está tumbado en una camilla improvisada, tosiendo con fuerza.

—Doctora, me dijeron que podría ser ese virus... ¿Voy a morir? —pregunta entre jadeos.

Amina mira sus ojos, llenos de pánico, y siente que le falta el aire. "No tenemos equipo suficiente, ni medicamentos suficientes."

—Estás en el mejor lugar, haremos todo lo posible —responde, aunque sabe que sus palabras carecen de la certeza que desearía. Afuera, las calles de Lagos siguen llenas de gente que no puede permitirse quedarse en casa. El virus se propaga silenciosamente, y el miedo comienza a extenderse tan rápido como la enfermedad.

Los días se vuelven caóticos. Los pacientes siguen llegando, pero el hospital no tiene espacio suficiente. El gobierno pide calma, pero Amina siente que la situación se les ha ido de las manos. Las camas se acaban, el personal está agotado y los suministros escasean. En cada turno, Amina lucha por contener la desesperación mientras atiende a pacientes que no sabe si podrá salvar.

En Detroit, Estados Unidos, Floyd Jackson camina rápidamente por las calles con su hijo Mike, de cuatro años, apoyado en su brazo. La tos del niño es profunda y constante, con un calor febril que hace que el corazón de Floyd se apriete cada vez más. Marzo está cerca y la noticia del virus está en todos los medios, dicen que ya llegó a Norteamérica, pero en las comunidades afroamericanas de escasos recursos como la suya, el miedo a la enfermedad empieza a instalarse.

Llega a la clínica comunitaria, un lugar pequeño y desbordado de pacientes, con personas amontonadas en la sala de espera. Las enfermeras corren de un lado a otro, sus rostros agotados por la falta de recursos y de personal.

—Espere afuera, señor Jackson. Haremos lo que podamos —le dice una de las enfermeras al verlo entrar con Mike en brazos. Su tono es más de cansancio que de consuelo.

Floyd mira a su alrededor. Cuerpos cansados en sillas de plástico, niños llorando y ancianos esperando sin ninguna certeza de cuándo serán atendidos. Su hijo tose nuevamente, su pequeño cuerpo temblando en sus brazos. Floyd lo acuna más cerca, sintiendo la fiebre que irradia de su piel.

Después de lo que parece una eternidad, finalmente lo llaman a una pequeña sala. Un médico joven entra apresuradamente, su rostro marcado por profundas ojeras, las manos agitadas al revisar a Mike.

—¿Cuánto tiempo ha estado así? —pregunta el médico sin levantar la vista del estetoscopio.

—Tres días. No mejora, no come, y no he dormido —responde Floyd, su voz quebrada por la preocupación. Duda un momento antes de añadir—: No lo llevé al hospital porque no tengo seguro. Pero... ya no puedo esperar más.

El médico asiente brevemente. Su mirada refleja una mezcla de compasión y agotamiento. Ha visto demasiadas veces la misma historia en familias que, como Floyd, no pueden permitirse el lujo de una atención adecuada.

—Podría ser neumonía —dice el médico tras escuchar el pecho del niño—. No parece ser el virus del que se habla, esperemos que no, debemos hacer pruebas, pero su estado es grave. Necesitará tratamiento inmediatamente.

Floyd traga saliva, el peso de esas palabras cayendo como una losa sobre él. Sabe lo que significa "tratamiento inmediato". Sabe que significa facturas, largas noches de incertidumbre y un dinero que simplemente no tiene.

—¿Cómo voy a pagar todo esto? —pregunta en voz baja, mirando a su hijo que, en ese momento, parece tan frágil.

El médico lo observa, sus ojos mostrando la misma desesperación que Floyd siente.

—Vamos a hacer todo lo posible aquí, pero... si empeora, tendrá que ir al hospital. —Hace una pausa antes de añadir—: Y si no podemos conseguir camas o recursos, no sé qué sucederá. Estamos empezando a ver escasez, y temo que las cosas van a empeorar.

Floyd siente que el aire se le escapa del pecho. Mike tose de nuevo, un sonido seco y agónico que resuena en la pequeña sala. Floyd aprieta los labios, sin saber qué más puede decir o hacer.

—Por favor, hagan lo que puedan por él —dice finalmente, su voz apenas un susurro.

El médico asiente antes de salir de la sala en busca de una enfermera. Floyd se queda solo con Mike, acariciándole suavemente la frente, sintiendo la fiebre que no cede. El peso de la desesperanza y el miedo es aplastante, pero trata de aferrarse a una pequeña chispa de esperanza.

Para Floyd, el mundo fuera de esa clínica ya no existe; solo están él y su hijo, luchando por mantenerse a flote en medio de una tormenta que apenas comienza. "El país más rico del mundo, y dejan que nos muramos de esta manera", piensa Floyd.

En Brasil, las playas de Río de Janeiro todavía están llenas de turistas, aunque la amenaza del virus ya ha alcanzado Sudamérica. El doctor Paulo Sousa camina por las abarrotadas salas del hospital en São Paulo, ajustándose la máscara con manos temblorosas. Marzo ha empezado y Brasil confirma el brote de COVID-19. El gobierno ha comenzado a hablar de medidas de prevención, pero las reacciones son mixtas: algunas autoridades minimizan la gravedad del virus, mientras otros intentan imponer cuarentenas.

—Doctor, ¿realmente deberíamos estar preocupados por esto? —pregunta un residente mientras caminan hacia la sala de emergencias.

—Claro que sí —responde Paulo, frunciendo el ceño—. Si no actuamos ahora, esto se saldrá de control. Mira lo que está pasando en Europa.

El hospital de São Paulo, uno de los más grandes de la ciudad, comienza a recibir a pacientes con síntomas severos. Las camas se llenan rápidamente, y el pánico se extiende entre el personal. Paulo siente cómo la tensión aumenta con cada día que pasa, pero intenta mantener la calma por el bien de su equipo. Sin embargo, en el fondo, una creciente desesperación lo invade.

Una mujer mayor llega con fiebre y tos, acompañada por su hija, que llora desconsolada.

—Por favor, doctor, ¿mi madre va a sobrevivir? —pregunta la joven, mientras las lágrimas corren por su rostro.

Paulo la mira, con el corazón pesado. La mujer mayor está en mal estado, y el hospital no tiene suficiente equipo de ventilación para todos los pacientes críticos.

—Haremos todo lo que esté en nuestras manos, pero necesitamos que confíes en nosotros —responde, aunque las palabras le saben a mentira. No puede prometer nada, y lo sabe. Afuera, las noticias sobre el virus se esparcen, pero la respuesta del gobierno es errática. Algunos políticos hablan de medidas estrictas, mientras el propio presidente Bolsonaro sigue minimizando el peligro, generando confusión entre la población.

Paulo vuelve a casa tarde, agotado y con la mente nublada por la incertidumbre. Mientras camina por las calles vacías, no puede evitar pensar en su propia familia, en su madre, que vive en una favela donde las condiciones de vida son precarias y la pandemia podría ser devastadora. "¿Qué pasará cuando llegue allí?" La pregunta le ronda la mente constantemente, pero no tiene respuestas.

Los días se suceden con una rapidez alarmante. El virus se extiende por todo Brasil, y aunque algunas ciudades empiezan a imponer restricciones, el caos es evidente. Los hospitales colapsan, el personal médico está al borde del agotamiento, y Paulo sabe que lo peor está por llegar.

La situación sanitaria empeora a escala planetaria a una velocidad de vértigo mientras los enfermos aumentan, el mundo entero iba cayendo en el caos, en una espiral de desesperación, mientras los médicos luchan por salvar vidas en condiciones imposibles. Las autoridades intentan sin éxito contener la catástrofe, decretan cuarentenas, mas nada es suficiente; las funerarias no dan abasto para tantos muertos. Las noticias a nivel global hablan de una pandemia que no respeta fronteras ni clases sociales. Nadie está a salvo, ni el más rico y mucho menos los más pobres.

En Bolivia, el doctor Jorge Montero observa los titulares con el corazón encogido, sabiendo que lo que ocurre en Tailandia, Corea del Sur, Italia, Nigeria, Estados Unidos o Brasil, pronto llegará a su país. Bolivia es una nación fallida con débil sistema de salud, es uno de los países menos preparados para la crisis y el doctor Montero lo sabe mejor que nadie.

Un día, Jorge atendió a una madre de escasos recursos. La razón: su hija menor, una niña de diez años muy enferma que necesitaba una operación de canal auriculoventricular, agonizaba. La mujer a duras penas había logrado pagar por la intervención quirúrgica, la cual sería realizada por él mismo dentro de unos días pues debían preparar a la pequeña para el procedimiento. Pero las noticias seguían anunciando la tragedia sanitaria y Jorge solo pensaba en sus pacientes. Rezaba para que la niña que iba a operar sobreviva no solo a la intervención, sino además a la pandemia que viene.

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