31. Padres e hijos
"Dónde irá la oscuridad de la ciudadmientras la lluvia cae gris,
recordando el día aquel que se fue soledad,
dejando atrás aquellas calles del recuerdo."
Alcoholika - Rain
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La Paz, Bolivia. 14 de noviembre de 1992. Había algo en aquella madrugada que anunciaba complicaciones en la casa del joven matrimonio Mendoza. No fue ni el canto de un gallo lejano ni el rugido de un minibús matutino lo que alertó a Alonso Mendoza, sino un grito. Y no un grito cualquiera, sino el desgarrador aullido de Isabel López desde la habitación.
Alonso casi se cayó del sofá donde había pasado la noche. El "plan familiar" de ver una película con su esposa y el pequeño Xavier había fracasado, dejándolo a merced de un televisor parpadeante y un cenicero lleno. Aturdido, con el cabello revuelto y todavía con olor a cigarro barato, tardó unos segundos en entender que no era un mal sueño. Era la realidad. Y aquella realidad, querida y apremiante, requería que se moviera. Rápido.
-¡Alonso! ¡El bebé! -se escuchó desde la habitación. Era Isabel. Y cuando Isabel gritaba así, cualquier cosa que no fuera una emergencia automáticamente se volvía irrelevante.
En cuestión de minutos, la pequeña familia estaba en movimiento. Alonso tomó una chaqueta que no combinaba con sus pantalones y, entre nervios y caos, despertó a Xavier, quien apenas entendía por qué lo arrancaban de su cálido mundo de cobijas y sueños infantiles.
-Papá, ¿vamos al parque? -murmuró Xavier, todavía medio dormido.
-No, hijo, vamos a conocer a tu hermanito. O hermanita. O... bueno, todavía no sabemos -balbuceó Alonso, a la vez que cargaba a Isabel hacia el taxi que milagrosamente había encontrado en plena madrugada paceña.
El conductor, un señor canoso que mascaba coca con la calma de un monje budista, apenas levantó una ceja mientras veía al agitado Alonso subirse como una ráfaga.
-¿Está en trabajo de parto? -preguntó, imperturbable.
-¡No pues, estamos haciendo un maratón de atletismo! ¡Arranque! -respondió Alonso con una desesperación que logró contagiar al taxista lo suficiente para que apretara el acelerador.
Cuando llegaron a la clínica en Sopocachi, Isabel ya estaba sudando, gritando y, a ratos, maldiciendo a todo lo que Alonso representaba en ese instante. Él no lo decía en voz alta, pero se le cruzó la misma reflexión que seguramente pasaba por la mente de muchos futuros padres en momentos así: ¿En qué momento me metí en todo esto?
-¡Tú tienes la culpa! -exclamó Isabel, aferrándose al brazo de Alonso, en tanto las enfermeras la empujaban en una silla de ruedas hacia la sala de partos.
-Yo solo pasaba por aquí -murmuró él con una sonrisa nerviosa, sin atreverse a responder más que con bromas inútiles. Sabía que cualquier cosa que dijera sería usada en su contra, y no le faltaba razón. Isabel tenía la habilidad innata de convertir hasta un "buenos días" en una declaración de guerra cuando estaba de mal humor.
Pero, pese a los gruñidos y las miradas asesinas, Alonso sintió algo en lo más profundo de su ser: un abrumador sentimiento de admiración. Allí estaba Isabel, retorciéndose entre el dolor y la fuerza de traer una nueva vida al mundo, haciendo lo que él jamás hubiera podido siquiera imaginar soportar. Ella era un torbellino de resistencia.
Mientras Isabel era trasladada al quirófano, Alonso se quedó fuera, atrapado en el purgatorio del padre ansioso en labor de espera. El pasillo estaba casi desierto, salvo por un par de médicos que hablaban en murmullos y una anciana que hojeaba una revista. Alonso caminaba de un lado a otro como un animal encerrado, debatiéndose entre la necesidad de fumar, su falta de cigarrillos y el terrible peso del desconocimiento.
-¿Todo bien, doctor? -preguntaba a cada rato, agarrando cualquier bata blanca que pasaba cerca. Aunque los médicos siempre respondían con frases tranquilizadoras y vagas, Alonso no lograba apagar el nudo de ansiedad que sentía en el estómago.
Era raro. Había lidiado con grandes responsabilidades antes: trabajos agotadores, préstamos que parecían imposibles de pagar, reuniones de negocios que decidían el futuro de su familia. Pero ninguno de esos retos lo había dejado sintiéndose tan vulnerable como en ese momento. Allí, en el frío pasillo de la clínica, no tenía más remedio que esperar, depender completamente de otros.
Al rato, su mente empezó a divagar. Recordó la vez que Isabel lo miró fijamente en su pequeño apartamento y le dijo que estaba embarazada del primer hijo. Esa vez se había quedado sin palabras, como un adolescente al que llaman a la oficina del director. Pero con los años, su rol como padre de Xavier había moldeado algo distinto en él. Una especie de coraje silencioso. Xavier era, sin dudas, lo mejor que había hecho en la vida. Ahora, en ese momento, Alonso se preguntaba si este segundo hijo significaría lo mismo para él o si el miedo acabaría robándole la emoción.
Antes de que pudiera reflexionar más, una enfermera salió apurada, rompiendo la nube de pensamientos de Alonso.
-Señor Mendoza, su hijo acaba de nacer. Es un niño.
Esas palabras lo paralizaron. Se quedó allí, sin mover un músculo, sintiendo que el mundo acababa de detenerse. Un niño. Un hijo. Otra vida que dependería de él, otra mirada que buscaría respuestas en sus acciones, en su corazón.
La enfermera lo invitó a pasar a la sala de neonatología, y, aunque sus piernas temblaban, logró dar un paso tras otro hasta la pequeña cuna donde lo esperaba Arturo, envuelto en una manta como un diminuto gladiador dormido.
La primera vez que Alonso vio al bebé, le pasó algo curioso. No era que no hubiera sentido emoción con Xavier, pero esta vez había algo más. Era una sensación dual: el miedo y el amor chocaban entre sí como mareas opuestas, llenando su corazón de algo que solo podría describirse como plenitud aterradora. Arturo era tan diminuto, tan vulnerable, y, sin embargo, tan firme en su existencia.
-Arturo... -dijo en voz baja, como si probara el sonido de su propio pensamiento convertido en nombre.
-Es un nombre fuerte, señor -comentó la enfermera con una sonrisa de satisfacción.
Alonso no respondió. Simplemente extendió un dedo hacia su hijo y vio cómo los diminutos dedos del recién nacido se aferraban a él con la fuerza de alguien que acababa de entrar a un mundo completamente desconocido. En ese momento, no importaron las preocupaciones financieras ni las peleas ocasionales con Isabel ni siquiera la absurda cantidad de horas que tendría que trabajar para sacar adelante a dos hijos. Nada de eso importó, porque algo dentro de él se alzó como una promesa inquebrantable.
"Te protegeré", pensó Alonso. No sabía cómo, ni a qué costo, pero era un pensamiento tan sólido y auténtico que casi se materializó allí mismo.
Más tarde, cuando Isabel despertó, cansada y con una sonrisa débil, lo primero que preguntó fue:
-¿Está bien? ¿Cómo está Arturo?
Alonso se sentó junto a ella y sostuvo su mano, todavía un poco torpe en las formas del afecto físico.
-Está perfecto. Un luchador, como tú. -Hizo una pausa y luego agregó con una chispa de humor-: Aunque grita igual que el Xavier cuando le quitamos el televisor.
Isabel rio débilmente y, aunque la extenuación la vencía, miró a Alonso con gratitud. En ese instante, más que un marido atolondrado o un hombre despistado, Alonso era simplemente el padre de sus hijos, el ancla que hacía que todo lo demás tuviera sentido.
Cuando por fin pusieron a Arturo en sus brazos, Isabel lo miró como si el universo mismo se hubiera reunido allí, en ese pequeño bulto arrugado y quejumbroso. El bebé apenas abrió los ojos, pero con un pestañeo inocente pareció tomar toda la habitación bajo su tenue control.
-Es perfecto, Alonso. Él es perfecto.
Y Alonso, mirándola a ella, a su primer hijo dormido en casa, y al recién llegado Arturo, simplemente asintió y murmuró:
-Lo es. Somos una familia. Y pase lo que pase, siempre lo seremos.
Esa noche, La Paz siguió siendo un bullicio de luces y murmullos distantes, pero en una modesta clínica de Sopocachi, nació algo más: el amor invencible de unos padres por su hijo y una promesa secreta de enfrentar, juntos, lo que sea que el destino tuviera preparado.
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