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23. Anillo

https://youtu.be/i5pUOVC50Y8

"Y aquí estás, a mi lado
así que ahora vengo a ti con los brazos abiertos.
Nada que ocultar, cree lo que digo
así que aquí estoy con los brazos abiertos
esperando que veas lo que tu amor significa para mí."

Journey - Open Arms

✎﹏﹏﹏ 🎸 🎶 🎸 ﹏﹏﹏✎  

Son las ocho de la mañana del miércoles 18 de diciembre del 2019. En la ciudad de La Paz el clima amenaza de lluvia y una marcha de protesta fue anunciada para el mediodía, los marchistas necesitarán paraguas. En el taller de la editorial que empleaba a Arturo, la supervisora y agente comercial, Moira, se encuentra haciendo los balances de cartera de clientes. Fueron semanas de mucho trabajo con el pedido de un tiraje largo de ejemplares encargado por un cliente muy exigente con la puntualidad; era un escritor de narrativa, el que constituyó el pedido más importante de la semana por la inmediatez que demandó su conclusión. Moira conocía bien la obra, gran historia, sabía que sería un éxito comercial en ferias de libro. Fue un pedido que realizó con gusto, a diferencia de aquellos aburridos balances fiscales que tuvo que maquetar para la Contraloría.

El día auguraba un ritmo laboral ajustado debido a la ausencia del empleado a cargo de los empastes, Arturo, quien tenía licencia médica pues estaba hospitalizado. Dijeron que recibió una brutal golpiza no muy lejos de donde vivía por causas aún no declaradas. Al menos no en términos oficiales, pues a nivel personal, el justificativo tenía aires de problemas pasionales. Moira obtuvo una versión general pero coherente que Rick, el otro empleado y amigo de Arturo, le contó sin muchas precisiones. A Moira le preocupaba el trabajo, pues a falta de un empleado, todo el personal —no muchos, solo seis contando a Moira y Rick— tuvieron que redoblar esfuerzos para no atrasar los pedidos. Pero más que el factor laboral, lo que en verdad le preocupaba a Moira era el propio Arturo. No era normal que ella se sintiera así, de hecho, odiaba esa sensación de empatía. A ella, las fijaciones humanas no hacían más que causarle problemas.

Moira era tan perita en realizar operaciones de Excel que, igual que el trabajo de empaste, se había convertido en algo automático para ella. Así que mientras hacía su planilla de ventas tenía tiempo en su cabeza para cavilar. Maldita sea, ella odiaba reflexionar durante el trabajo, pero no gobernaba su mente ni sus sentimientos, los que hacían anarquía cada que el laburo se hacía maquinal. Moira pensaba demasiado, sentía demasiado, y era un hombre el objeto de su perturbación. Maldita sea, ella odiaba a los hombres; todos los que conoció con esperanzas románticas o de amistad íntima la terminaban convirtiendo en una burla tarde o temprano. Se sabía fea, se aceptaba fea, intentaba quererse así, no era necesario que ningún macho de turno objetara argumento alguno sobre el asunto. Pero los hombres lo hacían, siempre lo hacen; las bonitas, merecedoras de erección, son solo eso, una erección; las feas, merecedoras de nada, son eso, una nada que da risa; las que no son feas ni bonitas, las que son aptas para emparejar y engañar, no pasan de ser una herramienta para el estatus en un mundo de hombres. Todos ellos son una porquería, malditos penes, malditos testículos, ¡maldito el mundo que hicieron! Malditos todos ellos y maldito su...

—Buenos días, jefa —el corazón de Moira dio un salto cuando Arturo asomó su cabeza por la puerta.

—¡Arturo! ¿No se suponía que estabas hospitalizado?

—Pedí el alta ayer, necesito trabajar.

Moira vio que tenía su brazo colgando de un cabestrillo, con un yeso que abarcaba desde su hombro hasta su codo; además de un collar cervical para inmovilizarle el cuello. Su rostro tampoco se veía nada bien, tenía vendajes en todas partes. Más que una golpiza, parecía que su empleado fue arrollado por un tráiler de veinticinco ejes.

—No estás en condiciones de trabajar, Arturo, vuelve a casa.

—No puedo, jefa; por favor, permítame trabajar —Arturo le suplicaba.

No muy convencida, Moira llevó a Arturo a la oficina de don Leo, quien también se sorprendió mucho de ver a su trabajador en ese estado.

—Deberías tomarte unos días más hasta recuperarte —evaluó don Leo—. Mírate, muchacho, aún estás convaleciente.

—No se preocupe por mí, jefe, aún puedo empastar, mis dedos funcionan bien y mi otro brazo está libre. Podré hacerlo.

Don Leo miró a su empleado en silencio durante un momento antes de proseguir:

—El trabajo de hilado demanda estar en forma física, Arturo. Aun si lo hicieras, tardarías tanto que nos atrasarías los pedidos. No sé si hay otro trabajo que puedas...

—Sé usar Adobe Suite, jefe —Arturo interrumpió—. InDesigne, Illustrator, Photoshop, lo que se necesite. Si tengo que hacer un trabajo de escritorio, podré hacerlo. También sé Office y servicio técnico de computadoras. Podré cualquier tarea.

Sorprendido por la predisposición de Arturo, don Leónidas se puso a pensar un poco, sería difícil encontrarle a su empleado convaleciente algo qué hacer aparte del trabajo para el que fue contratado.

—Yo empastaré los libros de Arturo, don Leo —dijo Moira de repente—. ¿Se acuerda que yo fui la primera trabajadora en esa función? Todavía soy una experta para empastar y encuadernar.

—Pero Moira, tú tienes trabajo con el maquetado de los pedidos —alegó su jefe.

—Si Arturo sabe Adobe, podrá maquetarlos él.

Arturo fijó sus ojos sobre Moira y le dedicó la sonrisa más honesta ella que hubiera visto. La chica agradeció ser morena, pues de ser más clara, seguro se habría notado lo ruborizada que quedó con el gesto.

—Pues bueno, si Moira dice que puedes, entonces debes poder —sentenció don Leo, mirando a Arturo; y dirigiéndose a los dos, agregó—: Ahora vayan a hacer sus deberes. Moira, indícale lo que tiene que hacer, ¿sí?

Arturo usaría la computadora de Moira como terminal de trabajo provisional, mientras durara su recuperación. Su nueva labor temporal no le era ajena ni mucho menos, pero su experiencia en diseño no era muy grande; apenas y sabía armar los afiches que usaba para promocionar las tocadas de su banda en redes sociales. Moira se tomó parte de la mañana para darle un tutorial general muy rápido y resumido de lo que tenía que hacer y cómo tenía que hacerlo.

—Muchas gracias, jefa, me has salvado la vida —dijo Arturo.

—Está bien, no es de importancia. Pero me intriga saber el porqué necesitas trabajar tan inmediatamente. Se nota que no te recuperaste del todo.

Arturo bajo la cabeza y sonrió antes de responder.

—Conforme mi contrato, los días no trabajados son días no pagados y necesito el dinero. Como vivo con mi novia y mis gastos médicos se incrementaron, pues, el presupuesto siempre es muy ajustado; no puedo hacer faltar la platita.

Y una vez más, un golpe de realidad en la cara de Moira.

—Es cierto, olvidé que tienes novia —comentó con amargura.

—Jefa...

—Deja de decirme así, por dios. Dime Moira, todos me dicen por mi nombre aquí, tú eres el único que anda: "jefa", "jefa".

—Lo siento, Moira. Lo que quería decirte es... mira, no quiero importunarte con mis cosas personales, pero las pocas amigas que tengo son metaleras a las que no puedo preguntar opiniones sobre esto. Verás... mis gustos para comprar regalos para mujeres son pésimos. Necesito una opinión imparcial.

Y Arturo sacó un pequeño estuche de su bolsillo, lo abrió y se lo mostró a Moira.

—Lo compré esto a mi novia antes que me hospitalizaran —dijo él. Era un pequeño anillo plateado—. Qué opinas. ¿Se ve como algo que le gustaría a una mujer? Quiero decir, no es gran cosa, tuve que ahorrar para comprarlo, es de plata. No podía comprar uno de oro, es demasiado caro.

—¿Te piensas casar? —consultó Moira, embargada por un terror patógeno a la respuesta. Arturo asintió en silencio, Moira sintió que algo se le rompía dentro del pecho.

—Bueno —Arturo continuó—, yo ya le pedí la mano y ella aceptó, pero fue una petición de matrimonio muy mediocre, en un parque de diversiones. No tenía anillo ese momento. Le daré este como una sorpresa, pero no estaba seguro si se veía bien. Aún puedo cambiarlo en la tienda.

Moira bajó la cabeza.

—Es un anillo bonito, le gustará —dijo y antes de abandonar la oficina, agregó—: Tu novia es una chica con suerte.

Las horas del día se consumían como papel quemado por el fuego. El atardecer dio lugar a una ciudad que deslumbraba con su brillo artificial, el griterío de sus calles, los bocinazos de conductores ansiosos y una llovizna constante que no había parado desde el mediodía.

En el restaurante donde Sibyl trabajaba, los comensales ya llegaban al negocio para la hora de la cena, hambrientos. Ella formaba parte del turno vespertino y su hora de salida coincidía con la llegada del tercer y último turno, quienes reemplazaban al personal que atendía desde el mediodía hasta las veinte horas promedio. Al ser aquel lugar uno de los muchos en la ciudad que no cerraba sus puertas casi nunca, era requerida la presencia de personal nocturno, el que se quedaba hasta la mañana siguiente para pasar el testigo laboral al personal matutino.

Para Sibyl, fue un día poco menos agotador que de costumbre. En la mañana tenía exámenes, así que no pasó clases magistrales a causa de las evaluaciones programadas. Ese día rindió en la materia de "Artes y oficios del relato" y creía haberlo hecho bien a pesar de no haber estudiado lo necesario. No es que fuera una negligente con sus estudios, sino que la sobrecarga de nuevos deberes la dejaron con horarios justos.

Desde la hospitalización de Arturo, él ya no podía ayudar demasiado en las tareas domésticas del hogar, así que Sibyl empezó a hacer la parte de su novio también, al menos hasta que él se recuperase. Sumado a ello, no podía descuidar a su hermana, a quien visitaba todos los días en la mañana para permitirle a su madre salir a trabajar, permaneciendo con la pequeña hasta poco antes de su horario de ingreso al trabajo. De ese modo, el quehacer académico solo podía ser atendido o bien muy temprano en la mañana, o ya entrada la noche; en medio, la vida laboral y rutinaria marcaba el compás de sus jornadas.

No por ser un día más ligero significó que fuera un paseo por el parque, Sibyl estaba cansada, pero no cadáver como en otras jornadas más intensas. Al menos aquel día la rotaron de puesto y la pusieron a atender cafetería, una labor más liviana que el duro trabajo de limpieza.

Aunque le pidió a su novio que no fuera a recogerla del trabajo o de sus clases mientras sus lesiones no sanaran, Arturo no era del tipo de hombres que escucha razones; es un cabeza de piedra. De todos modos, esa noche también la recogería. Por ello, Sibyl adquirió la costumbre de arreglarse y acicalarse antes de salir, no le gustaba la idea de ser vista por su pareja como una vulgar empleada de posada, quería verse bien para él; pero en el proceso no solo había atraído la vista de alguno que otro cliente, sino también del dueño del lugar, cuyos ojos veían dotes de atractivo en Sibyl, los que para el resto de sus compañeros de trabajo eran invisibles, pero que para el turco eran evidentes.

—Funes, te llama el dueño —informó de mala gana la supervisora a Sibyl, quien estaba un tanto extrañada como ansiosa, quería salir cuanto antes del lugar, Arturo la esperaba.

—¿Dijo para qué?

—¿Tengo cara de ser tu secretaria? ¡Muévete, Funes!

Sibyl odiaba a su supervisora, pero debía soportarla, por su bien financiero y laboral, al menos.

Cuando entró a la oficina del turco, este le esperaba parado ante a la ventana que daba a la calle.

—Buenas noches, Funes — saludó el turco—. Toma asiento.

Sibyl obedeció y se sentó frente al escritorio. Luego el turco sacó un sobre de su bolsillo y lo puso sobre la mesa.

—¿De qué se trata? —preguntó, confusa.

—Ábrelo.

Lo tomó y halló tres mil bolivianos en efectivo en su interior, Sibyl estaba todavía más confundida.

—Disculpe, no entiendo —confesó ella.

—Es un bono, lo único que tienes que hacer para ganarlo es aceptar tomar un café conmigo —respondió el turco. Sibyl no sabía hasta qué punto se sentía indignada.

—Señor Sahin, yo jamás firmé contrato para hacer cosas que no estén contempladas en él. Disculpe, pero no puedo aceptar su propuesta —alegó, dejando el sobre encima del escritorio.

—Puedo doblar el monto.

—Lo siento, no puedo, tengo una pareja a quien debo respeto. Ahora, si me disculpa, es mi hora de salida y me esperan. Buenas noches.

Sibyl abandonó la oficina, dejando al turco a solas.

***

Arturo se fumaba un cigarrillo bajo el paraguas. Esperaba a su novia. La menuda lluvia, no paraba de caer e impregnaba las calles de un petricor tan dulce que casi camuflaba el hedor del esmog urbano. Sibyl salió toda "enjetada" y saludó de mala gana.

—Hola Arty.

—Hola, dulcecita —saludó él, depositando un beso en la frente de su chica, el que ella no correspondió—: ¿Está todo bien?

—Sí, lo siento; me hicieron renegar en el trabajo.

—Yo tengo la solución para que se te pase el enojo. Iremos ya mismo a la pastelería nueva que abrieron en el Prado. Dicen que tienen unas tortas muy buenas.

Sibyl sonrió y miró a Arturo como si fuera un niño que dijo una tontería.

—Arty, apenas y pudimos pagar tus gastos de hospital. Todavía tienes que hacerte análisis y hasta una fisioterapia. No podemos gastar así por así.

—No te preocupes por eso, amor. Conozco alguien, podré hacer mis tratamientos con muy poco dinero, confía en mí; además, tengo un as bajo la manga —dijo Arturo y sacó dos tickets de cortesía por inauguración, valían por dos porciones de torta gratis.

—Cómo los conseguiste.

—Uno de mis amigos trabaja en el lugar y le dieron vales de cortesía —dijo y luego tomó con firmeza a Sibyl de la cintura antes de agregar con voz muy grave—: Vamos, yo sé que te mueres por comer pastelitos.

Y que razón tenía, Sibyl empezó a sentir que se le hacía agua la boca. De tanta dulce expectativa, hasta se le olvidó el incordio vivido con su empleador.

—Quiero un pastel de tres leches —dijo ella.

—Vamos por él.

Repostería alemana, una exquisitez, todo un lujo que Arturo no podía haber pagado en su realidad financiera de no ser por aquellas cortesías. Desde luego, él no se pondría a beber en un lugar así, más aun considerando que cada cerveza costaba el doble en comparación con sus dispensarios de alcohol usuales. Pero hizo lo más cercano: pedir un pastel selva negra de ron. Era alcohol, al fin y al cabo.

Sibyl comió con muchas ganas su porción, tenía tal cantidad de azúcar que sintió una inyección de energía dentro de su cuerpo. Entonces Arturo aprovechó el momento para realizar la parte final de su plan. Sacó el pequeño estuche que tenía, envuelto en papel de regalo, y lo dejó sobre la mesa. La chica lo miró, extrañada.

—¿Es para mí? —indagó ella.

—Así es. Ábrelo —replicó Arturo con una gran sonrisa.

Y entonces, el mundo dejó de existir alrededor de ella, pues al ver el pequeño anillo plateado dentro de su cajita, su corazón líquido se llenó con todo tipo de deducciones que no demandaban mayor explicación.

—Arty...

—Tenía esto planeado desde antes, pero con lo que pasó el día de la justa, pues, lo pospuse hasta ahora. Sé que te dije que nos casáramos, pero no tenía un anillo ni nada en ese momento.

—No debiste —las lágrimas no la dejaron decir más.

—Hey, ¿estás bien? ¿Hice algo malo? —cuestionó Arturo, confundido y asustado a la vez. Sibyl batió suavemente su cabeza para negar y respondió:

—Estoy muy feliz —afirmó, llorando y sonriendo al mismo tiempo. Arturo se le aproximó y depositó un suave beso en sus labios.

—Sé que no es un aro de compromiso de oro, pero al menos tampoco es un aro de cebolla —referencia Simpson—; es de metal y con mucho amor.

—Es hermoso, lo cuidaré mucho.

Había harto de prematuro en aquella situación, sin duda alguna. Sibyl y Arturo no tenían ni tres meses como pareja y ya estaban planificando una vida de matrimonio. El amor líquido es así, impredecible, transparente, transformable como un éter caótico sin estado sólido.

***

A falta de mayor asesoramiento o ejemplo parental al cual ceñirse, la pareja de enamorados no tenía otra opción que explorar la vida romántica sin mapa ni brújula alguna. Eran como dos niños en ardiente despertar explorando los extremos emocionales del amor sin restricción alguna ni noción de la realidad; tan inmaduros e inocentes que difícilmente habrían logrado planificar sus vidas con pensamiento crítico. En el romance, los razonamientos lógicos salen sobrando. "El corazón, si pudiese pensar, se pararía", diría Pessoa ¡Qué podían saber ellos de matrimonio o rutina en tan poco tiempo! Pero valga la intensidad, que sin otra guía existencial más que su propia entrega al otro, podían sacrificarlo todo a cambio del bienestar de su ser amado. Era más un acto de filantropía egoísta que de empatía con la otredad.

Esa noche regresaron a su nido, formando corazones en el aire. Hablaban de una unión civil de poca pompa ni ceremonia. Arturo solo quería a los miembros de su banda como invitados, Sibyl quería a su pequeña hermana como única representante de su familia en el día de su boda. Eran sueños hermosos en un momento de honesta y humilde unión en matrimonio, surreal, un futuro prometedor pero nada realista. ¡Mas qué diablos importaba! La feliz pareja estaba borracha de amor al punto de no distinguir sueño de realidad.

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