Capítulo 6: Recuerdos
Reino de los Sangre Mágica, Bosque de los amantes perdidos.
Durante los primeros cinco días, desde su llegada, Ahmok no se preocupó de no poder encontrar el libro de Kororia entre los pinos que adornaban el bosque. En realidad, había una pequeña parte de él que se desesperaba ante tan desalentador resultado, pero prefería no pensar tanto en ello, ya que tenía otras preocupaciones.
No lograba concentrarse en esa labor como le hubiese gustado, pues se cansaba en las horas que duraba el alba y caía rendido ante la frialdad de aquel llanto blanquecino.
Todavía era incapaz de conciliar el sueño en el instante que la noche estaba sobre sus rostros, acompañado por el manto de estrellas que, en ocasiones, solían verse correr en busca de calor en otro mundo —estrellas fugaces—. No tenía nada que ver con los sonidos producidos por los rora, o los rugidos del oso.
No, siempre fue otra cosa. Empero, no hallaba el valor para pedirle a su Lekva que le permitiera tener una luma a su disposición.
Después de todo, Ahmok era consciente de que K'itam evitaba a toda costa tener alguna interacción con él, además de que procuraba usar la máscara en cada ocasión que fuese necesaria.
Entonces, pensaba que el de cabellos albos, lo ignoraría si le preguntaba si le dejaría contar con una luma, tal cual solía hacerlo de manera habitual cada vez que intentaba conversar con él.
En un principio, Ahmok supuso que quizás esconder aquel hermoso rostro se derivaba de un juramento que se había hecho al convertirse en el Vigilante de los albinos, inservibles, según su visión. Al fin y al cabo, en Lithem, a los Protectores les pedían que portaran con orgullo osques, una especie de armadura durante el tiempo que les tomaba pasar la prueba.
No obstante, luego se enteró de que nada más K'itam no quería que él observara su fragilidad; es decir, notara el escudo roto con el que cargaba.
Todavía recordaba cómo fue que se percató de ello.
En un cenit, en el que su Lekva lo obligaba a seguirlo de cerca con la intención de cazar aves o ciervos y tuvieran algo que comer, solo para que se hiciera cargo de Iraia o Kahu y él pudiera emplear el arco de hielo sin preocuparse de los amantes: supo la verdad.
Para esas alturas, Ahmok admitía que le comenzaba a resultar fascinante admirar el modo sigiloso del albino a la hora de moverse por la nieve. Le parecía particularmente hermoso cómo ese cabello blanco se agitaba ante los soplos gélidos del viento o la forma en que se camuflaba entre los sollozos de Naia o la manera que tensaba de forma agraciada y ágil la flecha.
Como fuera, sus mejillas caobas adquirían un sutil tono carmesí. Aunque, también era cierto que detestaba tener que vigilar a la pareja. Todavía no le decía que le parecía repugnante atisbar esos caparazones vacíos, puesto que consideraba que si lo hacía, arruinaría la poca cercanía que tenía con él y anhelaba seguir estando a su lado.
Tal vez nunca le contaría lo que en realidad pensaba de ellos, prefería fingir preocupación. Le facilitaba las mentiras.
Así que, ahí estaba, apartado de la belleza que podría ver para garantizar la seguridad de Kahu. Se encontraba sentado encima de una manta a fin de no enfriar sus aposentos traseros mientras trataba —en vano— de tallar una flecha.
La condición que impuso K'itam para que él pudiese ayudarlo a cazar era que debía aprender a fabricar sus propias armas. Por supuesto, le dijo que no era necesario, ya que podría elaborarlas con esencia sin mayor inconveniente y no le resultaba agotador.
—No. —El Vigilante movió la cabeza, haciendo que las cuencas puestas en las orejas del lobo sonaran—. Desconozco la fuente de magia de tu esencia, así que mientras estés en mi cabaña, no la usarás. A menos que sea urgente.
El nieto de Kororia deslizó una amplia sonrisa ante la preocupación del contrario acerca de su bienestar, algo que causó que este se sonrojara y diera la vuelta, dándole la espalda, dispuesto a huir de la cabaña.
»Si planeas morir por usar tu esencia sin consciencia, mejor lárgate de aquí —pronunció en un tono tosco y se alejó con fuertes zancadas.
El moreno solamente pudo soltar un silbido y reír. Condujo los dedos al mentón y mantuvo su sarcástica curvatura.
«Interesante».
Ahmok liberó, por quinta vez, una maldición cuando volvió a romper la madera con la que trataba de elaborar la flecha. Frustrado, arrojó el material inservible lejos de él, se cubrió el rostro para restregarlo e intentar serenarse.
En eso, miró a Kahu que estaba a un costado suyo, él también lo observaba, tal vez interesado con sus reacciones. Parecía que no parpadeaba o respiraba, pero el humano sabía que no era así. Otear el modo que se quedaba absorto, solo causó que su molestia aumentara.
—Dime, ¿si mueres bajo mi mano crees que Lekva me odie? —preguntó mientras agarraba una daga que guardaba en el cinturón del pantalón y pasaba la hoja del arma en la mejilla contraria. Admiró con indiferencia como de un corte salía sangre y el albino no se inmutaba—. No mereces ser protegido por él.
Guardó la daga en su funda y se levantó. Sin regresar la vista a Kahu, lo dejó atrás, importándole poco que él podría lastimarse. Al darle la espalda, no se percató de las lágrimas que se deslizaban de ese rostro pálido.
Caminó hasta el lugar en el que sabía que K'itam se ubicaba, cazando. En tales instantes, Ahmok no comprendía por qué estaba utilizando esencia en los pies para que el suelo no gritara su acercamiento y alertara al Vigilante. Sin embargo, lo supo cuando lo vio sin su máscara.
Con aquellas manos delicadas le quitaba las plumas a sus presas inertes, a un costado, Iraia miraba curioso la labor de su protector, pues tenía la cabeza ladeada y no apartaba la contemplación del animal. Por su parte, los labios rosados de Lekva no cesaban las palabras que él expresaba hacia alguien que no le interesaba tal precioso dialecto, según Ahmok.
—El otro día no pudiste comer carne, ¿verdad? —consultó en un tono susurrante y suave—. Te prepararé un delicioso manjar con esta ave. Solo espera a que termine y regresemos a la cabaña, te aseguro que te encantará.
En ese momento, el moreno supo que K'itam únicamente se ocultaba de él. Sobre todo, cuando en más de una ocasión veía lo rápido que se ponía la máscara durante los amaneceres.
Además, el albino mostraba esa sonrisa que lo hacía retener el aliento, pero ese gesto no era dirigido a sus ojos, sino a un hombre que no le afectaba ser atendido de una manera tan agraciada por el Vigilante.
Tuvo que regresar al sitio en el que estaba hace unos minutos con la intención de evitar decir algo que agrandará el muro que K'itam construyó para protegerse de su curiosidad originaria por la atracción que sentía por él.
Descubrió la armadura de hielo unos dos días atrás.
Ahora se hallaba de nuevo en el bosque, fallando en la fabricación de flechas. Por lo menos, ya no las rompía tan seguido. Incluso así, le exasperaba quedarse sentado, junto a uno de los amantes, sin poder ayudar a su Lekva.
A tan solo unos segundos de arrojar la flecha rota, aunque en mejor forma, Ahmok escuchó las risas de las mujeres que oyó el primer día que llegó al Reino. Enseguida dibujó una extensa sonrisa en los labios y se incorporó a gran velocidad, dispuesto a encontrarlas como diera lugar.
—Ahora no escaparán de mí —advirtió con una sonrisa ladeada y en un tono jocoso.
Quería enseñarles que no era correcto burlarse de los demás.
Desde el hombro, oteó a Kahu, preparado para mofarse de su nula emoción y abandonarlo, cuando de pronto, la vista que le presumía lo dejó anonadado.
El cuerpo de la pareja de Iraia temblaba, del mismo modo, trataba con desesperación cubrirse los oídos y lloraba sin detenerse, mientras negaba con la cabeza con desenfreno.
—Oye, ¿te encuentras bien? —preguntó desconcertado, olvidando por un instante que los albinos jamás respondían. No obstante, de inmediato, recordó el dato. Chasqueó la lengua y avanzó hasta él con la frente arrugada—. Si no estuviera demasiado interesado en Lekva, créeme, ya me hubiera largado.
Llevó las manos a las piernas de Kahu. Planeaba quitarle el conocimiento, igual que hizo cuando lo vio y lo conduciría hacia K'itam. Empero, no logró concluir con su cometido, quedó paralizado en el aire.
De pronto, las carcajadas de las mujeres se convirtieron en un canto, una letra que el nieto de Kororia pudo entender.
«En un bosque muerto, dos almas perdidas, corazones congelados, unidos en heridas.
Se aman en silencio, en la noche fría, destinados a lastimarse, su amor es agonía.
En sus ojos se refleja un hielo profundo, cadenas forjadas en tristeza.
Bajo la luna, susurros de un amor prohibido flotan en el viento, dos corazones congelados, enredados en el olvido».
La cara morena de Ahmok se tornó pálida, su corazón empezó a latir de una manera acelerada en el pecho y comenzó a jadear con fuerza. Incapaz de mantenerse de pie, cayó de rodillas.
Su mente recordaba... estaba evocando los susurros de su abuela en esa noche. Se encontraba tan inmerso en las memorias que ni siquiera fue capaz de sentir los dedos tersos de K'itam que le palpaban con tanta suavidad su rostro, tampoco pudo oír aquella voz que tanto le gustaba cómo pronunciaba su nombre, una que gritaba para que reaccionara, solo veía ese recuerdo.
Ahmok recién se recuperaba del ataque de los Elegi, había conseguido que no le aterraran los ruidos extravagantes de la gente en el reino de Lithem, pero aún no conseguía dormir en una completa oscuridad. Si Kororia tardaba en regresar de su empleo en las orillas de Ica, si el conticinio lo arropaba, lloraba a mares y exclamaba que alguien lo ayudara o eso imaginaba.
Siempre creyó que vociferaba el nombre de su amada abuela, pero nunca pudo abrir los labios que se le estremecían. Solamente jadeaba y se ahogaba. La aniquilación de luz hacía que viera los ojos oscuros de los Elegi, provocaba que oliera el aroma a putrefacción que ellos emanaban y lo obligaba a oír sus gemidos placenteros.
En menos de cinco minutos, Kororia ingresó con prisa a la vivienda, encendió las lámparas de aceite y se apresuró a estrechar entre sus brazos a un Ahmok que no dejaba de llorar.
—Aquí estoy, mi anak [1] —murmuró mientras acariciaba los cabellos oscuros y se mecía de un lado a otro—. ¿Te acuerdas del cuento de los tres amigos de la nieve? Era una niña que tenía una risa parecida a los ronquidos de un caballero y dos niños que les encantaba esconderse detrás de los pinos de un bosque esplendoroso.
Ahmok, desde que tenía memoria, su abuela le contaba cada vez que podía la historia de esos tres. De cómo los dos niños, a la hora de convertirse en adultos, se enamoraron. Demostraban su amor a las hojas que recitaban sinfonías de dicha ante la alegría de Kahu e Iraia. Por desgracia, el lago le tuvo envidia a los besos que se daban, del reflejo de la felicidad que derramaban a través de carcajadas y a los jadeos que liberaban a la hora de rozar sus cuerpos con deleite. El agua no lo soportó y los congeló.
Inmensa en un profundo dolor, la niña se convirtió en su protectora para que nadie pudiera lastimarlos, los cuidaría hasta que pudiese encontrar el modo de derretir sus corazones.
Ahmok se sentía pleno y a la vez triste cuando oía a Kororia hablar de esos amigos y de los amantes maldecidos, pues notaba el modo en que los ojos blancos de ella retenían el llanto. En algún punto, consideró que esa historia solo le traía malos recuerdos.
Ahora comprendía que ella era la niña y sus amigos eran los dos jóvenes que K'itam protegía.
Entendía por qué su abuela lloró, ese día, cuando desapareció de su vida.
Todo indicaba que sí los había abandonado y alguien más tuvo que cuidarlos.
Glosario:
1. Niño
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro