Capítulo 4: «Hermoso»
Bosque de los amantes perdidos, Reino de los Sangre Mágica.
Ahmok se sentía extasiado, los latidos desenfrenados del corazón que retumbaban en el pecho delataba su sentir, del mismo modo, una curvatura adornaba unos labios que empezaban a agrietarse.
Había conseguido escapar de la muerte que pudo ser causada por una flecha, algo que lo aliviaba, pues no quería abandonar su cuerpo mucho antes de poder tocar la piel y la ternura de un hermoso hombre, o de no conocer el paradero de su abuela.
Tenía la mirada puesta en su adversario, prestaba atención a los gestos de los brazos o pies, atento a otro ataque. Pero no era así, al parecer, aquel hombre de máscara de lobo también lo observaba con detenimiento.
Sentirse analizado, le producía una inmensa excitación a Ahmok, quien portaba unos ojos anhelantes de querer averiguar cómo terminaría el enfrentamiento si el albino no bajaba el arco con el que lo apuntaba.
Aunque le producía diversión la situación, tampoco deseaba desgastarse en un duelo que podría evitarse si hablaba con él.
Primero debía comunicarse con su rival, descubrir el nombre de esos terrenos y entender si existía un modo de hallar el libro de nuevo. Trató de avanzar unos centímetros para que el otro joven alcanzara a oírlo. No obstante, el Vigilante volvió a disparar una flecha que aterrizó en la protección de magia.
Una amplia sonrisa surcó en el rostro del moreno.
«Interesante», resonó en su mente una risa de satisfacción.
Por desgracia, el otro no estaba en la misma sintonía.
—¡Bájalo! —exigió el hombre de la máscara.
—Lo lamento, pero no comprendo lo que dice —respondió el referido, alzando la mano en la que exteriorizaba la esencia para demostrar su punto. Aunque prefirió comenzar a agacharse para dejar a Iraia en el suelo—. No le haré daño, lo prometo.
Intentaba ser tan delicado como fuese posible con el albino; después de todo, el joven frente suyo parecía apreciarlo. Sin embargo, si fuera por él, no se preocuparía por alguien que no le importaba herirse. Prefería abandonarlo.
Aun así, no tenía planeado convertirlo en un enemigo por su actitud desinteresada respecto a la vida del que portaba heridas en los brazos. Además, comprendía el dolor que provocaba mirar cómo alguien importante se retorcía de agonía, aunque este demostrara todo lo contrario.
Cuando verificó que él reposaba con tranquilidad en la nieve, se permitió retroceder, contemplando al que se situaba frente suyo.
Enseguida, K'itam se colgó el arco en el hombro y desenvainó su espada Lágrima de Hielo, que se caracterizaba por tener una hoja afilada y transparente, formando la figura de una gota congelada.
Ante la aparición de otra arma, Ahmok elevó una ceja. Condujo los dedos de la mano derecha para posarlos en el mentón y dibujó una sonrisa.
«Muy interesante», repitió desde sus adentros.
Se veía relajado, algo que desconcertó al Vigilante, quien frunció el ceño y lo atisbó de arriba hacia abajo. Después de todo, no entendía su comportamiento sereno. Empero, él desconocía que el moreno contaba con alrededor de tres años de experiencia de combate contra los Elegi, enemigos letales de Lithem.
Creía que no perdería contra el tipo de la máscara de lobo, no tenía la menor duda en cuanto a su seguridad de vencer.
Mostró su confianza desde que K'itam avanzó hacia Iraia hasta que confirmó su bienestar. Este soltó un suspiro de alivio cuando percibió su aliento. Al instante, levantó el rostro con la intención de encarar al tipo que no borraba el desliz de los labios.
—¿Quién eres? —preguntó en un tono que aparentaba rudeza, ahora en el idioma común.
El cambio de dialecto alivió a Ahmok. Por fin entendía.
—Ahmok Ference —articuló el referido, enseguida, ejerció una reverencia—. No pertenezco a este mundo, llegué a través de un libro viejo. ¿Con quién tengo el placer de hablar?
«Es un Sangre Cálida», K'itam concluyó. Sangre Cálida era el nombre que fue dado a los humanos.
Ante la revelación, el Vigilante torció los labios, irritado con la situación en la que estaba. No le desagradaba la presencia de los hijos de Nabaia, pero deseaba darse media vuelta, marcharse con Iraia y no volver a involucrarse con otro ser vivo.
Sin embargo, tampoco quería retroceder; la culpa le aplastaba el corazón, asfixiándolo. Si lo abandonaba, cabía la posibilidad de que se perdiera en el bosque y no encontrase alguna reja antes del conticinio.
Ese día era peligroso.
Además de la Etapa Lunar de Naia, según en el calendario del Reino, se encontraban en la Estación de Nevado Aurora. Una de las más peligrosas entre todas las Estaciones, puesto que el frío no era tan mortal que los rora alcanzaban a derretir el hielo de sus cuerpos y andaban con libertad, trayendo muerte a los Sangre Mágica y Navarianos.
El aliado de los rora era la oscuridad.
Sacudió la cabeza para despejar sus temores y cavilaciones, tosió para desprenderse del nudo que se le formó en la garganta y optó por hablar.
—Soy K'itam, el Vigilante de los amantes —se presentó en el tono más dulce que el nieto de Kororia consideró que había escuchado desde hace un largo tiempo. Enseguida, se incorporó, aún sin bajar la espada—, y un Sangre Mágica. Me gustaría dejarte solo, pero no es conveniente. Te sugiero que me acompañes.
Ahmok soltó una tenue risa y silbó ante la osadía del hombre. Eso de que prefería dejarlo a su merced, le pareció más entretenido que el hecho de ver su bondad.
—¿Por qué debería hacerte caso, Kitam? —inquirió, sin despejar los dedos del mentón ni de bajar las cejas.
—K'itam —corrigió el albino—. Es peligroso, sobre todo cuando uno está bajo el manto de las estrellas.
El Vigilante no percibió cómo un escalofrío recorrió al moreno debido a sus últimas palabras, ni cómo este tragó saliva.
—Kitam —repitió con una voz un poco aguda, que arregló de inmediato al carraspear—. Insisto, ¿por qué sería prudente creerte? Te recuerdo que pude haber muerto por una de tus flechas de no haber invocado el escudo.
El albino sintió sus mejillas teñirse de carmesí.
»Además, —prosiguió y ensanchó más la sonrisa— no sé cómo eres.
Un tic nervioso apareció en el ojo del protector.
Asimismo, se había paralizado en su lugar y el corazón retumbó en el pecho de un gran temor. Desde ese día, en que los propios Sangre Mágica demostraron lo que el miedo provocaba en las almas, desde que gritó a los cielos para tratar de apaciguar un martirio que nada más aumentaba. A partir de ese acontecimiento, no se atrevió a mostrarse frente a desconocidos.
Pero Ahmok tenía razón. Él quiso herirlo porque pensaba que dañaba a Iraia, así que no lo culpaba de ser cauteloso.
Incluso sabiendo esto, sus labios temblaban y se tornaban helados. La garganta se le cerraba y solo se le cruzaba el pensamiento de correr, escapar. No obstante, también entendía que jamás se perdonaría si hallaba el cuerpo del humano entre la nieve, inerte.
Necesitó respirar hondo para poder levantar una mano y no se le notara tanto el estremecimiento. Contuvo el aliento cuando desprendió la máscara, retuvo las náuseas y tuvo que enfocarse en el árbol detrás de Ahmok para aparentar que lo miraba.
En el momento que el nieto de Kororia contempló el rostro del albino, emitió una risa discreta.
«No está nada mal», pensó con grata sorpresa.
—Bien, te haré caso, Kitam. Solo porque quiero volver a Lithem y buscar a mi abuela. Guíame a tu casa.
Durante el camino rumbo a la morada, Ahmok le dijo que por más que intentase pronunciar «K'itam», se le trababa la lengua. Por lo que le comentó que mejor buscaría un nombre apropiado, comentario que el albino ignoró.
Después de una hora, aterrizaron a la cabaña.
El viento que danzaba con libertad entre las hojas del bosque, erizaba las mejillas pálidas de K'itam. Sin embargo, los pasos que ejercía hacia su vivienda eran demasiado elegantes que parecía ignorar la forma que aquellos labios rosados se agitaban, al menos, eso pensaba Ahmok que lo miraba de soslayo.
El humano, cargaba a Iraia entre sus brazos, por petición del contrario, quien seguía caminando por la densa nieve con su rostro en alto.
Pese a que el Vigilante deseaba presumir de una extraordinaria valentía, era todo lo contrario. Los dedos le cosquillaban, obligándolo a afianzar el agarre de la espada para despistar el descontrol de su cuerpo. Además, podía escuchar a la perfección los latidos alterados en los oídos.
La inquietud se encontraba tan presente en él que temía arruinar los pasos de baile que debía ejecutar para hacer el llamado del espíritu del tótem y este protegiera su hogar durante la aniquilación de luz.
Eso fue lo que le explicó al moreno durante su camino a la cabaña. Era el único método que él sabía, su única protección contra los rora.
Por desgracia, aunque cada tanto realizaba el baile, el albino llevaba alrededor de cinco años que no se lo enseñaba a nadie. El último que logró contemplar la hermosura de su danza, se trataba de alguien que no quería evocar a esas alturas de su existencia, prefería fingir que nunca pasó, que jamás lo conoció.
Empero, en ese día, tenía que apartar de su corazón el nerviosismo y aparentar que aquel hombre de ojos dorados no seguía de forma minuciosa cada uno de sus movimientos.
Caminó hacia la entrada de la cabaña, un recorrido que lo sintió eterno. Sin demorarse más de lo que la noche le exigía, puso un tótem de oso, tallado en madera, en el suelo. El animal representativo estaba sentado, tenía trazos en la lengua de Naia y runas en forma de copos.
Retrocedió lo suficiente, cerró los párpados y respiró hondo para tranquilizar los nervios que le hacía estremecerse. Los latidos de su corazón retumbaban con más velocidad y aseguraba estar sonrojado.
Detrás de él, Ahmok contemplaba a K'itam con una ceja alzada, expectante de lo que verá. Los labios se hallaban alzados en una sonrisa que aparentaba diversión.
A continuación, el Vigilante abrió la sintonía de la melodía, parecía que su voz era acompañada por flautas y tambores. Entonó la primera parte de la letra, en lo que inhalaba y exhalaba, mientras se conectaba con la esencia de la nieve.
«En la tundra helada, donde el frío adormece las sonrisas,
Naia, despierta con fervor.
Libera sus soplos, aliento de creación».
Empezó a moverse al ritmo de la canción, que emitía un delicado sonido, de aquel que le parecía al humano lo más hermoso que había oído en su corta vida. Los vellos de los brazos se erizaron, la boca se tornó seca y quedó estático por unos escasos segundos.
Los pasos que el de cabellos albos ejecutaba eran tan delicados que sus pies no se hundían en la nieve, al contrario, el suelo brillaba en un tono azulado cada vez que ponía su peso en dicho lugar. Las manos formaban figuras en el viento gélido, de los dedos salía una niebla que llegaba hasta el tótem y lo envolvía cada segundo en una capa de hielo.
A medida que giraba, las hebras blancas soltaban la fragancia de los árboles y aquella piel brillaba a los ojos de Ahmok.
«Con susurros helados, Naia canta la
sinfonía de misericordia,
Forjando un oso de hielo, en su esencia precisa».
Para ese punto, el de piel morena creía que estaba oyendo un precioso canto. Pensaba que él era el hombre más bello del mundo. No ponía atención en Kahu e Iraia, que posaban sus ojos en su protector, ni en sus labios que esbozaron la sombra de una sonrisa, como si les embelesaba el baile. Tampoco veía cómo el oso de madera flotaba en el interior del oso de hielo que se formaba.
«Símbolo de protección.
Su pelaje reluce, como estrellas en la noche,
Guardián de la Sangre».
«La frialdad de sus sollozos se transforma
en piel robusta y fuerte,
Naia suspira vida en cada rincón inerte».
El corazón del nieto de Kororia latía de un modo tan desenfrenado que le dolía el pecho, la danza de la admiración se reflejaba en el color dorado de sus perlas que desprendían un brillo que jamás podría ser opacado desde ese momento. Un rubor le cubría las mejillas, respiraba con dificultad y un hormigueo lo atacaba en las manos y estómago.
Él no era consciente, pero la curvatura de sus labios se había suavizado. Cualquier atisbo de burla se evaporó en la melodía de K'itam, en su lugar, se postró una sonrisa con dulzura. Los sentimientos de fascinación y éxtasis se entrelazaron en los versos del canto.
La sensación de que todo el bosque desapareció lo arropaba. Incapaz de escuchar la creación melódica de los búhos, cigarras y aves. Para Ahmok, K'itam era el único que sobresalía.
«El oso protege el reino
con garras de hielo y poder».
«Con pasos firmes, cruza la tundra vasta,
dispuesto a
cuidar el aliento de los Congelados».
Al segundo exacto en que el Vigilante terminó el recital del encantamiento, posó su contemplación en la protección del Dios Naia. El pecho se le hinchó de orgullo, un sentimiento que se vio opacado por los nervios. Además de su acelerada respiración, las manos le temblaban. Aun así, no se atrevió a mirar a su acompañante. Prefirió observar al tótem.
El oso medía alrededor de dos metros, tenía un cuerpo robusto de un tono blanquecino, desprendía frialdad y sus ojos de un tono azul que reflejaban la luminiscencia de la Glacérgia. K'itam ejecutó una reverencia y el animal le respondió con un rugido.
El ruido ensordecedor derrumbó el hechizo del que se hallaba Ahmok, quien cayó de espalda con brusquedad.
Pero no le importó haberse comportado como un cobarde frente al albino, tampoco se maldijo. No conseguía despegar su mirada de la silueta etérea del Vigilante, de esos ojos que lo atisbaban con curiosidad. Y por ello, el moreno no notó que el tótem se encontraba en el interior del oso, ni de los nervios del hombre que lo cautivó.
—Lekva [1]. —Fue lo único que pudo decir, si es que K'itam esperaba una respuesta suya.
—¿Qué dijiste? Perdón, no sé si escuché bien —inquirió el contrario con la respiración todavía agitada.
—Así te llamaré —afirmó con seguridad y anhelo.
«Porque eres hermoso».
Glosario:
1. Hermoso
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