Capítulo 16: Al Hielo (parte 1)
Reino de los Sangre Mágica, Este del mundo;
Bosque de las Setas de Ensueño.
El sol comenzaba a descender de manera lenta en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos cálidos y dorados que se reflejaban en el manto blanco que cubría los suelos de aquel mundo. El aire estaba frío y fresco, pero la luz del atardecer confería una sensación de tranquilidad a la escena.
Los ojos dorados de Ahmok contemplaban junto a una nostálgica sonrisa el deceso de esa magnificencia.
A la par, la bulla de los prudentes pasos de los lobos de hielo resonaban en el soplo del viento que se dirigía a la entrada de otro bosque, uno que protegía árboles que levantaban entre las ramas hojas grisáceas, emitiendo aromas finos y delicados.
La sinfonía creada por las aves y zorros le dieron la bienvenida a Ahmok y K'itam, cuyos rostros reflejaban la expectativa de hallar el corazón de Iraia entre esos arbustos.
Por desgracia, sin importar el anhelo, sus posibilidades eran nulas. A diferencia del hallazgo de la gema de Kahu, no tenían ninguna pista referente a su paradero.
Lo supieron al instante.
Ahmok le había revelado a su Lekva, días posteriores de haber abandonado el Bosque de los amantes perdidos, sobre lo que recordó la tarde en que discutieron. Expresó cada palabra que revocó de los relatos de su abuela, sin saltarse ningún dato.
Por lo menos, lo que llegó a recuperar.
Luego de contarle que quizá un corazón congelado estaría en el árbol del lago Argo, los dos se percataron que sería complicado encontrar el otro con facilidad. Después de todo, si Kororia no lo había hecho durante sus años de Vigilante, ¿cómo podrían ellos? Aunque, tampoco sabían cuánto tiempo estuvo ella junto a la pareja antes de desaparecer.
El verdadero pasar de las Estaciones de Nevado, no de lo que decían las historias de Ujo.
K'itam conocía las Eras Cristal transcurridas desde la llegada del segundo Vigilante hasta él, pues fueron alrededor de ciento veintiséis, según revelado en el libro que su padre le entregó. Además, si se contaba el período que pasó cuando las rejas se crearon antes de que su ancestro encontrara la pareja... estaba seguro de que sucedió hacía bastante.
El albino se sostenía con la creencia de que Kororia no pudo localizar el otro corazón alrededor de varias Estaciones Nevado. No solo afirmaba ese dato, sino que descubrió algo que no le agradaba del todo.
Esa tarde, cuando abandonaron el lago Argo, para el Vigilante le fue inevitable no dejar de repasar lo que vio en el instante que tocó el corazón de Kahu. Era tanta su incertidumbre que el Sangre Cálida se percató del cambio de ánimo.
Ahmok se había acostumbrado a otear con discreción cada movimiento por parte del Sangre Mágica. Le gustaba verlo, revelar lo que le hacía diferente a los otros hombres que llegó a rozar sus cuerpos con los labios.
Durante la Estación Nevado, en la que viajaron para llegar a Argo, notó esos detalles que tal vez no prestó atención en la cabaña.
K'itam, estando arriba del lobo de hielo, tendía a susurrar palabras tiernas y suaves a Iraia. Lo abrazaba desde la espalda, recargaba el mentón en el hombro contrario y le contaba cualquier cosa que se le ocurría para mantenerlo tranquilo.
Una vez, el moreno escuchó cómo fue que le empezaron a gustar las cigarras.
Mientras aguardaba a la llegada de su progenitor, que se fue a adquirir alimentos a Ujo, un K'itam de doce años se hallaba junto al amante de cabello corto, sentado en el tronco de un árbol que le brindaba cierta comodidad.
Él admiraba con una sutil curvatura el dibujo que plasmaba Iraia en la nieve, trazaba un zorro con delicadeza, como si la figura del animal fuera lo más bello para él. Y lo era, solo que K'itam no lo supo hasta que se convirtió en un adulto.
No podía retirar la mirada de la efímera alegría de Iraia, cuyos ojos parecían que deseaban presumir el nacimiento de una brillantez. Sin embargo, esta se extinguió tan rápido como apareció ante el preludio de la burla. Las risas de los espíritus de los Hijos de Hielo resonaron en el eco de los abetos que lo rodeaban.
Los jadeos del maldecido no demoraron en alertar al adolescente y él no supo lo que sucedía.
El aire se volvió denso, casi palpable. K'itam observaba anonadado al amante de Kahu. Esos ojos, que con normalidad expresaban un vacío, estaban oscurecidos por el miedo. Su respiración era rápida y el cuerpo le temblaba mientras lágrimas caían hacia la nieve. El terror que le mostraba con gritos silenciosos le hizo sentir un nudo en el estómago al futuro Vigilante.
Intentó hablar, decir algo que pudiera calmarlo; no obstante, las palabras lo habían abandonado. Su mente se encontraba en blanco, incapaz de formular una sola frase coherente. En ese momento, sentía como su pulso se aceleraba y como inhalaba a gran velocidad. K'itam creía que la desesperación lo arrastraba hacia abajo.
Pero entonces, el sonsonete de las cigarras lo acarició. Un canto constante y rítmico lo rodeó como una manta protectora. De a poco, el murmullo familiar, uno diferente a la diversión, lo alejó de la angustia. Con una renovada serenidad, pudo enfocar su atención en lo importante y ayudar a Iraia.
—Aquí estoy —murmuró en un tono melodioso—. Nadie te hará daño, lo prometo.
Cuando K'itam terminó con el relato, los ojos dorados de Ahmok brillaban y portaba una sonrisa en los labios.
Le pareció tan bello ese relato. Conocer más de él le encantaba.
Además de hablar con Iraia, el Vigilante también pasaba los dedos por el cabello de este para buscar que durmiera o le enseñaba siluetas que representaban la Noche de las Sombras con la Glacérgia.
Sin embargo, en esa tarde, K'itam se mantuvo quieto y Ahmok supo que él no estaba bien.
—Lekva, ¿está todo bien? —inquirió el huma en un tono que aparentaba ser suave, pero fracasó cuando observó como este respingó arriba del lobo—. Has estado distraído desde unas cuantas horas.
El referido frunció el ceño y apretó los labios, indeciso de revelar los sentimientos de Kahu. Apreciaba a la pareja, los veía como parte de su familia y creía que decirle lo que llegó a contemplar a través del corazón era como invadir su privacidad. Aunque también comprendía que necesitaba que alguien lo ayudara a disipar sus dudas.
Empezaba a cuestionarse acerca de lo que sabía de la propia historia de su mundo. Ahora no estaba seguro si en verdad los Sangre Mágica traicionaron al Reino o únicamente eso fue lo que expresó Ahao para deshacerse de ellos.
En los recuerdos que tuvo acceso de Kahu, en ningún momento se vio aquella confrontación con Ahao. Simplemente, para él, le tomó desprevenido cuando su soberano comenzó a gritarles que habían destruido la armonía de los Navarianos. Más adelante, este los culpó de robar un libro.
Respiró hondo y exhaló a un ritmo lento. Se aseguró de que la máscara estuviera en su lugar y contempló al huma con seriedad.
—¿Te acuerdas de lo que sucedió cuando toqué la gema azul? —preguntó el albino.
—Por supuesto —contestó con una sonrisa ladeada, aunque un ligero temblor lo atacó en cuestión de segundos.
«¿Cómo podría olvidarme?», pensó con amargura.
En ese conticinio, Ahmok sostuvo entre los brazos a su Lekva que había perdido el conocimiento. Su corazón latió a un ritmo desenfrenado a causa de una sensación que nada más experimentó cuando Hinemoa le dijo sobre la condición de su ouma: miedo.
Su respiración se tornó irregular, le costaba enfocar la vista y las manos comenzaron a temblarle.
Jamás olvidará el terror que lo invadió.
Carraspeó la garganta para despejar esas memorias y enfocarse en su Lekva.
—Creo que Iraia y Kahu en realidad no traicionaron al Reino. —Hizo una pausa para inhalar en profundidad—. Ahao pudo haberlos culpado de algo.
—¿Por qué estás tan seguro de ello? —inquirió con una ceja alzada. A esas alturas, sabía que K'itam no hablaría de algo tan delicado como la verdad de una traición a la ligera.
—Lo vi, en los recuerdos de Kahu. Ellos no hicieron nada, pero él los empezó a culpar.
Los aullidos de los lobos obligaron a Ahmok a desechar los recuerdos de esa vez. No volvieron a tocar el tema respecto al soberano del Reino y, en parte, lo agradecía. Detestaba juzgar sin conocer la otra versión de los hechos o tener en la mano las pruebas suficientes. Deseaba confiar en su Lekva, pero no pensaba flaquear con sus principios por él.
Plasmó una sonrisa ladeada para seguir siendo el mismo de siempre. Por lo pronto, dejaría a un lado aquello y se enfocaría en el presente.
Frente a Ahmok estaba el bosque de las setas. Tendría que concentrarse en hallarlas y tratar de evocar el canto de su abuela.
Emitiendo un suspiro, descendió del lobo de hielo.
Caminó hasta colocarse a un lado del albino, quien tenía su entera atención en un camino que tenía lumas extintas. Ahmok estuvo tentado a contemplarlo por un instante; sin embargo, era urgente adentrarse a los árboles antes del anochecer. Carraspeó la garganta y alzó los abrazos hasta la altura de su Lekva.
Lo ayudaría a bajar.
Ante esto, K'itam quitó la contemplación de la vegetación y la dispuso en el Sangre Cálida mientras fruncía el ceño y las mejillas pálidas se le tornaban rojas.
—No es necesario —dijo en un tono suave—. Prefiero que ayudes a Iraia.
El amante estaba concentrado en acariciar un pelaje que al tacto era áspero y friolento. Le llamaba tanto la atención el lobo que no escuchaba la conversación. Tampoco oyó el bufido proveniente de Ahmok ni se inmutó cuando este lo sostuvo desde la cintura, alejándolo de lo que le fascinaba.
Una vez que aterrizó en el suelo, Iraia olvidó de lo que hacía y comenzó a avanzar de manera lenta hacia el bosque, siendo observado por K'itam, atento de que no se fuera lejos.
—¿Ahora sí puedo? —insistió el moreno al Vigilante, renuente a una negativa de su parte.
Ahmok aprovechaba cualquier momento para poder rozar esa piel pálida. Era algo que no podía evitar.
K'itam lo miró. Notó esos ojos dorados que emitían una luminiscencia, delatando la diversión y aquella sonrisa seguía elevada. Sintió ese tic nervioso en el párpado, un movimiento regular desde que lo conoció. Con un fuerte bufido, generando que Ahmok riera, terminó por acceder.
Enseguida, el huma efectuó una reverencia exagerada, como si le pidiera permiso a su Lekva de poder tocarlo, a lo que él asintió con las mejillas teñidas de un tinte carmesí.
Ahmok puso las manos en la cintura del Vigilante y lo ayudó a bajar del lobo. Tan pronto como estuvo en el suelo friolento, este se dio la vuelta para alzar una mano y bajarla con prisa: derritiendo los animales de hielo que regresaron al manto nevado en cuestión de segundos.
—Todavía no me has dicho por qué era necesario venir hacia acá —cuestionó el contrario, avanzando hacia Kahu con la finalidad de entrelazar los dedos con los suyos y guiarlo al interior de los árboles.
—Por lo que sé, aquí hay unas setas que te podrían ayudar a recuperar esos recuerdos que trataste de eliminar con el paso del tiempo —informó el de la máscara, caminando de la misma manera y arrastrando a Iraia.
—¿Eliminar? —Contempló a su compañero con la frente arrugada.
Ahmok era consciente, y se reprochó, por eso mismo en muchas ocasiones, que debió mostrarse más interesado en los relatos de su ouma cuando pudo. Pero estaba seguro de que mucho antes de llegar al Reino, se sabía de memoria la historia de los amantes maldecidos. Él evocaba, como un suave murmullo, que una noche antes de su desaparición había conseguido calmarla con su voz deslizando la historia de sus amigos.
Sin embargo, por algo que desconocía, esos recuerdos se alejaron de él desde el momento que aterrizó en ese mundo. Y no lo entendía.
Movió la cabeza a los lados para desechar esas vacilaciones que lo obligaban a culparse de haber actuado sin cuidado junto a su abuela. Llevó los dedos al mentón y deslizó una curvatura ladeada para aparentar que no le había afectado las palabras pronunciadas por el albino. Tampoco trató de refutar acerca de lo que K'itam pensaba de él. Se encogió de hombros y siguió el sendero que el Vigilante señalaba.
A esas alturas, Ahmok y K'itam se encontraban en el décimo día de la Estación Nevado Cristalino, el quinto de las doce Estaciones por el que se componía el Reino. En todo ese tiempo transcurrido, había momentos en los que el Sangre Cálida respetaba el silencio que marcaba el contrario, días que este parecía que debía estar lejos de él, como si le doliera su compañía.
Pero también había algunos atardeceres en el que el propio albino buscaba compartir algún dato referente a los amantes con él.
Alrededor de unas cuantas horas, bajo un cielo encapotado, estuvieron al pendiente de hallar las setas. Sus pies creaban la melodía de su introspección del lugar que les provocaba una inquietud que no lograban comprender.
Los soplos del aire estaban impregnados del olor terroso de la madera, un aroma fuerte y a la vez reconfortante. Estando rodeado por los árboles y arbustos, K'itam se sentía protegido. Aunque el miedo se apoderaba de él, también sus nervios se calmaban.
El canto melódico de un ruiseñor resonaba en la distancia, siendo su guía en ese hogar desconocido. Aquella sinfonía se mezclaba con el susurro de las hojas que se mecían.
Ahmok, cada tanto vislumbraba los suelos en busca de las setas, a la par que ayudaba a Kahu a traspasar zonas que se tornaban complicadas. Incluso, a veces debía cargarlo en la espalda para no distraerse en el hallazgo.
A pesar de que disfrazaba sus esfuerzos en la exploración, en realidad no le interesaba encontrar lo que su Lekva quería para él.
Sentía que esas setas no servirían, pero no deseaba contradecirlo en algo que creía podría funcionar. Aunque no podía concentrarse del todo.
Había algo en ese lugar que no le gustaba.
A medida que avanzaron por la nieve y la floresta, creyeron oír el canto del agua corriendo a su alrededor. Ante el sonido de aquel líquido que les hacía falta, se observaron y entendieron al instante que debían seguir el sonido. Ahmok cargó entre los brazos a Kahu y se apresuró a ir hacia ese sitio que lo cautivaba.
Cuando aterrizaron al origen del ruido, se toparon con un arroyo cristalino serpenteando entre las rocas de líquenes y cubiertas de una densa capa de hielo. No demoraron en arrodillarse para beber.
El moreno, luego de saciar el ardor de la garganta, hurgó a los costados algo con el que pudiera agarrar agua. En eso, K'itam le entregó un cuenco, donde pudo coger lo necesario y eliminar la sed de Kahu.
Al caer la noche, Ahmok apiló troncos cerca del arroyo, prendiendo una fogata. Condujo al amante, que estaba bajo su custodia, con el fin de que adquiriera calidez. Lo cubrió con una capa y le entregó el tótem de un lobo. Este, al instante, cogió la figura de madera y se quedó viendo, absorto las figuras de la madera.
Le recordaban a alguien.
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