33. Anomalocaris
https://youtu.be/0CZYO7ajY-M
"No queda dolor, estás retrocediendo
El humo de un barco lejano en el horizonte
Tan solo atraviesas las olas
Tus labios se mueven, pero no puedo escuchar lo que dices"
Pink Floyd - Comfortably Numb
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Asmodius meditaba sobre los últimos eventos ocurridos durante la pandemia en la solitaria intimidad del Yawar Arena. Sus ásperas luchas con la policía lo habían tenido ocupado, pero desde que las cuarentenas empezaron, la presión también había cedido. Sin embargo, la enfermedad había debilitado a todas las estructuras sociales del mundo, incluyendo a las mafias y la fuerza pública. Sin ir lejos, los heavys y los powers habían perdido poder debido a los confinamientos y los blackeros se habían refugiado en internet de forma provisoria. Pero lo que para muchos era una desventaja, para Asmodius podía ser una oportunidad. Luego de largas guerras fratricidas entre heavys, powers y blackers, el oscuro Asmodius veía una situación oportuna para unificar a toda la metalidad boliviana bajo un solo liderazgo, el suyo, que le haga frente al Estado y a las mafias del Chapare afines a Evo Morales. Como si fuera un auténtico estadista, Asmodius jugaba sus piezas dentro del ajedrez del poder.
Se fumaba un cigarrillo con cocaína mientras miraba un mapa cartográfico de las ciudades de La Paz y El Alto, el cual mostraba claramente los territorios y fronteras de cada facción metalera y de cada mafia exterior al metal que tuviese control sobre algún territorio. Había grandes áreas en ambas ciudades que aún no estaban bajo control metalero, en especial las zonas más populosas de ambas urbes, donde la militancia política, los sindicatos, y los narcos extranjeros reinaban. Entonces sus cavilaciones estratégicas fueron interrumpidas por el sonido del timbre de puerta. Asmodius vio por las cámaras de seguridad y observó a uno de sus informantes. Ansioso por noticias, el blackero accionó el portero automático, dejándole al informante entrar.
—Mi señor —saludó el informante con una venia—. Traigo noticias, no son buenas.
—Habla.
—Lamento informar que Apofis ha sido asesinado ayer en la noche.
Unos segundos de denso silencio se apoderaron del ambiente, el informante empezaba a ponerse nervioso. Asmodius bajó la cabeza y bebió un vaso de alcohol Caimán que tenía servido sobre la mesa.
—Fue grande, uno de los más grandes —murmuró Asmodius, como si lamentara la pérdida, suspiró y luego agregó—. La muerte no es un final, sino la culminación de la voluntad que se anula a sí misma; un gesto sublime de retorno al no-ser, donde el alma encuentra su verdadero descanso al liberarse del tormento de existir. Apofis fue grande, cumplió su misión ahora descansa en el no-ser —en un gesto extraño, Asmodius tomó el vaso de alcohol y lo derramó en el suelo—. ¿Sabemos quién fue el asesino? —el mensajero asintió y respondió:
—Sí, mi señor.
—¿Y el cadáver?
—El cuerpo del gran Apofis fue llevado a Campo Sagrado para ser enterrado conforme a la tradición. Había otro cuerpo más, asumimos que era del asesino. Estaba irreconocible, le habían destruido por completo la cabeza, no era un metalero, parecía un sicario a contrato. Hubo un choque muy violento en el laboratorio, todo había volado en pedazos. Cuando los nuestros llegaron, la policía ya estaba allí para el levantamiento legal de los cuerpos e iniciar investigaciones judiciales. Tuvimos que matarlos a todos y amenazar algunos periodistas para mantener este asunto en secreto. El cuerpo del sicario lo deshicimos en solución piraña para no dejar rastros.
—Qué sabemos del asesino.
—Usó armamento pesado para destruir las instalaciones, pero el sicario no murió en manos de Apofis o de su sparring.
—¡Cómo que Apofis no lo mató!
—No, mi señor, no fue él. Había alguien más con el señor Apofis anoche. Logramos rescatar un disco duro de las cámaras de vigilancia, el calor del incendio dañó los datos, pero logramos extraer algunos metrajes de video —el informante sacó una memoria SD que entregó a Asmodius. El oscuro blackero de inmediato introdujo la memoria en una computadora y examinó su contenido. Vio el momento en que el sicario luchaba contra alguien más, parecía un motoquero, otro metalero.
—Él —señaló Asmodius con el dedo—, qué sabemos de ese.
—Interrogamos a unos vecinos. Dijeron que llegó en una moto, anotaron la placa. Indagamos los datos del vehículo, estaba registrada a nombre de uno de los miembros de RainHell. Fue vendida recientemente según su RUAT, pero todo parece apuntar que King de los RainHell estaba en compañía de Apofis cuando el sicario llegó.
—¿Arturo Mendoza? —murmuró Asmodius, que no podía ocultar su sorpresa—. Esto es muy raro, por qué razón King iría a entrevistarse con Apofis. Qué demonios hacía con él. ¿Averiguaron si hay alguna relación con el sicario?
—Parece que nada, mi señor. Lo que sí sabemos es que este sicario ya había intentado asesinar antes a Apofis y también a Akron, el exiliado.
—¡Akron! Pero... por qué —Asmodius pensó y entonces su rostro se iluminó, esclarecidamente—. Claro, ahora lo entiendo. El sicario no parece ser metalero, seguramente fue otro esbirro contratado por el Gobierno. Solo que aún me cuesta entender qué hacía Mendoza allí.
—Suponemos que era un asunto de negocios, hallamos un sobre con dinero en las ropas de Apofis junto a un mensaje de alguien que quería comprar ayahuasca negra. Creemos que King era solo un mensajero.
—¿Sabemos algo del cliente?
—Así es, mi señor. Todo apunta a que Apofis estaba vendiendo ayahuasca negra a la Guardia Katarista.
—Empiezo a entender todo. Pero en qué problema se ha metido Apofis. Quiero que le digas a los nuestros que cierren las fronteras de nuestros territorios hasta aclarar la muerte de Apofis. Ve, esparce mi mensaje.
Haciendo una venia, el informante se retiró, dejando solo a Asmodius que aún tenía dudas sobre lo ocurrido. La presencia de Arturo generaba muchas sombras sobre toda la situación. Podía tratarse de una conspiración heavy para expandir su territorio. ¿O sería solo una absurda casualidad? Dudas en la oscuridad, pero Asmodius no tenía tiempo para eso. Tenía un imperio de la droga que mantener.
Entretanto, muy, muy lejos de allí, en un tiempo y espacio sin determinar, Arturo se sentía flotando, sumergido en la infinita negrura de un océano que no era agua, sino una densidad casi palpable de su propia alma fragmentada. No había sonido, ni luz, ni dirección. Estaba ahí, solo como una brizna de conciencia suspendida en la inmensidad de un abismo que podía ser el principio o el final del todo. Se miraba las manos —o algo que entendía como manos—, pero estas eran fluidas, contornos indecisos que se desvanecían como tinta en el agua. El concepto de "Arturo" era tenue, como un hilo delgado que alguien podría cortar en cualquier momento, y de alguna forma, la idea no le aterraba; en el abismo, las cosas como el miedo eran innecesarias.
De repente, un destello atravesó la oscuridad, una fisura que dejó escapar un brillo azul celeste que parpadeaba como los ojos de un depredador primitivo acechando desde lo más profundo. La fisura comenzó a abrirse, revelando una criatura que emergía como una pesadilla prehistórica hecha carne. Era un Anomalocaris. Sin embargo, no como los fósiles de los libros de biología, sino una encarnación del horror primigenio.
Sus grandes lóbulos laterales parecían olas cristalinas de obsidiana líquida, ondulantes en silencio eterno, pero sus movimientos eran rígidos, marcados por el cruel automatismo de la selección natural. Dos apéndices alargados, retorcidos como tentáculos mecánicos, se extendían desde la parte frontal de su cuerpo, formando unas garras capaces de partir la vida misma en dos. A cada lado de su rostro ovalado se extendían ojos compuestos, miles de diminutas lentes hexagonales centelleaban como campos de estrellas en miniatura; pero los ojos no miraban como lo hace una criatura común, miraban a través de Arturo, al interior mismo de la fábrica de su ser, escudriñando sus pensamientos como un cazador escruta a su presa. La boca, un disco giratorio repleto de filos triangulares, pulsaba en un movimiento hipnótico, como si mascar el vacío fuera su única función desde el principio de los tiempos.
El océano a su alrededor, tan imperturbable hasta entonces, comenzó a vibrar suavemente con un ritmo extraño, una frecuencia alienígena. Arturo lo comprendió: no había sonido en las palabras que venían del Anomalocaris, pero sí un significado directo que atravesaba la médula de su mente.
—Eres una llama, un parpadeo dentro de una cáscara rota, —resonó una voz extraña, profunda y al mismo tiempo brusca, como un alud en cámara lenta—. Como lo son todos los vivos. ¿Por qué sigues luchando?
—¿Luchando? ¿Por qué? —preguntó Arturo, incapaz de reconocer su propia voz. La pregunta surgió como un susurro hilado con confusión.
El Anomalocaris flotaba, sus apéndices jugueteaban lentamente en el agua invisible, dibujando formas imposibles. Los ojos múltiples parecían observar todo lo que Arturo era, incluso las piezas que este no podía mirar en sí mismo.
—¿Acaso no te cansas de la inercia infinita, de cargar tu miseria como Sísifo? —continuó la criatura—. Sigues luchando porque no puedes comprender el poder de lo contrario. No has mirado al abismo y sonreído como yo lo hice hace millones de años.
Arturo no sabía qué responder. Parecía flotar al filo de una respuesta, pero las palabras se desintegraban antes de tomar forma.
—¿Eres...? ¿Qué eres? —dijo finalmente.
—Soy quien siempre he sido —replicó la criatura, y cada uno de sus ojos hexagonales pareció transformarse momentáneamente en pequeños espejos reflejando imágenes del universo en pleno movimiento—. Un testimonio del fracaso y el esplendor de la vida. Hace eones me llamaron Anomalocaris, un nombre que en tu lengua suena hueco como los fósiles secos. Pero no soy ni animal, ni recuerdo; soy la idea de aquello que devora sin razón ni propósito. Así también es la vida: voraz, ciega y entumecida.
Arturo sintió que algo pulsaba dentro de él, no un corazón, sino una chispa negra que comenzaba a incendiar su mente.
—La vida es lo único que nos queda —dijo en voz baja—. ¿Por qué me hablas de renunciar, cuando lo único que tengo es la lucha?
El Anomalocaris inclinó su masiva cabeza segmentada hacia Arturo, acercándose peligrosamente, hasta que sus ojos múltiples eran un cosmos que lo abrumaba con su inmensidad.
—Lucha para qué. La muerte llega a ti como llega a las estrellas. Es la danza final. ¿Por qué gritas contra ella como un niño que llora por un juguete roto? —dijo la criatura, mientras sus apéndices se mecían suavemente, dibujando formas de relojes quebrándose en el agua irreal—. Si abandonas el miedo, si dejas de defender la casa que llamas existencia, quizás veas lo que yo vi: que las llamas de la vida solo son hermosas porque están condenadas a apagarse.
Arturo cerró los ojos y sintió las palabras golpeándole como un trueno. Quiso gritar, pero algo más comenzó a suceder. De repente, el agua se desvaneció. Arturo sintió como si un huracán lo estuviera absorbiendo. Era una fuerza imparable que lo lanzaba por las galaxias, y mientras giraba fuera de control, vio que el Anomalocaris comenzaba a expandirse y deformarse, su cuerpo convirtiéndose en filamentos metálicos carmesí que chisporroteaban, juntándose para formar algo gigantesco y distante. Era una nave espacial, flotando como una deidad escarlata e imponente en la órbita de Marte, sus apéndices ahora estructuras titánicas que parecían absorber el mismo tiempo y espacio.
—Si alguna vez encuentras el abismo, salúdalo de mi parte... —fue lo último que escuchó de la criatura, la voz desintegrándose en el eco distante del vacío.
Todo lo que quedaba era el rugido ensordecedor del universo consumiéndose mientras Arturo era arrastrado hacia alguna parte de sí mismo que no podía comprender...
El aroma del taller era una mezcla familiar de grasa, aceite y metal caliente, aunque esta vez a Arturo le resultaba insoportablemente opresivo. Despertó como si estuviera saliendo de un abismo oscuro, con la mente nublada y un dolor constante que lo atravesaba desde el costado hasta el pecho. Algo dentro de él se sentía diferente, como si parte de su ser hubiera quedado atrapada en el limbo.
Parpadeó lentamente, enfocando su vista en el techo desgastado del taller, y el rostro de Joe apareció a un lado, inclinado sobre él, con la mirada dura pero cargada de una preocupación genuina. Había un cigarro apagado colgando de los labios de Joe, casi simbólico, como si incluso él hubiese renunciado al alivio momentáneo de fumar durante esas 24 horas infernales.
—Bueno, parece que por fin resucitaste, King. Estábamos empezando a pensar que te habíamos perdido —dijo Joe, arrastrando las palabras con su tono grave y desgastado, pero evitando sonar del todo sarcástico.
Arturo trató de moverse, pero un dolor agudo en el costado lo obligó a gruñir y dejarse caer de nuevo sobre el viejo sofá cubierto de mantas. El gesto hizo que su mano se deslizara instintivamente hacia la herida cubierta con una venda gruesa.
—Mierda —musitó Arturo, cerrando los ojos mientras apretaba los dientes—. Qué demonios me pasó, Joe.
Joe se dejó caer pesadamente en una silla metálica a un costado, su silueta inmóvil excepto por sus manos, que jugueteaban con un destornillador manchado de aceite. El taller estaba silencioso salvo por el murmullo de un amplificador emitiendo una canción de Judas Priest.
—Mira, ni tú mismo parecías saber qué te había pasado cuando te trajeron aquí, King. Fue el Alejo quien te encontró, ¿te acuerdas del Alejo? Bueno, estaba en la Muela del Diablo buscando un lugar alejado para cañar con su chica, y te encontró tirado en el suelo como un cadáver, junto al Gran Maloy. Todo destrozado, con esta herida fea en el costado y, por si fuera poco, envuelto en polvo. Al principio pensó que estabas muerto.
Arturo negó con la cabeza, todavía intentando procesar lo que oía. El dolor le impedía pensar con claridad, y su memoria era como un páramo desolado: vacío, frío, apenas iluminado por sombras nebulosas.
—¿El Alejo me encontró? —murmuró, casi para sí mismo—. Estaba en... no sé, no recuerdo. No recuerdo nada, Joe.
Joe suspiró, inclinándose un poco hacia adelante, apoyando sus codos en sus rodillas. Aunque su rostro mantenía la expresión dura de un viejo luchador que había visto demasiado, sus ojos mostraban un destello de algo más humano.
—Eso me imaginaba —respondió—. Mira, Arturo, lo que sea que te haya pasado, te dejó bastante jodido. Te cosí esa herida en el costado porque estaba peor de lo que esperaba, aunque no parecía un balazo. Más como si algo afilado se te hubiera clavado. Con toda esta mierda de la pandemia no había cómo llevarte a un hospital.
Arturo llevó su mano nuevamente al costado, sintiendo el dolor punzante como un recordatorio de su vulnerabilidad.
—Gracias, Joe. No sé qué habría hecho sin ti —musitó. Entonces, una imagen fragmentada pasó fugazmente por su cabeza: una explosión, una figura con máscara, una cadena y un dije difícil de olvidar. Su corazón dio un vuelco, pero no logró aferrarse a nada sólido.
Joe levantó la mano, como para restarle importancia a los agradecimientos. Su voz, sin embargo, adquirió un matiz más serio, uno que Arturo rara vez escuchaba en él.
—No tienes que agradecerme nada, King. Ya sabes cómo funciona esto entre nosotros. Pero sí tienes que explicarme una cosa —Joe se inclinó, sosteniendo un objeto rectangular negro que colocó sobre la mesa junto a ellos—. ¿Qué demonios es esto? Lo llevabas contigo, apretado como si tu vida dependiera de ello. Lo que sea que traigas aquí, parece estar jodidamente vinculado a todo lo que te pasó.
Arturo sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal al ver el maletín negro sobre la mesa. Algo profundo en él quería gritar, rogarle a Joe que no lo abriera, pero su voz se atoraba en su garganta. Mientras Joe deslizaba los seguros del maletín, Arturo casi podía escuchar su propio corazón palpitando como un tambor de guerra.
El maletín se abrió con un chasquido sutil, y Arturo sintió que el aire en la habitación se volvía más denso. Dentro, había varios ladrillos compactos de un material verdeazulado, claro, brillaba suavemente bajo la luz artificial del taller, iridiscente. Arturo lo vio y sintió un mareo súbito. Su mente lo llevó de regreso al caos: las explosiones, los escombros, la pelea brutal... Los ladrillos parecían poseer un magnetismo oscuro que extraía memorias a medias. Se llevó la mano a la frente, tambaleándose ligeramente en el sofá.
—Esto es... No puede ser...
Joe lo miró, su rostro imperturbable, pero sus ojos ardían con una mezcla de preocupación y desdén.
—Es ayahuasca negra, Arturo. No necesito ser un genio para darme cuenta. La he visto antes. Lo llevan algunos de los que van al Yawar Arena y sus circuitos de peleas clandestinas. Lo usan para darse fuerza, coraje... y para morir como bestias salvajes —Joe se encendió un cigarro, miró el maletín por un momento y volvió a Arturo con una mirada pesada—. Ahora dime la verdad, Arturo. ¿Empezaste a meterte en esta mierda?
Arturo negó rápidamente, aunque su voz no tenía la fuerza suficiente para cortar la duda en el aire.
—No, Joe. No soy un adicto. Joder, ni siquiera entiendo qué demonios pasó. Me contrataron como mensajero, para llevar un sobre y recoger un maletín. El trabajo parecía sencillo, pero después, solo recuerdo una explosión. Y a alguien. Alguien con una máscara. Todo lo demás... está borrado, no sé.
Joe lo observó en silencio por un momento, soltando una lenta bocanada de humo que pareció quedarse suspendida en el aire.
—Mira, Arturo, te voy a decir algo porque te respeto y, la verdad, no quiero perderte. He visto a otros metaleros hundirse en esto. La ayahuasca negra no solo jode el cuerpo o la mente, hermano. Es algo más. Algo más jodido, algo que no puedo ni explicar. Todo te voy a aceptar: cocaína, alcohol, mota, extasy, LSD, DMT; lo que tú quieras, me gusta todo lo que marea, ¡todo!, menos la ayahuasca negra. Lo he visto destruir el alma de la gente. He visto tipos fuertes, tipos que pensabas que eran indestructibles, perderse completamente. Dejan de ser ellos mismos. Y cuando intentan salir... ya no queda nada. Solo el vacío.
Las palabras de Joe perforaron a Arturo como una daga. Durante un largo momento, el metalero miró al maletín y luego a Joe, incapaz de encontrar algo que decir.
Joe apagó su cigarro y se inclinó un poco más hacia Arturo, con un tono más suave, más humano.
—Sé que perdiste a tu viejo. Y sé lo que se siente, King. Hace mucho el mío también se fue. También he tenido ganas de escapar de todo. Pero esto... —Joe señaló el maletín—, no es el camino. No eres tú. Tú eres el cabrón que encara las cosas, que lucha, que se levanta. No quiero ver cómo esto te consume. No aceptes ese tipo de trabajos, no consumas esa mierda. Porque, te juro, si algo puede matarte, King, es eso.
Arturo bajó la mirada al suelo, sintiendo el peso de las palabras de Joe en cada fibra de su ser. Sus ojos se nublaron, y por un momento, no hubo más sonido que el zumbido del amplificador retumbando con la voz de Rob Halford.
Fue entonces cuando su teléfono vibró en el bolsillo. Arturo lo sacó con manos temblorosas, y vio tres llamadas perdidas: Vera. Sibyl. Dr. Jorge Montero.
Una punzada atravesó su pecho al leer el último nombre. Levantó la vista hacia Joe, que aún lo observaba en silencio. Arturo inspiró hondo y asintió, como si estuviera aceptando alguna verdad dentro de sí mismo.
—No estoy seguro de lo que haya pasado, Joe, pero debo descubrirlo —murmuró Arturo mientras se ponía de pie lentamente, tambaleándose por el dolor en el costado—. ¿Podría dejar el maletín aquí?
Sacando un mechero del bolsillo de su camisa llena de grasa de motor, Joe encendió el cigarro que tenía en la boca antes de responder.
—Deberíamos quemarlo, King.
—Y seguramente tienes razón, pero déjalo hasta que pueda llegar al fondo de este asunto y mi memoria regrese.
No tan convencido, Joe asintió, aceptando hacer el favor de hacer de caja fuerte. A lo que Arturo agregó:
—Y de mí, no te preocupes. No pienso consumir esa cosa, ni siquiera sabía lo que había en el maletín, estaba de mensajero. Aunque hay algo más, algo que no puedo recordar. Gracias, Joe, eres un gran amigo, estaré bien.
Joe esbozó una sonrisa mínima.
—No olvides que ahora tienes familia, aunque no sea tuya, es muy raro lo tuyo. Espero que Sibyl y Beatrice se mejoren pronto. No te puede pasar nada, le dijiste a esa chica que se casarían y todavía nada.
—Pasaron muchas cosas, pero nos casaremos cuando todo se calme.
—Bah, ya te dije lo que me parece, te dije que no te metas en esas cosas tampoco. Pero nadie aprende en cuero ajeno. Si el matrimonio te va mantener lejos de problemas, que así sea. Aún tenemos una banda que resucitar. RainHell es eterno, ¿lo recuerdas? El Gao nos está esperando para volver a tocar
Arturo asintió de manera nostálgica.
—Lo sé, se lo debemos al Speedy, al Rick y a nuestro público.
Ambos metaleros cruzaron miradas. Se despidieron con un apretón de manos, Arturo agarró su teléfono y salió tambaleándose del taller, con el peso de la realidad aferrándose a sus pasos.
Afuera, el Gran Maloy le aguardaba.
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