4. El Trabajo
https://youtu.be/GcG6xt5-iwQ
"Un forajido persiguiendo forajidos, un corredor en la noche
por la luna radiante golpeará.
El buscador de todos los peligros ha llegado a hacerse cargo de su peaje
de la muerte, de la noche se levantará"
Hammerfall - Renegade
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Luego de la cena con sus padres, Arturo regresó a su cueva y se vio asfixiado en una avalancha de ansias por un vaso de ron. Miró sus fondos financieros, tenía treinta bolivianos, suficiente para una Cuba Libre de dos litros. Apretó los ojos, prensó las mandíbulas, frunció su rostro en un gesto de esfuerzo y regresó su billetera al bolsillo. De tripas corazón, Arturo se negó el alcohol ansiado a pura fuerza de voluntad, y para aplacar el síndrome de abstinencia, encendió un cigarrillo y se sirvió un potente café sin azúcar en una taza de tamaño respetable. Beber en soledad se le hacía cansino, como un puñado de cenizas en la boca.
Estimulado por el tabaco y la cafeína, el solitario habitante de la cueva se regocijó en el sillón de su sala, encendió el amplificador a mínimo volumen, le puso bypass al overdrive y empezó a tocar. Aunque tenía que madrugar a la mañana siguiente, la conversación con sus padres y el café habían quemado todo rastro de melatonina y el insomnio prometía otra noche de cavilaciones y cuestionamientos en la soledad de su vida. En efecto, Arturo no era el tipo de hombre que lleva bien la soledad. Siendo el hijo del medio, creció a la sombra de un hermano mayor dominante y una hermana menor impertinente. No fue un hijo demasiado deseado, casi podría decirse que fue un accidente de una noche de copas que inspiraron a don Alonso a revivir efímeras pasiones conyugales con doña Isabel. El hermano mayor, Xavier, tenía 4 años cuando Arturo llegó. Y ocho años más tarde, la hija pequeña, Andrea, hacía acto de presencia en la vida de la familia Mendoza. Estaban completos.
Al son de barridas de guitarra en escala pentatónica a tempo de 180 BPM, Arturo deslizaba sus recuerdos sobre las corcheas y semicorcheas de su viaje en las cuerdas. Esa noche sentía un halo de desolación sembrando cardos en su alma, esa sensación tan privada que ponía al duro guitarrista metalero en contacto con su lado sensible, enterrado bajo toneladas y toneladas de rudeza y testosterona. Su madre le había hecho recuerdo el dolor de una vieja lesión sentimental que jamás llegó a curar: la eterna soltería.
No se trataba de que Arturo fuese una especie de incel ni mucho menos, pues la compañía femenina era una opción elegible para él, y no por medio de una paga sino de una conquista. Tampoco es que el ambiente en el que se desenvolvía tuviese muchas candidatas que conquistar, la mayoría de chicas metaleras que solían coquetearle solo se fijaban en el estatus que les podría dar el salir con uno de los guitarristas más respetados de todas las tribus del ambiente metalero paceño. No se trataba de chicas delicadas ni mucho menos, sino de mujeres bastante dominantes y fuertes cuya priorización de sus propios intereses las convertía en seres fríos y problemáticos. Podían ser buenas amigas, amantes de una noche, pero no las mejores parejas. Arturo lo sabía muy bien y por eso él y toda su banda tenían una regla de oro que jamás debían romper: "Nunca, jamás, enamores con una chica metalera, y menos si pertenece a la misma tribu que tú".
Esta política había llevado a los miembros de su banda a emparejarse con chicas de tribus menos radicales, usualmente góticas del ambiente doom con tendencias depresivas o suicidas. De vez en cuando solían presumir alguna conquista algo más exótica y extravagante, como alguna chica sin radicalismos musicales, muy rítmica, apegada al baile y con nulo interés por el metal o la música demasiado elaborada; eso era safari coital puro, pero Arturo prefería relaciones menos físicas y más profundas; de hecho, todas las mujeres cuya compañía le resultaba grata eran chicas que tenían nulo interés sexual o romántico por él, y viceversa.
Arturo, como casi cualquier hombre, también tenía necesidades masculinas de pareja, mismas que postergaba en beneficio de su salud emocional y en perjuicio de la satisfacción de sus deseos. De cierto es que a un sujeto como él no le complacería una noche de sexo sin compromiso ni mucho menos, él tenía arcaicos códigos de honor, como los de un caballero del Medioevo, que alimentaban una narrativa existencial de fantasía en la que él era el caballero sanguinario que vive a la nostalgia de un amor imposible. Desde luego, eso se lo callaba, no era tema de conversación entre copas, sino lírica para alguna canción. Mas era justamente esa expectativa de romance caballeresco lo que terminaba por aislarlo, pues nada de aquello era compatible con el salvaje mundo del metal fuera de la letra de una canción. De hecho, no era compatible con la vida real de los tiempos posmodernos. Aunque, sin abstraer demasiados conceptos, Arturo entendía que lo que él buscaba era poco menos que un sueño y eso le amargaba el alma. Quería amar, pero no quería quedarse amando solo, el temor más humano del mundo. A final, los cuestionamientos de doña Isabel respecto a la vida amorosa de su hijo habían arrancado las costras de esa vieja herida de ausencia, una fractura de corazón que ocurre cuando sabes que estás solo, te resignas a ello y pierdes toda esperanza para pasar a vivir de una nostalgia élfica por la mortalidad.
La noche anunció su final con las primeras luces del albor, Arturo había pasado la luna entera en vela, haciendo el amor con la música al son de su guitarra. Tenía callos en los dedos de tanto practicar, pero la mañana no le permitiría menguar: la vida laboral esperaba tras la puerta. Era su primer día y no quería llegar tarde. Escogió la indumentaria más neutral de su armario, bebió abundante café acompañado de aspirina, un vaso de Coca-Cola y una lata de RedBull. Acelerado por la reacción química, partió a la jornada con la intención de consolidarse en el nuevo trabajo.
Arturo había sido recomendado por Rick, vocalista de su banda, en una editorial artesanal que se dedicaba a la impresión de libros a pedido en tirajes cortos, así como el empaste de tesis, manuales y todo tipo de material impreso a pequeña escala. Un trabajo más apropiado para Lucas Corso —personaje de "El Club Dumas", de Pérez-Reverte—, pero nada que Arturo no pudiera realizar. Allí no se trabajaba con una impresora offset industrial, sino con máquinas fotocopiadoras e impresoras láser que servían, a la vez, de rotativas adaptadas. El empaste y encuadernado de los libros era realizado de forma manual en una línea de ensamble, un trabajo repetitivo que demandaba algo de cuidado al principio, pero que podía volverse bastante mecánico; era un trabajo perfecto para Arturo, quien deseaba tener tiempo libre en la privacidad de sus pensamientos mientras sus manos hacían los deberes de forma automática. Rick le aconsejó llegar a las siete en punto.
La planta de producción se hallaba en la zona de San Pedro, por lo que Arturo, debido a la cercanía de su cueva a la zona señalada, no tendría que soportar el desastroso tráfico de la ciudad de La Paz, podía ir caminando. En cuestión de treinta minutos, el nuevo empleado ya estaba en el garaje de entrada al taller.
Rick se hallaba fumando un cigarrillo. Cuando lo vio llegar con ojeras, de inmediato sospechó de su sobriedad.
—No te habrás ido a cañar anoche, ¿no ve, mierda? —cuestionó Rick.
—No antes de sobrevivir a mi primer día de trabajo, puto —replicó Arturo con un apretón de manos y haciendo una seña para solicitar un cigarrillo
Su nombre era Ricardo, pero todos lo conocían como Rick. Era el único miembro de la banda que llevaba el cabello corto. Después de todo, la greña crecida no tiene que ser, a la fuerza, la identidad de un metalero, sino parte de ella. Ricardo entendió esa premisa siendo muy joven y decidió que viviría su metalidad sin cabellera larga. Debido a ello, cuando tenían que tocar, él se presentaba con un maquillaje bastante macabro, mismo que hacía alusión al Joker de Heath Ledger. Su historial de vida junto a Arturo era bastante longevo, ambos eran amigos desde el colegio y habían fortalecido aún más esa amistad en su vida como músicos de heavy metal. Sin embargo, ambos eran muy diferentes. Arturo era mucho más radical que Rick, casi un fundamentalista del metal puro con cabeza de piedra, en tanto que Ricardo podía ser más asequible. La diferencia puede resumirse mejor con un ejemplo: Arturo tiene casi alergia a la cumbia chicha y al reguetón, no sabe bailar, odia las fiestas bailables y ese tipo de ambientes, ni siquiera habiendo alcohol gratis, desdeña la atmósfera de discoteca y las situaciones sociales triviales donde el baile es protagonista; Rick es lo contrario, hasta sabe bailar Salay.
—Bien, no creo que necesites sobrevivir mucho que digamos —dijo Rick—, pero eso sí, necesitarás estar muy avispado las primeras semanas. El trabajo no es difícil, pero si estás atento, podrías terminar cagando algún pedido o cortándote un dedo. Recuerda que necesitamos tus dedos para la guitarra.
—Ya, ya, no necesito que me andes recomendando como mi padre. Pondré atención —dijo Arturo, decidido.
Don Leo llegó a la hora acostumbrada: 7:15 de la mañana. Leonardo Zapata era el dueño de la editorial. Un hombre calvo, mayor, caucásico, de ojos pardos y cejas blancas. Los años arrugaron su piel y sus manos, pero aún caminaba enhiesto, como todo un macho dominante. Las duras facciones de su rostro hablaban de una vida de trabajo y disciplina, mas no era el estoicismo lo que caracterizaba más a don Leo, sino su instinto. Ni bien vio a Arturo casi pudo leer su personalidad e incluso más, generar una evaluación metafísica del aspirante.
—Ricardo —saludó don Leo.
—Buen día jefe, este es el amigo de quien le hablé, se llama Arturo Mendoza.
La añeja mirada escudriñó los ojos de Arturo, notó las ojeras, el cabello largo escondido en su espalda tras la camisa, el especial cuidado en el corte del vello facial y la altura del muchacho, de 1.81 m. Don Leo supuso que estaba frente a un alma turbulenta. Por su parte, Arturo sintió un escalofrío en su espalda cuando se sintió examinado por su nuevo jefe.
—Muy bien, vamos a mi oficina —dijo don Leo e ingresó al edificio, seguido por ambos muchachos.
Al entrar a la planta, Rick tomó su propio camino, inauguró la jornada laboral encendiendo la maquinaria y limpiando las impresoras. Entretanto, don Leónidas leía la hoja de vida que Arturo le entregó y se disponía a hacer la entrevista:
—Así que eres egresado en Derecho de la Universidad Católica.
—Sí señor.
—Aquí también dices que eres músico.
—Lo soy, señor, guitarrista y también toco el piano.
—Ya veo, ¿has trabajado alguna vez en cosas manuales?
—Solía reparar celulares en un Punto Viva de la Huyustus, también fui vendedor de instrumentos musicales en la Casa Casio de la Eloy Salmón, le daba mantenimiento a la mercancía y era asistente de soporte técnico.
—Bien, como ves, aquí nos dedicamos a imprimir, empastar y encuadernar. Tenemos máquinas especializadas para realizar cada proceso de imprenta a pequeña escala, pero hay trabajos que demandan un resultado más artesanal, casi artístico. Para ello, hay pedidos que trabajamos de forma manual. Ricardo solía hacer los empastes de tapa dura y otros trabajos como la reparación y restauración de libros viejos, pero ahora lo necesito en otras funciones, así que tú estarás a cargo de esa labor. Le daré instrucción a Ricardo para que te enseñe cómo se hace el trabajo.
—Sí señor.
—Aquí dice que tu aspiración salarial es de dos mil ciento veintidós bolivianos. Un sueldo básico nacional.
—Sí señor.
—Bien, el sueldo para tu puesto tiene asignado un presupuesto de dos mil doscientos bolivianos, ¿de acuerdo?
—Absolutamente, señor.
—A mediodía firmaremos tu contrato y veremos tus descuentos de ley. Ahora ve a la oficina de junto, verás varios overoles, elige uno de tu talla. Desde hoy esa será tu ropa de trabajo, eres responsable de ella, mantenla limpia.
—Sí señor.
—Relájate, recluta Gump —dijo don Leo a tiempo que sonreía, afable—. No soy tu sargento, solo soy tu jefe. Verás que te gustará estar aquí, la editorial siempre ha forjado amistades entre quienes han trabajado con nosotros. Pronto conocerás al resto del personal. Bienvenido a la "Editorial de la Casa de Tharsis".
Sea por el mensaje acogedor, la brevedad de la entrevista o solo por la tranquilizadora expresión de don Leo, que le daba la bienvenida, el estrés de Arturo pronto se difuminó y se sintió tranquilo y seguro en su nueva fuente laboral. El sueldo no estaba mal, una suma razonable sin ser demasiado alto, suficiente para pagar los servicios, comida, transporte y la renta, a pesar de su dramático incremento. El trabajo lo llenó de sosiego ante el inminente desahucio que su padre le había anunciado. Después de todo, con trabajo y un sueldo se hace posible conseguir un nuevo lugar donde vivir, aunque sea a préstamo.
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