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Capítulo 11: Cobardía


Reino de los Sangre Mágica, a orillas del Bosque de los amantes perdidos.

Los murmullos de las hojas que reposaban en los árboles al momento de entrelazarse y bailar por las caricias del viento hacía eco entre los caminos de flores de hielo. La música que creaban los búhos o los pasos sigilosos de ginetas era el único ruido que Ahmok escuchaba en medio de una oscuridad que le robaba el aliento.

Por fortuna, había adquirido una lámpara de aceite en la reja cuando estuvo interrogando a los residentes, de ese modo, evitaba perderse entre los susurros que lo obligaban a adentrarse a las tinieblas de esa noche, del recuerdo que todavía lo encerraba en el miedo.

Incluso así, siendo acompañado por la luz, le era inevitable alertarse ante cualquier sonido que salía entre el aliento de la vegetación. Hasta tuvo que fabricar una daga de esencia, una que también lo ayudaba a iluminar su entorno. Necesitaba tener algo con que defenderse de sus propias pesadillas.

En ese punto, desconocía las horas transcurridas desde que él y su Lekva tuvieron aquella discusión, palabras que resonaban en su mente cada tanto, como si pudiese retroceder los soplos gélidos para evitar pronunciar algunos vocablos que aseguraba haber lastimado al Vigilante.

Con la misma sintonía, quiso seguir evocando la voz de su abuela cuando le contaba a modo de cuentos todo referente al reino de nieve.

No obstante, por más que lo intentó, sus recuerdos continuaron ausentes. A tales alturas, desconocía porque era incapaz de traer al presente las narraciones cuando sabía que en su niñez amaba compartir esos instantes junto a ella. Le extrañaba, puesto que lograba visualizar las figuras que Kororia formaba con la magia, pero no de las letras que salían desde sus labios.

Condujo una mano a sus cabellos oscuros, en ese segundo, recordó que estaba siendo rodeado por un gélido suspiro, ya que el contacto con estos era frío. Los revolvió, tratando de desechar aquella desesperación debido al nulo avance de saber algo referente a lo que decía.

Quizá solo le llegaría la delicada voz de su abuela cuando lo necesitara.

Recargó la cabeza en el tronco que comenzaba a lastimarle la espalda por haber permanecido en la misma posición alrededor de eternos minutos. Había ocasiones en que se ponía de pie para descansar, en otras, se recostaba encima de la capucha que adquirió en Ujo.

Por desgracia, a tales alturas de la noche, no se podría permitir bajar la guardia. Enderezó la espalda, buscando una posición menos incómoda, se cubrió con la prenda y logró ahuyentar el frío que trataba de envolverlo.

Soltó otro suspiro. De nuevo el eco del intercambio de ideas, de la conversación, llegaba a él. Repasaba sus propias palabras, quería evitarlas. Al percatarse de su aparente obsesión, dibujó una mueca, mas no retrocedió. Permitió que la memoria lo invadiera.

Empezaba a darse cuenta de que le gustaba torturarse.

—No, no te dejaré en ese estado —sentenció el moreno, arrugando la frente e intentando de nuevo quitarle la máscara.

Lo veía demasiado inestable.

Pero había reaccionado tarde, K'itam lo rechazó con un golpe en la mano, se levantó tan rápido como sus extremidades temblorosas se lo permitieron. Al principio le costó trabajo, pues tuvo que apoyarse del árbol para no caerse. Por su parte, consciente de la debilidad del albino, Ahmok buscó tomarlo desde los brazos, queriendo que se apoyara en él.

¡En! ¡Lautuk! —gritó alterado el de la máscara, corrió hacia otra parte, apartándose del humano.

Para ese momento, el de ojos blancos era cegado por la niebla que cubría parte de su corazón y raciocinio. No lograba ver nada, únicamente sombras que querían sofocarlo. Ni siquiera era consciente que usó la lengua del Dios Naia.

»No debemos salir de aquí, ¡entiende!

El Sangre Cálida tensó la quijada y dejó a un lado la preocupación que sentía hacia el hermoso hombre, permitiendo que la molestia hablara por él. A decir verdad, no le desagradaba en lo absoluto quedarse varado en el Reino, en el bosque o en una reja, podía adaptarse a cualquier lugar.

Además, le divertía y le fascinaba compartir sus días junto al Vigilante; sin embargo, acababa de descubrir que lo que lastimaba a su abuela, la que le impidió ser feliz en su totalidad en Lithem, se encontraba a pocos pasos.

Comenzaba a creer, no... necesitaba aferrarse a la idea de que Kororia había planeado obligarlo a que llegara a las tierras a las que una vez ella perteneció. De lo contrario, ¿por qué se dedicó a contarle todo referente a los Sangre Mágica y a la pareja que fue maldecida por la envidia de un rey?

De ser así, no tenía planeado retroceder. Buscaría las gemas, desharía la maldición de los albinos y así le quitaría un pesar a la mujer que amaba, aunque ella no estuviera para verlo.

—¿Piensas quedarte en este bosque luego de decirte que existe una posibilidad de destruir el hechizo de Kahu e Iraia? —cuestionó Ahmok con cierto desdén. Dibujó una sonrisa sarcástica, pero aquellos ojos dorados emitían la ira que contenía.

Sin importar el rumbo que estaba tomando la plática, K'itam no se encontraba en buenas condiciones para pensar y aclarar la mente.

Empezó a sentir un dolor que se alojó en las sienes de la cabeza, era tanta la pesadumbre que rastros de lágrimas se acumularon en unas perlas que viajaban a través de las flores o copas de árboles, sin atreverse a contemplar el rostro del huma; juzgándolo. Además, no podía dejar de oír la advertencia del Reejá, haciendo que su cara se tornara más pálida si era posible.

«No olvides lo que sucederá si vuelves a cometer el mismo error», recordaba una y otra vez ese tono de voz que lo aterraba.

Sacudió la cara con brusquedad. Llevó sus manos a los laterales de la cabeza, ejerciendo presión para buscar un modo de ahuyentar la aflicción que le estremecía.

No podía respirar, sentía que la máscara le quitaba cualquier atisbo de aliento que requería. Así que se desprendió de aquel escudo, dejándolo caer en la nieve.

—¡Es solo un cuento para niños, Ahmok! —vociferó el albino, atreviéndose a observar al otro hombre con su semblante demacrado.

El referido abrió los ojos ante el asombro, al entender que su Lekva sabía de la existencia de las gemas y al parecer nunca tuvo el deseo de aventurarse a su búsqueda. Extendió todavía más la sonrisa ladeada, furioso con la noticia recién revelada. Soltó una carcajada que retumbó en el aire friolento, ahuyentando a los animales que se acercaban curiosos. Enseguida, condujo los dedos de su diestra de la nariz para inhalar, intentando no gritar.

—¿Un cuento para niños? —cuestionó con incredulidad mientras rodaba los ojos y liberaba otra risa seca—. ¿Estás bromeando?

El Vigilante se mordió los labios, retrocedió un poco más y se negó a responder.

»¡Lekva! —llamó en un grito contenido, su pecho subía y bajaba a causa de la irritación—. Kahu e Iraia no tienen un corazón y, aun así, pueden seguir viviendo —dijo con los dientes y puños apretados, aceptando por fin que en verdad no había sentido sus latidos cuando tuvo la oportunidad de hacerlo—. Llegué a través de un libro y los Sangre Mágica pueden usar los sollozos de tu Dios como les plazca, ¿y dices que es un simple cuento?

Al borde del llanto, el de la máscara retrocedió otro poco. En esos momentos, las imágenes de aquel hombre invadía cada rincón de su alma rota, el susurro de su tierno canto lo hacía jadear y el roce de esos dedos le provocaban querer escapar como un cobarde... de nuevo.

—Lo es —susurró en un timbre demasiado débil, que de no ser por el silencio de la noche eterna, el moreno no podría oírlo.

—¿Cuál es tu problema? —preguntó el humano y caminó varios pasos hacia él—. ¿No decías que ellos eran importantes para ti?

Pasmado, el albino levantó el rostro, tenía las mejillas en un tono carmesí, los orificios de la nariz se habían hinchado y respiraba con tanta agitación.

—¿A qué viene todo esto? ¡A ti ni siquiera te interesan! ¡Los desprecias! —bramó al instante, apresurándose a llegar hasta estar a escasos centímetros de Ahmok y trató de empujarlo—. ¡¿Con qué derecho tienes de decirme cobarde?!

«¿En qué momento le dije cobarde?», se cuestionó el de ojos dorados, con la frente arrugada. Pero descartó aquel pensamiento en un santiamén.

—¡Claro que no me interesan! ¡Son unos inútiles! —El moreno lo sostuvo de los hombros y lo atisbó con la quijada tensa—. Pero significaron todo para mi abuela y voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para salvarlos.

—¡No iremos! ¡Ya te lo dije, no podemos salir del bosque!

—¡Eres un cobarde! —Ahora fue el turno de Ahmok de empujar al Vigilante, logrando su cometido. No se molestó en ayudarlo cuando notó que cayó. Solamente tomó sus pertenencias y se alejó de aquel lugar.

Necesitaba tranquilizarse, pensar las cosas y tomar una decisión.

Un golpe retumbó entre los suspiros de los árboles que rodeaban al nieto de Kororia y le brindaban compañía. Era la tercera vez que recargaba la cabeza en el tronco con tal violencia, reprochándose de haber actuado de esa manera frente a su Lekva. Ahora que repasaba los acontecimientos, se daba cuenta de que él no había estado bien cuando se lo encontró, evocó su estado alterado.

Algo sucedió con el albino en Ujo, de eso estaba seguro.

Decidido a solucionar aquel conflicto, se armó de valor para colocarse de pie y avanzar por el sendero que lo condujo a ese sitio, alejado del Vigilante. Durante el transcurso trató de repasar lo que diría, tenía los dedos puestos en el mentón y entonaba las disculpas en voz baja.

Cuando aterrizó en la zona que había dejado al albino, vio a la pareja recostada e inconsciente en el manto del suelo. Sus cuerpos temblaban, tenían los labios agrietados y desde esos ojos blancos caían lágrimas que empapaban la pureza de la nieve.

Ninguno podía moverse.

Ahmok negó con la cabeza y chasqueó la lengua ante la crudeza que se presentaba. Si de verdad anhelaba cumplir con el deseo de Kororia, debía protegerlos a toda costa.

Ignorando a su Lekva que estaba sentado con las rodillas pegadas al pecho y el rostro oculto, avanzó hasta Kahu e Iraia. Primero levantó al de cabello largo, le brindó calor con su propia magia y lo abrigó con la capa que hurgó entre las pertenencias del Vigilante. Después de repetir el proceso con el amado del Sangre Mágica, los recargó en los árboles y enseguida caminó en silencio hasta sentarse a un costado de K'itam, quien no se inmutó ante su presencia.

Ahmok suspiró, sabiendo que necesitaba resignarse de ser el primero en perder el orgullo y disculparse. Cruzó tanto las piernas como los brazos, recargó el mentón entre los antebrazos y oteó de soslayo al hombre que lo cautivaba de cierta manera.

—Tienes tus razones para no querer salir de aquí, Lekva —musitó despacio—. Y la verdad no tengo ningún derecho para saber cuáles son, no me conoces y tampoco me tienes confianza.

El de la máscara abrió los ojos y puso atención a las palabras del contrario.

»Pero, a pesar de tu advertencia —prosiguió mientras fruncía el ceño, pues no estaba seguro de que eso se trataba de la negativa por parte suya—, iré a buscar las gemas y romperé la maldición.

—¿Por qué lo harías? No lo entiendo —pronunció el Vigilante en un tono bajo y ronco.

—Yo tampoco. —Dibujó una suave sonrisa y soltó una delicada risa—. Sé que es muy probable que jamás vuelva a ver a mi ouma. ¿Sabes...? Ella huyó mucho antes de que yo llegara a este lugar y estoy seguro de que entendía que sería la última vez que estaríamos juntos. Aun así, jamás dejaré de amarla y quiero hacer esto por ella.

—¿Por qué? —insistió el Vigilante. Alzó el rostro y lo contempló sin ningún atisbo de comprensión, su rostro demostraba indiferencia.

—Mi ouma amaba a Kahu e Iraia. Durante años estuvo buscando las gemas para salvarlos hasta que se perdió y llegó a Lithem —contestó con una sonrisa ladeada—. Yo la amo y quiero cumplir con lo que no pudo.

—Afuera es peligroso, los rora no se detendrán —comentó el de cabellos albos con una ligera preocupación, arrugando la frente—. Puede ser algo imposible.

Ahmok desvió la mirada de su hermoso compañero y la condujo hacia la pareja que se observaba con tanta fijeza, como si pudieran reconocerse. Verlos a ellos, evocaba la risa de su abuela y la calidez del corazón regresaba a él.

—Quizá... aunque quiero intentarlo —expresó con el mentón en alto—. Así que, ¿vendrías conmigo, Lekva? Sigo sin comprenderlo del todo, pero deseo seguir estando a tu lado. 

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