Capítulo 17. Al Hielo (parte 2)
Reino de los Sangre Mágica, Este del mundo;
Bosque de las Setas de Ensueño.
Ahmok tenía puesto los ojos dorados en el tótem del lobo, observaba de manera silenciosa los detalles de las runas, queriendo aprender a leerlos, identificar el nombre de Kahu en lo escrito. A lo que le confesó su Lekva, los artesanos tallaban la canción que los Sangre Mágica profesaban en el idioma de Naia cuando realizaban el baile con la finalidad de que la Glacérgia fluyera de manera natural sobre la nieve y el individuo.
Sin embargo, no era lo único que había. Una vez que uno adquiría su propio animal, este le pedía al creador del objeto que pusiera su nombre en la espalda o en la parte de abajo de la madera. Así, el tótem reconocería a su invocador y no dudaría en nacer ante el llamado.
Cuando Ahmok se enteró del dato, comenzó a trazar en la nieve con frecuencia —tratando de no ser visto por K'itam— el nombre de él.
Emitió un resoplido al apartarse de esos pensamientos y volvió a posar la contemplación en el lobo que estaba en los dedos delgados y pálidos de Kahu.
Cada vez que admiraba la figura del tótem, una parte de él se sentía melancólico, parecía que llegaría a su mente, la imagen nítida de un fugaz momento del pasado. Y presentía que se trataba de los recuerdos con los que se le fue arrebatado. Al fin y al cabo, si Kororia era una Sangre Mágica y participó en varias ocasiones en la danza de la Noche de las Sombras, ella tuvo que tener uno en su poder.
No se equivocaba.
Ahmok, durante su infancia, acostumbraba a sujetar la delicadeza del grabado. Para él, significaba algo maravilloso, mágico. Su ouma le decía que el lobo siempre estaría a su lado, en los momentos más oscuros, donde el miedo le robaba el aliento. Empero, no recordaba nada relacionado con Kahu e Iraia.
Olvidó esas palabras.
El tratado de Ahao hacia Naia les robaba las memorias de su vida antigua a los que llegaban al reino.
Ahmok suspiró y se alejó de Kahu que permanecería absorto en lo que palpaba con los dedos. Se ajustó la capa que lo protegía del frío y caminó hacia su Lekva, posicionándose a un costado. El Vigilante aún conservaba la máscara, huyendo de él. No obstante, a diferencia de la Estación Nevado anterior, él se encontraba concentrado en la lectura del libro que posaba entre sus piernas, uno que fue heredado por su progenitor.
La primera vez que reparó en ello, no supo qué pensar al respecto. Fue extraño para él verlo atento a esas palabras, incluso tuvo curiosidad en indagar sobre lo que lo tenía anonadado. Entonces, desplegó una sonrisa ladeada y buscó el modo de alterarlo, generar aquel sonrojo en las orejas.
Por desgracia, solo consiguió que K'itam se enojara con él. Le reclamó que debería de estar más angustiado por la persecución de los rora y no actuando con tranquilidad. Pero lo que el Vigilante no entendía era que Ahmok nada más fingía.
En realidad, le aterraba su mera existencia. Estar en medio de la oscuridad, escuchando los gemidos y risas del enemigo, lo aniquilaba. No había ni una sola noche en el que se esforzó para no taparse los oídos y en pedir a gritos que su ouma lo abrazara.
Todavía no superaba su miedo a la eterna aniquilación de la luz. Por lo menos, K'itam se aseguraba que siempre tuvieran a la mano una luma. Así, Ahmok estaría pegado a uno y se aseguraría de no pensar que a sus espaldas, no lograría ver nada.
El moreno recargó la mejilla y contempló la luminiscencia del fuego. Esta crepitaba con suavidad, su canto era como un susurro constante que se le elevaba y caía junto al viento. Aquello proporcionaba un contraste cálido y vivaz contra el silencio sepulcral del bosque cubierto de nieve.
El crujido de las ramas al arder se mezclaba con el murmullo del agua. Mientras que el olor era una mezcla embriagadora de madera quemada y resina de pino, un aroma terroso y dulce que se entrelazaban con el aire frío y limpio.
Las llamas danzaban, proyectaban sombras largas y cambiantes que jugaban sobre los troncos de los árboles cubiertos de escarcha, le hacían imaginar a Ahmok la sonrisa de su abuela.
Él no se acordaba de sus padres, nada más los conocía por fotografías o figuras esculpidas por la Glacérgia de Kororia. Tampoco conoció al esposo de ella, puesto que el hombre trató de proteger a su hijo —el padre de Ahmok— del ataque de los Elegí, siendo que los únicos que sobrevivieron fueron Kororia y Ahmok.
Su ouma era lo más amó en su vida. Recordarla le provocaba una sonrisa en los labios, una que se ensanchaba cuando evocaba la risa cantarina que se transformaba en un ronquido de esa mujer. Aquella noche, no fue la excepción. Ahmok imaginaba los ojos blancos de Kororia entre las llamas, la quería con él.
Emitió un suspiro, moviendo su contemplación hacia el hombre que le gustaba, quien despegó la mirada de él, regresando la atención al libro. Ante esto, una sonrisa apareció en el rostro del humano.
—¿Puedo saber que te tiene tan interesado? —cuestionó en un tono jocoso.
El Vigilante exhaló un vaho de aliento, cerró los párpados por unos segundos, considerando si decirle o no. Al inicio, no había relacionado a la persona que se mencionaba el libro con Ahmok, hasta que él mismo le reveló que era su familia. Luego de ello, el Reejá apareció de nuevo y solo pudo pensar en Aket. Así que dejó de largo esa información y estaba seguro de que el humano se enojaría o se alteraría.
Hasta el momento, lo único que alteraba al moreno era la mención de Kororia.
—He estado leyendo y encontré algunos fragmentos que tu abuela llegó a escribir cuando vivía en el Reino —reveló con el corazón acelerado y un nudo en la garganta. Volvió a suspirar, más cuando vio como la sonrisa de Ahmok se desvanecía.
—¿A qué te refieres? —preguntó en un tono incrédulo, observando al albino con la frente arrugada—. ¿Me estás diciendo que hay escritos de ella y nunca me lo contaste?
K'itam dibujó una mueca. Se arrepentía, quería coger sus cosas y correr, lejos de él. Pero aun así, asintió con la cabeza.
Ahmok rio con ironía, negó con la cabeza y se revolvió los cabellos con fuerza.
—¿Qué puso?
El Vigilante sintió cómo sus músculos se tensaban y una punzada se instaló en el pecho. ¿Dónde había quedado el hombre que le encantaba hacerlo sonrojar? Frente a él, estaba otra persona. El rostro moreno se hallaba teñido de un tinte rojo y sus brazos temblaban por andar apretando los puños.
Carraspeó y con un ligero estremecimiento, le entregó el libro y este le tomó. Leyó poco, aunque sin entender, y rio con sarcasmo.
—No sabía que era ella. De verdad. —Trató de disculparse, su voz era débil—. Ahí expresa en los lugares que anduvo buscando los corazones, detalla lo que encontró. —Tragó saliva e inhaló en profundidad—. Entendía que se trataba de la Primera Vigilante, pero desconocía que era alguien importante para ti, hasta que lo dijiste. Y no me acordaba de esto.
—¿Qué puso? —masculló con la quijada tensa—. Lekva, puedo tolerar que me ignores y trates de fingir que no he estado intentando coquetear contigo, pero no que me ocultes cosas de mi abuela. Así que, ¿qué dice ahí?
K'itam tomó otra bocanada de aire.
Primero empezó a explicarle la manera en que su familia adquirió el título de Vigilante y comenzaron a heredarlo. A lo que le contó su padre —Ulner— su ancestro caminaba entre la protección de los árboles por el Bosque de los amantes perdidos, buscando una anomalía.
El Reejá de Ujo —Edar— había recibido, de manera constante, quejas de los Sangre Mágica. Sus rostros alterados por el temor y aquellos ojos angustiados, hizo que decidiera actuar.
Desde hacía varios días, los espíritus de las mujeres que solían reír y cantar una hermosa sinfonía, comenzaron a burlarse y entonaban otra letra que era desconocida para ellos, al menos, eso creían. Los Sangre congelada no entendían a qué se debía al cambio, aseguraban que ninguno desafió los deseos de Naia ni profanó las memorias de los que se iban Al Hielo.
Entonces, el Reejá le ordenó al hombre que perfeccionó la Glacérgia que se adentrase a los brazos de los árboles para indagar qué fue lo que originó la furia de los espíritus. Ican, el ancestro de K'itam, acostumbraba a vagar por los campos de flores y el manto. Su confianza se veía reflejado en su postura relajada, bebiendo de una cantimplora, una bebida elaborada por frutos de hielo que, al mezclarse con hojas secas, hacía que el que lo ingiriera se sintiera excitado y motivado de poder realizar cualquier acto.
Sus pasos eran lentos, como si no temiera a ser acechado, los hombros caídos y un rostro aburrido. Frecuentaba cazar aves por la zona para llevarle alimentos a sus hijos, por lo que, no consideraba requerido estar alerta. Por desgracia, en el instante que llegó al centro del bosque, su respiración se tornó pesada. Frente a él, se deslizaban una hilera de abedules secos y sin vida.
«Esto no estaba aquí días atrás», condujo con prisa las manos al arma y desenvainó. De repente, un escalofrío le recorrió la espalda baja.
Alguien lo vigilaba, lo sabía.
Retomó el andar, cauteloso. Movía la cabeza de un lado a otro, tratando de encontrar al que lo acechaba desde la distancia. La oscuridad había tomado posesión del lugar, las sombras eran parte de los cuerpos de la naturaleza y el silencio era la melodía que lo envolvía. El pecho del segundo Vigilante subía y bajaba a un ritmo desenfrenado, sus jadeos atravesaban la sinfonía del mutismo.
De pronto, las risas de las mujeres causó que emitiera un respingo y retuviera el aliento.
—Debe ser una broma —susurró, consternado y mordiendo sus labios.
Por desgracia, a medida que acortaba los metros de un lago, supo que las almas de los Sangre Mágica en verdad se burlaban. Pero ¿qué lo ocasionó? Para eso estaba ahí. Atravesó el agua congelada y aterrizó en un panorama que volvió a desconcertar.
Dos hombres yacían envueltos en los sollozos del Dios Naia mientras temblaban con fuerza. Ninguno se observaba, se hallaban a espaldas. Sus miradas no reflectaban el miedo, sino una indiferencia que lo descolocó hasta el punto de caer de rodillas. Iraia y Kahu fueron rodeados por tres libros y el hueco en el que debió estar otro, además de sus tótems.
—¿Quiénes son ustedes?
Reino de los Sangre Mágica, Este del mundo;
Bosque de las Setas de Ensueño.
La noche era fría y el viento soplaba con una furia que arrancaba los suspiros de los árboles. A las orillas del río, Kahu trataba de ejercer pasos de baile mientras emulaba que sostenía a alguien entre sus brazos. Esos labios carmesíes alardeaban de una dulce sonrisa y de la garganta salía una canción que ni las hojas congeladas podían oír.
A pesar de que al Vigilante le hubiera gustado admirar la efímera alegría en el amante de Iraia, desde hacía un par de horas, se hallaba sumergido a los soplos de las ilusiones. Detrás de su cuerpo frágil, Ahmok lo abrazaba desde la cintura, mientras buscaba no pensar que si no fuera por la luma, no lograría ver nada.
En ocasiones, conseguía dormir con prisa, pero en ese instante, era incapaz de hacerlo.
Sin previo aviso, el sonido de pasos presurosos, lo obligó a reaccionar. Despertó con prisa a K'itam, quien se sobresaltó ante el movimiento y casi lo empujó, molesto por la interrupción. Pero sus intenciones fueron borradas cuando frunció el entrecejo y oyó lo mismo que el humano.
Alguien se acercaba.
Desde los árboles, salió Onar, un Sangre Mágica que cargaba a su amada entre los brazos. Su repentina aparición provocó que Ahmok alzara una ceja y K'itam contuviera el aliento, aferrándose a la capa.
El viento cortante y la nieve se mezclaban con las lágrimas de Onar que caían por su rostro, trazando surcos en esas mejillas pálidas. Con cada paso que daba, sentía como el peso de Icana se volvía más pesado, no solo por el cuerpo inerte que cargaba, sino por el abrumador temor de perderla.
—¡Por favor, ayúdenme! —pidió desesperado. Su voz estaba quebrada y los sollozos se percibían.
Los brazos de Onar temblaban.
K'itam se apresuró a estar al lado del hombre, cargando entre los brazos varias hierbas, dispuesto a curarla. Sin embargo, todo color de su cara se desvaneció cuando vio la condición de la mujer y las manos le flaquearon, dejando caer lo que tenía. Desconcertado, Ahmok corrió para posicionarse junto a él, lo tomó de los hombros y proporcionó sutiles caricias, ignorando a la pareja que se desplomaba.
—¿Lekva? ¿Qué sucede? —preguntó, recorriendo su silueta con esos ojos dorados.
El Vigilante se estremeció, se mordió los labios y suspiró.
Ella no tenía salvación, él lo sabía, también lo comprendía su amado, pero se negaba a aceptar la realidad.
Decidió ser quien lo aniquilará. Alzó una mano, condujo los dedos que temblaban al hielo que cubría a Icana, la mujer que moría con cada soplo transcurrido.
El cuerpo de Icana, que siempre desprendió calidez con sus abrazos eternos y sonrisas deslumbrantes, estaba helado. Cada centímetro de piel que el hielo reclamaba era una punzada aguda que le robaba el aliento. Los cristales penetraban hasta los huesos, inmovilizando los músculos y llenándola de un dolor inefable.
K'itam e Icana sabían que tal padecimiento se debía al abuso de la Glacérgia. Cada hechizo lanzado sin control, cada ritual lanzado sin mesura, la había llevado a este punto.
A medida que el hielo avanzaba por el cuerpo de Icana, cubriendo los brazos y alcanzando el cuello, el terror la invadía. Su respiración era superficial y entrecortada. Cuando el hielo selló sus labios y párpados, K'itam tuvo que tragar saliva para evitar acompañar a Onar con el llanto.
Se armó de valor para abrir los labios y cantar un réquiem.
«Naia, Dios del hielo eterno,
Envuelves a tus hijos en tu abrazo frío,
En la quietud de la noche, tu manto les das».
Durante un breve instante, Icana quedó inmóvil... sin vida, como una estatua de hielo resplandeciente bajo la luna. Pero luego, ese mismo hielo que la cubría, comenzó a derretirse.
«Cubre con hielo.
Que tus lágrimas se fundan con su ser,
Renacerán en la próxima nevada,
En el ciclo eterno, volviendo a nacer».
Pequeñas gotas se formaban en el cuerpo de la mujer y caían de su figura, bailando al ritmo de la canción de K'itam y el llanto de su amado. Al principio, fue lento el descenso del agua; sin embargo, la velocidad aumentó a medida que la letra alcanzaba.
«Sus cuerpos helados, en silencio descansan,
Guardados en el corazón del invierno,
Para formar parte de tu llanto tierno».
Cada gota que se desprendía de ella, llevaba consigo un fragmento de su ser, disolviéndose en la tierra como lágrimas silenciosas.
Con cada latido, sentía su esencia desvanecerse, evaporándose en el aire frío de la noche. La sensación de ser borrada de la existencia era abrumadora, un eco de tristeza que resonaba en el silencio del claro.
Al final, Icana se redujo a un charco de agua helada, sus últimos rastros desaparecieron en el suelo, dejando solo la memoria de una mujer que fue amada por Onar, quien se aferraba a sus memorias y lloraba el dolor que le provocaba su ausencia.
K'itam solo pudo contener sus propias lágrimas mientras liberaba las últimas letras de la canción y era acariciado desde los hombros por Ahmok.
«En la nieve, sus almas fluyen libres,
Uniéndose al llanto de Naia en el cielo,
Y así en cada invierno, el ciclo se cierra,
Renaciendo siempre, bajo el hielo tierno».
Si no se cuidaba, aquel podría ser si destino y primero debía encontrar el corazón de Iraia.
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