32. Los alcances del desastre
"Tan cerca, no importa lo lejos.
No podría ser mucho más desde el corazón.
Siempre confiando en quienes somos.
Y nada más importa."
Metallica – Nothing else maters
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La lluvia caía con una persistencia melancólica, una cortina incesante que parecía lavar la ciudad de La Paz como si intentara diluir su dolor en el agua que surcaba las calles. El cementerio, envuelto en una neblina desordenada, era un desierto de silencio y eco. En tiempos de pandemia, la muerte era un visitante habitual, pero incluso con su constante presencia, la familia Mendoza estaba empeñada en darle a Alonso una despedida digna. Si esto significaba sobornar funcionarios, así sería. Para ellos, aquello no era una simple formalidad, sino un acto de amor.
Un ataúd sencillo descansaba frente a un sepulcro abierto. No había muchas palabras; tampoco rostros que no fueran familiares. Solo estaban Isabel, Andrea, Xavier y Arturo. No más amigos, no más compañeros de trabajo o conocidos, nadie más. Incluso ahora, Alonso Mendoza seguía ejerciendo su influencia sobre las vidas que había marcado a lo largo de los años, incluso en aquellos que, como Arturo, a menudo no sabían cómo expresar su aprecio.
La figura de Arturo destacaba en la penumbra del día lluvioso. Llevaba su reconocible chaqueta de cuero negra y jeans gastados que absorbían el agua, y un cigarro colgaba sin vida entre sus labios resecos. Nadie le oía quejarse, pero quienes lo conocían bien, sabían que él, entre todos, llevaba el alma más pesada en ese lugar. Sin embargo, el metalero sostenía un estoicismo casi furioso, como si mostrarse en cualquier estado que no fuera control total significara una derrota que no podía permitirse. Por dentro, su corazón era como ese cielo gris encima: cargado, sofocado, hirviendo.
Durante el servicio improvisado, las palabras del sacerdote se diluían entre la lluvia, que persistía en borrar todo sonido que no fueran los gemidos lejanos del viento. Arturo trataba de escuchar, pero la voz del cura no hacía otra cosa más que abrir grietas en su pecho. No podía escapar de los pensamientos que lo desbordaban, recuerdos que se asomaban como una marea indeseada, una especie de riada emocional. No había ni siquiera tenido tiempo para procesarlo todo, para entender que su padre se había ido para siempre.
Cerró los ojos mientras el sacerdote hablaba de almas y esperanza. En su mente brotó un recuerdo viejo, casi gastado, que le había perseguido sin tregua desde el momento en que escuchó la noticia. Era Arturo, un niño de unos cinco o seis años, una noche de Navidad. Su madre decía que tenía que dormirse temprano porque Santa llegaría. La emoción lo desbordaba y había tratado de mantenerse despierto, oculto tras la puerta de su habitación, solo para echarle un vistazo al hombre del traje rojo. Lo que vio fue a su padre, torpemente disfrazado de Papá Noel, depositando un par de regalos debajo del árbol mientras soltaba un par de carcajadas nerviosas por el ridículo que sentía.
Arturo, ahora un adulto, sintió un leve nudo en el pecho al pensar en ese momento. Alonso había sido todo lo que había podido ser, pero nunca un hombre perfecto. Había hecho sus intentos torpes por ser un buen padre en los años tempranos, aunque a medida que Arturo creció, ambos dejaron de entenderse. La distancia aumentó con los años, y Arturo, cargando su orgullo herido, jamás se permitió hacer algo para reparar los puentes. Ahora que su padre ya no estaba, una soga invisible le apretaba la garganta. ¿Por qué nunca dijimos las cosas que debimos decir? Era una pregunta que no dejaría de perseguirlo, al igual que el recuerdo del disfraz de Santa Claus que ahora, de adulto, le parecía más valiente que torpe.
La tierra mojada emitió su susurro cuando Xavier tomó un puñado y la dejó caer sobre el ataúd. Isabel intentó hacer lo mismo, pero las manos le temblaban tanto que un puñado de barro resbaló entre sus dedos. Estaba de pie junto al hoyo, con un paraguas negro inclinado sobre su cabeza, cuando las lágrimas comenzaron a caer por su rostro. Como un acto reflejo, dejó caer el paraguas al suelo y se arrodilló ante el ataúd, con los dedos hundiéndose en el barro.
—He fallado a esta familia... —dijo entre sus sollozos, al principio en voz baja, pero subiendo gradualmente a un lamento amargo—. Fallé como esposa, fallé como madre... ¡fallé en todo!
Arturo, que se había mantenido al margen, no pudo ignorarla más. Se acercó despacio, sin decir una palabra al principio, y se arrodilló junto a ella en el barro. Al principio, Isabel no levantó la mirada; sus manos embarradas estaban fuertemente apretadas en un gesto de desespero.
—Mamá, no digas eso... —dijo Arturo con voz gruesa. Pero Isabel no podía callar la ola de culpa que se derramaba desde su corazón roto.
—Es cierto, Arturo —replicó ella, sollozando quedo y agrio—. Te dejé a ti. Te dejé tan solo. Siempre asumí que debías arreglártelas porque eras fuerte, que un día dejarías de ser tan terco, pero la terca fui yo. Nadie debería cargar con todo, nadie debería enfrentarse al mundo así. Si algo he aprendido estos días es que... tú merecías más de mí, Arturo. De tu padre y de mí.
Por un momento, Arturo no supo qué decir. Sentía que el peso en su pecho aumentaba, pero esta vez no era solo tristeza, era algo más. Era la sensación del perdón, latiendo desde un lugar donde apenas quedaban pedazos para recomponer. "La sangre es más densa que el agua", pensó mientras ponía su mano sobre el hombro de Isabel.
—Mamá —repitió, más firme esta vez. Los ojos se le llenaron de lágrimas frente a su madre por primera vez en años—. Si algo sé ahora, más que nunca, es que todos somos humanos. Somos un puto desastre los unos con los otros, pero siempre intentamos hacerlo lo mejor que podemos. Al menos eso aprendí de él... de papá.
Isabel alzó la mirada hacia Arturo y, por primera vez desde que era niño, vio en sus ojos algo más que rebeldía o cansancio. Lo que vio fue amor, el amor que había estado ahí toda la vida y que ahora brotaba entre los escombros de la distancia.
—Siempre te quise, hijo. Incluso cuando no sabía cómo demostrarlo —y, tomando aire como si el perdón costara una vida entera, dijo—: Lo siento.
Arturo inclinó la cabeza hacia su madre y dejó un beso en su cabeza. Su fachada estoica se quebró por completo, fundiéndose en un abrazo con su madre. Soltó todo, quedo pero sólido, todo el dolor acumulado, soltó, todo el odio a sus padres que lo había consumido por años, soltó; lo hizo con ese abrazo franco. No había palabras para describir cómo se sentían madre e hijo abrazándose allí, con la lluvia y la soledad como únicas testigos. Pero era como si los años se desmoronaran, como si por primera vez todo pudiera volver a empezar.
Andrea observaba en silencio el reencuentro entre su madre y Arturo, mientras sentía que sus propios ojos se llenaban de lágrimas. Cuando el momento se calmó, ella dio unos pasos hacia su hermano, con el corazón tembloroso por lo que le costaba decir las cosas que tenía dentro. Acarició su brazo para llamar su atención.
—Arty... —murmuró, casi en un susurro. Arturo, todavía tragándose las lágrimas, dejando que la lluvia llore por él, giró hacia ella.
—¿Cómo estás, monstruo?
La voz de Andrea se quebró antes de poder decir mucho más. Su hermano mayor la abrazó sin necesidad de más palabras. Ella ocultó el rostro en su pecho.
—Papá... y el Rick... —balbuceó entre lágrimas—. Me duele todo, Arturo, todo. ¿Cómo puedes estar tan calmado?
Arturo tragó saliva. Por dentro, estaba devastado, hecho pedazos, con el pecho cargado de emociones que solo Dios sabría cuándo podría liberar. Pero no era el momento para colapsar.
—Porque alguien tiene que ser el muro. Porque alguien debe mantener todo en pie cuando todo se derrumba. Pero, mierda, Andrea —confesó mientras los dos se abrazaban bajo la lluvia—, yo también me estoy cayendo a pedazos.
Andrea lo apretó aún más, sintiendo la fuerza de su profundo vínculo con su hermano, como alguien que estaba ahí para sostenerla en un mundo que parecía irse al demonio.
Arturo empezó a retirarse, acercándose a su moto. Estaba tomando su casco cuando los pasos de Xavier lo llevaron junto a él. Por un momento, ninguno de los dos habló; era in silencio incómodo. El único sonido era el de las gotas golpeando la tierra y los paraguas que cubriendo la cabeza de ambos hermanos. Finalmente, Xavier dio un paso adelante, dejando que el silencio se rompiera con su voz.
—He estado enterándome de todo, Arturo —comenzó Xavier, su tono más suave de lo habitual, más humano—. De lo que hiciste por Sibyl y su hermana. De cómo gastaste hasta el último centavo que tenías para ayudar a esa niña, y de cómo arriesgaste tu vida corriendo por hospitales, buscando medicamentos cuando casi nadie movía un dedo. Sabes, hermano, he pasado muchos años pensando que solo eras un problema... que eras una decepción para papá. Pero ahora... ahora veo que no. —Hizo una pausa, tratando de encontrar las palabras—. Nunca me atreví a decirlo, pero lo que haces, lo que hiciste... es algo que yo nunca hubiera sido capaz de hacer. A diferencia de ti, hermano, yo no soy un hombre muy piadoso o empático. Soy pragmático, me conoces.
Arturo giró su rostro hacia su hermano mayor, sus ojos le escudriñaban como si no pudiera creer lo que escuchaba. Xavier lo miró de frente, esta vez sin la altanería que siempre había mostrado, como si por primera vez lo reconociera realmente. Alzó una mano, apenas titubeante, y la colocó sobre el hombro de Arturo.
—Papá habría estado orgulloso de ti... y yo también lo estoy.
El alma de Arturo se estremeció. No tenía palabras, solo un nudo en la garganta que no podía desatar. Asintió en silencio, agradecido, mientras un apretón firme de hombros sellaba lo que para ambos era un momento inesperado, pero profundamente significativo. La lluvia siguió cayendo, pero ahora, por primera vez, el vínculo entre los dos hermanos se sentía menos frágil, más verdadero. Era como si, en medio de la tragedia, ambos hubieran encontrado algo que creían perdido: el respeto y la conexión fraterna que nunca antes lograron construir.
Arturo Encendió la moto y desapareció entre la niebla y la lluvia. Destrozado pero firme, aún tenía una misión por delante, una familia propia que cuidar. Sibyl y Beatrice luchaban por sus vidas y él no iba a darse por vencido. La vida era una cadena interminable, y por más roto que estuviese, él no sería el que la rompiera.
Algunas horas después del velorio de su padre, estaba Arturo haciendo su trabajo de delivery, la lluvia no había dejado de caer desde el servicio fúnebre. El cansancio físico y emocional tenían al metalero al límite, pero su empeño y voluntad de trabajo eran más resistentes. Estaba volviendo de dejar algunos repuestos en el taller de Joe cuando su celular recibió la dirección de un cliente que quería traslado de mercancía, según decía. La ubicación era inusualmente lejana, en un condominio de lujo cruzando la ciudad.
A Arturo le costaba trabajo creer que se tratase de una fiesta de gente obscenamente adinerada. Se escuchaba música de narco-corridos a todo volumen. Hacían una fiesta en plena cuarentena total. "Niños estúpidos", rumió Arturo sus pensamientos. Un muchacho tatuado, cubierto solo una bata encima y pantuflas, salió a recibirlo bajo un paraguas.
—Tú eres el delivery, ¿no?
—Sí, señor —respondió Arturo, diligente, pero asesinándolo con la mirada.
—Vaya, un tipo rudo. Me agradas, amigo. Verás, necesito que me traigas algo de la dirección que te voy a dar —el hombre sacó un sobre de su bata—. Escucha, he oído que eres un mensajero increíble. Dale este sobre al hombre que vive aquí —le dio un pequeño papelito que tenía una dirección de la urbanización Cosmos 79, en la ciudad de El Alto, escrita a mano—. A cambio, él te entregará un maletín. Es muy importante que me traigas rápido ese maletín. Esto es para ti —el individuo le dio dos mil bolivianos a Arturo, en efectivo—. Eso es el adelanto, cuando regreses te daré el resto. Todo con mucha discreción.
Arturo miró al hombre que tenía en frente, desde luego que olía a un mandado de carácter ilegal.
—Señor, los términos de servicio de mi agencia de delivery dicen estrictamente que...
—Te daré seis mil bolivianos más cuando vuelvas —lo interrumpió.
Arturo calculó a la velocidad del rayo su realidad. Con la muerte de su padre, el acceso al patrimonio familiar sería complicado y burocrático; además, no podía ocuparse de asuntos tan frívolos como el dinero en un periodo de duelo. No, no pediría dinero a su familia. Pero cierto era que necesitaba urgentemente la liquidez que aceptar ese mandado le ofrecía. Era arriesgado, pero Arturo consideró que podría valer la pena el riesgo.
—Volveré pronto —dijo el metalero, aceptando el contrato.
—¡Te estaré monitoreando por la aplicación! —le gritó el cliente mientras Arturo se iba conduciendo.
La lluvia se había convertido en llovizna cuando Arturo se aproximaba a su destino. Demoró más de una hora en llegar, aun conduciendo a la máxima velocidad permitida y con las calles desiertas a su favor. Era un lugar muy lejano de la ubicación de su contratante. Pronto Arturo empezó a cuestionar su decisión al aceptar ese mandado.
La dirección que lo recibió estaba rodeada de cráneos de cabras y gárgolas de cemento. Era difícil saber si sería un negocio o domicilio, quizá ambos. Lo cierto es que esa arquitectura artesanal tenía signos inefables que Arturo bien conocía. Aquello era, sin duda alguna, la morada de un blackero.
Arturo se bajó de su moto, se acercó a la puerta, pero no había timbre alguno. En su lugar había una aldaba metálica de estilo gótico sobre la puerta de madera. Desconfiado, Arturo tocó la puerta con la aldaba. Una señora de pollera con cara de pocos amigos le recibió.
—A quién busca —dijo la señora de manera agresiva.
—Soy delivery —Arturo respondió. La señora cerró la puerta a los minutos volvió a salir.
—Pase.
Un deshuesadero de vehículos viejos recibió al metalero, que ingresó al inmueble de adobe que se veía atrás, guiado por la señora de pollera. Adentro, una sala que parecía el laboratorio de un chamán o kallawaya le recibió. Un hombre bajito y vestido con una túnica negra apareció frente a Arturo. Tenía letras tatuadas en el rostro y su calva cabeza, además de un anillo nasal atravesándole los cartílagos.
—¿Te dieron un sobre? —inquirió el destinatario. Arturo sacó el sobre y se lo entregó. El hombre dio un vistazo adentro de la cobertura y luego ojeó al metalero—. Te conozco, tú eres King Arthur, de los RainHell, ¿o me equivoco?
Arturo desvió levemente la mirada y luego, de mala gana, respondió:
—Solo soy un mensajero.
—Sí, entiendo —replicó el cliente e ingresó a un ambiente contiguo tras una cortina. Al salir, venía con un maletín negro.
—Dale esto al que te envió. No lo abras por ningún motivo y ve rápido, no te detengas.
Desconfiado y hasta cierto punto, incluso un poco nervioso, Arturo tomó el maletín y cuando parecía que el intercambio comercial había concluido, un ruido muy fuerte se oyó desde la puerta de calle, cruzando el deshuesadero a cielo abierto que fungía de patio, hasta entrar al ambiente donde Arturo y su cliente hacían el negocio.
—¡Cúbrete! —gritó el cliente y ambos, él y Arturo, pusieron pecho a tierra.
Una lluvia de balas que se oían disparadas de un subfusil con un notorio silenciador, rompió todas las ventanas. La mujer de pollera que recibió a Arturo salió de un ambiente, con una escopeta, y disparó hacia el patio. No tuvo oportunidad a vaciar el cargador, una bala le perforó el cráneo justo en medio.
—Sal por atrás, no dejes que se lleven el maletín —dijo el cliente mientras sacaba una pistola de su túnica.
Confundido por la manera en que la operación se complicó al punto de llegar a una balacera, Arturo se arrastró por el piso mientras su cliente y un agresor, o agresores desconocidos, sostenían el fuego cruzado.
El metalero cruzó el interior de la propiedad, hasta llegar a lo que parecía ser un laboratorio lleno de matraces y tubos de ensayo. Vio una puerta abierta que daba a una especie de jardín trasero y detrás de este, un muro que parecía dar a la calle. Arturo sabía que debía salir de allí y llegar cuanto antes a su moto. Se incorporó para correr, pero cuando estaba por hacer un sprint que lo saque del apuro, una explosión se sintió desde el otro ambiente. El metalero voló por los aires, aferrándose al maletín. Los matraces y tubos de ensayo se rompieron, un polvo verdeazulado salió emanado, olía amargo y quemaba la tráquea al respirarlo.
Aturdido por la explosión, intentó Arturo ponerse de pie, pero se sentía intoxicado por los humos tóxicos que habían empezado a inundar el laboratorio. Toda la cristalería del lugar se había roto, y los químicos que contenían se mezclaron, dando lugar una reacción química que generó vapores y humos narcóticos. Arturo se sentía mareado, era una sensación similar a estar ebrio, desinhibido, valiente; el metalero sintió el poder recorriendo su cuerpo, una sensación que iba en aumento de forma gradual, sintiendo sus fuerzas volver a él poco a poco. Sin embargo, su capacidad de razonar lógicamente empezaba a diluirse, ya no pensaba más en llegar a su moto y huir, sino que sintió el irrefrenable impulso de pasar a la acción y correr hacia la violencia.
Del otro lado de la propiedad, en el deshuesadero, Facundo, tirador responsable de la destrucción, se hallaba cubierto tras unos viejos chasis de autos oxidados. El lanzagranadas que usó para volar todo en pedazos aún estaba humeando. Por un momento pensó que se había excedido con sus "métodos de limpieza", pero tampoco esperaba terminar en una situación de fuego cruzado. Según su meticuloso estudio de la situación, a esa hora su objetivo debería haberse encontrado totalmente solo y sin guardaespaldas. La mujer de pollera que estaba en el inmueble, así como la moto que vio estacionada, no estaban para nada contemplados en su plan de trabajo. Facundo tenía solo dos objetivos: Matar a Apofis, que estaba adentro del lugar, y robar toda la ayahuasca negra que fuera posible. Pero ante el escenario inesperado que encontró, prefirió explotar el sitio antes que permitir que Apofis se le vuelva a escapar.
Cubriéndose de manera sigilosa, Facundo se aproximó a uno de los muros del inmueble interior. Un incendio parecía estar iniciándose adentro, producto de la explosión, pero había algo más, una especie de bruma verdeazulada con un hedor amargo. De inmediato, por la información de la que disponía, Facundo supo que era ayahuasca negra. Seguramente hizo estallar el laboratorio y a consecuencia, todos los químicos se habrían mezclado.
Como profesional que es en el trabajo de sicariato y destrucción, Facundo entendía que no podía inhalar ese humo o acabaría drogado, por lo que, previendo un escenario como ése, el sicario había preparado una máscara antigás que de inmediato se colocó en el rostro. Cargó su arma e ingresó lenta y cautelosamente. El trabajo fue un éxito a pesar de la destrucción, lo primero que vio fue el cuerpo de Apofis, al quien le faltaban ambas piernas luego de recibir el granadazo. Finalmente había logrado limpiarlo después de semanas de intentos fallidos, realmente había sido muy difícil hacerse cargo de él.
El metal crujía bajo las botas de Facundo mientras avanzaba sigilosamente hacia el laboratorio destrozado. La explosión había abierto un agujero literal y figurado en sus planes; lo único que quería era asegurarse de que toda la ayahuasca negra que buscaba había sido incinerada, o recolectar lo poco que quedara antes de desaparecer. Pero había un detalle que no terminaba de encajar. Ese motociclista con su chaqueta de cuero no debería estar aquí. Facundo había planeado cada paso, cada contingencia, cada bala. Y ahora había un sujeto tambaleante, pero inexplicablemente de pie entre los escombros, con los puños cerrados y el maletín atado como un grillete a su muñeca.
Desde su máscara, Facundo observaba a Arturo, quien respiraba pesadamente en medio del humo verdoso. Algo no estaba bien en ese hombre. Su postura era demasiado amenazante para alguien que debería estar al borde de la asfixia. Arturo levantó la cabeza con un movimiento brusco, y Facundo, aunque no podía verlo a simple vista, lo sintió: los ojos del metalero eran pozos de fuego. Había algo en ese hombre, un impulso oscuro y primitivo, como si su humanidad estuviera deshaciéndose ante el éxtasis narcótico de la ayahuasca negra.
Facundo levantó el cañón de su subfusil y apuntó directamente al pecho del intruso.
—Deja el maletín —amenazó Facundo en un tono firme, casi rutinario. Sabía que lo iba a matar, aunque primero necesitaba interrogarlo. Mas Arturo no estaba escuchando.
El metalero lo miró, como si esas palabras no fueran más que un eco distante. En su mente, la figura que tenía enfrente no era un hombre, sino una sombra imposible. No veía una máscara de gas, veía a la Muerte misma, con sus fosas nasales como abismos insondables, agitando la guadaña y señalándolo con un dedo. Sentía los cráneos de sus amigos Speedy y Rick flotando alrededor de esa figura como lámparas funerarias. Y más allá de todos ellos, el rostro borroso de su padre se retorcía en la penumbra de un recuerdo distorsionado, sinestésico.
—No te llevarás a nadie más. —La voz de Arturo salió como un gruñido animal, mezcla de desesperación, furia y algo profundamente inhumano.
Sin previo aviso, el metalero se lanzó como un rayo. Facundo disparó, pero la bala apenas rozó el hombro de Arturo, dejándole un pequeño surco carmesí. El golpe no detuvo al motociclista, que llegó directamente hasta Facundo en un abrir y cerrar de ojos, estampándole el puño en el rostro con tal fuerza que la máscara de gas resonó con un crujido seco. Facundo retrocedió un par de pasos, aturdido, pero no era ningún principiante. Recuperó su postura y lanzó un gancho al estómago del metalero, conectando con precisión.
Arturo se tambaleó momentáneamente, sintiendo el impacto reverberar en sus costillas, pero el dolor era lejano, opacado por la adrenalina y la niebla de ayahuasca negra que hacía erupción en su sangre como un volcán. Volvió a atacar, arrojándose hacia Facundo con una embestida que era todo músculo y caos. Los movimientos de Arturo no tenían la técnica pulida y sobria de Facundo; al contrario, eran crudos, metaleros, narcolépticos, desmedidos, pero la ferocidad hacía temblar el aire entre ellos.
Facundo logró interponer su brazo entre ambos y le lanzó un rodillazo al abdomen, con la fuerza y la práctica que solo alguien acostumbrado a matar podría lograr. Arturo gruñó y cayó de rodillas, pero con una rapidez absurda lo tomó del tobillo y lo derribó al suelo de un violento tirón. Facundo cayó de espaldas y perdió momentáneamente su subfusil, que resonó al golpear el concreto. No había tiempo que perder. Desde el suelo, usó sus piernas para empujar a Arturo lejos de él, ganando espacio para levantarse. En un movimiento hábil, sacó un cuchillo de combate que llevaba en el cinturón.
—Te voy a desgraciar, cabrón —reptó Facundo sus palabras, pero Arturo no parecía escucharlo. Su pecho subía y bajaba como si estuviera intentando contener un fuego incontrolable dentro de él.
Ambos se abalanzaron nuevamente, Facundo con su cuchillo y Arturo con las manos desnudas. El sicario trató de apuñalar al metalero en el abdomen, pero Arturo tomó su muñeca en el aire, bloqueándolo con una fuerza que no debería ser natural para un hombre de su complexión. Facundo forcejeó, pero el agarre de Arturo era como un torno de hierro que no cedía. Con un movimiento brusco y brutal, Arturo giró la muñeca de Facundo en un ángulo antinatural. El sonido del hueso quebrándose resonó en la habitación.
El sicario gritó, pero no cedió. Liberó su otra mano, con la que alcanzó una segunda arma en su cinturón, una daga más pequeña. Con un movimiento rápido, la clavó en el costado de Arturo, hundiéndola con toda la fuerza que le quedaba. Pero el metalero ni siquiera pareció registrarlo. La ayahuasca negra había convertido su dolor en una chispa que alimentaba su rabia. Arturo soltó un rugido inhumano y, con ambas manos, tomó a Facundo por la cabeza, estrellándola contra el suelo con tal fuerza que el cráneo impactó como un tambor contra el concreto.
Facundo, ahora sangrando por la nariz bajo la máscara, trató de incorporarse, pero Arturo estaba encima de él. Los ojos del metalero brillaban como ascuas mientras levantaba un trozo de metal que había recogido de entre los escombros. La lluvia continuaba entrando por las ventanas destrozadas, mezclándose con la sangre y el sudor en su piel. En ese momento, Arturo no era un hombre; era un animal llevado al borde de su humanidad.
—¡Maldita parca! —gritó Arturo, alzando el fragmento metálico como si fuera el martillo de un dios vengativo.
Facundo levantó sus manos, su voz apagada y amortiguada por la máscara, intentando hablar, intentar calmar a quien fuera que tenía enfrente. Pero Arturo ya no estaba escuchando. El metal cayó con fuerza sobre el rostro de Facundo, un golpe seco y brutal que desató un rocío carmesí en todas direcciones. Una vez no fue suficiente. Arturo levantó el metal una y otra vez, golpeando sin control mientras la máscara del sicario se partía y el suelo se convertía en un charco púrpura de sangre y huesos rotos. En su mente febril, Arturo veía la figura de su padre detrás de la parca, viendo todo en silencio.
Cuando el cuerpo de Facundo dejó de moverse, cuando el cráneo ya no era más que un amasijo irreconocible, Arturo finalmente soltó el arma improvisada, jadeando como un toro en una corrida y, entonces, una cadena brilló en el cuerpo de su víctima, tenía un singular dije de doce picos con una media luna en medio. Arturo tuvo el impulso de arrancar la cadena del cuerpo y guardarla en su chamarra. Sus manos temblaban, y un brillo ensangrentado cubría sus dedos. Pero no había tiempo para procesar nada. El sonido de sirenas se oía desde el exterior. Los vecinos, asustados, habían llamado a las autoridades.
Arturo recogió el maletín y corrió como un animal herido hacia su moto. Apenas consciente de lo que había hecho, de quién había sido aquel hombre. La explosión en el laboratorio comenzaba a alcanzar más áreas de la propiedad, lanzando destellos de llamas detrás de él mientras el metalero saltaba al asiento de su motocicleta.
Aceleró, saliendo disparado hacia las calles desiertas. La lluvia golpeaba su rostro con la intensidad de un látigo mientras los efectos del ayahuasca negra aún le hervían la sangre. Todo a su alrededor parecía moverse más rápido de lo que podía comprender, pero lo único que entendía era que debía escapar. Las luces de la ciudad se convertían en espirales borrosas a medida que su visión seguía distorsionándose. En su mente, la voz de su padre parecía susurrar algo ininteligible, pero Arturo no podía entenderlo. No ahora.
La moto rugió mientras se perdía en la tormenta, la lluvia limpiando la sangre que aún manchaba su chaqueta y sus manos. Al menos por esta noche, Arturo había sobrevivido. Pero no podía decir lo mismo del alma que había dejado atrás.
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