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19. Rueda de la fortuna

https://youtu.be/idE1lsqG2Vc

"Cuando amas a una mujer
Ves tu mundo dentro de sus ojos.
Cuando amas a una mujer
sabes que ella está a tu lado,
una alegría que dura para siempre.
Hay una banda de oro que brilla esperando en algún lugar"

Journey - When you love a woman

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Era el día y por fin, tras un largo mes de trabajo en el puesto de servicios higiénicos, Sibyl rotaría de labor. Era norma que todo el personal del restaurante, con excepción de la cajera y los cocineros jefes, circularan en sus respectivos puestos de trabajo. No podía ser que un solo empleado atendiera comandas por siempre, en algún momento tendría que estar a cargo de la cafetería, o de la heladera y jugos, o de recepción de suministros, o del agotador e indeseable puesto de servicios higiénicos. Limpiar era una aventura nauseabunda en la que los baños y los sitios más recónditos de la cocina podían albergar olvidables escenas de invocación al vómito, un trabajo que todo el personal odiaba realizar pero que, a lo largo de los años, fue rotado entre todos los empleados del restaurante. Mas la llegada de Sibyl sumó antecedente de excepción, pues un desafortunado cruce de palabras y reclamos le ganó la mala voluntad de la supervisora, quien la retuvo en limpieza por más tiempo del reglamentado, castigada. Ni siquiera pudo apelar la decisión con el dueño pues el rechazo de Sibyl a sus paupérrimas insinuaciones de seducción también le habían granjeado el escarnio del turco. ¿Por qué no la despidieron entonces? Pues porque el propio otomano pervertido abrigaba aún cierta esperanza de saborear en algún momento la piel de Sibyl.

Una de la tarde, un restaurante lleno, comensales hambrientos, cocina atareada, meseros apurados. Sibyl llegó casi sobre la hora y lo primero que hizo fue ponerse su uniforme y reportarse.

—Buenas tardes —saludó la chica a su supervisora—, ¿en qué puesto estaré hoy? —formuló una pregunta retórica, pues la respuesta esperada debía ser cualquiera menos la que su jefa brindó:

—Servicios higiénicos —sentenció fríamente. Sibyl abrió mucho los ojos, embargada de sorpresa, casi indignación.

—Pero, ya me toca rotar, estuve toda la semana pasada en servicios higiénicos.

—Y esta semana también.

—Pero... pero...

—Escucha, Funes. Si no te gusta eres libre de presentar tu renuncia. Hay muchas personas que pueden hacer tu trabajo, no eres imprescindible. ¿Está claro?

Sibyl apretó sus mandíbulas. Necesitaba el trabajo, así que no tuvo más remedio que resignarse.

El turno de la mañana le había dejado un montón de lugares mal limpiados, por lo que también tuvo que completar el trabajo mal hecho del grupo matutino; bajo esas circunstancias, no era más que una raya adicional al tigre; "estúpidos incompetentes", pensó Sibyl, limpiando el desastre de las rejas freidoras mal aseadas. No obstante, aquella mugre no ocupaba un lugar relevante en sus pensamientos. A pesar de ser tratada de manera abusiva en su trabajo, la chica sentía que su vida había mejorado muchísimo. Tenía un techo fijo y seguro, una cálida cama, un sitio pacífico donde descansar y las atenciones esmeradas de un chico amoroso que le hacían sentir amada. Ni siquiera titubeó en retirar el cadáver de una rata aplastada en una ratonera del depósito, pues sus fobias habían quedado adormecidas por el dulce recuerdo del Rey de Inglaterra. No, Arturo no era el rey de ninguna isla, a no ser que el corazón de Sibyl pudiera ser considerado una.

Los días que sucedieron en la vida de Sibyl durante su primer mes habitando un nuevo departamento junto a su novio, habían sido una auténtica luna de miel. Cada día Arturo y Sibyl se levantaban muy temprano en la mañana para hacer los trabajos domésticos. Ella se encargaba de la limpieza, lavando lo pendiente de la noche anterior, tendiendo la cama y barriendo; mientras que él se encargaba de preparar el desayuno y algún refrigerio generoso que sirva de almuerzo para ambos al mediodía. La primera comida del día solía ser bastante abundante, incluso con participación de suplementos vitamínicos pues Arturo consideraba que su novia necesitaba nutrirse mejor. Quizá pensase que estaba demasiado flaca, pero las angustias por su salud la halagaban; era una forma muy paternal pero dulce de amar. En su mochila le mandaba unos contenedores de plástico con emparedados, ensalada, frutas y más suplementos vitamínicos preparados en licuados herméticamente almacenados.

A las siete en punto, la pareja ya había terminado su desayuno y Sibyl tomaba rumbo a sus clases de primera hora de la mañana. Otras veces iba directo donde su madre para cuidar de su hermana, actividad diaria que realizaba con diferencias horarias pues sus clases tenían ritmos diferentes. Lunes, miércoles y viernes tenía universidad en las mañanas, martes y jueves, en las noches. Mas aquello no la limitaba de estar con su amada hermana para brindarle los cuidados matutinos que necesitaba. Aprovechaba ese tiempo para hacer sus tareas, actualizar su vida de internet y atender a sus multitudinarias amistades virtuales.

En la red, sus amigos decían que la "sentían" mejor, una cuestión de sensaciones nada más; es decir, nadie conocía su cara, sería ilógico decir que la "veían" mejor si no podían vislumbrar las expresiones de su rostro para hacer tal juicio. Pero su forma de escribir y los nuevos filtros de Instagram que había empezado a usar le impelían cierta aura de optimismo. Sus seguidores amaron ese cambio.

A mediodía comía lo que Arturo le mandó, el metalero incluso le dibujaba corazones de kétchup en la comida, los que dejaban una sonrisa en Sibyl cada vez que abría sus contenedores; hasta se ocupaba de cortar la carne y las verduras en trozos pequeñitos, para que no se atore. A las trece horas empezaba su trabajo, una maratón de resistencia y más en los días que tenía clases nocturnas, pero Arturo siempre la recogía al final de su día. Le traía golosinas y la llevaba a casa donde la alimentaba con cenas que él mismo solía prepararle, a modo de ahorrar dinero con la omisión de compras no necesarias, tales como comida ya preparada, por ejemplo; es más económico cocinar. Sibyl descubrió que su novio tenía talento para la cocina, Arturo le contó que su nana le había enseñado a cocinar, pensando que esa habilidad le sería útil un día. Tenía razón.

Luego de comer, la pareja se acurrucaba en cama y veían algo de internet, a veces alguna serie de ánime con la que Sibyl intentaba capturar el interés de su apático novio en relación al mundo otaku; "Hellsing" fue un buen punto de encuentro entre los dos, les gustaba ver juntos a su vampiro favorito. Otras veces veían los conciertos metaleros de Arturo, los que Sibyl poco a poco empezaba a valorar, en especial las baladas metaleras; lo cual la llevó a entender la figura que su novio intentaba representar. Al final se reunían al calor de las sábanas para tener unos minutos de sensual intimidad antes ser embargados por el sueño. Quedaban dormidos de cucharita, con sus cuerpos pegados, húmedos, medio desnudos, con sonrisas en los labios y hasta uno dentro del otro en días lenidad.

La nueva dirección de la feliz pareja era una vieja casona ubicada a pocas cuadras de la conocida plaza de San Pedro. El anticrético lo habían pagado gracias al dinero resultante de la venta del Gran Maloy. La moto ya no le pertenecía a Arturo, pero su nuevo dueño, Joe, dijo que podría prestársela cuando lo requiriera.

La mudanza la realizaron un fin de semana. Se llevaron la cama de Arturo, su armario, los electrodomésticos que tenía tales como la televisión, la cocinilla, el pequeño refrigerador y algunas cosas más de línea blanca. La PC y los instrumentos musicales —su piano eléctrico, guitarra, amplificador y pedal—, los trasladaron unos días más tarde. Pagado el anticrético, con el dinero restante Arturo compró algunos adminículos para cocina, una mesa y un par de sillas.

La nueva cueva consistía en tres cuartos: un dormitorio, un cuarto de cocina y baño, nada más. No era amplio, pero lo justo para que dos personas puedan vivir; tenía todo lo necesario: medidores de agua, electricidad y gas propios, además de acceso a la fibra óptica del casco urbano central; nada mal. Desde luego, el costo del anticrético tenía que justificarse, Arturo había gastado casi todo su dinero en ese lugar, le quedaban solo algunos ahorros, dinero de emergencia; y otros fondos no declarados, tampoco muy abundantes, aunque en constante proceso de cepo.

Por su parte, Sibyl no tenía mucho que llevar, pero ese "mucho" tiene su lado relativo. Recogió un velador donde almacenaba algunas cosas de valor para ella y tres saquillas llenas de ropa. Arturo tuvo que hacer una auténtica jugada de origami para conseguir que el atavío de su enamorada entrase en su pequeño armario de soltero. Ambos agradecieron no tener muchos muebles, la mudanza, aunque breve, fue pesada; si hubieran sido dueños de más trastes, el traslado se habría convertido una odisea innecesaria.

Ni bien tuvieron el tiempo, ambos empezaron a personalizar su espacio vital. La mezcla resultante tenía algo de cómico y de contradictorio a la vez. Los macabros afiches metaleros de Arturo contrastaban con los posters rosados de ánime y unicornios que Sibyl tenía almacenados desde tiempos inmemoriales, aguardando alguna pared propia sobre la cual colgarlos; muchos de ellos vieron la luz por primera vez. El orden de colocado era una comedia: Metallica, Sakura Card Captors, Canibal Corpse, BTS, Rhapsody, Clannad, Iron Maiden, unicornio random, etc. Cada espacio de su pequeño apartamento tenía visibles dicotomías, no se terminaban de mezclar, pero tampoco parecían tan incompatibles; la cute loli y el rudo metalero, pura prosa retórica.

Al final Arturo ya no tenía una cueva oscura propiamente dicha, sino una madriguera de escenario tanto conyugal como hedónico; el resultado de la suma de ambos era una aventura de dominó con fecha de caducidad. Pero para Sibyl no había tiempo para dudas ni reflexiones, todo aquello constituía un salto de calidad, un auténtico golpe de buena fortuna. Pasó de vivir en una situación difícil y precaria, sin espacio propio ni para sus pertenencias, rodeada de agresiones y peligros latentes, a tener la confianza brindada de alguien que compartía todo lo suyo con ella, incluyendo la vida entera. No había ganas de meditar lo que estaba ocurriendo, ninguno de los dos lo quiso; la feliz pareja solo quería prolongar su estado de fluido no newtoniano. Era una cálida cascada de endorfinas, con momentos agridulces, claro, no podían faltar los desacuerdos; pero primaba el amor y la pertenencia a un apego desquiciado.

Siendo viernes, Sibyl tendría la noche libre al finalizar su trabajo, había pasado clases a primera hora de la mañana así que no sacrificaría la nocturnidad en nombre de la academia ese día. La hora se pasó de forma gradual, desesperante, ajustada y extenuante, pero la noche trajo energías renovadas al cuerpo de Sibyl, embargada por la magia del romance y una promesa de gozo en una cita con su novio. Arturo le había pedido a ella escoger la actividad que quería hacer en ese viernes de libertad y Sibyl eligió hacer realidad sus fantasías de amor shojo jamás vividas. El calendario marcaba 1 de noviembre y en el Parque Urbano Central se había instalado una feria de variedades con juegos mecánicos y otras atracciones para público de bajo presupuesto; pero no por ser diversión barata significaba que fuera de mala calidad. Para quien se predispone a pasarla bien pase lo que pase, ferias como aquella pueden ser todo un Disneylandia.

Terminando su jornal, Sibyl acudió con urgencia al baño de personal y se dedicó a producirse y arreglarse de manera eficiente, no quería perder tiempo. Se esmeró, en realidad se esforzó para lograr que su imagen personal sea lo más kawai posible. Quería verse linda y atractiva tanto para Arturo como para ella misma. A pesar de su empeño por hacerlo todo rápido, se demoró más de treinta minutos, generando la grima de sus compañeras de trabajo y la mofa de sus colegas varones. Para ellas, Sibyl era un gatillo de antipatía; para ellos, una pieza de anorexia que les generaba apatía. El trato mutuo era ríspido. Mas esa noche nada de eso era importante, las estrellas auguraban experiencias memorables. El turco no pudo evitar sentir un quasi-infarto al ver a su empleada tan bien producida; sin darse cuenta, el viejo pajero había generado una fijación tanto opresiva como ansiosa por su problemática trabajadora. Sentía pasiones encontradas por ella, pero más que todo un animalesco deseo sexual que lo tenía presa de su lujuria en medio del modus laboral, esa era la única razón de tenerla aún en planilla. Al verla salir, el turco se relamió los labios soñando con que un día, de una forma o de otra, Sibyl sería suya.

Arturo yacía afuera del restaurante, esperando en la calle del otro frente. Se fumaba un cigarrillo, en tanto sus pensamientos se agolpaban sobre su hipotálamo. Las citas con Sibyl eran totalmente diferentes a su usual cacería de fervores que auguran las noches del under metalero. Sus citas del pasado con otras chicas terminaban en las mismas tabernas de toda la vida, bebiendo y tocando vagina. Ninguno de aquellos cuerpos femeninos le inspiraba mayores deseos de profundizar las pasiones, solía dejarlo todo en besuqueos acalorados y auténticas competencias de trago al son de los riffs de guitarra. Las mujeres metaleras siempre saben sacar provecho a sus citas y suelen omitir el coito debido a las complicaciones que puede presentar darle rienda suelta a la calentura. Claro, el alcoholismo no mide consecuencias, de ahí que la fauna del metal sea tan peligrosa. Arturo conocía en sus carnes las repercusiones de intimar demasiado y lo evitaba a toda costa. Pero con Sibyl había un escenario totalmente distinto, más jubiloso y familiar, como un espacio seguro donde todas las emociones están permitidas, incluidas aquellas que drogaban al corazón.

El cigarrillo cayó de su boca y se perdió para siempre sobre la acera, Arturo sentía el mundo suceder en cámara lenta mientras veía a su novia correr hacia él. Sibyl lucía hermosa, tierna, inocente, pero contradictoriamente deseable y tentadora. Aún a pesar de todo, el metalero debía aplicar cierto esfuerzo mental para poder conciliar la idea de candidez y sensualidad mezcladas en una sola chica. Le resultaba tan contraintuitivo, como si su romance con Sibyl fuera un tabú; es más, consideraba ciertos gustos estéticos de los japoneses, tales como ese asunto de la moda kawai y la industria idol, como una auténtica degeneración colectiva, consecuencia de una civilización reprimida —menuda superioridad moral la de Arturo—. Por lo mismo, ver a su novia le causaba una sensación extraña y exótica, pero nueva y alentadora. Sibyl representaba para él la promesa más pura de amor, así que no había nada que temer ahí; la dulzura de su novia solo podía inspirarle cariño y una misteriosa complementariedad.

—¡Tu turú! —saludó Sibyl, dando un saltito hacia Arturo.

—Hola, Sib, te demoraste —respondió él, haciendo cariños sobre la cabeza de su novia.

—Es que quería arreglarme bien antes de salir, ¿te gusta mi outfit? —dijo ella y dio una vueltita sobre su propio eje. Al hacerlo, su falda floreció desde los pliegues, dejando a Arturo entrever que su novia apenas y llevaba su ropa interior abajo; era blanca con el estampado de un osito sobre las pompas. El metalero de inmediato la abrazo para que se detenga y puso sus manos sobre los glúteos de Sibyl, a modo de cubrirla.

—Luces maravillosa, pero me pondré celoso si otros te miran —agregó Arturo antes de colocar un beso sobre la frente de su amada. Sibyl se sonrojó, sentía una mezcla de vergüenza y acaloramiento, pero la sensación del peligro compartido estimulaba su sentido de aventura. Ella quería vivir esa noche como si de un ánime se tratase.

—No importa que otros me miren, solo me importas tú; el resto es cualquier cosa, nada para mí. Me arreglé exclusivamente para tus ojos —Sibyl afirmó mientras pegaba su rostro al pecho de su novio—. Soy tuya...

Ahí mismo se besaron, Arturo sostenía con sus manos la estrecha cintura de la chica, que casi había despegado al cielo mientras los labios de su amado le mimaban el alma. Desde la ventana del restaurante, el turco, que estaba siendo testigo del portal, apretó con fuerzas los puños. Se sintió traicionado pues la empleada a quien más había deseado consiguió el novio que él siempre temió. Quiso tomar alguna determinación, pero solo podía aguardar, ¿o no?

Llegando a la feria, Sibyl se puso como una niña a correr por todas partes. Quería ver cada atracción, probar cada juego, comer cada golosina. No parecía que había tenido una larga jornada de universidad, cuidados a su hermana y trabajo durante la antesala de la cita. Rebalsaba de energía, tanto que Arturo no supo dónde podía restarle tal algarabía. Lo que él no sabía es que Sibyl estaba en su "país de las maravillas", viendo, maravillada, cuán profunda es la madriguera del conejo. Era por mucho el momento más feliz de su vida, estaba cumpliendo uno de sus sueños más atesorados. Siempre quiso tener una cita como aquella con ese "chico especial", uno a quien ella amase y le correspondiese por igual. Su emoción parecía más que justificada.

Desde luego, la feliz pareja se dejó llevar por el rol que asumieron esa noche. Sibyl era la guía turística en su propio sueño de cita, recreando cada escena de ánime que fantaseó vivir por tanto tiempo; jugaron en las máquinas de arcade de la feria, Arturo incluso logró sacar un peluche de una de esas máquinas con brazo mecánico que almacenan juguetes de felpa. Probaron su puntería en el "tiro al blanco", Sibyl era pésima tiradora, pero Arturo exhibió dotes ganando dos tickets para la enorme rueda de la fortuna que había en el centro del parque. Luego se entretuvieron con un show de títeres que capturaron por completo la atención de Sibyl y la de una horda de niños gritones. Ella miraba el espectáculo con devota entrega mientras comía un algodón de azúcar color de rosa. Arturo la observaba con amorosa ternura, le fascinaba la forma en que su novia podía disfrutar de cosas tan sencillas, parecía una niña histriónica en el día de su cumpleaños. Era adorable para él, un tesoro.

La aventura de feria marcó su epílogo en la rueda de la fortuna, todo un cliché de ánime para chicas: el mayor deseo de Sibyl. Solos los dos, con el brillo de la ciudad que parecía incontables estrellas que cayeron del cielo, las miradas se cruzaban, las manos se entrelazaban, algunos besos fugaces eran depositados sobre los rostros. Los corazones de los dos latían fuerte, como auténticos enamorados.

—Me hiciste la mujer más feliz del mundo, otra vez —dijo Sibyl a tiempo que acariciaba las manos de su novio—. Hiciste realidad uno de mis sueños más grandes, jamás lo olvidaré.

—Estaré feliz si tú lo estás, te amo —susurró Arturo, siempre con su boca más sincera que su prudencia. Sibyl sintió morir de ternura con las palabras de su pareja.

—Sabes, al final la vida es mucho más. Es dura, difícil, dolorosa y aterradora, pero también puede ser hermosa y cálida. Me has enseñado mucho, ahora creo que existen cosas por las que vale la pena seguir adelante.

Arturo miró a su novia sin parpadear y vio que algunas lágrimas se escurrían por sus mejillas mientras miraba la ciudad. Pero sonreía, la chica sonreía. Sibyl continuó:

—Valió la pena, cada segundo, valió la pena. Desde que nos conocimos por esa aplicación de internet, cada momento ha sido maravilloso. Siempre lo atesoraré en mi corazón, pase lo que pase.

—Sib, por qué no nos casamos.

Sí, era una propuesta de matrimonio. Sibyl volteó hacia su novio, que tenía esa cara ingenua tras haber sido traicionado por su lengua, vio en sus ojos aquel amor honesto y llano que identificó desde la primera vez que se entregaron.

—¿Lo dices en serio?

Arturo se aclaró la garganta.

—Ejem. Bueno, ya vivimos juntos, tenemos un presupuesto de pareja, es decir, lo que todo matrimonio tiene, o casi. Pero si te parece muy pronto yo...

No hubo más palabras, Sibyl se lanzó al asalto de los labios de Arturo. Se besaron hasta que la rueda de la fortuna dio su último giro y los dejó en tierra. Dentro de esa cabina el amor revoloteaba en el aire, la pareja salió sin dejar de mirarse.

Promediando la medianoche, los amantes llegaron a su madriguera. Cenaron juntos lo que Arturo preparó como última comida del día y luego Sibyl empezó el juego de los mimos. Primero fueron suaves toqueteos íntimos sobre la ropa, pero entonces los besos dieron lugar al resto de la piel. Pronto estaban elevando un museo de pasión para el arte de las caricias. Sibyl necesitaba vivir ese momento más que nunca, no solo como el final perfecto para su cita ensoñada, sino como forma de aprobación absoluta a la propuesta de matrimonio que le habían hecho. Esa noche quería ser la mujer de su hombre y tenerlo a él solo para ella y para nadie más. 

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