Capítulo 7: El primer Vigilante
Bosque de los amantes perdidos, Reino de los Sangre Mágica.
Minutos previos a la asfixia de los recuerdos en Ahmok, K'itam se encontraba hincado en la nieve, retiraba la piel de un ciervo para elaborar una capa a su invitado y así pueda irse de la cabaña. De esa forma, no se sentirá tan culpable de dejarlo solo en un mundo desconocido para el humano.
Luego de un par de minutos, cortó en trozos similares la carne, acto seguido, a la mitad de esta le puso sal con la intención de secarlo en el horno de piedra.
Procedió a lavarse las manos con el agua que cargaba en cantimploras de madera y a acomodar el alimento en una canasta de hojas. A su derecha, a unos pocos metros, Iraia utilizaba un dedo para formar figuras en el suelo, bastante concentrado en la labor. Él no estaba consciente, pero su mano trazaba zorros, el animal del tótem que tenía Kahu cuando todavía conservaba su corazón.
Cada tanto, Iraia solía ejercer ciertas acciones que le recordaban al hombre que más amó en su vida, solo que ya no sabía a quién buscaba. No podía evocar a la persona que le brindaba el calor de esos susurros y de los brazos que lo arroparon durante las noches eternas.
Su dedo pálido, a esas alturas, debía dolerle por el constante contacto con la frialdad; sin embargo, era demasiado crucial acabar con el dibujo. De lo contrario, empezaría a desesperarse y terminaría por arrancarse algunos mechones del cabello.
Una vez que concluyó con el boceto, apartó la mano y contempló por largos minutos una figura que no tenía sentido. No obstante, para Iraia, fue algo que le transmitió cierta vehemencia. En eso, una sutil sonrisa se deslizó desde sus comisuras; estaba satisfecho.
De repente, el deseo de presumir su obra de arte le nació, levantó la mirada y comenzó a buscar la sombra de un hombre que lo llamaba entre risas. Pero no veía nada... no rememoraba el rostro de esa voz, por lo que al final se rindió y volvió a posar los ojos en el trazado, todavía sonriente.
Habría permanecido con la curvatura en los labios; sin embargo, al parecer, los árboles no querían su alegría momentánea. De pronto, las risas de las mujeres provocaron que empezara a jadear con fuerza, el terror lo invadía. Intentaba alejarse con tanta desesperación de la burla, pese a que no podía por el árbol que se situaba detrás de él. Lágrimas mojaban su rostro y cada segundo transcurrido, se tornaba cenizo.
Por su parte, en el momento en que K'itam escuchó las carcajadas de las almas de los Sangre Congelada, quedó desconcertado. Tardó varios minutos en comprender que en realidad sí oía la mofa de los espíritus, por lo que, al entender, se quitó la máscara. Dejó a la vista una frente arrugada en esa piel pálida. Los labios estaban abiertos y tenían un ligero estremecimiento.
—¡¿Qué demonios?! —maldijo y de inmediato se apresuró a terminar de recoger la carne. Su frente comenzó a sudar y las manos le temblaban—. ¡Ya voy, Iraia!
Desde su lugar, le llegaba el miedo de la pareja de Kahu. La resonancia de la respiración agitada, hacía un eco en la floresta, generando angustia en el Vigilante, quien no entendía el porqué los espíritus estaban allí en esos momentos. Se suponía que habituaban a desprenderse del hielo horas antes del anochecer y él aseguraba que no era ni medio día.
Frecuentaba a cerciorarse, minutos previos, de la altura del sol para saber si era apropiado apartarse de la cabaña con los amantes y al parecer en ese día se equivocó.
«¡No!», movió la cabeza de manera brusca y propinó un golpe en la nieve, molesto.
Él no fallaba. Intentaba asegurarse en todo momento, siempre volteaba a las copas de las alturas con la intención de verificar la ubicación de la luz natural. Entonces, sabía muy bien el tiempo en el que estaba. Eso quería decir, o eso deseaba creer, que alguien más había invocado a los espíritus para atormentar a la pareja. De lo contrario, no comprendía con qué motivo se levantaron del manto gélido cuando le temían al calor del sol.
—Mientras no empiecen a cantar —susurró con la frente perlada, recogiendo sus armas a gran velocidad.
Enseguida, se acercó a Iraia para ayudarlo a levantarlo. Lo cogió desde los brazos y, ejerciendo fuerza, logró hacer que se pusiera de pie, pues el otro albino jadeaba con fuerza y no cesaba el llanto. Estando en ese estado, sería complicado llevarlo a pie, tendría que cargarlo.
—Tranquilo, Iraia. —Trató de usar un tono de voz sereno y suave—. Iremos por Kahu, ¿sí?
Sin esperar respuesta suya, corrió a cuestas hacia la dirección que le pidió a Ahmok que lo esperara con el mencionado. Por lo que, atravesó los pinos hasta que logró deslumbrar los cabellos oscuros del humano. Un suspiro de alivio se le escapó, sobre todo, cuando notó que estaba arrodillado frente a Kahu.
Presentía que lo ayudaba, ya que debería estar igual de alterado. A tan solo un soplo de llamarlo, el sonido del canto que rezaba que no apareciera, hizo que se detuviera de manera abrupta.
Su cuerpo se paralizó y rogó que las cosas no empeoraran. ¡Nada estaba saliendo bien en ese día! Pero, de nuevo, el mundo le demostró que él no era el favorito del Dios Naia. De manera imprevista, sin que lo viera venir, la resonancia del terror en el humano voló hasta sus oídos.
Soltó a Iraia y se apresuró a llegar hasta el moreno que respiraba a una gran velocidad. Se dejó caer de rodillas en la nieve, colocó las manos en los hombros ajenos y buscó que aquellos ojos dorados que parecían estar en otro lugar, lo vieran.
—¡Oye! Tenemos que marcharnos de aquí —manifestó con una mueca, renuente a no dejarlo ahí. No entendía que sucedía con él, pero no planeaba abandonarlo—. Ahmok... —Pasó los dedos por las mejillas de un tono parecido a los troncos de los árboles y lo acarició con suavidad—, Ahmok. Despierta, estás a salvo conmigo.
Pese a su llamado, el nieto de Kororia no reaccionó.
Ante esto, K'itam se mordió los labios para evitar soltar un grito y alarmar a Kahu, quien luchaba por no ser gobernado por el canto, cubriendo sus orejas. Desgraciadamente, no sucedió de la misma forma con su amado, pues el Vigilante descuidó su coraza al querer proteger al de Sangre Cálida.
Iraia se hallaba estático, todo el cuerpo se le estremecía, lágrimas salían de esos luceros blancos y parecía que su garganta anhelaba tanto exclamar el dolor que experimentaba. Las voces de las mujeres hacían eco en sus brazos, el canto martillaba sus oídos y podría jurar que escuchaba el murmullo de un hombre.
«Mátalo... mátalo...», oía una voz que le generaba repulsión, aunque a la vez se sentía seguro en el susurro de la sombra de la envidia.
Por más que hubiese resistido, era imposible. Olvidó la risa de Kahu cuando le besaba el cuello, enterró esas memorias entre las montañas de cuando veía el amor de la manera más pura en sus ojos cuando unían sus cuerpos y no recordó cuándo le decía que lo amaba.
Corrió hasta el hombre que buscaba no ser engatusado, lo empujó desde los hombros y al tenerlo tumbado, comenzó a propinarle golpes en un rostro que nada más podía sollozar en silencio, pero no quejarse de la pesadumbre que le generaba observar de ese modo al amor de su vida.
—¡Iraia! ¡Detente! —gritó al borde del llanto el Vigilante de los amantes. Con el rostro pálido, regresó la mirada al Sangre Cálida y lo sacudió—. ¡Ahmok, despierta!
En el viento que recorría el Bosque de los amantes perdidos, únicamente se lograba oír la bulla de unas risas burlescas, de unas mujeres, de una melodía que parecía tener la letra más bella del mundo y los golpes de Iraia que jadeaba y derramaba un rocío desde unos ojos que exclamaban piedad.
A K'itam no le quedó de otra alternativa que apartarse de Ahmok, acercarse a Iraia para cargarlo y llevárselo lejos de los árboles que gemían de pena ante la dolorosa escena; abandonando a Kahu que estaba inconsciente y a Ahmok.
«¡Volveré por ustedes, espérenme!», resonó el corazón del albino.
Bosque de los amantes perdidos, Reino de los Sangre Mágica.
Los párpados de Ahmok le pesaban, estos buscaban despertar al hombre que se encontraba postrado en el manto de los sollozos del Dios Naia, sufriendo una frialdad incapacitante.
Un gemido brotó de sus labios agrietados y resecos, movió la mano derecha, rastreando a tientas alguna manta que lo cubriera de los soplos helados que lo hacían temblar. Cuando no encontró el cobertor, se extrañó y comenzó a despertarse.
Alzó el rostro, esperando atisbar las paredes de madera de la morada de su Lekva; no obstante, fue todo lo contrario. Al percatarse del lugar en el que se hallaba, sus ojos se abrieron al instante y se levantó con prisa, tanto que por unos segundos la vista se tornó nublada y un mareo lo orilló a quejarse.
«¿Qué sucedió?», se preguntó con la mente confundida. Llevó sus extremidades al rostro para restregarlo un par de veces y tratar de ubicar la respuesta en el pensamiento revoltoso.
Fue en ese momento que evocó los acontecimientos recién vividos. En el preciso segundo que descubrió el significado de aquella letra, los recuerdos con Kororia llegaron a él, como si ella estuviera ahí, diciendo la verdad de su origen.
Recordaba que cuando era niño le resultó extraño que su abuela fuese la única de su familia que tenía los ojos y cabellos albos, rasgos desconocidos en Lithem o en otros reinos. Después de todo, la gente de su mundo, portaba luceros dorados y pieles caobas: igual que sus padres y él. Sin embargo, jamás lo entendió... hasta ahora.
Recargó la frente en el manto nevado y soltó una risa sarcástica.
—¿Por qué no confiaste en mí para decirme de los amantes maldecidos y en su lugar solo me lo contaste como una de tus historias? —murmuró con la voz enronquecida y rota, como si ella estuviera ahí para responder—. Pude haberte ayudado a regresar.
Cerró los párpados con fuerza, lamentándose de que no fue capaz de entender el sufrimiento de la mujer que más amaba. Empezaba a odiarse a sí mismo y habría seguido sumergido en las tinieblas de la culpa, de no ser por la interrupción de sus lamentos a causa del susurro de las pisadas de alguien aproximándose.
Levantó el rostro y se topó con la cara descubierta de su Lekva, los labios rosados que lo tentaban a probarlos se hallaban abiertos, liberando el aliento desenfrenado, causado por su carrera. Tenía los cabellos blancos desordenados y esos ojos que generaban suspiros de anhelo en Ahmok, impregnados de preocupación.
A pesar de que el Sangre Cálida veía, después de tantos días, la hermosura del hombre; todavía portaba una neblina en el corazón. A tales alturas, no le interesaba elaborar una broma y deleitarse con el panorama. De inmediato, se puso de pie y avanzó hasta él con la respiración agitada. Lo empujó al árbol más cercano y no le importó otear una mueca de dolor ante su brusquedad o esa molestia en K'itam.
—¿Quién es Kororia? —preguntó sin dar más detalles.
El albino enarcó una ceja, contempló al humano de pies a cabeza, extrañado de su comportamiento. Incluso había olvidado aquella violencia, pues de cierta manera, le daba la impresión de que él estaba demasiado vulnerable.
—¿Quién? —cuestionó en un hilo de voz a falta de aliento.
—¡Responde! ¡¿Quién es Kororia Ada?! —exigió en un grito. Y cuando notó como el contrario lo miraba furioso, su corazón sollozó. Enseguida recargó su frente en el hombro ajeno e inhaló un par de veces, queriendo calmarse—. Por favor... —musitó en un tono desgarrador—... necesito saber quién es Kororia Ada.
Ada era el nombre que su abuela portó durante su soltería, hasta que decidió heredar el de su esposo.
K'itam pasó la lengua por sus labios, inseguro de contestar. Su mente se encontraba en un lío.
Se suponía que regresó para llevarlos a la cabaña, no para hablar de algo que consideraba no importante. Sin embargo, sentía como Ahmok temblaba y no le gustaba verlo de ese modo. Carraspeó la garganta antes de liberar algún sonido.
—Solo conozco una persona llamada así en todo el Reino, Kororia Ada —dijo en un susurro—. Ella fue la primera Vigilante de Kahu e Iraia, pero cuando se adentró a este bosque, desapareció y nunca más fue vista.
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