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29. Kenopsia

https://youtu.be/YjIg5lrbEwU

"Solo lazos entre tú y yo
Si voy, ¿me seguirás?
Yo a través de las grietas y huecos
Y yo sería tu Caín"

TIAMAT - Cain

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Eran las veintidós horas del 22 de marzo de 2020, el Gobierno había decretado ya la cuarentena total, que iba a dar inicio al día siguiente a partir del amanecer, Facundo no tenía mucho tiempo antes que el ejército salga a controlar las calles y su nuevo trabajo estaba a la vuelta de la esquina. Tenía que resolver sus pendientes con presteza si no quería ser alcanzado por las contingencias de la emergencia sanitaria.

Cuando llegó frente a la puerta de la casa de su madre, allá en villa Macondo, no esperaba una bienvenida ni mucho menos. Después de todo, su madre lo tenía calificado de traidor e ingrato por haberse ido con su padre y no haberla apoyado a ella y sus hermanas cuando más lo necesitaron. Vera odiaba la autodeterminación que había reclamado su hijo y era incapaz de perdonarlo por ello; aunque eso no era lo más grave y doloroso que no le podía perdonar, en lo absoluto.

Por su parte, Facundo estaba totalmente consciente que visitar a su madre significaba ver a su hermana y para él, Sibyl era una presencia ingrata. Aún lidiaba con sentimientos encontrados en su corazón después de aquella vieja sensación de abandonó que embargó su alma desde el día que Beatrice nació. La recién nacida le robó el amor de su hermana y aunque no la odiaba por ello, pues sabía que Beatrice culpa de nada tenía, sus celos fraternos eran aún ácidos y reactivos. Simplemente no podía olvidar, no podía pasar de página.

Por otro lado, estaba la emergencia sanitaria. Facundo entendía que su familia podría necesitar más apoyo que nunca. Asfixiado por una consciencia anóxica, el muchacho se empujaba a arreglar un poco las cosas, el dinero no le viene mal a nadie, y Facundo había hecho una "lucrativa limpieza" en la víspera, dejando un par de viudas y huérfanas. Él solía pensar que su madre no lo sabía, pero en el fondo, Vera... A ella no le gustaba recibir nada de su hijo, absolutamente nada.

Inseguro, Facundo tocó a la puerta metálica varias veces, con fuerza, pero sin arrebato, con tal de que su madre o su hermana lo escuchen. Y así fue, en pocos minutos la puerta se abrió y su mirada se cruzó con la de Sibyl. Ambos se quedaron observándose por unos segundos, en silencio. En un momento sin determinar, el rostro de su hermana empezó a llenarse de lágrimas y antes que Facundo pueda decir nada, Sibyl lo abrazó con fuerza.

—¡Facu! Papito —decía Sibyl,—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Facundo no sabía qué responder, se sentía incómodo con los gestos de su hermana. Pero la dejó ser, en silencio. Su resentimiento no ganaría esta noche. La tomó suavemente de la cabeza y limpió sus lágrimas con la palma de sus manos.

—Vine a verlas, Sib. ¿Está nuestra madre? —Sibyl asintió y ambos ingresaron a la vivienda.

Una vez dentro, Sibyl le pidió a su hermano tomar asiento en la cocina y le ofreció algo de beber antes de anunciar a su madre la llegada del hijo pródigo. Cuando Vera salió de su habitación y vio a su hijo, la frialdad de su rostro dejó a Facundo como una piedra inerte resistiendo al paso del tiempo y la erosión. Las viejas heridas de familia dolían de nuevo, el rostro de su madre casi ningún grato recuerdo le traía. Mas muy en el fondo, el muchacho bien sabía que amaba a su madre y le dolía profundamente el que ella no demostrase jamás ni una pizca de afecto hacia él. Pero no había venido a casa de su mamá para atormentarse a sí mismo o a su familia con recriminaciones del pasado. Tenía algo más importante que hacer allí.

—Buenas noches, madre.

Vera examinó a su hijo de pies a cabeza. Se veía sano a primera vista, lo cual tranquilizó su corazón ardiente. Aún llevaba a la vista aquella cadena que le compró cuando niño, con el singular dije de una estrella de doce picos atravesada por una media luna en él; se lo veía despintado por el uso y contrastaba con la ropa cara que lo vestía. Eso solo podía significar que su hijo seguía generando recursos económicos a plomo limpio. Tanto le indignaba que prefirió cerrarle el corazón a su hijo e imaginar que ignoraba su trabajo, indiferencia inclemente.

—Buenas, Facundo. A qué se debe tu visita —saludó Vera, de forma distante.

Facundo sintió la distancia de su madre, no intentaría un acercamiento emocional bajo ningún concepto. Así que, a lo que vino. De su chamarra sacó un fajo de dólares que dejó sobre la mesa.

—Madre, esto es para ustedes. Seguramente no podrán salir a trabajar a partir de mañana y sé que necesitan el dinero.

—No es necesario —doña Vera respondió—, llévatelo, no necesitamos tu dinero.

Sibyl miró a su madre, tentada a tomar los billetes, pero por su propio bien y el de la paz del hogar, era mejor no decir ni hacer nada.

—Por favor, madre —intervino Facundo—, recíbanlo, lo van a necesitar.

—Pero no nos lo vas a dar tú —respondió su madre—. Ahora, si no tienes nada más que decir, te rogaría que te retires.

—Pero madre...

—¡Largo!

Los ojos aguados de Vera gritaban el dolor y la ira que la inflamaban, su interior era una lucha entre sus deseos de abrazar a su hijo y el profundo resentimiento que le guardaba. Recordaba perfectamente que fue él, el primero de sus hijos en levantarle la mano y cuestionar su autoridad. A dónde le había llevado tanta violencia, si no al mismísimo infierno, y ahora dejaba huérfanos a donde iba.

Al ver la reacción de Vera, aún con el corazón partido, el orgulloso muchacho tomó el dinero de la mesa, lo guardó en su chamarra e hizo una leve venia con la cabeza antes de levantarse e irse. Cuando estaba ya en la puerta de calle, Sibyl lo alcanzó.

—Por favor, disculpa a nuestra madre — le dijo su hermana, tomándolo de la mano.

—No hay nada que perdonar, Sib —dijo él y, sacando el dinero, lo puso en el bolsillo de la chompa que llevaba puesta su hermana, para luego decir—: no le digas a la vieja que te di el dinero.

—¿No te podrías quedar, aunque sea un poco más? Hay tanto de lo que quisiera hablarte.

Con la melancolía atravesada en la tráquea, Facundo sabía que, de corazón, Sibyl desconocía en qué trabajaba. "Bendita inocencia", reflexionó él.

—Lo siento, hermana, pero tengo trabajo que hacer. Falta poco para la medianoche y mañana ya hay toque de queda, no puedo quedarme. Solo cuídense mucho, ¿de acuerdo?

Sibyl asintió y abrazó a su hermano, para luego decir:

—Discúlpame por todo, Facu. Gracias por venir, te quiero mucho.

Facundo suspiró, besó la cabeza de su hermana sin cruzar más palabras y se fue tras la puerta, dejando aquella casa que nunca más volvería a ver.

Una vez en la calle, recibió una llamada que había estado esperando, era de su nuevo trabajo. Su empleador le había pedido estar en una cantina clandestina ubicada en la zona de Villa Fátima. Populoso distrito conocido por sus mafias y uno de los lugares de la ciudad que no estaba dominado por las pandillas metaleras.

Aquel territorio era feudo de las mafias milicianas del gobierno, organizaciones cocaleras centradas en el tráfico de drogas, sicariato, robo y tareas ilícitas que el gobierno ordenaba, pero en las cuales no quería estar involucrado. La existencia de estas organizaciones marginales era muy similar a los colectivos chavistas de la Defensa Revolucionaria de Venezuela, la Oficina 39 de Corea del Norte o a las fuerzas Quds del Ayatolá Jamenei de Irán. Un brazo armado quasi ilegal, ora totalmente subrepticio, de las potencias estatales y las élites del poder.

La cantina clandestina a la que Facundo fue citado, ubicada cerca de la plaza Villarroel, era además un prostíbulo que fungía de escenario para raperos, reguetoneros y grupos folklóricos que vivían de los recursos del Estado. Los chulos de aquel lugar eran poderosos y privilegiados tratantes de blancas y de drogas que se ganaron su poder gracias a los favores prestados a Evo Morales y Juan Ramón de la Quintana. Muchas de las pubertas que Morales usó durante su periodo presidencial eran reclutadas de los Yungas por los miembros fundadores de aquella cantina conocida solo como "El Caballito".

Una vez en el lugar, Facundo se sentó en la barra y se pidió un vaso de ron. Mientras aguardaba, una bailarina exótica hacía su arte en el tubo con las tetas al aire. Había varias adolescentes allí, aguardando a posibles clientes. A los treinta minutos, un hombre moreno y vestido como rapero se sentó a su lado, se pidió un trago y empezó a hablar.

—Este es tu último trabajo —dijo el contratante, sacando un sobre manila y entregándoselo a Facundo. En su interior había fotografías y un flash memory. Las fotografías eran de un tipo calvo con inscripciones tatuadas por toda la cabeza.

—Lo conocen como Apofis, es un metalero de esos que le hacen al... ¿cómo le dicen?... black metal, creo. Tu misión es ubicarlo, limpiarlo y llevarte toda la droga que tenga. Mucho ojo, debes entregar los lotes de ayahuasca negra sin cortar.

Facundo bebió de su vaso antes de responder.

—Los metaleros son difíciles de limpiar, este trabajo costará más.

—Se te pagará lo que corresponde —afirmó el informante.

—La mitad por adelantado —Facundo replicó y luego tomó un trago de su bebida.

—Muy bien. Solo recuerda hacerlo de la forma más discreta posible.

—Júrame que será el último trabajo.

—¿Acaso no te hemos pagado bien?

—Mi bebé, dijeron que la devolverían si...

—Y así será, termina este trabajo con éxito, y tu hija volverá contigo sana y salva.

Concluyó el contratante dejando algo de propina para el cantinero antes de retirarse de forma disimulada. Facundo tomó el sobre, lo guardó en su chamarra y salió de la cantina, tenía que planear su próxima misión de sicariato. Los metaleros con poder suelen ser objetivos complicados, debía pensar cómo actuar.

Los días pasaron y las calles de La Paz, usualmente bulliciosas y caóticas, se habían convertido en senderos silenciosos bajo el yugo de la cuarentena. El eco de los bocinazos había sido sustituido por el canto monótono de los grillos nocturnos. El ajetreo de los mercados se había congelado en una burbuja de silencio imperativo, ahora solo mostraban tiendas y puestos de comida vacíos, tapiados con láminas metálicas como refugios de un campo de batalla; las calles eran solo transitadas por hombres uniformados o desconfiados vecinos corriendo con bolsas de mercado haciendo mandados en los horarios permitidos.

La kenopsia había ganado la batalla. Solo el zumbido de los mosquitos y el olor del petricor se encargaban de perpetuar el paso del tiempo en este escenario congelado; los ríos de La Paz, contaminados desde los años setenta del siglo pasado, se tornaron transparentes y cristalinos debido al parón industrial, evento tan raro que solo los más ancianos podían recordar la última vez que vieron peces nadando en los ríos paceños. El paso del tiempo se hacía pesado.

Era temprano por la mañana, horario en que se permitía la circulación de personas, aunque los automóviles brillaban por su ausencia. A falta de transporte público, Arturo había caminado bastante para llegar al taller de Joe con la finalidad de pedir un favor. No quería llegar a ese punto, pero era necesario.

—King, cómo va —saludó Joe a Arturo, con un barbijo negro en rostro. Esta vez no se dieron el usual apretón de manos y se saludaron sin contacto físico.

—Fueron días difíciles, lo del trabajo está tenaz—Arturo respondió, con el rostro angustiado.

—Te entiendo, son tiempos complicados. ¿Oíste? El Boca y Sapo quebró, cuando la cuarentena termine, no volverán a abrir.

—Puta, mierda —maldijo Arturo—, ese virus cabrón nos está acabando.

—Hay algo más —Joe agregó, poniéndose muy serio y con melancolía en la voz—. Hablé ayer con los padres del Speedy, está en el UTI de Caja Petrolera con respirador en este momento.

—¡No! No puede ser.

—Y del Rick, ¿lograste hablar con él?

—Desde ayer que me azulea, no ha respondido ninguno de mis mensajes.

—Ni te responderá tampoco, está en terapia intensiva del Hospital de Clínicas, el Gao fue ayer a visitarlo, pero no permiten el ingreso de nadie.

Las noticias habían caído como plomo sobre el alma de Arturo. Sus amigos, su banda, sus cofrades quienes eran como una familia para él, estaban cayendo como moscas. Dentro de su alma, había lágrimas de impotencia.

—Esto es un infierno —Arturo murmuró.

—Lo sé, es difícil de creer que algo así esté ocurriendo.

—Y tú, cómo estás tú.

—No enfermé, trabajo en el taller para distraer mi mente —Joe suspiró, miró a sus espaldas, hacia su garaje, y agregó—: Varias personas con motos han estado viniendo para mantenimiento, trabajan de delivery, de las pocas cosas que aún se pueden hacer en este momento.

—Es cierto. Verás Joe, yo... —Arturo no se atrevía a hablar, o más bien, no podía hacerlo. La noticia de sus amigos era un vaso de agua helada en el espinazo.

—Oye, está bien, tranquilo. Me siento igual, quisiera ir al hospital a visitar a ese par de idiotas, no sé cómo se enfermaron, joder —dijo Joe, con la voz entrecortada de frustración—, pero son resistentes, se recuperarán y cuando termine todo esto volveremos a tocar para nuestra gente. RainHell es eterno.

Arturo asintió, sonrió bajo el barbijo y recuperó la templanza.

—Tienes razón, ningún virus chino de mierda nos va vencer. Pero bueno, yo vine a verte por otra cosa. Quería pedirte un favor, si pudiera hacer otra cosa, no te lo pediría.

Por signos inefables, Joe entendía que su orgulloso guitarrista estaba lidiando con luchas internas y dudas inescrutables. Se bajó el barbijo un momento, se puso un cigarrillo en la boca y ofreció uno a Arturo, quien aceptó y lo encendió, luego ofreció fuego a su amigo, suspiró, tomó valor y dijo:

—Pienso trabajar de delivery, se hace buen dinero llevando comida y medicamentos a domicilio, pero, tú sabes, tenía una moto que ahora es tuya, yo...

—Quieres ir a trabajar con el Gran Maloy, ¿me equivoco?

Arturo apretó fuerte las mandíbulas, y tragándose su orgullo, asintió.

—Es tu moto, Joe, ya no es mía. No quiero que pienses que yo...

—King, el Gran Maloy es de RainHell, no tienes porqué sentirte avergonzado. Claro que te la puedes llevar. Es la moto de todos y ahora necesitamos apoyarnos. A cambio, necesito un favor de ti —dijo Joe, le dio una profunda calada a su cigarro y continuó—. He estado teniendo muchos problemas para traer repuestos, no me da el tiempo de ir por ellos. Tengo muchas motos pendientes y mi ayudante está enfermo. ¿Traerías los repuestos por mí?

—Desde luego, me haría sentir más tranquilo si puedo cooperar contigo a cambio de poder usar al Gran Maloy.

—Trato hecho. La moto está adentro.

Ambos metaleros ingresaron al taller, el Gran Maloy reposaba en una rampla rodeada de herramientas. Estaba impecable y en perfectas condiciones, como recién salida de fábrica.

—La has mantenido muy bien —Arturo observó.

—Te lo dije, la mejor gasolina, el mejor aceite. Antes de la pandemia me gustaba salir a pasear con él, es una máquina extraordinaria, pero ahora...

—Sí, todo se fue a la mierda. Gracias por tu ayuda Joe.

—No, gracias a ti, King. No sabes cuánto estaba necesitando que alguien haga ciertos mandados por mí, yo también te debo una.

—Estamos a mano entonces. ¿Visitarás al Speedy y al Rick?

—No se permiten visitas, ya lo había pensado, pero sería inútil ir.

—Tienes razón. Espero que salgan de ésta.

—Lo harán, todos lo haremos.

Arturo sonrió y miró a Joe con aura de nostalgia. Recordando sus días juntos en el escenario, las legendarias borracheras, los unders, los conciertos, la vida del metal. Parecía un pasado tan distante.

Se despidieron y luego, a lomo del Gran Maloy, Arturo partió hacia su nueva actividad económica. Los primeros pedidos no tardaron en llegar a su celular, mandados que lo llevaban a circular por toda la ciudad.

Cada cierta cantidad de calles, grupos de patrulleros de policía lo detenían para pedirle autorización de circulación. Arturo había tramitado su licencia hace poco tiempo, y la burocracia para conseguirla fue desafiante, pero cuando los patrulleros confirmaban que toda la documentación estaba en orden, lo dejaban ir. Era así para todos.

La hora del toque de queda estaba próximo, Arturo hacía los últimos mandados del día cuando recibió una llamada a su celular, era Sibyl.

—¿Hola, Sib?

—Arty, amor —la chica tosió un poco, lo que encendió todas las alarmas del metalero—, la Beita está enferma y creo que yo también, te necesito.

—¡Llego tan rápido como pueda!

Con el corazón latiendo a mil por hora y la angustia atenazando su espinazo, Arturo partió como alma que lleva el diablo hacia villa Macondo. "No, ¡ellas no, por favor, Odín!, ¡ellas no!"

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