18. Exilio
https://youtu.be/x3ZX5HEq6bY
Te pide que seas buen chico
Y tengas educación
... Que no salgas por las noches
Y ser en todo el mejor
Digas lo que digas
Hagas lo que hagas
... No les importa
Angeles del infierno - Con las botas puestas
✎﹏﹏﹏ 🎸 🎶 🎸 ﹏﹏﹏✎
Hilando, hilando. Libro tras libro. La jornada había pasado en un santiamén. Un pedido de cincuenta libros para un escritor independiente quien había dejado el trabajo pagado por adelantado. El metalero pensaba y pensaba en las múltiples correlaciones significantes que ese trabajo podía tener para él y su pareja; quizá necesitaría un aumento, así que meditaba la idea de poder hacer, además, trabajo de ventas para la editorial. Necesitaba aumentar sus recursos si quería marcharse pronto de la casa de sus padres. A esas horas, no sospechaba la tormenta perfecta que estaba formándose en su casa. Antes de retirarse del taller, don Leónidas lo mandó llamar a su despacho. Con un poco ansiedad, Arturo tocó la puerta y escucho un "adelante", que venía de la oficina. Despacio, ingresó.
—Cómo estás, Arturo. Cómo te fue hoy con el trabajo —dijo don Leo con cordialidad honesta.
—Muy bien, jefe. Ya terminé el pedido del señor "lobo".
—Excelente. Tengo algo para ti —afirmó el jefe de Arturo y sacó un sobre de su escritorio el cual entregó a su empleado en mano propia. Cuando Arturo abrió el sobre, encontró el dinero de su primera paga.
—Jefe, gracias —un agradecimiento de corazón de metal, pues ya le hacía falta.
—Trabajaste bien, muchacho.
—Don Leo, quería preguntarle si existe la posibilidad de tener alguna comisión si logro atraer clientes a la editorial.
Don Leónidas levantó una ceja y respondió.
—¿Quieres hacer ventas?
—Sí, bueno. Necesito el dinero.
—Entiendo. Si logras cerrar algún trato se te dará la comisión que corresponde.
—Gracias, don Leo.
—Y, muchacho, si no es mucha indiscreción, ¿para qué necesitas dinero extra?
Arturo sonrió, sentía que podía confiar en su jefe.
—Me iré a vivir con mi novia a un lugar nuevo.
Con una sonrisa, don Leónidas asintió.
—Ya entiendo. Muy bien, te deseo la mejor de las suertes con ello. Tendrás tus comisiones en tanto tengas clientes.
—Muchas gracias, jefe.
—Bien, vete ya a descansar, mañana tenemos otro pedido grande.
Arturo salió gozoso del taller. Si estuviera soltero, lo primero que habría hecho es llevarse a Rick a ch'allar —ch'allar es una voz aymara que significa "bendecir"— su primer sueldo con unos buenos tragos. Pero ese día tenía que recibir a su novia en casa, así que no podía darse el ansiado lujo de beber. Salió del trabajo directo a una pastelería para comprarle a Sibyl una tarta de frutilla. Moría de ganas por verla y compartir su breve riqueza con ella.
Llegó a casa con la algarabía arrebatada, no podía caber de contento tras haberse ganado su sueldo con un trabajo honesto en un lugar en el que le gustaba estar; todos los trabajadores del taller eran gente humilde, nada que ver con los estirados y flemáticos clientes que tuvo que complacer durante sus días de pianista en restaurantes de alta alcurnia. Según Arturo, la gente rica no es más que una farsa plástica en la postura más artificial del mundo; personas caprichosas y arrogantes para quienes tocar el piano era un despropósito; jamás lo oían, Arturo tocaba para nadie, solo como música ambiente, música de ascensor, de mobiliario.
Mientras ordenaba y limpiaba la cueva, su nana le tocó la puerta y le indicó que su padre estaba esperándolo para hablar con él. Una vez más, Arturo sentía que su estómago se constreñía. Cruzó el jardín, tierra de nadie, e ingresó a aquella casa que a toda costa evitaba visitar. Sus padres estaban en la sala y tenían una expresión de pocos amigos.
—Buenas noches, padre, madre —saludó Arturo.
Don Alonso tomó aire y dijo:
—Arturo, quiero que me digas por qué razón piensas que puedes hacer tu santa voluntad en MI propiedad, sin que yo sepa al detalle cada movimiento que haces. ¿Crees que soy un idiota?
—Padre, disculpa, creo que no entiendo —dijo Arturo, legítimamente confundido.
—Hijo, cuántas veces te hemos repetido las reglas de esta casa —intervino doña Isabel con el cuello estirado—. Entiendes a la perfección que llegamos a un acuerdo para que vivas aquí y por mucho tiempo hemos tolerado que rompas las reglas que bien conoces. Te dejamos beber, dejar los estudios, hacer lo que has querido con esos vagos amigos que tienes. ¿Además tendremos que tolerar que metas a una cualquiera a esta casa?
—¿Madre? Acaso ustedes...
—Lo sabemos todo, Arturo —dijo don Alonso que, poco a poco, parecía ir perdiendo serenidad—. Has estado trayendo a esa chica a dormir varias noches.
Arturo sintió una bola de acero cayendo desde su garganta hacia su estómago. La alegría de su primer sueldo se vio disuelta como azúcar en agua.
—Les pido disculpas por lo que hice, no era mi intención faltar el respeto a esta casa, pero era una situación de emergencia y...
—¡Basta de eufemismos, Arturo! —bramó doña Isabel—. No te he criado para que humilles de esta forma el buen nombre de nuestra familia. ¿Entiendes la gravedad de lo que estás haciendo? ¿Sabes siquiera los orígenes de esa chica?
—¿Orígenes? Madre, por favor, dime que no han estado investigándola.
Doña Isabel tomó un sobre del que sacó varias hojas, que empezó a leer.
—Sibyl Funes Robles, hija de una mucama y un albañil jubilado. Son gente desgraciada desde tiempos de sus ancestros. Toda su familia viene cargada de desdichas y miseria. Es una chica con una salud quebradiza, sin proyección de futuro y que estudia una carrera inútil. Ni ella ni su gente son lo mejor para ti, hijo; ellos pertenecen a un contexto desafortunado en el que es mejor no estar involucrados, ¿entiendes? Esa chica es semilla de infortunio, tú eres mi hijo y te mereces algo mucho mejor, un futuro digno al lado de mujeres que puedan sumar en tu vida en lugar de restar. La mocosa que te engatusó, ella...
—¡Basta, madre! —gritó Arturo. Era la primera vez que le gritaba—. Entiendo que no estén de acuerdo con lo que hago, pero al menos pido un poco de respeto para ella.
—Arturo Mendoza, no vuelvas a hablarle de esa forma a tu madre o haré que te arrepientas hasta de haber nacido, y sabes que soy capaz —mordió don Alonso su amenaza, Arturo tragó saliva—. El respeto es algo que se gana. Tú no mereces respeto de nadie en este momento, eres un borracho irresponsable. Y esa chiquilla solo puede merecer piedad, pero dime, Arturo, hasta qué punto eres tan imbécil para hipotecar tu futuro a cambio de un romance de novela barata; ya no eres un adolescente, debes madurar. Queremos lo mejor para ti, pero tú no recapacitas, actúas como niño imprudente. Te falta mucho por aprender de la vida, Arturo, sabes poco o nada. Aún crees en tonterías tan banales como sueños e ideales. El mundo real no es así, afuera hay un contexto cambiante que siempre está en competencia. Si te descuidas, te comerán. Mira lo que haces con tu vida, la gente con la que te juntas; ¡míralo bien! No son más que viles pandillas, y te venden esa chatarra como discurso de identidad, ¡basura! Podrías terminar metiéndote en graves problemas legales, lo sabes bien. Tú no perteneces a ese submundo, quizá tu mujercita sí, pero tú tienes opciones. Quiero que la dejes, por Dios, pareces un ingenuo degenerado a su lado. Ten un poco de sentido común, piensa con la cabeza.
—Ya lo pensé, padre. No le daré la espalda a alguien que me necesita. Ella me necesita. Sé que no lo entenderán, tampoco demando comprensión. Pero esto es algo que debo hacer, es lo correcto.
—No eres un héroe —intervino doña Isabel—. En este momento eres nada. Vives en nuestra casa, dependes de nuestro patrimonio, y nos debes por todos los años que invertimos en tu educación. Hasta que no te encarriles, tú nos perteneces. Esa mujercita no volverá a poner un pie en esta casa, empezando por hoy. ¿Quedó claro?
—Madre...
—Y tú, muchacho —agregó don Alonso—, terminarás tu carrera y desde mañana empezarás a trabajar como pasante en el departamento legal de tu hermano. No quiero que vuelvas a ver nunca más a esa chica. No lo volveré a repetir.
—Lo siento, padre, no haré tal cosa.
—Un momento —el padre de Arturo cerró con fuerza los ojos, conteniendo el volcán de su ira. Se apretó el tabique y continuó—, creo que no entendí. ¿Acaso estás diciendo que no acatarás mis órdenes?
—Padre, entiéndeme. Soy un hombre adulto, no puedes seguir tratándome como una marioneta. Necesito hacer esto. La necesito a ella.
Los padres de Arturo se miraron. Doña Isabel no dijo nada más, se puso de pie y se retiró, dejando a Arturo a solas con su padre. Don Alonso se levantó y se aproximó a la ventana más grande del salón.
Sin mirar a su hijo, dijo:
—Fuiste criado y educado para ser un Mendoza, Arturo. Fuiste un hijo en quien tenía esperanza. Aunque creas que te tratamos sin amor, es todo lo contrario. Tu madre y yo nos hemos preocupado mucho por ti, pero has decidido vivir como un trotamundos cualquiera. Está bien, aceptaré tu decisión, eres un adulto. Pero te quiero fuera de mi propiedad y no deseo volver a saber de ti jamás. No quiero que vengas a mi velorio, tú no eres más mi hijo. Mañana mismo haré los papeles para dejar tu dote en depósito fijo, jamás verás ese dinero. Ningún hijo mío osará desafiarme, o dejará de serlo.
—Está bien, padre, acepto tu decisión. Desde hoy ya no dormiré aquí. Recogeré mis pertenencias en esta semana y te entregaré el garzonier tal y como me lo entregaste —el metalero reptaba de ira, mas lo hacía por dentro, sin espetar, en silencio, casi con dignidad; ya no era un niño pequeño como para ponerse emocional frente a su padre—. Solo quiero que sepas que no dejaré a la mujer que amo por ninguna razón, aunque reniegues de mí. No la dejaré jamás.
—No, Arturo, no la dejarás. Ella te abandonará a ti. Cuando lo haga, no vuelvas, no tienes más espacio en esta casa. Aquí no hay hijos pródigos. Ahora, largo de mi vista.
Arturo cruzó el jardín de aquella casa que lo vio crecer. Entró a su cueva y golpeó uno de sus muros hasta dejarle un hueco: "carajo, deberé arreglar esta pared antes de irme", pensó. Se sentía huérfano, abandonado, traicionado; su padre lo había humillado por completo, reviviendo aquellos viejos traumas de niñez que lo acercaron a la bebida. Pero entonces recordó a Sibyl y de inmediato se limpió la sangre de sus puños. No podía ser débil, su mujer lo necesitaba, debía ser fuerte, templado, estoico. En seguida se puso a buscar su mochila de campamento y la llenó con la ropa que necesitaría, además de elementos para su aseo personal. Llevaría consigo su guitarra, su pedal overdrive y su amplificador. Lo demás lo recogería durante la semana en curso. Luego sacó una caja que yacía oculta bajo su cama, en la cual estaban sus ahorros de vida. Tan apurado se hallaba, recogiendo sus pertenencias, que no notó cuando su nana ingresó.
—Joven Arturo —dijo Mechita con los ojos aguados de lágrimas.
Ni bien Arturo la vio, se lanzó a sus brazos. Necesitaba el calor humano de una madre, algo que solo su nana podía ofrecerle. Desde luego, Mercedes ya sabía todo lo ocurrido. Abrazó con fuerza a Arturo, en silencio, para consolarlo mientras le hacía cariños en su nuca. Al final, cuando el decepcionado metalero recuperó la templanza, Mercedes le dijo:
—Mi niño, pase lo que pase puedes contar conmigo.
—Gracias, Mechita. Tú eres más madre para mí que la mujer que me parió.
—No digas eso, joven Arturo. Tu madre también está muy afectada por todo, te ama, eres su hijo. No seas tan severo con tus padres.
—¿Y por qué ellos son tan duros conmigo? Jamás celebraron mis logros, ni me abrazaron. Solo fueron buenos con mis hermanos, pero a mí me trataron como si fuera un error.
—A veces, los padres deben ser estrictos, mi niño. Ten paciencia.
—Trataré, Mechita. Pero ahora me debo ir, me echaron como si fuera un perro por cometer el pecado de tenderle la mano a quien lo necesitaba.
—Ay, mi niño. Un día entenderás por qué tus padres hacen lo que hacen. Mientras tanto, estaré yo para seguirte apoyando.
—Mechita, te extrañaré.
—Y yo a ti, mi'hijo. Sabes mi número, llama si lo necesitas.
Por unos minutos, Arturo se quedó aferrado a su nana, sintiéndose como aquel niño que jugaba bajo sus polleras. La amaba más que a su progenitora, pues aquella mujer de mirada humilde tenía el corazón cálido de una madre amorosa. En toda su sencillez, aquella mujer de pollera le dio a Arturo el amor que necesitaba. No la olvidaría jamás pues la atesoraba en su corazón de metal.
Faltaban treinta minutos para las nueve de la noche. Arturo se embarcó en un minibus con rumbo al trabajo de su novia. Sibyl salió puntual, extrañada de ver a Arturo pues habían acordado verse directo en su cueva.
—¿Arty? No te esperaba, que linda sorpresa —dijo Sibyl para luego depositar un beso en los labios de su novio. Él se veía triste. Antes de saludar, le mostró a su pareja una bolsa cuyo contenido era la tarta de frutilla que le compró con su primer sueldo—. ¿Me compraste pastelito?
—Sí, dulcecita. Es para ti —respondió Arturo. El pastel se sentía pesado entre las manos de Sibyl, como si llevara consigo todo el peso del sacrificio que Arturo había hecho por ella.
—Amor, tengo que decirte algo...
Arturo no la dejó terminar, puso su dedo índice sobre sus labios y agregó:
—Me le contarás después. Esta noche va a ser diferente. No dormiremos en mi cueva. Pero no importa, pase lo que pase, estaremos juntos.
—Arty...
Reteniendo la amargura en su pecho, Arturo abrazó a su novia con fuerza.
—Pase lo que pase —siguió el metalero—, no te abandonaré.
—Ni yo a ti, te amo y no dejaré que te alejen de mí —respondió Sibyl, que, intuyendo lo que pudo haberle ocurrido a su novio, derramó lágrimas de culpa—. Perdóname, Arty, no sabes cuánto lo siento.
—No te disculpes, no eres culpable de nada. Decidí amarte y llevaré mi decisión hasta las últimas consecuencias. Es lo que un metalero de honor haría. Te amo, Sib, siempre te amaré.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro