Capítulo 2: El Vigilante
El bosque de los amantes perdidos, Oeste del mundo, Reino de los Sangre Mágica.
Las nubes que se amontonaban en lo más alto del lugar hacían que la luminiscencia del sol estuviera ausente para Ahmok, quien estaba acostumbrado a estar varado en terrenos brillantes ante la grandiosa presencia de aquel regalo del Dios Nabaia.
En el Reino de Lithem, los vientos mortales del congelamiento solo atacaban una vez cada Siglo y cuando eso sucedía, las flores se marchitaban para encerrarse en un sueño eterno. Además, los Protectores necesitaban usar su esencia para protegerlos de los Elegi, quienes se hacían cada vez más poderosos.
Sin embargo, Ahmok nada más pudo presenciar una vez la aniquilación de la calidez en su niñez, en el preciso instante que Kororia fue salvada por un Protector. Por lo que su sorpresa fue genuina en el momento que supo que se encontraba sumergido a casi a una oscuridad, producto de la densidad de la niebla.
Para ese punto, todavía no era consciente de la situación, al menos, no por completo.
Lo último que recordaba era haber estado enojado y resignado ante la huida de su abuela. Quería averiguar los motivos de su decisión, pero sólo halló ese libro del que siempre anheló saber de su contenido.
Revisó lo que ella mantuvo entre sus pertenencias a lo largo de su infancia, el mismo objeto en el que fingía leer los relatos que le narraba: una historia sobre amantes maldecidos. Ahora, aquellas memorias no importaban, pues Kororia abandonó y él estaba rodeado de enormes árboles con espesas hojas, sentado en la nieve que comenzaba a afectar a sus músculos.
El pantalón delgado que había sido tejido por su familia con hilo de flor Amanya, una que resistía a la inclemencia de la zona, pero no funcionaba para las bajas temperaturas.
Inhaló en profundidad, dispuesto a saber de su paradero, colocó las manos —una parte de Ahmok lo hacía para sentir la frialdad de la nieve y comprobar que en realidad no alucinaba— y se incorporó. De pie, pudo experimentar el pánico que lo sofocó al mismo ritmo que un simple soplo.
Ya estaba seguro de que en verdad había sido transportado a otro lugar. De dónde provenía no existía la nieve, puesto que todavía faltaban cinco Edías [1] para un nuevo Siglo. El aire en su pecho le subía y bajaba a un compás acelerado, movía sus ojos dorados en todas direcciones para tratar de visualizar algo familiar; sin embargo, entendía que no era posible. Se despeinó los cabellos oscuros y largos con su diestra con la finalidad de evitar a toda costa derrumbarse.
—¿Es una broma? —preguntó en un susurro, buscando calmarse.
Aunque sabía muy bien que no lo era. El Reino de Lithem era de los países reconocidos por poseer una extraordinaria cantidad de esencia, esta provenía de los árboles Ormes, una clase que se caracterizaba por tener hojas de pura energía, de un tinte azulado y que desprendían calidez.
Al centro de su hogar, existía un bosque bastante extenso en el que posaban la fuente de la magia. Si Ahmok podía crear espadas y escudos de esencia, ¿por qué no podría viajar a otro mundo por medio de un libro antiguo?
Quizá sería otro cuento si nunca hubiera estudiado los libros de la Existencia de Huma o de la Creación de la Esencia —Huma significaba Vida que se marchita en la lengua del Dios Nabaia—, pero al ser testigo de lo que podía hacerse con la magia, no le quedaba de otra que aceptar su realidad.
Suspiró.
De inmediato, elevó las manos para ponerlas a la altura de sus labios y sopló en ellas para lograr adquirir algo de calor. Cuando consiguió eliminar la frialdad en las extremidades.
«No tengo de otra», recapacitó con un terrible pesar.
Comenzó a avanzar en dirección al Sur del Reino de los Sangre Mágica. No le serviría de nada quedarse estático, ya que el libro había desaparecido de sus manos, no sabía cómo regresar a su mundo y tampoco tenía sentido quedarse en ese bosque por mucho tiempo.
Necesitaba con urgencia hallar algún refugio o terminaría sufriendo de frío. Por fortuna, la capa le regalaba poco calor, aunque no era suficiente.
Ahmok avanzaba con cautela entre los enormes árboles, cuyas ramas se extendían como gigantes brazos cubiertos de aquel manto blanco que le obligaba a caminar lento y provocaba que se frotara las manos con regularidad. Cada paso que emitía crujía en la nieve que cubría el suelo, su aliento se condensaba en el aire gélido y despertaba sus sentidos, alerta ante cualquier ruido o movimiento desconocido.
El sonido que solía ser creado por otras personas era nulo, roto por el susurro del viento entre las ramas desnudas o el ulular de los búhos que bailaba en sus sentidos. A medida que se adentraba al interior de la vegetación, el joven veía huellas frescas de zorros y ciervos. Saber que no estaba del todo solo, hacía que debiera poner más atención a los alrededores.
Ahmok no tenía miedo, trataba de no alterarse para evitar cometer alguna estupidez por culpa de la imprudencia. Los rasgos del rostro mostraban su seguridad; sin embargo, él no deseaba ser atacado por un animal salvaje. Así que intentaba apresurar su andar.
Además, con urgencia debía alejarse de los ojos que lo acechaban entre la niebla, al menos, eso sentía. Necesitaba apartarse de la oscuridad que pronto estaría sumergido y no quería ser tragado ante esa aniquilación de luz.
De vez en cuando, los conejos cruzaban por donde él se desplazaba, desapareciendo con rapidez entre los troncos y arbustos. Cuando eso sucedía, frenaba los pasos y ponía una mano en el pecho para tranquilizar el acelerado corazón.
«No tengo miedo», se repetía. Empero, por desgracia, tenía una desventaja que lo hacía titubear: no conocía ese mundo y no sabía qué lo podría atacar en cualquier segundo. Estar atento era lo correcto.
Luego de un largo tiempo, Ahmok empezó a sentir cómo las piernas comenzaban a perder su fuerza, tenía los dedos entumecidos por el gélido soplo del viento y aseguraba que la nariz estaba roja. A pesar de esos inconvenientes, no se detenía. Se apartaba de la negrura de la soledad. Apretaba los dientes para evitar soltar maldiciones y alertar a los del bosque e inhalaba con dificultad, pues le dolía de solo intentar hacerlo.
En el momento en que llegó a un lago congelado, supo que nada iba a salir bien. Del otro lado del agua, que emitía frescura, había cientos de árboles muertos, siendo sostenidos por algo que desconocía. El color marrón que les identificaba como parte de la vegetación, se encontraba en su totalidad negro.
Quizá era su imaginación, producto del temor —que se negaba a admitir—; sin embargo, aseguraba que era incapaz de sentir la brisa en esa parte del mundo. Como si las mismas hojas ausentes hubieran sollozado de desesperación al desaparecer.
Retrocedió varios pasos, pero por no estar atento al entorno, tropezó con una roca incrustada y cayó de espalda.
—¡Maldición! —masculló entre dientes y propinó un golpe con impotencia en una de sus piernas por su torpeza—. Eso es todo, Ahmok. Olvida tu entrenamiento por un bosque moribundo.
De pronto, un movimiento llamó su atención. Alzó la mirada con rapidez, empezó a hurgar con la vista entre los rincones de ese lugar con consternación. Creyó atisbar a las lejanías de los cimientos lúgubres una silueta que se perdía entre la sequedad de los árboles. Un vuelco en el corazón hizo que retuviera la respiración por unos instantes, aunque no tardó en levantarse como pudo y atravesar el lago congelado, cuando volvió a verlo. Pese a que se resbalaba en más de una ocasión, no se detuvo.
—¡Espera! —pidió en voz alta.
Al segundo exacto en que el cuerpo de Ahmok atravesó esa parte, un escalofrío le recorrió por completo.
«No me gusta nada esta sensación», concluyó. Los vientos en aquella zona le llenaban los pulmones de una inseguridad que no entendía de dónde provenía.
Frente a él, la foresta se desplegaba como un libro olvidado, sus hojas liberaban el eco por el que una vez en su existencia presumieron de su baile entre los soplos de aire.
Por cada respiración que emitía era acorralado por risas de mujeres, cuyas sombras no podía mirar o sentir. Giraba en todas direcciones, el frío que calaba sus músculos se desvanecía a causa del sudor en la frente y los latidos que no frenaban el vaivén.
«¡¿Qué está sucediendo?!», exclamó aterrorizado, pero hacía hasta lo imposible para aparentar indiferencia. Mostraba una apacible sonrisa con la finalidad de enseñarles a las mujeres que no les temía. Incluso fabricó una espada de pura magia, la esencia desprendía colores entre naranjas y azules.
Estaba a punto de dar zancadas hacia el lugar en que escuchaba con mayor potencia las risas y tambores, empero el canto de una melodía empezó a resonar entre el eco de la nieve y el sonido de sus pisadas.
«En un bosque muerto, dos almas perdidas,
corazones congelados, unidos en heridas.
Se aman en silencio, en la noche fría,
destinados a lastimarse, su amor es agonía».
—¡¿Quién anda ahí?! ¡Muéstrate de una buena vez! —bramó Ahmok, ahora se encontraba molesto y frustrado con la situación.
No estaba para bromas de esa índole. ¿Quién se atrevía a mofarse de su situación?
Encontraría a las mujeres y les haría saber que era descortés burlarse de los desconocidos.
Por desgracia, ellas ignoraron su grito, las risas incrementaron y aumentaba la sintonía de su burla. Pues de eso se trataba de la diversión en aquellos labios desconocidos, se reían de los Amantes Maldecidos, los sujetos del que mencionaban en la canción que el joven oía como un murmullo.
«En sus ojos se refleja un hielo profundo,
cadenas forjadas en tristeza.
Bajo la luna, susurros de un amor prohibido flotan en el viento,
dos corazones congelados, enredados en el olvido».
A esas alturas, Ahmok estaba desconcertado y confundido. No sabía de dónde provenían las voces de esas mujeres ni que significaba la letra, después de todo, cuando quiso caminar a la dirección en que aseguraba que era el origen del escándalo, las risas se desplazaron detrás de él.
El nieto de Kororia se hallaba tan concentrado en las féminas que dejó de lado el canto. Empero, si le hubiera puesto atención a la sinfonía, se daría cuenta de que la canción era bastante similar a la historia que le narraba su abuela.
Él seguía ocupado en tratar de ver a través de la densidad de los árboles que desechaba las palabras de ese hermoso canto de sus oídos. A tan solo escasos instantes de irse corriendo de nuevo hacia donde pensaba que escuchaba el retumbar de las flautas, visualizó otra vez la silueta que lo obligó a atravesar el lago congelado.
—¡No te escaparás de mí! —exclamó furioso, sus mejillas caobas tenían un tinte rojo por esa molestia y los orificios de la nariz estaban hinchados.
Corrió con desenfreno, esquivaba las ramas y se levantaba a la misma velocidad cuando caía de rodillas en la nieve. No le importaba ensuciarse o congelarse, su única misión era lograr atrapar a esa persona. Luego de unos minutos, en el que su respiración acelerada retumbaba al compás de la canción, aterrizó en una zona despejada. Ahí notó a un hombre de piel tan blanca que fácilmente podía esconderse entre la nieve y el cabello lo tenía tan largo —uno del mismo color que el suelo— que se sacudía por la ventisca.
«El frío abraza sus almas, un tormento constante.
Promesas rotas, un amor destrozado.
En el eco del viento, se escuchan sus lamentos,
dos amantes perdidos, condenados a muerte».
Ahmok sacudió la cabeza con violencia para no prestarle atención a la canción ni a las risas. Ponía su atención en el otro. Esas manos delgadas temblaban con fuerza, estas sostenían una daga y con ella se cortaba la muñeca. Por un instante, no reaccionó de inmediato. Pero luego se abalanzó hacia él para evitar que continuara lastimándose.
—¡Detente! —gritó cuando lo quitó con su espada de esencia la daga y lo encaró—. ¡¿Qué crees que estabas pensando?!
«En la danza del dolor, sus lágrimas se mezclan.
Aunque se amen con fuerza, la despedida es inevitable.
Dos corazones helados, separados por la envidia».
Hubiera proseguido con sus reclamos; no obstante, lo que vio le heló la sangre. El joven —le calculaba una edad entre los veintiocho años— poseía unos ojos blancos, de estos descendían lágrimas que caían en la nieve. Sin embargo, no era eso lo que provocó que su cara se tornara pálida, sino que esos luceros estaban vacíos... no transmitían ninguna emoción. Ni siquiera se inmutó ante su arrebato o había un atisbo de dolor por sus heridas.
—¿Qué está pasando en este lugar? —murmuró perplejo. Le dolía la cabeza y sudaba desde la frente hasta la altura de la nariz.
No tenía tiempo para buscar respuesta, así que solo optó por actuar. Dispuso la palma de su mano en la frente del albino, enseguida, una luz entre azul y naranja salió de esa extremidad y arropó al hombre que no daba indicios de reaccionar, puesto que seguía con una mirada indiferente. De inmediato, este cayó entre sus brazos, lo cargó con una mueca en los labios y la frente arrugada.
«No pesa nada».
Avanzó unos tres pasos, tratando de alejarse, pero tuvo que detenerse a los segundos para crear un escudo de esencia y así frenó una flecha de hielo que se dirigía a su pecho.
Los ojos dorados de Ahmok estaban abiertos de par en par, no parpadeaba y le costaba respirar. Por poco y salía herido. No solo eso, frente a él había un hombre arropado en una capa gruesa de animal y portaba una máscara de madera en forma de lobo que ocultaba su rostro. Entre las manos, cargaba un arco de hielo.
—¡Kiarundit! —vociferó el Vigilante de los amantes maldecidos a Ahmok.
Él no entendió nada de ese dialecto, aunque sí comprendía una cosa, estaba en serios problemas.
Glosario:
1. Edías: Un Edía equivale a un mes de 58 días.
2. Kiarundit: Bájalo
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