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Capítulo 3: K'itam


Bosque de los amantes perdidos, Norte del mundo,

Reino de los Sangre Mágica.

Esa mañana, en lo que Ahmok llegaba al Reino a través del libro de Kororia, a los costados del lugar, había una cabaña que fue fabricada con madera y reforzada con runas para que tuviera la fortaleza de resistir algún alud. Esta era iluminada por cristales de luma.

Estos estaban hechos de hielo, fueron forjados de magia alrededor de quinientos años para que su luz jamás se extinguiera, ni siquiera por la frialdad más mortal del Reino. No todos, en aquellos terrenos de sollozos gélidos, lograban tener lumas en sus hogares. Podría decirse que era un gran privilegio adquirirlas, pero K'itam al ser el Vigilante de Kahu e Iraia —los amantes maldecidos— le dieron el honor de contar con varias de estas en su vivienda.

Las lámparas se ubicaban en puntos centrales en el interior de la cabaña, su resplandor era blanquecino para que el hombre de piel pálida alcanzara a ver en medio de la oscuridad. Y en ese amanecer, K'itam tuvo que levantarse del lecho antes que el sol les brindara la luz natural del mundo.

Partirá, por unos breves momentos, a la profundidad del bosque.

Necesitaba cazar ciervos y algunas aves. De lo contrario, el hambre lo obligaría a abandonar los rincones de las hojas y era lo que menos requería en esos días. Sin mencionar de que no le agradaba la idea de dejar solos a Kahu e Iraia. Luego de aquel acontecimiento, le causaba pavor, tan solo pensar en apartarse por más de una hora.

Los recuerdos de la tarde en el que su corazón se llenó de culpa, solía cortarle la valentía y templanza que presumía a las cigarras.

Mientras el Vigilante buscaba entre la vivienda las botas de piel, a su memoria aterrizaron las evocaciones por las que luchaba en huir. Arrugó la frente y una punzada de aflicción le acuchilló el corazón a la vez que esas escenas lo ahogaban.

Esa mañana, K'itam despertó de mal humor.

Estaba harto de comer cortezas, raíces, frutos secos y carne. Por lo que se le ocurrió marcharse a la reja más cercana. Reja significaba «tribu» en la lengua común, puesto que era nombrada en el idioma del Dios Naia por los habitantes. Ahí vivían los Sangre Mágica o llamados Sangre Congelada por la gente de los pueblos.

Los que poseían el alma de la nieve —color de piel, ojos y cabello blanco— eran rechazados por los Navarianos, la verdadera población del Reino de los Sangre Mágica. A pesar de que los Sangre Congelada representaban la esencia de los ancestros de tales tierras, con el paso del tiempo, los que nacían sin esas características empezaron a temer a la presencia de los albinos. Sobre todo, por su especial conexión con la frialdad.

Entonces, los de luceros albos, se vieron obligados a apartarse del castillo, instalándose en las rejas.

El Vigilante pertenecía a esa etnia, pero se alejó de las tribus para ejercer su papel, de la misma forma que lo hizo su progenitor y su abuelo.

Al alba, el día en que sintió que les falló a su familia, K'itam se aproximó hacia Kahu e Iraia y se aseguró de mantenerlos estables en lo que regresaba.

—Voy a salir —anunció a la pareja, aunque sabía que ellos no le prestaban atención—. Procuren quedarse aquí hasta que regrese, ¿de acuerdo?

Los condujo a la cabaña, tomando una distancia entre ambos, puesto tenía que hacer que no se encontrasen e intentasen lastimarse. Eso sucedía cada vez que estaban demasiado cerca.

Cuando verificó que no existía posibilidad alguna de que se vieran, utilizó parte de su magia con el objetivo de adormecer sus piernas y evitar algún accidente. Después, al comprobar que los amantes no podían moverse, los cubrió con largas capas de piel.

Observó desde el hombro sus siluetas y a los segundos comenzó a caminar en dirección a la reja.

Los pasos de K'itam marcaban un rastro en el suelo frío, el ruido que generaba ahuyentaba a los conejos. Sin embargo, él portaba una enorme sonrisa en los labios, una alegría que era ocultada por la máscara de lobo.

Sentía cómo las manos tenían cosquilleos por la emoción que le producía regresar a su lugar de nacimiento. El corazón le latía al ritmo de una melodía creada por el viento y su respiración, pausada, le hacía verse elegante y temible.

Al fin y al cabo, llevaba largas Estaciones de Nevado —meses— de no acercarse a las tribus y anhelaba tanto toparse con rostros que lo transportarán a la nostalgia.

Por desgracia, olvidó que la Etapa Lunar de Naia rozaba sus cabellos.

Cada tres Estaciones de Nevado, las almas de los Sangre Congelada que se marcharon Al Hielo —morirse—, regresaban a las montañas que desprendían furia para vagar entre los árboles a fin de divertirse.

Nadie sabía la razón de su visita; sin embargo, las risas provocaban que Kahu e Iraia desearan enterrar dagas en sus cuerpos que no sentían dolor.

Por lo que, en el preciso instante que K'itam volvió a poner un pie en el Bosque de los amantes perdidos, supo que les había fallado a los anteriores Vigilantes. Las carcajadas que resonaban entre los árboles le erizó los vellos de la piel, provocó que tirara los regalos de su gente y el terror invadiera sus sentidos.

Corrió lo más fuerte que pudo, sin importar que se cortaba con los brazos de los sabios maestros marchitos. Arrastró el cuerpo con impotencia, a pesar de que el pecho le dolía ante el esfuerzo o que espantara a los búhos con sus jadeos.

No obstante, pese a sus esfuerzos, llegó tarde.

K'itam se paralizó durante unos segundos, ante lo que sus perlas admiraban. Las manos le temblaban sin cesar y negaba con frenesí, queriendo creer que no estaba mirando aquel abismo.

¡Detente! —gritó el hombre que derramaba lágrimas.

Pero sabía que la pareja no lo oía, mucho menos cuando eran manipulados por la maldición.

Iraia se encontraba encima de Kahu, cargaba entre las manos una daga que pudo conseguir de la cabaña y la enterraba en el ojo derecho del hombre que una vez amó.

Contemplar el modo en que los amantes se destruían, le dolía a K'itam. ¿Se suponía que debía ser así el amor? ¿No había salvación alguna?

Por ese motivo, era vital no demorarse en su cacería.

El Vigilante sacudió la cabeza para desechar los recuerdos amargos.

Enseguida, colgó en el hombro un carcaj de madera, una bolsa de piel de ciervo, su gruesa capa blanca de animal para cubrirse del frío y la máscara de lobo. Aquel objeto que le ocultaba de la desesperanza que le generaba tener que mirar el sufrimiento de Kahu e Iraia, fue tallada de un árbol que perdió el color de la vida, convirtiéndose en un tronco del mismo tono que la nieve.

Avanzó a la puerta a paso lento, indeciso de tener que abandonarlos por unos instantes. Tuvo que inhalar un par de veces para serenarse y lo logró al cabo de unos minutos. Abrió la puerta.

En el exterior, regresó a ser el Vigilante de siempre: sigiloso y silencioso.

Después de soltar un último aliento, se arrodilló en el suelo, posó una de sus manos en el glacial de la manta de los sollozos del Dios Naia. De sus labios rosados, recitó en susurros el soplo que requería a fin de que su Glacérgia —magia— fuera expulsada en forma de una neblina gélida.

Al ritmo de un latido, el llanto de Naia se transformó en un arco de hielo, este contaba con tallados de runas en forma de copos y algunas cigarras, sus animales favoritos. Luego, le siguieron flechas del mismo material que puso en el carcaj.

Preparado para internarse a lo más profundo de la floresta, se incorporó y caminó hasta Kahu.

Él estaba sentado en una roca, tenía la mirada puesta en el horizonte, sin pensar en nada o palpar las bajas temperaturas, en la piel pálida y desnuda que se estremecía cada vez que los vientos le besaban el escudo sin alma.

K'itam emitió una exhalación que indicaba su resignación.

—Otra vez olvidaste ponerte algo de ropa —dijo el de la máscara, empleando un tono suave—. Espera aquí.

Retornó sus pasos a la cabaña, hurgó entre los baúles de roble en busca de algo abrigador y volvió afuera de la morada.

Kahu seguía en el mismo sitio, sin moverse o inmutarse. A él no le importaba que aquellos belfos que olvidaron cómo acariciar la delicadeza de Iraia, se tornaran azules, solo mantenía la vista en un punto fijo. Esos ojos blancos no mostraban un atisbo de sentimiento, vacíos por completo, aunque siendo inundados por lágrimas que no cesaban el recorrido en las mejillas demacradas.

A veces, el Vigilante se sostenía al hilo de su creencia. Trataba de aferrarse al pensamiento de que los amantes, muy dentro suyo, jamás olvidarán el amor que se profesaban. Pues, cuando Iraia lastimó a su pareja con la daga, un rocío de suplicio rozaba sus mejillas y los labios parecían que contenían un grito desgarrador.

Pero también había días en que K'itam se burlaba de su absurda fe, una ciega.

Enseguida, colocó su contemplación en el ojo de Kahu cubierto por una tela, el que perdió por su descuido. No podía evitar odiarse y sentir cómo el corazón se inundaba de la hiel cuando veía la llaga.

Otro suspiro lastimero escapó de él.

—Vamos, tengo que conseguir carne para nosotros y sabes que no puedo ir de noche —comentó el albino en un tono bajo y sonriente—. Te prometo conseguir tu semilla favorita.

K'itam no estaba seguro si los amantes padecían de hambre, empero compartía sus alimentos con los dos y Kahu parecía sereno a la hora de engullir las semillas de la planta ero. Así que procuraba traerle cada que era posible.

Dejó de lado las cavilaciones, apresuró el recorrido que le faltaba, agarró los brazos del contrario e hizo que se incorporara. El joven no se resistió, permitió que él lo tocara a su antojo. Aunque Kahu ladeó el rostro a un lado, mientras atisbaba con indiferencia a su protector, quien se apresuraba a vestirlo.

Luego de que terminó, asintió con la cabeza, satisfecho de notar que su amigo ya no se estremecía. A continuación, prosiguió a realizar el protocolo de inmovilizarlo. Enseguida, comenzó a otear los alrededores, queriendo encontrar a Iraia. Pero no lo veía por ningún lado.

Frunció el ceño y chasqueó la lengua ante la ausencia del otro hombre.

—Debe estar paseando cerca —musitó para sí mismo, convenciéndose.

K'itam no se equivocó.

Iraia se había despertado más temprano de lo habitual. Quizá se habría quedado estático de no ser por una sombra a la distancia que llamó su atención. Sin estar consciente, se levantó para averiguar la identidad de la silueta.

Así es como Ahmok se encontró con él: lastimándose.

El nieto de Kororia se ubicaba frente al Vigilante de la pareja, quien lo apuntaba con el arco de hielo. El joven, de ojos dorados, solamente sudaba desde la frente por los nervios y dibujaba una sonrisa que señalaba tranquilidad de su parte.

Por otra parte, K'itam nada más repetía una y otra vez en su mente:

«No llegaré tarde».

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