8. Inesperado
https://youtu.be/sXNASnL3-aE
"Todo el día solo miro mi teléfono
y ni un día pasa sin que me dé cuenta.
Quiero hablar, realmente puedo hacerlo todo, lo que sea que quieras"
Shannon Williams - Why Why
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"Un momento, what a fuck?". Ese fue el primer pensamiento que vino a la mente de Arturo tras voltear. En micras de segundo, un alud de reflexiones y pensamientos enterró sus neuronas en el esfuerzo por tratar de entender, un punto de equilibrio entre la decepción y la sorpresa por quien había acudido a su encuentro. ¿Acaso no era esa chica a quien tanto estaba esperando? Sí, pero no.
Primero evaluó sus propias emociones y aparte del enorme asombro que le embargaba, también se percató de que en algún lugar de su ser sentía ternura y empatía, una sensación de estar frente a un ser frágil y delicado, el cual le causaba deseos de proteger. Pero, por otra parte, esa chica no era en definitiva el sueño mojado que le había comido las noches. Sin lugar a dudas, Arturo no era tan avispado como él mismo se creía, había cometido un grosero error de apreciación. La chica voluptuosa de las fotos no era Sibyl, según quedó confirmado. Sibyl era la pequeña chica que Arturo confundió con una niña en esas mismas fotos. Bajo esos nuevos términos, el rudo metalero vio que le resultaba imposible restablecer las fantasías lujuriosas que levantó alrededor de ella durante la víspera. Sibyl no era una mujer alta, exuberante y de grandiosas proporciones. Era pequeña y delgada, demasiado para los estándares de Arturo. La pequeña chica no mediría más de 1.60, quizá pesaría alrededor de 40 o 45 kilos, como mucho. Era bastante delgada, hecho que su holgado sweater no camuflaba, sino que lo pronunciaba aún más.
En segundo lugar, Arturo tenía que lidiar con un hecho concreto: se sintió defraudado, pero no con su cita sino consigo mismo. Recién en ese momento notó lo mucho que le hacía falta tener sexo. Había estado tejiendo fantasías eróticas con Sibyl como protagonista durante toda la semana. De tanto morbosear, había perdido la brújula de lo que le encantó de ella en primer lugar: su carisma. Al retomar el hilo conductor de aquello que Arturo supo apreciar en Sibyl, la aceptación de los hechos le dio opción a otro orden de pensamientos mucho más optimistas en esa situación.
Ella era bonita, lo suficiente, lo necesario, sin parecer una modelo tampoco. Sus ojos eran verdes, detalle que le permitió a Arturo confirmar la identidad de la chica que se le había aproximado; llevaban el mismo tono olivino de aquel ojo en plano detalle que Sibyl tenía como foto de perfil en la aplicación donde se conocieron. Esta vez la deducción no podía ser errónea. Sin embargo, en persona era posible notar que había algo más en la mirada de aquella chica; parecía subyacer alguna clase de tristeza en ella, misma que su expresión risueña trataba de ocultar.
El rostro de Sibyl era también muy singular, quizá no un buen ejemplo de simetría o sensualidad femenina, pero era una "cara bonita" a su modo, con sus imperfecciones propias; sus rasgos aún eran infantiles, diríase; cándidos, cuanto más. Tenía los ojos grandes, adormilados, bordeados de largas pestañas sospechosas de mucho rímel, y cejas oscuras y pobladas, naturales según parecía. Su nariz y boca eran pequeñas, con los labios delgados y pintados de un suave tono rosa. Tenía el mentón estrecho, detalle que el largo de su cuello hacía aún más notable. Su piel era blanca y eso no era una propiedad del maquillaje; cuando Arturo dio un vistazo fugaz al resto de su cuerpo vio que llevaba una falda rosada a tablas bastante corta y calcetas largas en ambas piernas, permitiendo a sus muslos emerger a la vista y llevando a Arturo a deducir que la piel de todo el cuerpo de Sibyl tendría ese mismo tono. Eso le dejó un análisis, al menos en términos de lo gentil: Todo en ella le parecía familiar y exótico a la vez, como un punto de encuentro entre sus expectativas y la realidad; así, paradójico, sin eufemismos. El cabello de la chica era largo hasta los hombros, lacio y castaño, recogido hacia atrás con una liga de tela rosa que dejaba a la gravedad convertir a su pelo en un manso caudal.
Por un momento, Arturo se sintió en riesgo de estar cometiendo delito de estupro. En fracciones de segundo concluyó que el aspecto tan juvenil que llevaba su cita podía ser una señal inequívoca de que había sido engañado respecto a la edad. "¿En verdad esta chica puede tener veinte años?", Arturo pensó, pues sintió que se había citado con una niña de catorce como mucho. Definió que debía corroborar la edad de Sibyl, pero no sabía cómo abordar el tema. "Vamos, Arturo, salúdala", se dijo.
—Hola. Sibyl, ¿Correcto?
El rostro de la chica esbozó un puchero, agachó la cabeza, leve; juntó las rodillas y empezó a chocar con suavidad las puntas de los dedos índices de sus manos. Lo hacía con nerviosismo, igual que una niña a punto de confesar una travesura.
—Perdón por el atraso —dijo a voz tímida, leve, apenas audible—. Espero no haberte hecho esperar demasiado.
Arturo vio una semejanza entre su hermana y la chica que tenía en frente. Su forma de actuar le hizo notar que, en efecto, ella estaba tan nerviosa como él. Sonrió, le extendió la mano a Sibyl y agregó:
—No te preocupes, no pasa nada. Gusto conocerte personalmente, al fin.
En ese momento, los ojos de Sibyl se llenaron de brillo a tiempo que una sonrisa muy honesta se dibujaba en su rostro, dejando entrever que llevaba brackets en sus imperfectos dientes; un detalle que le aumentaba aún más inocencia a su aspecto general. Entonces, sin dudarlo, estrechó la mano de Arturo, quien no pudo evitar notar lo pequeñas y delgadas que eran; aunque eran ásperas, como las manos de un carpintero, hecho bastante contradictorio considerando su aspecto general.
—Igualmente, es un gusto conocerte —agregó ella. A diferencia de lo que Arturo oía por las llamadas telefónicas, la voz de Sibyl parecía aún más delgada, con un timbre que podía sonar tierno en determinada entonación.
Abandonaron juntos el lugar de encuentro y se dirigieron al sitio acordado para su cita. Se encontraba a pocas cuadras del punto de reunión, no tardaron ni cinco minutos en llegar, tiempo que aprovecharon para hablar un poco sobre cualquier cosa.
Al final allí estaban, en la planta baja del Edificio Orión, situado en la Avenida Sánchez Lima de la zona de Sopocachi. Una estructura de gran tamaño cuya principal finalidad era la de servir como complejo de oficinas y actividades comerciales. El lugar de destino era llamado "Tierra Media", un centro de operaciones frikis en torno a los juegos de rol, la fantasía, el soft-combat, el universo de J.R.R. Tolkien, George Martin y J.K. Rowling, además de juegos de mesa en general. Sibyl se vio sorprendida, cosa rara porque, en primer lugar, le gustaba todo lo referente al Señor de los Anillos; en segundo lugar, porque ella misma era una friki, y, en tercer lugar porque la "arena" —como llaman los frikis a Tierra Media— estaba a pocas cuadras de donde ella estudiaba. De hecho, la facultad de Humanidades y Letras estaba a solo cuatro cuadras de Tierra Media. Era curioso que no hubiera visto el lugar antes.
Arturo pagó el ingreso de ambos, veinte bolivianos, una suma breve. Como era de esperarse, la actividad ya había dado inicio. Varios expertos en "Mitología Tolkiana" explicaban las principales diferencias entre el material impreso y las películas de "El Hobbit". Sibyl y Arturo no tardaron en dejarse llevar por la tertulia, era un tema que a ambos les apasionaba. Por desgracia, el atraso que tuvieron no les permitió disfrutar de la exposición en toda su proporción, mas, les bastó ese gatillo de conversación para continuar, por sí mismos, la tertulia en un bonito café cercano. Arturo pidió una cerveza, Sibyl, un helado de fresa. Las diferencias a la vista eran muy explícitas. Él era un hombre grande, alto, de aspecto sólido, incluso esbelto; su cabellera y barba daban la impresión de alguien que vive, en términos relativos, "al margen del sistema". Cualquier persona le daría incluso más edad de la que en verdad tenía, de no ser por el nerviosismo que algunos de sus gestos expresaban. Ella, en cambio, se veía aún más pequeña de lo que realmente era. Una pareja muy dispareja, a simple vista.
El tiempo empezó a diluirse a una velocidad pasmosa. Ninguno de los dos notó cuando el sol se ocultó tras el poniente. Ambos estaban sorprendidos el uno con el otro por los vastos conocimientos que tenían sobre la literatura de Tolkien. Pero para Sibyl había un plus adicional en toda aquella situación pues, a diferencia de Arturo, ella no tenía amigos con quienes compartir sus aficiones fuera de internet; toda su red de contactos, una bastante voluminosa, era y se debía a la densa vida virtual de su alter ego en la red. De hecho, había pasado mucho tiempo desde la última vez que Sibyl tuvo la oportunidad de abrirse ante otra persona siendo ella misma y no el personaje que representaba en redes sociales. Era, pues, ese uno los primeros ejes de diferencia, de lo que hacía que Sibyl y Arturo fueran tan distintos el uno del otro. Entonces, ya con más confianza y habiendo superado la ansiedad inicial, Arturo abordó el tema que más le preocupaba en ese contexto:
—Sibyl —titubeó—, hay algo que necesito saber, pero no quisiera que te enojes.
Ella entornó los ojos, algo confusa. Arturo continuó:
—Verás, es que, en realidad. Estudias en la universidad y me dijiste que tenías veinte años, pero, cómo lo digo...
Sibyl no tardó en entender el dilema de Arturo. Al fin y al cabo, le ocurría todo el tiempo. Se hallaba perfectamente consciente de su aspecto.
—Entiendo —sonrió y sacó su credencial de la universidad de la pequeña mochila rosa con adornos de "Sakura Card Captor" que llevaba en la espalda.
Arturo miró el documento. En efecto, tenía todos los detalles de seguridad para evitar falsificaciones. Allí figuraba su nombre completo y fecha de nacimiento: Sibyl Funes Robles. Nacida el 30 de mayo de 1999. Estudiante de Literatura en la Universidad Mayor de San Andrés. Mas, a pesar de ello, alguna duda quedaba en Arturo. Quizá sus estudios en Derecho le habían emasculado su capacidad de confiar del todo, pero no había otra prueba más que diera fe de la versión de Sibyl. Ella dijo que era una estudiante de veinte años. Por el momento, Arturo solo podía creerle. Debía ser así. Aunque él sabía que corroboraría la versión por sus propios medios. No quería terminar siendo acusado de acosar a una menor de edad.
—Lo siento, es que, tenía que confirmarlo —señaló Arturo.
—Ahora, te toca a ti. ¿Tienes algún documento de identidad a la mano?
"Principio de reciprocidad", pensó Arturo. Era lo justo. Tomó su billetera y le prestó su cédula de identidad. Sus datos estaban claros, nombre: Julio Arturo Mendoza López, nacido el 14 de noviembre de 1992. A Sibyl le llamó la atención que se hiciera llamar por su segundo nombre en lugar del primero, pero Arturo era un mejor nombre que Julio, al menos en criterio de ella. Mas, al ver los apellidos no pudo evitar soltar una carcajada. Arturo se sintió extrañado, Sibyl le obsequió una mirada cómplice y risueña. Ella adoptó una caricaturizada postura de venganza con la mano en alto. Y entonces ambos empezaron a reír. ¡Referencias Simpsons!: "McBain, voy a morir; solo hazme un favor, atrapa a Mendoza".
—¡Mendoza! —parodiaron ambos en voz alta, llamando la atención de una pareja adulta que estaba unas mesas más allá, quienes miraban con fastidio a la juventud.
—Eres el primer Mendoza que conozco —Sibyl confesó—. Y siempre quise conocer uno para parodiar ese episodio.
—Pues, acá me tienes, aunque yo no soy un Senador.
—Mejor que no lo eres, me gustas en tu versión de rockero.
Y ahí, un arrebato de honestidad que dejó dos perlas. La primera era que, con inusitado descuido, Sibyl había confesado que Arturo le gustaba. Pero, por otra parte, también dio a connotar su desconocimiento de la movida metalera. En otras circunstancias, Arturo se pondría muy agresivo con quien lo llamara "rockero". Pero en el caso de Sibyl, el rudo metalero entendió sin dilación que era perdonable cualquier confusión. Incluso se sintió agradecido por ello, lo que notó cuando su corazón dio un salto estratosférico al oír de ella que: "le gustaba su versión de rockero". En ese momento no sabía qué responder, así que haciendo otro acto de sincericidio en modo automático, dijo:
—A mí también me gustas.
En segundos, el rostro de Sibyl se tiñó de un tono rosa que pronto llegó casi al rojo. No es que fuera la primera vez que un varón le dijera esa clase de cumplidos. Arturo notó que quizá se había precipitado y decidió dar un paso atrás desviando la charla:
—¿Tienes sed? ¿Hambre? Te invito lo que quieras.
Sibyl sonrió.
—Demos un paseo —dijo ella.
La noche era fresca, Arturo le ofreció su brazo para pasear.
—Hace tiempo que no me la pasaba tan bien —dijo ella—. Verás, no tengo muchos amigos. Todos lo que tengo son de internet.
—¿Por qué?
—No lo sé, quizá no le gusto a la gente, o es la gente la que no me gusta a mí. Cuando estaba en colegio me acosaban mucho, en especial las chicas. Me decían que mi piel era blanca como si me hubieran bañado en cloro al nacer y que por eso quedé q'ara, también decían que mis piernas eran como patas de pollo y que toda yo era como un chupete. Ya sabes, cuerpo de palito y cabeza dura.
—Los niños son así a veces.
—Realmente me hacían daño. Y en la universidad tampoco me ha ido mejor.
—¿Por qué?
—No estoy segura. Quizá porque yo tampoco hago el esfuerzo de conocer a nadie. Ya para qué, si siempre será la misma decepción. La gente me cansa.
Arturo recordó a sus padres.
—Entiendo —replicó él—. A mí me cansan las personas también, pero el mundo al que yo pertenezco todavía te deja resolver las cosas por la fuerza. Quizá por eso tenemos unión, porque siempre estamos preparados para la guerra.
—¿Qué mundo es ese? —Sibyl consultó con la curiosidad abierta.
—El mundo del metal.
—El metal, ¿te refieres a la música que tocas?
—Así es, es más que solo música, es una filosofía de vida.
—Creo que puedo entenderte en ese sentido. Yo siento igual con el ánime.
—Todo eso de cultura japonesa, ¿no?
—Shiii, y de cultura coreana y china. Es, más que arte, una filosofía de vida.
—Entonces no somos tan diferentes, solo que nacimos en universos distintos.
Caminando, habían llegado a la zona de San Pedro, distrito en el que vivía el padre de Sibyl. Esa noche, por razones de transporte, ella se quedaría a dormir allí, aunque había dejado claro que eso no era usual, por norma, dormía en casa de su madre.
—Soy como una pelota de ping-pong —agregó Sibyl—. A veces me quedo con mi padre, otras, con mi madre. Nos mudábamos demasiado, así que jamás tuve una habitación propia. Después del divorcio fue incluso peor, no tener casa propia es duro. Ahora solo tengo mi ropa, mi catre, una notebook y mi celular. Vendí todos mis muebles para hacerme más fácil las mudanzas, tenía un ropero y una cama grande, pero me deshice de ellos. Solo vivo con lo más elemental, un día a la vez.
—Nos parecemos en eso —Arturo interrumpió—, yo también vivo un día a la vez.
El pequeño farol de una casona antigua a la entrada de un estrecho callejón los saludó. Adentrándose a la callejuela, una puerta metálica tras el zaguán aguardaba. Faltaba poco para la despedida, la calle estaba vacía, o eso parecía.
—Me la he pasado genial —dijo Sibyl—. Has sido la mejor compañía que he tenido en mucho tiempo.
—Tú también, has sido la mejor cita de mi vida —Arturo replicó, haciendo acto de sincericidio—. Avísame cuando tengas tiempo, puedo invitarte más helados de frutilla.
—Es mi fruta favorita.
—¿Por lo dulce?
—Y también por lo roja.
Sin darse cuenta, ambos se habían parado muy cerca. Sibyl tenía que estirar un poco el cuello para alcanzar con su mirada, los ojos de Arturo. Él tenía que agachar el cuello, para poder mirarla directamente. Aquello no fue impedimento ni mucho menos para que Sibyl se despidiera con un beso en la mejilla, parándose de puntillas. Luego Arturo besó su frente e hizo una caricia muy suave en su rostro. Él sentía que había demasiadas emociones sublimándose dentro de su ser en ese preciso momento. Ella sentía un caos mucho más romántico. Estaban a punto de abrazarse cuando algo tiró a Arturo al piso. Fue veloz, muy veloz. Una cuerda alrededor de su cuello y una rodilla encajándose en su espalda en tanto sus piernas eran aplastadas por un segundo peso humano y sus brazos quedaban totalmente ocupados en intentar jalar la cuerda con la que le estaban estrangulando. Por su parte, Sibyl estaba capturada por una sombra a sus espaldas, de algún asaltante lo más seguro, que había envuelto su cuello con una cuerda mientras la empujaba contra la pared.
—Callados, mierda, callados —oyó Arturo.
Sin duda, era un atraco. Arturo sabía que estaban en problemas, sintió un objeto puntiagudo casi enterrándose a un costado de su cuerpo. Si se movía, quedaría ensartado. Empezaron a bolsiquearle, él no tenía problema en dejar que le robaran a fin de no poner en riesgo la seguridad de ambos. Pero el sujeto que tenía atrapada a Sibyl no parecía estar tan interesado en asaltarle, sus manos se habían deslizado sobre el pecho de la víctima mientras esta lloraba.
—¡De una vez sácale todo, vámonos! —dijo uno de los asaltantes.
Cuando las manos del delincuente empezaron a bajar hacia las piernas de Sibyl, Arturo entendió que debía actuar. En micras de segundo evaluó su situación. Había tres atacantes. Dos de ellos lo tenían reducido a él y un tercero, a Sibyl. Arturo se vio boca abajo, la cuerda alrededor de su cuello aplicaba más presión a cada segundo, obligando a Arturo a poner todas las fuerzas de sus manos en hacer contrapeso a fin de no ahogarse. Con la otra mano, el mismo que lo ahorcaba llevaba un cuchillo, listo para clavárselo y con su rodilla, enfocaba todo el peso de su cuerpo sobre el centro de gravedad de Arturo, para así mantenerlo pegado al piso. En sus pies había un segundo tipo, prácticamente sentado sobre sus pantorrillas y dejando sus piernas sin mucho margen de acción. Lo primero era deshacerse del asaltante que lo estaba ahorcando. Tenía que actuar rápido, la falta de aire pronto le haría perder el conocimiento.
En un segundo, Arturo concluyó que debería hacer un sacrificio si quería salir de la llave con la que le tenían reducido. El riesgo mayor era el cuchillo, mismo que estaba justo sobre su hígado. Una herida en esa región podría ser mortal, tenía que deshacerse de ese cuchillo. Entonces determinó que debería soltar la cuerda, aceptando el riesgo de acabar con la tráquea rota, y enfocarse en desarmar a su atacante.
Su diestra soltó la soga que lo asfixiaba, la presión aumentó de inmediato, solo tendría unos pocos segundos antes de perder todo el oxígeno. El asaltante estaba tan desesperado de que su compinche deje a Sibyl para huir con el botín, que no notó cuando Arturo tomó su mano y procedió a desalinear él mismo el cuchillo, desviando el ángulo de ingreso y apuntando a la costilla a fin de reducir el daño. Cuando el ladrón sintió el arma siendo manipulada por su víctima, apuñaló a Arturo; la sangre no demoró en brotar, mojando la mano del maleante que no pudo sostener más el cuchillo. Por la distracción, la presión de la soga se disipó y con eso le bastó a Arturo para tomar el brazo armado del delincuente y girar el cuerpo lo suficiente como para hacer perder el equilibrio de su agresor.
Al ver esto, el que tenía atrapados los pies de Arturo desenfundó un pequeño puñal, tomando impulso para clavar el arma en la región abdominal de su víctima. Lo que ese desdichado no sabía, es que, en la confusión, Arturo tuvo tiempo de sacarse el cuchillo que tenía enterrado en el cuerpo y lanzarlo, casi con precisión mortal, hacia el agresor que a poco estaba de matarlo. Quizá Odín vio con beneplácito el esfuerzo bélico de Arturo y el arma que arrojó fue a dar casi a la altura del cuello del ladrón, quien terminó neutralizado por un corte yugular y el pánico de la hemorragia que de inmediato se abrió paso.
Culpable por su descuido, el maleante que había caído de las espaldas de Arturo lo envolvió con sus piernas por la cintura, con su brazo rodeó su cuello y con la mano que le quedaba libre intentó alcanzar el puñal que su socio dejó caer cuando fue herido. Viendo sus intenciones, Arturo pateó el puñal lejos de su agresor, quien, con su mano libre, procedió a golpear el rostro de Arturo con todas las fuerzas de su alma. Sin embargo, aquel pobre diablo eligió a la víctima equivocada y la estrategia errada. Con un cabezazo contundente, Arturo había logrado estrellar su nuca contra el tabique del asaltante, quien empezó a perder aire velozmente cuando su nariz se llenó de sangre. La falta de aire también provocó un debilitamiento general del malhechor, mismo que le permitió a Arturo romper la llave, voltear y estampar más de media docena de puñetes sobre el rostro de aquel infeliz que casi había quedado desfigurado por la atroz fuerza de los golpes. En ese momento, un "click" se oyó. Arturo levantó la mirada y vio que el tercer asaltante, el que tenía atrapada a Sibyl, sostenía un revólver pegado a la sien de la chica.
—Quieto, carajo, o ella se muere.
Arturo se puso de pie a duras penas. El maleante al que le cortó la yugular ya había perdido el conocimiento. El segundo maleante, al que golpeó con toda su metalidad, estaba también inconsciente. Aunque todo parecía haber ido de mal en peor, en realidad las cosas habían salido bien. Arturo estaba seguro que golpearía a aquel infeliz de tal forma que ni su madre lograría reconocerlo.
—Te estás jugando la vida, y la vas a perder esta noche si no la sueltas —Arturo amenazó mientras escupía algo de sangre de su boca.
El maleante esbozó una sonrisa socarrona y respondió:
—Gallito de mierda, ¿quieres que la mate?
—Qué te hace pensar que tienes alguna oportunidad de lograrlo.
—Tengo suficiente plomo para limpiarme a ambos.
—Pero no tienes los huevos —sentenció Arturo que empezó a marchar poco a poco hacia el agresor. Sibyl no había dejado de llorar, el pánico la tenía inmovilizada incluso más que su atacante.
—¡No es broma, mierda, la mataré! —rugió el maleante. Arturo no dejaba de caminar hacia él y entonces, lo hizo. Jaló del gatillo, pero no hubo disparo alguno, jaló por segunda vez, pero el arma no se disparó. Cuando quiso jalar del gatillo una vez más vio que Arturo ya estaba demasiado cerca.
Quizá el exceso de confianza en el arma y el temple de Arturo habían provocado que aquel asaltante de cuarta no supiera qué hacer si su revólver no funcionaba. Prueba de ello fue que sus reflejos le fallaron a la hora de intentar esquivar el brutal puñete que el metalero logró empalmar en la sien del agresor. Por la fuerza del golpe, Sibyl también salió expulsada y se estrelló de cabeza contra la pared. Mareado, el ladrón sacó un cuchillo y se lanzó de frente contra Arturo, clavándole el arma en un hombro, pero sin ser una herida realmente contundente. Cuando intentó desclavarla para hacer una nueva estocada, Arturo lo cogió del antebrazo y lo presionó hasta romperle radio y cúbito, le puso zancadilla, haciéndole caer, y ya en el piso empezó a machacar y machacar. La sangre propia y ajena había manchado el rostro de un Arturo que en ese momento parecía un guerrero de la época medieval en pleno campo de batalla, aplastando cráneos. Fue entonces cuando las sirenas de una policía ausente empezaron a oírse, tarde como siempre.
Lo ocurrido después fue un calvario policial y hospitalario intenso pero fugaz. No era para menos, el escenario que los agentes encontraron describía una situación en extremo violenta, incluso para ser un atraco. Evacuaron a todo el mundo a uno de los Hospitales Municipales, lugar donde tomaron la declaración de las víctimas con nulo tacto profesional, dificultando el trabajo de los médicos, quienes se habían dedicado a curar a Arturo primero. Sus lesiones fueron de "un millón de dólares", en palabras del paramédico interno. El cuchillo que se clavó en el cuerpo hizo un trayecto tan increíble que, por milagro, no tocó órgano alguno. Incluso su herida del hombro no dañó ningún tendón, vena, arteria ni nervio importante. Tenía un labio, una oreja y ambas cejas rotas, así como varias contusiones en el rostro, pero sus asaltantes llevaron la peor parte.
Al que le arrojó el cuchillo estuvo a poco de morir, tuvieron que hacerle una transfusión de sangre. Al que golpeó primero, le fracturó varios huesos del rostro. Al que golpeó al final, incluso le destruyó la mandíbula, dejándolo en coma. Una salvajada tan barbárica que, por un momento, el Fiscal de materia pensó en iniciar un proceso de oficio a Arturo por la magnitud del daño que les hizo a sus agresores. Sin embargo, el alegato era simple, brindado por una de las víctimas: Sibyl, quien afirmó que todo fue en defensa propia. Con un arma de fuego como agravante de la fechoría. En esos términos, Arturo era inimputable.
Cuando las cosas se calmaron un poco más, Arturo y Sibyl se quedaron a solas en la sala de urgencias. Ella se sentía en extremo culpable por haberse dejado paralizar por el miedo. Vio todo lo que le habían hecho a su amigo y no pudo ni siquiera gritar auxilio. Pero él demostró una empatía inusitada, incluso más en su caso, siendo un metalero radical. En medio del incómodo silencio, Arturo tomó una de las manos de Sibyl, quien estaba sentada a su lado. Ella lo miró con gran angustia, pero Arturo le sonrió.
—Lo siento mucho, no pude hacer nada por ayudarte.
—No te preocupes, era mi deber protegerte.
—¿Por qué?
—Porque es el deber un caballero y todo buen metalero es un caballero.
Entonces Sibyl recordó el momento en que la tenían encañonada y una duda surcó su mente.
—¿Sabías que el arma de ese maleante no se dispararía?
Arturo asintió afirmativamente.
—¿Cómo? —Sibyl indagó, intrigada.
—Su arma era un 38 corto Smith & Wesson de acción simple. Cuando la bala entró a la recámara y el idiota amartilló, no se dio cuenta que la bala se encasquilló. El tambor estaba descentrado, esa arma no iba a dispararse jamás.
—¿Cómo supiste eso?
—Cuando oí el revólver amartillar, logré escuchar en atasco del tambor.
—¿Tanto conoces de armas?
Arturo no supo qué responder. Así que mintió:
—Es una de las cosas que más me gustan, soy aficionado a las armas, conozco mucho del tema, por eso sabía que ese ladrón de mierda no nos dispararía. No porque no quisiera, sino porque su arma estaba en pésimo estado.
Otro silencio incómodo se hizo en la sala de urgencias, cuando el hermano de Arturo, Xavier, hizo acto de presencia.
—¿Estás bien? —dijo Xavier ni bien verlo.
—Estaré bien.
—Escucha. Ya hablé con el Fiscal y...
Xavier empezó a dar un detallado informe de la situación judicial de los hechos, ignorando por completo que Sibyl estaba ahí. Dijo que había papeles que firmar y que presentarían una denuncia de inmediato. Pero cuando dijo que lo llevaría ya mismo a casa, Arturo respondió:
—Volveré por mi cuenta, Xavier. Gracias por preocuparte.
—Claro que no, volverás conmigo. Estás herido.
—No, no lo haré. Tengo que llevar a mi amiga a su casa.
Xavier reparó en que había otra persona ahí. La miró brevemente.
—Puedo llevarlos en mi auto.
—No, Xavier. Gracias, pero no. Vuelve a tu casa, yo estaré bien.
El hermano de Arturo no se veía para nada convencido con la situación:
—Al menos dile a nuestros padres que estás bien, te veo luego, Arturo —miró a Sibyl y también se despidió, pero muy lacónicamente—. Buenas noches.
Al retirarse, Sibyl se sintió aliviada. Aquel hombre la había puesto de los nervios. Esa mirada parecía estarle transmitiendo el mensaje más peyorativo posible.
—Disculpa a Xavier —dijo Arturo—. Es mi hermano mayor y no es un sujeto muy sociable que digamos, al menos no con mis amigos.
—Está bien, entiendo. Pero, ¿dijiste que me llevarías a casa? Arturo, estás herido, tienes que volver a la tuya. Yo sabré irme sola.
—No, Sib. Nos acaban de asaltar y es muy tarde. Es peligroso andar a esta hora por las calles, yo te acompañaré. Estaré bien, descuida, los médicos me parcharon bien —y, tomando las manos de Sibyl con firmeza, Arturo agregó—: No pienso descuidarte, eres mi amiga y eres importante. ¿De acuerdo?
Sibyl sonrió, una lágrima cristalina acompañó a varias más. Entonces se acercó a Arturo y lo abrazó con calidez. Quizá como agradecimiento, quizá como una muestra de amistad. Para Sibyl, ese conocimiento le indicó que Arturo era valiente, honesto, confiable. Para Arturo, esa certeza le mostró que Sibyl necesitaba protección. Ambos cayeron en el arquetipo que representaron esa noche, pues el síndrome del caballero y la damisela en peligro había quedado establecido.
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