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34. Sueño Eterno

https://youtu.be/AY9VI2B71bk

"Cierro los ojos, la linterna se apaga.
El aroma del despertar, miel silvestre y rocío.
Juegos infantiles, bosques y lagos.
Arroyos de plata, juguetes de antaño
prados del cielo"

Nightwish – Meadows of Heaven

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La luz blanca de la sala de cuidados intensivos del Hospital Materno Infantil brillaba con una crueldad casi indiferente, exponiendo sin filtros la tragedia que, como el aire cargado de humedad, se respiraba allí. Monitores pitaban con insistencia, alarmando al equipo médico sobre signos vitales fluctuantes en otros pacientes, pero en el pequeño cubículo donde yacía Beatrice todo había caído en un silencio sepulcral. El Dr. Jorge Montero, quien había estado a cargo de su caso desde su operación del corazón, permanecía de pie junto a la camilla. A pesar de llevar puesta la bata impermeable y el escudo facial que cubría hasta el último rincón de su rostro, sentía el frío de ese momento colarse hasta sus huesos. Había demasiada muerte en ese hospital, en esa sala, en esos días interminables.

Todo habían intentado. Medicación experimental, oxigenoterapia, procedimientos de emergencia, todo lo que sus escasos insumos y la emergencia de la pandemia en un sistema de salud colapsado, les habían permitido para mitigar el daño devastador del virus que se aferraba a los pulmones de Beatrice como una sombra cruel y todopoderosa. Pero al final, nada fue suficiente. El sonido agudo y continuo del monitor anunciaba lo que ya no necesitaba confirmación: el corazón de Beatrice había dejado de latir hacía minutos. Solo quedaban ella y él allí. Ella, con su pequeño cuerpo ya inmóvil y sus manos aún crispadas por la lucha titánica que no pudo ganar, y él, derrotado por algo que iba más allá de la ciencia y la voluntad humana.

Montero bajó la cabeza, apretando la sien con dos dedos enguantados, intentando aliviar el peso insoportable que le oprimía. Amenazaba con llover, pero para el personal médico la tormenta era adentro de cada uno de ellos, el doctor Montero tuvo deseos de escapar de tantos muertos, tantos intentos por salvar almas que se convertían en fracasos de la vida y triunfos de la muerte. No había dónde escapar. Tantas llamadas que había hecho ese mes. Hombres, mujeres, niños... familias enteras arrebatadas sin tregua por algo que no hacía distinciones. Todas las despedidas, toda la agonía condensada en conversaciones distantes a través de un auricular. Sabía que pronto debía agregar otra.

Con un movimiento lento, sacó un celular algo gastado del bolsillo de su bata, pasando los dedos por su lista de contactos hasta encontrar el nombre de Arturo Mendoza. Sabía muy poco de él, solo que era una especie de padrastro informal de Beatrice; recordó a Sibyl, la hermana mayor que desesperadamente deseaba que salvasen a la pequeña; a Vera, esa madre dura pero afligida que no quería enterrar a una hija. La primera vez que habló con Arturo por teléfono le había llamado la atención su voz grave y cansada, cargada con un tono rudo que apenas lograba ocultar la desesperación al pedir noticias sobre la pequeña. "Cualquier cosa, dígamela al instante, doctor", había insistido la última vez.

Respiró hondo. Sabía que las palabras iban a salir rotas, que por más entrenamiento o costumbre que tuviera, nunca era más fácil decirle a alguien que una luz querida se había apagado para siempre.

El teléfono de Arturo vibró en su mano como si fuera un eco de las dudas y temores que lo invadían. Estaba sentado en un rincón apartado, fuera de la vista de cualquier extraño, con el Gran Maloy estacionado junto a él. Había comprado un café en un kiosko cercano a su departamento, pero no lo había tocado; el vaso estaba frío entre sus dedos. Desde el momento en que había visto la llamada perdida del Dr. Montero en la pantalla, había sabido que algo terrible estaba a punto de suceder. Lo supo porque lo había sentido antes, tantas veces que casi podía predecir el patrón del golpe.

Tomó un último respiro para reunir el valor y respondió.

—¿Sí? —dijo, con la voz firme, pero tensa, como una cuerda estirada hasta casi romperse.

—¿Señor Mendoza? —preguntó Montero, con un tono que intentaba ser profesional y empático al mismo tiempo.

—Soy yo. ¿Hay noticias de mi niña, doctor? ¿Está mejorando? —preguntó Arturo de inmediato. Lo último que había escuchado era que estaba en estado crítico pero estable, y en ese momento deseaba aferrarse a esas palabras como si fueran un ancla.

Montero se permitió un segundo de silencio para organizarse. El protocolo era claro, pero las emociones nunca seguían reglas tan simples.

—Señor Mendoza... Soy el Dr. Montero, estuve a cargo del cuidado de Beatrice durante estas semanas. Lamento profundamente tener que decirle esto: Beatrice falleció esta tarde, a las 19:22 horas.

Fue como si esas palabras fueran una bala disparada al pecho de Arturo. El impacto inicial lo dejó paralizado, inmóvil, mientras su mente intentaba absorber lo imposible.

—Hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos, pero su cuerpo ya no respondió a los tratamientos. Las complicaciones derivadas del COVID19 y la cirugía previa fueron demasiado graves. Sus pulmones y corazón no pudieron resistir, tuvo una falla multiorgánica. Lo siento... lo siento mucho. Puedo asegurarle que Beatrice no sufrió en sus últimos momentos —Montero siguió explicando, aunque no sabía si Arturo podía procesar algo más.

Hubo un largo silencio en la línea. Montero se quedó quieto, esperando, sabiendo que cada palabra suya ahora tenía un peso insostenible. Arturo apretó la mandíbula mientras las imágenes de Beatrice corrían por su mente: los recuerdos que ahora se sentían como espejismos crueles de un pasado demasiado cercano.

Recordó cómo Beita se aferraba a él dulcemente, su torpe andar, sus sonidos guturales imitando un intento de hablar, su risa infantil cuando Arturo le acariciaba la panza. Pensó en la promesa que le hizo a doña Vera, juró que Beatrice tendría todo lo que necesitase, que no le faltaría nada nunca más; pero fue en vano.

Recordó la última vez que la vio, el breve momento antes de que la internaran. Había querido darle un abrazo, pero estaban tan preocupados que lo dejó pasar. "Te quiero mucho, Beita. Va a salir todo bien, lo prometo", le había dicho. Ahora esas palabras quemaban su alma como brasas.

La voz de Montero lo sacó de su letargo.

—¿Señor Mendoza? Por favor, si tiene preguntas, estoy aquí para responderlas.

Arturo negó con la cabeza, aunque el doctor no podía verlo.

—Gracias... gracias, doctor. Sé que hicieron lo posible —dijo finalmente, con una voz que era apenas un hilo—. Le agradezco todo lo que hicieron por ella.

Y colgó.

Por un momento, Arturo simplemente permaneció sentado. No había lágrimas. Ni rabia. Solo un abismo vacío que parecía haberse abierto bajo él. Ya había perdido demasiado: Rick y Speedy, sus hermanos del metal; a su padre, con quién no se pudo reconciliar antes de morir; y ahora su niña, a quien como una hija amaba. Cerró los ojos, tratando de controlar el torbellino que sentía dentro. Sabía que debía moverse, que debía llamar a Vera y a Sibyl, pero no podía imaginar cómo decirles que Beatrice ya no estaba. ¿Cómo miraría a Sibyl a los ojos y le diría que su hermana, su otra mitad, había sido arrancada de su lado? ¿Cómo consolaría a Vera cuando ni él podía consolarse?

Encendió el Gran Maloy y se adentró en la noche, sin rumbo fijo. La moto rugía bajo él mientras la lluvia empezaba a caer, empapando su rostro descuidado, sin el casco, mezclándose con las lágrimas que no sabía cuándo habían comenzado a rodar. Cada curva del camino le recordaba los sacrificios que había hecho, y los que no habían sido suficientes.

Se detuvo en lo alto del cerro donde hizo una tumba simbólica para sus amigos, lugar donde tantas veces había buscado respuestas en los cielos oscuros de La Paz. Con los faros de la moto apagados, todo parecía una masa informe de luces lejanas. Era su refugio, su escape momentáneo de la realidad en esos oscuros tiempos de pandemia. Se inclinó hacia el manubrio de la moto, apoyando su frente contra el metal frío mientras el peso de todo caía sobre él.

Recordó todos los momentos que compartió con Beatrice, llenos de significado. Pensó en todo el esfuerzo que hizo para salvarle la vida, para reparar su corazón y arroparla en el fondo de su alma como una hija hipotética que se hace posible y real. Los momentos de familia junta a ella y Sibyl, sus fantasías con el día de su boda con su novia, imaginando que Beatrice llevaría los aros en una especie de ceremonia metalera con aires de nupcias. Sus deseos de un futuro junto a ellas, para formar una familia amorosa que los arrope a los tres y les brinde el calor que no tuvieron en sus casas.

Finalmente dejó escapar un grito ahogado, un sollozo que llevaba semanas, tal vez años acumulado. No había nadie para oírlo, solo la noche y la lluvia. Golpeó el suelo con todas sus fuerzas, hasta abrirse la herida del costado que Joe cosió. Entre sus lágrimas, la sangre, la lluvia, sus pérdidas humanas, el dolor fue tan brutal, tan atroz, tan indescriptible e inmensurable, que al final su cerebro no pudo más, su sistema simpático implotó, sus neuronas, aún afectadas por la resaca de ayahuasca negra, colapsaron como una estrella moribunda, y terminó perdiendo el conocimiento en aquel cerro mientras la lluvia mojaba su cuerpo herido. Se quedó así durante algunos minutos y cuando despertó, solo atinó a buscar un cigarrillo de su chamarra y prenderlo, con el rostro aún arrasado por las lágrimas. Entonces, lo que más temía en ese momento se hizo realidad y una llamada de Vera entró a su celular. Arturo temía responder, no quería afrontar la voz de esa madre que acababa de perder a una hija. Pero debía contestar.

—¡Arturo! —exclamó ella con tono entrecortado, la tensión evidente incluso antes de que pudiera seguir hablando—. ¡Arturo, por favor, necesito tu ayuda! ¡Es Sibyl...! No puede respirar... no puede ni hablar bien... está muy mal. Yo... no sé qué hacer...

Arturo sintió que el alma se le partía en dos. Una parte de él aún estaba sumida en su abismo personal, devorada por el peso insoportable de la muerte de Beatrice. Pero ahora, la realidad lo arrancaba brutalmente de su propia miseria y lo lanzaba de lleno a otra crisis que parecía insuperable. Apoyó la cabeza contra el manubrio de la moto, cerrando los ojos por un momento para estabilizar su respiración y despejar su mente nublada.

—Vera... —dijo con voz grave, apenas audible, mientras la lluvia goteaba desde la visera de su chaqueta hasta el suelo embarrado—. Quédate con Sibyl. No la dejes sola. Voy para allá. ¿Tienes el oxímetro? ¿Sabes cuál es su saturación?

—¡No tenemos nada, Arturo! El oxímetro no funciona, no hay médico, ¡ni siquiera puedo conseguir una ambulancia! Nadie contesta... —Vera sollozó, el agotamiento se filtraba entre cada palabra—. Tenemos que lograr que la atiendan en un hospital, no puede seguir así... está muy mal. Yo... yo no puedo...

Vera rompió en llanto al otro lado de la línea, sus palabras derramándose en un mar de angustia; por primera vez desde que la conoció, Vera se oía totalmente vulnerable. Esa ruda mujer que había sobrevivido a lo peor que su realidad podía lanzarle, finalmente no podía más. Arturo sintió una punzada en el pecho. Era demasiado. Todo lo que había pasado ese día, esa semana, ese año... todo convergía ahora en una tormenta de desesperación que parecía diseñada específicamente para aplastarlo. No quería ser fuerte. Quería gritarle al mundo que él ya no podía más, pero esa voz interior se desvaneció ante un pensamiento claro: Sibyl lo necesitaba.

—Escucha, Vera —dijo él, esforzándose por hablar con un tono firme, aunque por dentro sentía que estaba construyendo sus palabras sobre los escombros de sí mismo—. Quédate con ella. Haz que se mantenga inclinada hacia adelante si no puede respirar bien, o colócala de lado. Voy en camino. ¡Voy ya mismo!

—Gracias, Arturo —dijo Vera, su voz rota por el alivio desesperado de saber que alguien estaría con ellas.

Arturo cortó la llamada y se quedó un momento en silencio, apretando el teléfono en su mano como si con eso pudiera exorcizar sus temores. Beatrice. La cara de Beatrice apareció en su mente de nuevo, como un espectro que se negaba a desvanecerse. Una pequeña voz en su cabeza le preguntó si era justo ocultar a Vera la muerte de su hija; a su novia, la muerte de su niña. Pero esta no era la maldita ocasión. No ahora. No cuando el cuerpo de Sibyl ya estaba cargando los escombros de tantas peleas. Ni Sibyl ni Vera podían saberlo aún, darles esa noticia en ese podría terminar por destruirlas y necesitarían fortaleza para salvarse.

Apretó los puños hasta sentir cómo las uñas se clavaban en sus palmas y se obligó a montar el Gran Maloy. Con un rugido furioso, el motor cobró vida, resonando como un juramento hecho en metal y gasolina. Las luces del cerro y el refugio solitario desaparecieron tras él mientras descendía con rapidez hacia las luces inertes y desenfocadas de la ciudad. Era una noche sin estrellas y sin final.

El camino a villa Macondo estaba vacío, bañado por una niebla casi fantasmagórica que absorbía las luces de los postes y las transformaba en manchas parpadeantes en la distancia. Arturo conducía rápido, pero con un control que rozaba lo milagroso considerando su estado. Cada vez que sus pensamientos vagaban hacia Beatrice, hacia el cuerpo pequeño e inmóvil que ahora yacía en una fría cama hospitalaria, obligaba a sus manos a apretar más fuerte el manubrio, a sus ojos a fijarse en el camino, a su cuerpo a mantenerse firme. Todo era un acto de voluntad, de pura terquedad.

"¿Qué pasará si Sibyl se va también?", el pensamiento le atacó como una cuchilla traicionera, arrancándole un gruñido que casi pareció escaparse del rugido de la moto. No, no. No voy a dejar que eso pase. Tenía que creerlo. Tenía que ser algo más que un padrastro informal de luto en ese momento. Tenía que ser el muro que sostuviera a esa familia cuando todo estuviera en llamas. Tenía que salvar a su novia, a Sibyl, a ella que era un pedazo de su propia alma maltrecha tras tanta muerte. Pero, aun así, el miedo apretaba su garganta como un nudo imposible de desatar.

Imágenes de Sibyl pasaron por su mente, sus ojos inquietos, su sonrisa de brackets dulce y juguetona, su determinación ante la dificultad, la pasión de sus noches, la fragilidad de su cuerpo. La recordaba sentada junto a él, con Beatrice en brazos, mientras miraban juntos episodios de "31 minutos" o algún anime que ambas disfrutaban. La recordaba pidiéndole que cuidara de su hermanita, sus deseos de adoptarla; de ser todos, una familia.

Arturo aceleró, desafiando las curvas y los baches de la carretera sin siquiera pensarlo. El Gran Maloy rugía como si compartiera su angustia, empujándolo cada vez más rápido hacia un destino incierto. La casa de Vera se encontraba al final de un camino angosto en villa Macondo, rodeada de construcciones desiguales y jardines secos.

Sin siquiera apagar las luces de la moto, corrió Arturo hacia la puerta de la casa, con el corazón golpeando su pecho como un tambor desenfrenado. Llamó con fuerza, y la voz quebrada de Vera respondió casi de inmediato desde dentro, del pasillo común compartido que da a la vivienda que Vera compartía con sus hijas:

—¡Ya voy, Arturo!

La puerta se abrió, y lo primero que vio fue el rostro pálido de Vera, marcado por el agotamiento y la desesperación. Sus ojos estaban enrojecidos, y su cabello desordenado parecía contarle historias de días sin descanso. Vera apenas tuvo tiempo de decir algo antes de girar y señalar hacia una habitación al fondo de la sala.

—Está allá, Arturo... Por favor... ayúdala. No sé qué hacer, hasta hace poco estaba bien, estábamos hablando

Sin pronunciar una palabra más, Arturo entró. El alma, que ya cargaba como una cruz rota, se apretó aún más al ver la escena. Allí estaba Sibyl, recostada de lado sobre un colchón improvisado, sus labios azulados, cada respiración una lucha que le sonaba como hojas de papel desgarrándose. Sus ojos, vidriosos y cansados, apenas lograron enfocarse en él.

—Sibyl —murmuró Arturo mientras se arrodillaba junto a ella. Pero apenas podía articular sus pensamientos. La chica estaba dormida, débil, le costaba respirar. El abismo de su propio dolor aún estaba dentro de él, y ahora se encontraba cara a cara con otro—. Rápido —empezó Arturo a dar instrucciones—, empaque las cosas de Sibyl, la llevaré conmigo al Hospital Obrero. Usted quédese aquí, por favor, en los hospitales no dejan entrar a mucha gente —ordenó.

—Se va a salvar, ¿cierto? — inquirió Vera, llena de angustia.

Al verla, Arturo volvió a recordar a Beatrice, miró a Sibyl, era demasiada tragedia. Desde luego que el metalero derruido no diría a doña Vera lo de Beatrice, no aún; primero Sibyl y después las malas noticias. ¿Era lo correcto?, Arturo no lo sabía, pero en un momento como ese había cosas que se debían decir y otras que se debían callar.

—Estará bien, lo prometo —el metalero respondió, asolado por la culpa. Y partió con Sibyl hacia su destino.

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