25. Berserk
https://youtu.be/aDACorIaxNw
"Un corazón ahora ennegrecido está alcanzando la divinidad
Cuerpo suspendido por cadenas sobre navajas y clavos"
Pantera - Domination
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Por mucho que el restaurante donde Sibyl trabajaba se hubiera especializado en clientela extranjera, esto no significaba de ningún modo que fuera un lugar de lujo sino todo lo contrario, era más bien una vitrina hortera de degustación cultural global y ambigua; los turistas allí solían ser tan variopintos como de escaso interés fiscal. Sin embargo, que la clientela fuera del tipo de mochileros avezados a la aventura de bajo presupuesto no tenía que significar una subestimación a la oportunidad de mercado que esta representaba; el "presupuesto ajustado" de un turista de primer mundo era la ganancia del burgués paceño. Todo se resumía a una cuestión de perspectiva. Los países de procedencia de aquellos turistas que se paseaban por la Sagárnaga, vivían una realidad casi imposible de soñar para un país como Bolivia. No importa de dónde hablemos, si es Japón, Corea del Sur, Israel, Irán, Estados Unidos o la India, en términos generales hablamos de naciones más grandes en alguno u otro sentido. Eso aumentaba las posibilidades de tener una población promedio de clase media/alta más enriquecida, capaz de viajar a ciudades como La Paz, y vivírsela en grande con la mínima inversión.
En cambio, del otro lado de la moneda, en el lado donde Sibyl había nacido, cosas como un sueldo básico o seguro de salud eran un auténtico galimatías para obtener. Las oportunidades solían ser dispensarios de los mismos actores: familias ricas, gente heredera, empresarios de tradición, burgueses alteños, sindicalistas de pacotilla, politiqueros, capos de los cárteles bolivianos, en fin; carroña. Para el ciudadano común, ora el más astuto ora el menos iluminado, el empleo depende de coimas y tener a los "contactos adecuados", más que de la capacidad y la formación profesional. Las precarias condiciones de seguridad laboral, sumada a la campante corrupción de administraciones estatales en retruécanos burocráticos, hacen del trabajo una suerte de juego de azar; en Bolivia no es sensato perder el empleo, pues pueden pasar décadas antes que puedas obtener otro, y mientras tanto, solo el exilio en el comercio informal puede salvar el pan del día.
Realidades más, realidades menos, Sibyl sabía que no tenía otra opción más que aceptar su contexto. Sus oportunidades de progreso eran tan limitadas, que casi cualquier logro individual era siempre una epopeya tanto épica como estéril; sin recursos, sin padrinos, sin pagar tributo al poder, por mucho que te vengan a joder, en Bolivia, crecer es casi el esfuerzo de Sísifo.
Con ese panorama, empezaron a entenderse algunas otras realidades muy dolorosas, esas que llenaban la boca de gente moralmente superior que se identificaba con el "pobrecismo", nada más por la aberrante moda del momento y ese ego de justicia social.
La realidad laboral del país, en el pasado, presente o futuro, está enturbiada en sus injusticias centenarias; donde aún se ve al trabajo de la mujer como un "favor de género" para rellenar una agenda política. ¿Justificaciones para feminismos?, desde luego, muchas chicas debían soportar en silencio vejámenes que están muy ligados a su sexo, como por ejemplo el acoso de sus jefes.
Quizá en otras partes, la indignación y el amor propio empujarían a la mujer trabajadora a denunciar el acoso y no soportar tal afrenta a su condición humana; pero una vez más, recordemos que es Bolivia donde ocurre este cuento. Hay chicas en las grandes urbes bolivianas, como en toda metrópoli, dispuestas a pagar el precio de sus oportunidades con aquello que la naturaleza les dio, a veces incluso con un cierto dejo de orgullo egomaníaco, casi cínico. En un país tan carcomido por la corrupción y la podredumbre humana de su propia población, en el que la gente es incapaz de aceptar sus obscuridades e infla el pecho de orgullo chauvinista cada 6 de agosto, cosas como la empatía por el otro son también un sueño imposible, igual que el progreso.
En sus años de vida laboral, Sibyl ya había visto a compañeras de trabajo hacer cosas para las que no fueron empleadas, solo por conservar su puesto de trabajo. Voces anónimas, silenciosas, que no se atreven a quejarse por miedo al desempleo. Sibyl miraba, callaba, mordía bilis en silencio y entendía que a ella también le iba a ocurrir un día; es más, ya se había tardado mucho.
Ese día temido no llegó de repente sino de forma gradual, como un alarido lejano que, poco a poco, se escucha cual eco acercándose. Otras compañeras de trabajo en el restaurante ya habían pagado alguna clase de tributo sexual a cambio de un bono de "aliento al trabajo"; era un secreto a voces. Pero a las que no cedían les tocaba vivir el rigor de una política laboral despótica y ruin. Sibyl fue de las que no cedió a los deseos del dueño y debido a esa misma razón era la más deseada por el viejo puerco, la anhelaba más que a ninguna. No la despediría sin aprovechar la oportunidad, esperaba que, por medio de la presión, al fin la pálida chica accediese a abrirle sus delgadas piernas. Cálculos más, cálculos menos, esa maña casi siempre surtía efecto al final.
Lunes 27 de enero del 2020, desde hacía un mes se hablaba mucho de una enfermedad muy peligrosa de origen chino, la llamaron COVID-19; estaba en todos los titulares, pero parecía estar bajo control, al menos en principio. Entretanto, Sibyl y Arturo no tenían fecha para su boda, la ilusionada chica sabía que, cuando se efectuara, no sería un banquete de celebración criolla ni un bufete burgués de exhibición social. Solo serían unos pocos amigos y un par de testigos en la mustia oficina de registro civil más cercana a su domicilio. Quizá no serían las nupcias de ensueño cliché que cualquier mujer con posibilidades económicas, ostentaba como alegoría a la tradición nupcial boliviana, pero al menos sería una unión legal y digna.
Sibyl estaba llena de nerviosismo, temía al compromiso igual que cualquiera, pero al mismo tiempo estaba enamorada de su hombre con una locura obstinada. Lo amaba desde la intensidad del celo hasta la quietud de una caricia. Sus palabras, su voz, sus mimos, su lengua, lo profundo de su alma; Sibyl todo eso amaba; y a su ver, era suficiente para lanzarse al matrimonio. Pobre inocente.
Una vez más estaba castigada en la sección de servicios higiénicos, dicen que por instrucción del mismísimo dueño. Ella ya sabía que ese era el costo de haber rechazado al turco pervertido, pero aun así no estaba dispuesta a afrontar el desempleo. Prefería soportar la explotación antes que verse privada de un salario que le dé seguridad a su vida. No renunciaría bajo ningún concepto, estaba segura de ello; se equivocaba.
Su turno laboral había concluido, no tendría clases nocturnas así que podría volver a casa con su novio para descansar en sus brazos. Se hallaba ella sola en el área de servicio de empleados, acicalándose un poco para verse bonita a ojos de Arturo. No notó en qué momento la puerta se cerró ni el instante exacto en que el turco ingresó. Lo descubrió tarde, cuando él ya estaba demasiado cerca. Sibyl volteó para ver al depredador y tragó saliva al saberse acechada.
—¿De salida, Funes? —interrogó el turco.
—Sí, señor Sahin, mi novio me espera —respondió.
—Tengo una tarea para ti —dijo el dueño, y antes que Sibyl se diera cuenta de sus intenciones, el hombre ya la había aprisionado entre sus brazos, tapándole la boca—. No digas nada, calladita, tranquilita.
Sibyl estaba aterrorizada. El turco lamió su rostro y pellizcó una de sus nalgas sin dejar de jadear como un animal hambriento.
—Eres exquisita —siguió el viejo cerdo, al tiempo que olfateaba sus cabellos—. Pareces toda una niña, si te portas bien yo seré muy bueno contigo. Será un secreto y puedes ganar muy buen dinero. Eso es lo que quieres, ¿no? Dinero. Yo te puedo tratar muy bien si tú me tratas bien a mí. No es malo, todos tenemos un precio; seré bueno. Ahora voy a quitar mi mano de tu boca y tú no gritarás. Si intentas gritar, diré a todo el mundo que me robaste y que solo vine a reclamar que me devuelvas lo que es mío. Calladita, tranquilita.
El turco bajó la presión de su mano y entonces Sibyl echó una profunda bocanada de oxígeno, le faltaba el aire. Luego rompió a llorar en silencio, embargada por una sensación que mezclaba el odio con el miedo.
—Muy bien, ¿ves qué fácil era? —dijo el dueño que ya empezaba a deleitarse manoseando a su empleada como si fuera un juguete. Sibyl gimoteaba, su cuerpo estaba congelado, no le respondía y la impotencia la llenaba de ira. Dentro de su mente gritaba, pedía la ayuda de Arturo, quería atacar a su agresor, pero su cuerpo no respondía a su voluntad y su voz había desaparecido en un alud de pánico—. Hueles muy bien, eres tan delgadita y suave, eres hermosa. No entiendo porque la gente de tu país no aprecia el tipo de belleza de chicas como tú. Son unos estúpidos campesinos que no saben nada de lo bueno. Pero tú eres mejor que ellos, mejor que toda esa gente de baja categoría. Puedo ascenderte a supervisora y triplicar, no cuadruplicar tu paga. Podemos llegar a pasar momentos inolvidables tú y yo, como de las mil y una noches, y nadie más lo sabría, ni tu novio; no necesitarías sentirte culpable, solo dejarte llevar.
—Por favor... de... déjeme ir —balbuceó Sibyl, haciendo un enorme esfuerzo para hablar.
—Te dejaré ir, para que sepas que no necesitas temerme ni yo a ti —respondió el turco—. No te haré daño ni tú me harás daño, al contrario, puedo darte placeres que no sabías que existían. También dinero, el que quieras. Te podría consentir y satisfacer todos tus caprichos. Piénsalo bien. Pero si le dices a alguien lo que acaba de ocurrir aquí, no volverás a trabajar en ningún lugar. Tengo contactos que pueden devolverte al agujero del que saliste cuando eras una niña, porque yo sé cómo fuiste, Funes. Sé tu necesidad, tu hambre, trabajaste mucho para salir de ahí. Por eso, no hablarás lo que aquí pasó con nadie, o te fundiré; sé buena conmigo, y te recompensaré con todo lo que más anheles, incluso con la salud de tu amada hermanita. Seré bondadoso contigo si tú lo eres conmigo —sentenció, no sin antes robar un beso de los labios de Sibyl que, a esas alturas, estaba presa de un alud de náuseas, miedo y sobrecogimiento.
En la calle, Arturo terminaba de fumarse un cigarrillo. De mala gana, estiró un poco los hombros, sus movimientos aún eran algo torpes y le dolía todo el esqueleto con el frío. El propio Arturo sabía que había recibido muchas palizas y entendía que debía pasar por un proceso de rehabilitación. Descuidando las instrucciones del traumatólogo, había empezado a hacer ejercicio y practicar un poco de boxeo en el gimnasio de un amigo que lo dejaba entrenar gratis; aún tenía dolor en su cuerpo, pero sentía que estaba recuperando su fuerza. Visto con ojos de otaku —incluso desde la óptica friki de Sibyl—, Arturo era muy parecido a cierto príncipe sayayín: no cuidaba su salud, no cuidaba sus impulsos, vivía por su orgullo, moría por una mujer, y disfrutaba de peleas con o sin sentido.
El restaurante donde su novia trabajaba lucía lleno de extranjeros hambrientos en ese momento, como siempre. A Arturo no le gustaba mucho la zona, mucha pluriculturalidad. En general es posible acusar a Arturo de ser algo asocial y un poco agorafóbico, las multitudes callejeras o los espacios grandes lo ponían inquieto.
Esperar a Sibyl siempre le costaba trabajo, se impacientaba por tenerla entre sus brazos una vez más.
El metalero pensaba y pensaba, hasta que vio a su novia salir de su trabajo. Estaba ansioso por abrazarla, arrojó la colilla de su cigarro al suelo y aguardó a que Sibyl le diera alcance. Entonces notó que algo andaba mal, muy mal. La chica tenía el rostro empapado de lágrimas, pálida como fantasma y con una expresión de horror congelada en sus facciones. Parecía haber visto un demonio o...
—Dulcecita, qué pasó —indagó Arturo con tremenda angustia. Sibyl lo miró y se lanzó a sus brazos para romper en llanto.
—Ya no quiero trabajar de nuevo ahí —dijo ella—. Por favor, vámonos.
Arturo la tomó del rostro con delicadeza, besó su frente y dijo:
—Amor, dime qué ocurrió.
Sibyl desvió la mirada, no sabía qué responder, o, mejor dicho, no tenía las vísceras en ese momento para confesar la horrible situación que acababa de vivir.
—No quiero trabajar de nuevo en ese lugar, pero lo tienen mi carnet sanitario y sin él, no podré buscar otro empleo.
—¿Por qué no quieres trabajar más ahí?, ¿alguien te hizo algo?
La chica asintió.
—Quién fue, ¿algún compañero de trabajo?
Ella negó con la cabeza, en silencio.
—¿Tu jefe?
Sibyl no respondió, no hizo gesto alguno.
—Dime, Sib, ¿tu jefe te hizo algo?
Dudaba, Sibyl dudaba de decirle a su novio lo ocurrido. Temía que las amenazas del turco fueran ciertas, pero se sentía vejada, humillada y furiosa por lo que le hicieron. Así que...
—El dueño, ese puerco, me tocó —dijo ella con la voz muy baja, susurrando, sin precisar el asqueroso calibre del acoso real. Quizá quería suavizar un poco la realidad para sí misma, pero cuando vio el rostro de su novio empezó temer haberse equivocado al decirle, aunque sea de soslayo.
Las pupilas de Arturo se encogieron rápidamente, se hicieron muy pequeñitas. Su rostro se enrojeció, también sus escleróticas. Sibyl sintió que su novio se había convertido en una especie de poseso endemoniado y tuvo el presentimiento que algo terrible estaba por ocurrir.
—Amor mío, por favor, espérame aquí unos minutos —dijo él, mordiendo cada una de sus palabras.
—Arty, qué harás.
—No te preocupes, confía en mí como siempre. Déjamelo a mí.
Arturo entró al restaurante.
Dos minutos después, un par de clientes salían del lugar.
Tres minutos después, algunos más ya se iban.
Cinco minutos después, la totalidad de la clientela salía muy apurada del lugar, a la par que emergía de las instalaciones el ruido de gritos y vidrios rompiéndose .
Seis minutos más tarde, un empleado salía horrorizado gritando: "Policía, llamen a la policía".
Ocho minutos después, el cuerpo del turco salía expulsado a la calle por la ventana de su oficina. Tenía fracturas expuestas de radio y cúbito en sus dos brazos y el rostro totalmente ensangrentado y desfigurado.
Ocho minutos con quince segundos, se escuchó la sirena de una patrulla aproximándose.
Ocho minutos con veinte segundos, Arturo emergió por la ventana rota de la oficina del turco, con los puños manchados de sangre. Corrió hacia Sibyl, la tomó de la mano y se dieron a la fuga. Sibyl notó que su novio la llevaba por un callejón, un par de empleados del local los buscaron, la policía llegó al lugar de los hechos y dio la orden de radio para hacer el rastrillaje en toda la zona. El hecho: una salvaje golpiza de calibre splatterpunk; la víctima: el dueño turco de un restaurante; el sospechoso: un metalero en estado de berserk.
Sibyl interrogaba una y otra vez a su novio, sin parar de correr. Arturo mantenía silencio solo interrumpido por sus jadeos al correr. El metalero conocía a la perfección los lugares más recónditos del centro de la ciudad, lugares que servían de ruta para burlar a los no muy competentes patrulleros del 110. Al final, la pareja de fugitivos se detuvo en una calle anónima e intrascendente, de esas callejuelas coloniales que aún abundan por el centro de la urbe paceña. Las sirenas y el griterío sonaban a lo lejos, perdiéndose entre la bruma sonora de una ciudad caótica. Sibyl se sentó sobre la repisa de una jardinera cercana, Arturo se acomodó a su lado.
—Arturo —dijo la chica, aún agitada, y con una enorme incertidumbre que se pegaba a su ombligo—, lo que hiciste con mi jefe...
—Ex jefe —respondió y luego sacó de su chamarra el carnet sanitario de Sibyl más un sobre que tenía algo de dinero manchado de sangre—. Logré recuperar tus documentos y cobré una indemnización. Dudo que a ese viejo hijo de puta se le vuelva a parar jamás.
El rostro del metalero expresaba una diabólica satisfacción y Sibyl, en su condición de víctima de acoso sexual, no pudo evitar contagiarse de esa sádica complacencia por la venganza cobrada; pero entonces su angustia se convirtió en un cable a tierra con la realidad y empezó a concluir por sí misma las consecuencias de lo que Arturo había hecho:
—Arty, golpeaste a mi jefe, le arrebataste mis documentos y le robaste dinero. ¿Te das cuenta qué es lo que eso parece? Mi jefe sabía nuestro domicilio y había policías persiguiéndonos. Ellos sabrán que fuiste tú el que golpeó a ese turco horrible y él tiene —la chica tragó saliva—, él podría hacernos cosas, perjudicarnos, él podría...
—Sib —Arturo la interrumpió—. Tú eres la víctima, fuiste a tú a quien acosaron. Estudié Derecho y nada podrán hacer contra ti.
—Y qué harás si te denuncian por la golpiza.
—Alegar en mi defensa, desde luego.
—Pero, y ahora qué haré sin trabajo —Sibyl se tomaba la cabeza con sus dos manos—. Es tan difícil encontrar trabajo.
A Arturo le sorprendía mucho que su novia se lamentara más por haber perdido el empleo que por haber sido acosada. Como si una especie de desconexión con la realidad la hubiera hecho prisionera de prioridades demasiado pragmáticas y humanamente cuestionables.
—Yo te ayudaré, Sib —dijo Arturo—. Encontraré la forma para que encuentres otro empleo y, hasta entonces, prometo darte una mesada —afirmó, empezando a sentir algo de culpa por haber mandado al ex jefe de su novia al hospital, casi a la funeraria, sentenciando así la nueva calidad de desempleada en la que Sibyl había terminado.
Aún confusa por la velocidad en que los hechos ocurrieron, la chica posó su mirada sobre su novio, suspiró y una marea de dudas y temores empezaron a asfixiarla mientras iba reflexionando sobre lo acontecido.
Recordó aquel momento en que vio al turco salir volando por la ventana, con las extremidades rotas, y Arturo tras él, emergiendo como el brutal responsable de tan encarnizada golpiza. El metalero no pensó, solo reaccionó con una violencia desencadenada y salvaje, Sibyl recordó a su progenitora en ese momento. Vera también tenía arrebatos de berserk en cualquier momento, se convertía en un volcán incapaz de medir las consecuencias de su cólera. Pero Arturo tenía la fuerza y la peligrosidad real que a doña Vera le faltaba. Él era un hombre grande, resistente, duro de matar, hábil para pelear y conocedor del manejo de armas de fuego. Arturo podía ser un individuo mortal, peligroso, y su ira no tenía control ni medida. Fue entonces que, por primera vez, Sibyl tuvo miedo de su novio.
—Amor, tranquila, ya todo pasó —le dijo Arturo al notar la perturbación de su pareja—. Siento mucho que hayas tenido que pasar por algo tan horrible.
—Arty, yo... —el miedo se hacía cada vez más grande e irracional—. Quisiera agradecerte, quiero decir, por haber puesto a ese viejo en su lugar, pero...
Arturo quiso abrazar a su novia en ese momento, pero ella lo detuvo con la palma de su diestra. El metalero estaba confuso ante el rechazo de su prometida.
—¿Está todo bien? —preguntó él.
—Acabo de ser acosada sexualmente y ahora estoy sin empleo. ¿Te parece que algo podría estar bien? —respondió ella, mordaz.
—Pero, quiero decir, ¿por qué no quieres que te abrace?
Sibyl bufó de mala gana, el miedo poco a poco iba dando lugar a una sensación de depresión y desconsuelo.
—Está bien, no importa —replicó ella y dio un abrazo desapasionado y frío a su novio quien, todavía más confundido, empezaba a sentir auténtica angustia.
—Sib, dime qué pasa. ¿Hice algo malo?
La chica no respondió, se levantó y empezó a caminar en silencio, Arturo seguía sus pasos sin decir nada. Finalmente, ella se detuvo en la esquina de una calle más concurrida, volteó para mirar a Arturo y dijo:
—Arturo, pasaré esta noche con mi hermana. Regresa al departamento, ¿sí? No bebas ni hagas más tonterías. Nos vemos después —empezaba a irse, pero Arturo la retuvo tomándola del codo.
—Pero, por qué. Dime qué fue lo que hice, por qué te enojas conmigo.
Sibyl sacudió el codo y volteó.
—Necesito tiempo para pensar, ¿ok? Solo déjame estar sola un poco —sentenció la chica y se fue. Arturo, petrificado en media calle, no podía creer ni entender qué estaba ocurriendo. Tragó saliva, estaba enojado, confundido y dolido al mismo tiempo. Bajó la cabeza y tomó rumbo a su domicilio, el que él y Sibyl solían compartir pero que esa noche solo sería refugio para uno.
Al llegar a la calle donde vivía, vio una patrulla estacionada frente al portón del edificio vecinal que compartía con los otros inquilinos. Era cuestión de horas para que dieran con él. Habría grabaciones de las cámaras de seguridad del restaurante, además de que él ya era conocido por el personal del local, quienes lo veían recoger a Sibyl cada noche. Hacer pasar la golpiza como responsabilidad de un anónimo desequilibrado sería imposible. Fue en ese momento que vio a un hombre de gabardina beige acercarse a él.
—Buenas noches, soy el detective Gutiérrez —se identificó y luego le mostró su placa policial—. Por favor, le debo pedir que me acompañe.
Era muy extraño que un detective de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen hubiera sido el encargado de efectuar la aprehensión de Arturo. Ese tipo de labores más domésticas del quehacer policial suelen ser delegadas a uniformados de baja graduación, máximo tenientes de servicio común. Los detectives de policía, al menos en Bolivia, suelen tener graduación por encima de coroneles y no suelen ser consignados a tareas tan simples como un arresto de rutina. Los detectives están mucho más inmersos en la inteligencia que en la aplicación de la fuerza pública. Sin duda era raro.
Arturo fue llevado a instalaciones del Ministerio Público, donde una esposa muy enojada, esperaba junto a un abogado para abrir las puertas de la vendetta judicial más ejemplar que la ley pueda aplicar contra el terrible y salvaje metalero, que destrozó a su marido.
La mujer, pecadora de condescendencia, resultó ser una esposa muy cegada por las formas turcas del matrimonio tradicional, tanto así que los alegatos de Arturo sobre el acoso sexual que el turco aplicó en Sibyl parecían caer en saco roto. La mujer no era capaz de creer que su marido tuviera manías tan desdeñables como acosar jovencitas para satisfacer sus precariedades conyugales, no estaba consciente de que había desposado a un puerco. Pero eso sí, su furia contra Arturo era inmensa pues el viejo turco a poco estuvo de morir por la masacre que el metalero le había propinado. Tan desproporcionado fue el pleito que los médicos que atendieron al herido creyeron que había sido linchado por una muchedumbre. La cólera de Arturo, probadamente, era muy peligrosa para dejarla suelta.
La sesión declaratoria ante el fiscal de materia dejó muy claro que habían sobornos de por medio. Arturo sabía bien cómo era la corrupción del aparato de justicia y aquel turco parecía tener conocidos en el Ministerio Público. Durante las horas que lo tuvieron arrestado, los policías violentaron todos los derechos de Arturo, con golpiza patrocinada incluida que casi le abrió las heridas de la última paliza que recibió en manos de Akron y sus hombres. Lo que ni ellos ni la esposa del turco sabían, es que su objetivo de saña era hijo de un hombre con más poder que todos ellos, hecho que quedó sentado cuando los policías sacaron a un Arturo muy maltratado de la mazmorra para llevarlo a instalaciones de recepción de visitas. Allí, el metalero veía por fin un rostro conocido.
—Xa... ¿Xavier? —dijo Arturo, sorprendido de que su hermano mayor hubiera acudido a su rescate.
—Hasta cuándo, Arturo, hasta cuándo seguirás metiéndote en problemas —se quejó Xavier.
—No puedo creerlo —musitó Arturo—. Pensé que ya no podría contar con la familia nunca más.
—Y así es, no estoy aquí como señal de redención, nuestros padres están furiosos contigo y habrían dejado que te den ocho años de prisión sin derecho a indulto a no ser porque necesitamos mantener un perfil bajo en este momento. El papá va a candidatear en las próximas elecciones generales y un hijo salvaje como tú sería comidilla para la prensa. Nadie debe saber lo que hiciste.
—Un momento, ¿viniste a sacarme solo porque a nuestro padre no le convenía que me metan a prisión?
—Desde luego, qué esperabas. Te comportas como un troglodita, mira el lío en el que te metiste. ¿Estás consciente de la magnitud del daño que le hiciste a ese pobre hombre al que brutalizaste?
—Ese "pobre hombre", estaba acosando a mi mujer.
—¿Y acaso no podías presentar una denuncia en la Defensoría de la Mujer o al Ministerio Público, como una persona decente? ¿¡Tenías que ir directo a la violencia para tratar de resolverlo!?
—¡No me vengas con esas huevadas! Tú sabes tan bien como yo que quien no tiene dinero, en este país, ¡no tiene justicia!; y peor aún si se trata de ese maldito mameluco, tenía influencias, lo comprobé, lo vi. Así hubiese presentado una denuncia formal en la defensoría, sabes que el memorial notariado jamás habría llegado a ningún juzgado. El infeliz habría sobornado a medio mundo y luego se las habría agarrado con mi mujer. No vivimos en un país con justicia, Xavier. Yo no tengo dinero para comprarla y no iba a permitir que ese hijo de puta se saliera con la suya.
—Y a cambio de eso, estuviste a poco de ser llevado a juicio abreviado. ¿Sabes lo que costó tu fianza? ¿Sabes la cantidad de hilos que tuve que mover para lograr que te saquen de aquí sin cargos?
—Te agradezco por eso, hermano, pero solo refuerzas mi tesis. Lograste sacarme aplicando la misma corrupción con la que mis verdugos iban a condenarme. No existe nada parecido a la justicia, solo la fuerza para imponer tu voluntad ante todo...
—¡Esto no es el salvaje oeste, Arturo! —gritó Xavier, furioso, llamando la atención de algunos guardias—. No puedes resolverlo todo a puñetes y balazos. Un día podrías acabar muerto por sobreestimar tus propias fuerzas. Allá afuera hay tipos más fuertes que tú, no eres inmortal ni intocable. Lo que haces no va en beneficio tuyo ni de ese mamotreto de relación de pareja que pareces tener. Hay leyes, hay instituciones y formas civilizadas de resolver las diferencias dentro de un estado de derecho. Entiendo tu frustración, admito que el sistema tiene fallas, pero no aspires a vivir al margen de él o te perderás en la nada. Podrías conseguir un trabajo mejor, solo deja esa anarquía en la que vives y haz las cosas bien. Si no lo harás por ti, al menos hazlo por esa mujercita con la que estás viviendo. Dudo que ella merezca nada de ti, pero si al menos será un pretexto para que te civilices, bienvenida sea.
Arturo bajó la cabeza por un momento, se sentía culpable pues en parte empezaba a entender el enojo de Sibyl. Había logrado abstraer que asustó a su novia con la intensidad de su ira, pero incluso más allá, tuvo miedo de que su hermano mayor tuviera razón. Aun así, Arturo no podía negarse a sí mismo, como no podía negar el que era un músico, un metalero, un peleador, un amante de las armas y el belicismo, un agitador, un anarquista con sueños de libertad. Era un artista, un guitarrista, un pianista, alcohólico, drogadicto e impulsivo infeliz. No podía negar que era todo lo que más odiaba y tenía que soportarse a sí mismo. Se veía en el espejo de su alma y se constreñía en la sensación de ser un error. El peor error de sus padres, de su familia, de su propia vida.
—¿Por qué estás aquí, Xavier? —cuestionó Arturo con cierta desidia.
—Para sacarte de prisión.
—Sí, pero parece que no solo hubieras venido a eso. Aunque debo agradecer tu ayuda, si estás aquí para mortificarme, prefiero quedarme aquí.
—¿Ves? Sigues pensando con los intestinos en lugar de la cabeza —dijo Xavier y sacó un sobre manila de su gabardina, el que arrojó sobre la mesa que tenían cerca—. Este es el resumen legal de tu caso, quedó resuelto con fianza; el dinero me lo deberás a mí, ¿entendido? Y espero que me lo pagues. No quiero volver a tener que sacarte de estos líos. Estoy harto de ver cómo arruinas tu vida por un exceso de ego y orgullo. Aún no has demostrado valer nada, recuérdalo.
—¡Lo sé, lo sé! —exclamó Arturo, casi montando en cólera— ¡Nuestros padres me han hecho saber cada segundo de mi vida que no valgo para nada!
Xavier, molesto con lo que consideraba un berrinche, miró a Arturo con desdén y antes de retirarse, agregó:
—Tu reacción es patética. Conviértete en hombre y supéralo, ya no eres un niñito con complejo de víctima solo porque te aplicaron algo de disciplina. ¡Gobiérnate a ti mismo! —y se fue azotando la puerta.
Era casi las siete de la mañana cuando Arturo, con el rostro golpeado, regresó a su domicilio tras pasar la noche en prisión. Tenía la fianza pagada, pero el alma empeñada al diablo. Ni si quiera lo dejaron abandonar la mazmorra hasta la llegada del siguiente turno del despacho legal. Arturo supuso que su propio hermano había pedido al fiscal que no lo dejase salir hasta el siguiente amanecer, lo que lo hacía sentir totalmente humillado.
Ese día solo quería beber y beber, pero recordó que tenía que ir a trabajar y cumplir sus responsabilidades para seguir ejerciendo su rol de proveedor de una chica que no estaba en ese momento con él; deseó gritar. Le dolía la humanidad entera tras el soberano castigo policial, otra golpiza más en su historial de conflictos violentos. Yacía moralmente destrozado y con el cuerpo, reventado; pero la vida debe seguir, y el trabajo, y los deberes, y la rutina, todo debe seguir.
Llegó hecho un trapo al taller, llamando la atención de Moira que, en ese momento, era la única presente en la oficina.
—Ar... Arturo, ¡qué te pasó! —exclamó Moira.
—No es nada, empezaré temprano el trabajo de hoy —respondió Arturo, débil.
—No, no, no, tú no estás en condiciones de trabajar. ¡Mírate! Parece que te hubieran robado o algo así. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Por favor, Moira, necesito trabajar, no me hagas irme a casa.
Moira observó a su subalterno y una oleada de empatía le inundó el pecho. Admiraba la fuerte vocación de trabajo que Arturo tenía, viéndose golpeado o enfermo, igual era incapaz de dejar sus responsabilidades.
—Esta vez no, Arty —respondió Moira—. Entiendo que no quieres perder dinero y lo importante que es el trabajo para ti, pero necesitas un tiempo para recuperarte. Vete por hoy, toma el feriado de Carnavales por adelantado, recupérate y regresa mañana.
—Pe... pero, ¿y el trabajo pendiente?
—Lo repondrás mañana, trabajarás duro para reponerlo. Pero antes necesitas recuperarte —dijo la chica de lentes de fondo de botellón y luego colocó su mano sobre la diestra de Arturo—. No sé lo que esté pasando en tu vida, Arturo, pero si puedo ser de ayuda, no dudes en pedírmela. Eres un buen tipo. Ahora, vuelve a casa y recupera tu cuerpo, por favor, ¿sí?
Por un segundo, aquella chica, que parecía sacada de un cuadro de Botero, se había convertido en una voz amiga. Arturo cerró los ojos, un suspiro lamentoso fugó de sus pulmones, casi rendido y derrotado, su rostro reflejaba un enorme pesar. Moira se pudo ver la congoja que sus gestos reflejaban y sintió que aquel hombre necesitaba comprensión, quizá algo que nadie más podía darle.
—Gracias Moira, mañana estaré muy temprano —Arturo agradeció y se retiró del taller, y, a la par que se iba, Moira veía cómo sus emociones habían quedado fuera de control.
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