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3. Los padres

https://youtu.be/LqaDmOLRhME

"Las flores se desvanecen por el camino
no te vendes los ojos
para que la soledad se vuelva ley
de una vida sin sentido"

Angra - Carry on

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La casa de don Alonso parece una especie de anticuario que se resiste, sin mucho éxito, al paso de la modernidad y la tecnología. Basta con decir que el mueble destinado a la televisión de la sala fue diseñado para una tele de rayos catódicos de 25 pulgadas, pero ¿quién carajos usa una televisión de tubos en pleno 2019? Al final, el mueble terminó albergando una televisión LED plana, artefacto para el cual no fue diseñado. Los padres de Arturo eran similares a sus muebles: efectos eficientes hechos para una época caduca y que, a fuerza de las circunstancias, no tenían más remedio que adaptarse como mejor pudiesen a la actualidad.

El olor a cera para pisos se desparramaba en el ambiente, generando una sensación de museo más que de casa. Era un sitio de aspecto ostentoso y muy bien cuidado, ciertamente, pero le faltaba calor de hogar.

El edificio era frío, con un halo flemático de pompa y pulcritud. Resultaba fácil estresarse allí, imaginando que solo respirar en cualquiera de sus ambientes podría contaminarlo y llevar a una penalización por esparcir la "mugre" en tan inmaculada bóveda de virtud. ¿Quién sería el juez de lo sucio y lo limpio? Pues la madre de Arturo, una mujer con admirable capacidad para ser irritante en la pose más imperturbable del universo, pero conocida por ser de armas tomar, pues el poder de su marido le aseguraba éxito en cualquier proceso penal o civil que se le antojase. No es una afirmación exagerada, pues la mujer había denunciado a un jardinero por robar joyería, delito cuya sentencia dejó al pobre hombre encerrado por diez años en prisión, sin derecho a indulto. Doña Isabel había llevado a su esposo a mover todos los hilos del Ministerio Público para lograr una sentencia que ella, y no el juez, considerase satisfactoria. Y como ese, hubo tantos juicios ganados, iniciados por soberanas estupideces, que aquella mujer tenía una fama no muy buena en la magistratura y muchas otras instancias judiciales. Dicho de otro modo, usaba el poder de su marido para satisfacer sus caprichos de moral y ego, y para imponerse era capaz de querellarse contra cualquiera. Una mujer arrogante con todas sus letras, pero astuta.

Por su parte, el padre de Arturo, don Alonso, tenía una vida profesional impresionante pero no del todo transparente, por decirlo suavemente. Siempre tuvo una participación política indirecta en las gestiones de gobierno del país, sin importar el partido en función del poder. Aunque el hombre era un derechista conservador con tendencias al monetarismo más friedmaniano, su flexibilidad política le permitió el éxito financiero y empresarial para sostener sus acciones, sean estas lícitas o no tanto. Dentro de su matrimonio, su rol de proveedor y protector se cumplía con eficiencia, pero no con mucha humanidad. Su papel como donante de esperma y, posteriormente, como padre también fue llevado con impecable eficacia; pero, al igual que en su matrimonio y su vida, sin mucho apego emocional. La frialdad de su temperamento se reflejaba a la perfección en el minimalismo de su despacho, único lugar dentro de la casa donde podía desconectarse del trabajo, la familia y los deberes, y dedicarse a lo en verdad ama: escribir. Don Alonso dedicaba sus horas libres a redactar tesis legislativas, constitucionales, financieras y otros ardides económicos y políticos cuya finalidad era la fundación de un futuro partido con el cual postular a elecciones generales un día.

Arturo miró la elegante puerta principal como si se tratase de un lugar peligroso, dio un vistazo a sus espaldas, atravesando el jardín con la mirada y depositando una parte de su alma dentro de su cueva, en caso de que algo malo ocurriera y tuviera que llamar a su cuerpo de regreso. Respiró profundo e ingresó al concilio familiar que le aguardaba.

—¡Joven Arturo! —una voz femenina, de contralto, con un acento muy particular, como el de una persona del altiplano a la que le cuesta pronunciar las vocales fuertes. De este modo, Arturo no suena como "aɾˈtuɾo", sino como "Arturu"; y joven no suena como "xoβɛ̃n", sino como "jovin".

—Hola, Mechita; no sabía que estabas aquí —respondió Arturo.

—Era mi fecha de volver, pues, joven. Antes de irse, tus papás me han dicho que iban a regresarse en esta fecha y, pues, yo me regresé de mi pueblo.

Arturo sonrió y abrazó a aquella mujer con todas sus fuerzas.

—Te extrañaba.

—Yo también, mi niño.

En términos de quien nació y vivió en Bolivia, Mercedes Quispe es una de las cholitas más dulces y amables del mundo. En términos de un extranjero, en especial del hemisferio boreal, Mercedes Quispe es una mujer aymara vestida con ropa tradicional. Dependiendo de quien la vea, puede lucir como un ejemplar antropológico de folklore y etnografía andina, o puede verse como una señora de pollera entrada en edad, de baja estatura, con un español deficiente y una mirada dulce, como de una mamá que ve a su hijo después de mucho tiempo.

Mercedes es la criada y niñera de la familia, una nana muy dedicada quien estuvo al lado de Arturo y sus hermanos desde el nacimiento. Trabaja en la casa de los Mendoza desde 1986. Su función era la de ayudar con las tareas de la casa y el cuidado de los niños, pero pese a no tener ningún vínculo sanguíneo con los pequeños, los hijos de los Mendoza le tenían un auténtico amor, como a una madre. A diferencia de doña Isabel, Mercedes no era una figura de autoridad sino de cariño.

—Mechita, ¿sabes qué querrá mi padre ahora?

—Ay joven, te habías estado tomando toda la semana dice, y don Alonso se ha enterado. Pero tranquilito nomás, mi niño, tú no le respondas y todo estará bien.

Arturo tragó saliva.

—Dónde están.

—En el comedor, joven. Te están esperando.

Con el corazón latiéndole fuerte, Arturo recorrió el solemne pasillo, miró la enorme puerta de roble, respiró profundo y la abrió poco a poco. El comedor lo recibió tan peripuesto e imperturbable, como siempre. Un espacio grande, lleno de muebles y objetos antiguos que proveían al ambiente un aspecto victoriano. Sentado en la cabecera de la inmensa mesa para veinte personas, don Alonso clavaba una mirada fría como el acero sobre su hijo, mientras llevaba un pequeño trozo de carne a su boca. Doña Isabel se irguió sobre su silla, de tal forma que su hijo la notara, y se limpió la boca de manera delicada con una nívea servilleta. Arturo no supo si sentarse o quedarse parado donde estaba. Había cubiertos y un plato instalado bajo una tapa de metal.

—¿La Andrea no comerá hoy aquí? —preguntó Arturo. Sabía que algo desagradable ocurriría en ese momento entre él y sus padres y no quería que su hermana fuera testigo.

—Buenas noches, Arturo —masculló don Alonso.

—En esta casa te enseñamos a saludar —agregó doña Isabel.

Los padres de Arturo se veían tan o más incómodos que él con la situación.

—Lo siento —titubeó—, buenas noches, padres. Por favor, díganme si mi hermana está en la casa hoy.

—Está en su internado —respondió la madre de Arturo, tajante.

Él suspiró con algo de alivio. Dudó en dar el siguiente paso, tomó coraje y se acercó a la mesa. Sus padres lo observaban. Se sentó, lento, y destapó el plato que tenía servido. Fricasé de cerdo, una delicia preparada por Mercedes, su mejor plato.

—Arturo —dijo su padre—, ¿por qué razón fuiste ebrio a trabajar hace dos semanas?

—Vaya, qué rápido corren las noticias.

—¡Respóndeme! —rugió don Alonso, pero la ira del caballero no parecía asustar a su hijo quien, con mucha calma, respondió:

—Esa noche gané mil bolivianos tocando en un evento de bandas, era mejor que los cien por hora que me iban a pagar por tocar el piano en ese restaurante de tacaños estirados. Al final acepté unos tragos en el evento y cuando quise ir al restaurante, ya se me hizo tarde, fui lo más rápido que pude.

—Escucha. Yo te conseguí ese trabajo con la esperanza de que hicieras algo más digno que salir a tocar y beber como pirata, ni tres semanas duraste.

—Pero en una noche gané el dinero para pagarte la renta de este mes.

—¿Y eso de qué sirve si terminarás gastándote ese dinero en alcohol y amigos? En esta casa estás como un inquilino muy privilegiado. Se te tolera que toques aquí esa guitarra, que vivas, vistas y hagas lo que quieras, aun estando dentro de mi propiedad. Trato de ser paciente contigo, pero tú no asientas cabeza.

—Padre, te pago un alquiler y todos mis servicios, no soy un gasto para ti, ya no más. No pido entendimiento. Ya tengo un nuevo trabajo, ahorraré para un anticrético.

—Así que un nuevo trabajo, ¿eh? Y a qué se supone que te dedicarás ahora.

—Empastaré libros en una editorial desde mañana.

Por un momento pareció que los ojos de don Alonso se saldrían de sus orbitas. Le tomó unos segundos digerir la noticia.

—Si quieres una editorial, funda una; te prestaré el dinero.

—Padre, quiero ser el empleado de la editorial, no el dueño.

—Arturo, Arturo. ¿Por qué insistes en vivir como asalariado de cualquier cholo con plata si podrías ser el capitán del negocio? ¿Por qué quieres condenarte a una vida de bajos ingresos sin academia ni propósito? Te pagué una costosa carrera de Conservatorio pensando que serías un grandioso pianista, y lo dejaste. Te pagué una carrera universitaria en Derecho para que pudieras trabajar como le corresponde a un Mendoza, y en lugar de licenciarte, dejas la universidad. Solo te falta la tesis, sé que odias esa carrera, pero te será útil en la vida. La vida no es un concierto de rock en el que ganas unos cuantos pesos para tu supervivencia y bebida. Si no te pones a trabajar en serio, en el futuro no lograrás nada.

—Ya soy un hombre adulto, padre, no necesito que me soluciones la vida, solo quiero vivir la mía y tener la oportunidad de equivocarme. Cómo esperas que aprenda, si siempre tratas de arreglarme la vida.

Don Alonso suspiró, miró a su mujer y con un leve gesto, pareció darle la palabra.

—Hijo, entiende que queremos lo mejor para ti —dijo doña Isabel con severidad en su voz—. A tu edad, tu hermano ya había terminado su carrera, tenía un gran trabajo en la consultoría de tu padre y estaba iniciando su matrimonio.

—Pues, siento mucho no ser mi hermano, madre.

—No, no quiero que seas tu hermano, pero quiero que hagas una vida normal. Quiero que conozcas a una chica de familia y que dejes de salir con esas "chicas" con las que te citas.

—Un momento, madre, yo no estoy saliendo con nadie.

—No mientas, Arturo. Te vieron.

—¿Me espían?

—Ese no es el punto, el punto es que estás haciendo una vida demasiado peligrosa. No quiero ni imaginar el escándalo que se armaría si algún conocido de importancia te descubre en esas andadas, aparte del riesgo que constituye para tu salud. ¿Sabes lo grave que sería si embarazas a una de "esas"?

—Madre, están confundiendo las cosas. Yo no tengo ninguna relación, ni siquiera ocasional. No se alarmen por eso. Tengo amigas, pero no me atraen ni les atraigo. También estoy consciente de que no puedo embarazar a nadie, no en este momento.

—¿Y cuándo piensas enderezarte, hijo? Tu padre y yo no esperaremos eternamente a que aprendas a ser responsable. Quiero que tengas un trabajo decente, bien pagado, y que andes con buenas señoritas.

—Por favor, mamá, no quiero hablar de ese asunto hoy, no con ustedes —dijo Arturo, pero se sentía una melancolía profunda en su voz, como si de repente, aquella incómoda situación se hubiera tornado triste y dolorosa.

Los Mendoza parecieron notar algo, quizás algún gesto en el rostro de su hijo que les indicó una inequívoca señal de capitulación. Parecía que se quedó sin más ganas de protestar, el muchacho había fijado su mirada a mil yardas. Era como si su cuerpo hubiera sido abandonado por su alma.

—Arturo —lo llamó su padre, dándole un sobresalto y haciéndole salir de su estado de aparente catatonia—. Creo que ya hemos hablado lo suficiente sobre este asunto. Me place saber que has conseguido un empleo por ti mismo, así que voy a darte un trato adecuado para un hombre independiente. Es sencillo, desde el próximo mes pagarás el arriendo completo por el espacio que ocupas, sin el descuento que tuviste desde el día que habitaste esos cuartos. El ruido también te costará, si me entero de que estuviste tocando con esos vagos en mi propiedad, te cobraré quinientos bolivianos extra por cada visita.

—¡Qué!

—Y créeme, me enteraré. Si no me pagas puntual, te cobraré una multa como indica la ley. Si haces vencer tu plazo de arriendo, te desalojo. Si no pagas el monto completo, te multo. Si no pagas las multas, te desalojo.

—Pero, padre...

—Y una cosa más, Arturo. Te doy tres meses para ahorrar un anticrético, porque cuando se cumplan esos tres meses, de todas formas, te desalojaré. Es todo —sentenció don Alonso y se retiró de la mesa. La madre de Arturo agregó:

—Espero que no hagas quedar en vergüenza a esta familia, hijo. Y espero que pronto te dediques a rectificar tu vida —y doña Isabel también se retiró, dejando a Arturo solo con la comida ya fría. 

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