Capítulo 10: Los corazones congelados
Reino de los Sangre Mágica, Sur del bosque, reja Ujo.
Mientras tanto, en lo que el Vigilante de los amantes maldecidos conversaba con el Reejá, Ahmok recorría la reja con un semblante que reflejaba confusión de su parte.
Admitía que sentía una extraordinaria atracción hacia su Lekva, pero presentía que en ocasiones actuaba sin pensar en lo que pasaría después, como si solo quisiera conseguir notar ese sonrojo.
En realidad, era algo que no podía evitar, le excitaba verlo con esa reacción. Sin embargo, entre más permanecía concentrado en seguirle la corriente, retrasaba el hallazgo del libro. ¿Tenía caso continuar con el coqueteo?
Al fin y al cabo, K'itam no sería el único hombre hermoso que conocería en su vida.
Llevó una mano a sus hebras oscuras para despeinarse y tratar de despejar aquellas cavilaciones que le nublaba el juicio.
Por el momento, ignoraría aquella voz que retumbaba en su interior. Optaría por concentrarse en indagar respecto a Kororia, de esa forma, tal vez sabría más de ella de lo que se interesó cuando tuvo la oportunidad.
De lo que conseguía evocar, su abuela le llegó a contar lo que había hecho en Lithem; no obstante, nunca le dijo de forma directa lo que sucedió durante su niñez.
Ahora lo entendía.
Caminó hasta toparse con Kahu e Irai. La pareja todavía trataba de bailar. Lo más probable era que él habría intentado enseñarles a realizar aquellos pasos, empero estaba tan confundido que nada más sintió repulsión de verlos en ese estado.
«Mi ouma nunca dejó de pensar en ustedes. No había ni una sola vez que no mencionara sus nombres. —Tensó la quijada y las manos temblaron ante la resistencia de evitar soltarles un golpe en el rostro—. Pero ustedes no se acuerdan de ella».
No tenía humor para lidiar con ellos.
Se desvió rumbo a las personas que estaban frente a las lanas y vendían vestimentas adecuadas para el clima del Reino. Llegó a una en particular, en el que una mujer de aparente edad avanzada le recibía con una inclinación y un beso en la yema de dos de sus dedos. Su rostro lo tenía inundado de sabiduría a través de esos relieves de piel.
Según el humano, los ancianos solían ser personas tolerantes y respetuosos, por lo que quizá averiguaría algo de su familia.
Saludó con la cortesía que le enseñaron en Lithem, efectuando una reverencia y disponiendo la diestra detrás de la espalda. La comerciante, con extrañeza plasmada en su ceja fruncida, emitió la acción contraria, considerando que él no entendió su propio saludo.
Seguido de ello, el moreno se arrodilló y empezó a observar a detalle los adornos de las capas que ella ofrecía.
Cada tanto le preguntaba las diferencias entre una piel de otra o de las telas para no verse tan interesado en Kororia. Cuando extrajo del bolsillo las últimas itas que le quedaban, hizo la pregunta que más importaba: ¿conocía a Kororia Ada?
Por desgracia, no obtuvo ninguna respuesta por parte de ella, tampoco del que vendía dagas, ni el de las flechas, mucho menos el de las hojas crujientes. Cada uno de ellos repitió la historia que K'itam le contó, nada nuevo.
Chasqueó la lengua ante la desesperación del nulo hallazgo. Ahmok se apartó de la multitud, enojado con su situación actual. No estaba de humor para volver con la pareja o regresar con el Vigilante. Decidió alejarse del festejo, del ruido que le generaba que rodara los ojos y se aproximó hasta unos niños que parecían jugar a buscar un tesoro entre la nieve.
Los infantes tomaban rocas que hallaban al excavar los sollozos del Dios Naia, después los llevaban a una de las lámparas de aceite que los Sangre Mágica colocaron alrededor de la reja luego del baile. Parecía que ellos debían inspeccionar la calidad de la roca. A veces decían que eran las gemas y en otras que se habían equivocado.
En menos de lo esperado, la irritación que martillaba la mente del huma se evaporó y dibujó una sonrisa ladeada. Tenía los dedos puestos en el mentón y reía cuando los niños también lo hacían. Contagiado de la alegría que sus inocentes cuerpos desprendían con efímeros momentos, quiso empaparse de ese desconocimiento que cargaban, de ese que los hacía olvidar lo que pasaría al siguiente albor.
Aterrizó en su visión, interrumpiendo el juego. En un principio, los cinco niños se miraron entre ellos, desconcertados con la aparición de un hombre extraño. No obstante, Ahmok vio el instante en que murmuraron entre sí y apuntaron sus propios ojos, haciendo alusión al distinto color.
El humano extendió su sonrisa.
—¿Eres un Navariano? —preguntó un niño, que ladeaba la cabeza y metía un dedo en la nariz para rascarse.
Aquel gesto le generó diversión en Ahmok.
—No soy de este Reino —dijo en un tono calmado mientras escondía las manos en los bolsillos y encorvaba la espalda.
—¡Un Sangre Cálida! —exclamó la niña, en eso, sus mejillas regordetas adquirieron un sutil carmesí que le causó ternura al mayor. Ella empezó a dar unos cuantos saltos—. ¡¿Quieres jugar con nosotros?!
Sus amigos la secundaron con un grito en un santiamén, como si no temieran que un desconocido estuviera tan cerca. Pero como el humano no oteaba a ningún adulto con una mirada de molestia hacia él, prefirió hacerles caso.
—¿Qué se supone que están buscando? —cuestionó el nieto de Kororia, mientras se sentaba en la nieve y cruzaba las piernas.
—Debemos de buscar los corazones de los amantes maldecidos y así salvarlos de aquel terrible destino —explicó otro niño que encogía los hombros y colocaba las manos detrás de la nuca.
Ahmok se sorprendió tanto con la respuesta, que ladeó la curvatura de los labios y puso los dedos en el mentón. Sentía que ya había oído algo similar, aunque no lograba evocar donde y quién le reveló aquello.
—¿Ah sí? ¿Por qué hacen eso? —preguntó.
Los infantes se observaron entre sí, quedándose en silencio durante largos minutos.
—No lo sé —respondió el que todavía se hurgaba la nariz—. Es solo un juego.
—Mi maame [1] me dijo que la única forma de destruir la maldición de Kahu e Iraia era encontrar las gemas —intervino la niña de las mejillas regordetas, rascándose la mejilla.
—¡Es solo un juego, sakhi [2]!
—¡No es cierto, mi maame siempre dice la verdad! —exclamó la infanta al borde del llanto, empujando al niño que la había insultado.
Ahmok tuvo que respirar hondo.
—No es necesario que se traten de esa manera, son amigos —expresó con una falsa sonrisa—. Quizá sea solo un juego o sea verdad, eso no sabemos.
—¡Yo sí! —gritó la niña, derramando lágrimas—. ¡Pero siempre me llaman mentirosa!
—Yo te creo —musitó Ahmok, pellizcando las mejillas de la menor, haciendo que ella se sonrojara.
—¿De verdad? —Sus ojos blancos brillaron.
«No, es imposible que alguien esté sin un corazón», quiso responder, pero solo le dedicó una sonrisa y asintió con la cabeza.
Sin embargo, de repente empezó a recordar la voz de su abuela.
Él estaba recargado en la ventana de la casa que compartía con ella, observaba con ilusión a los Protectores de Lithem que portaban osques con orgullo, yendo a su respectiva evaluación. Le encantaba verlos marchar entre las calles, pues se imaginaba que cuando fuera más grande, llevaría la misma armadura con gran determinación.
Habría permanecido en aquel sitio de no haber escuchado pasos que resonaban en la piedra del suelo de la casa, alertando al menor de la pronta aparición de su abuela. De inmediato, cubrió sus labios con el fin de frenar el canto de la risa y permaneció quieto, hasta que una mujer de cabello y ojos blancos abrió la puerta de mármol.
Ella cargaba entre las manos el libro por el que el moreno llegó al Reino de los Sangre Mágica y tenía plasmada en el rostro una tristeza que, en ese entonces, Ahmok era incapaz de notar.
—Mi anak —lo llamó en un tono dulce—. ¿Te gustaría oír uno de mis cuentos?
El niño se desprendió de la ventana a gran velocidad, puesto que estaba esperando esas palabras con tanto anhelo. Corrió hasta subirse a la cama y la contempló junto a una amplia sonrisa.
—¡Sí, ouma!
Kororia dejó escapar una suave carcajada, negó con la cabeza, revelando su diversión. Caminó hasta él, lo sentó en el regazo, acomodándolo para el próximo relato. Pasó sus dedos por el cabello oscuro que tanto le encantaba, similar a su esposo.
Aprovechando de que Ahmok no la notaba, abrió el libro, condujo las yemas de su zurda y exteriorizó una niebla, revelando letras en el idioma Auran, uno olvidado por los Navarianos y Sangre Mágica. Excepto por la familia de Kahu e Iraia.
Comenzó a leer.
—La Vigilante de los amantes perdidos había descubierto que la única manera de salvar a sus amigos era encontrar los corazones congelados que el temible rey les arrebató —empezó a narrar. Acto seguido, levantó la otra mano, realizó movimientos circulares con la muñeca y esa misma niebla formó la silueta de una mujer que avanzaba en un bosque repleto de nieve.
Ella tenía el don de utilizar la Glacérgia de tal manera.
Ahmok miraba con una enorme sonrisa y un brillo en los luceros las figuras. No prestaba tanta atención a la historia, pero le gustaba compartir estos relatos junto a la única familia que le quedaba.
»Los corazones se transformaron en gemas. —Fabricó unas que se hallaban en las manos de dos hombres. Uno de ellos se encontraba con el cabello largo—. Se dice que una gema fue ocultada debajo de un árbol que llora durante todo un siglo y se desconoce el paradero del otro.
—¿La Vigilante pudo hallarlos, ouma? —inquirió el pequeño moreno, pasando el dedo por los relieves de un templo.
Kororia no le respondió, guardó silencio. En aquel entonces, él no comprendió el motivo de su mutismo, en realidad, jamás intentó entenderla.
Se levantó con brusquedad, ignoró las preguntas de los niños y se alejó de ellos tan rápido como su respiración agitada le permitió. Buscó entre los residentes de Ujo a su Lekva.
Los Sangre Mágica nada más lo observaban con discreción, pero no tenían intenciones de intervenir con un Sangre Cálida. Después de todo, era muy raro que uno pudiese sobrevivir a los rora.
Ahmok desconoció cuánto tiempo tardó en recorrer toda la reja, queriendo hallar a la pareja o a K'itam. Su pecho subía y bajaba a un ritmo desenfrenado, la frente estaba perlada de sudor y no prestaba atención a la forma en que era ignorado. Hubiese continuado con la búsqueda hasta que una mujer que tenía un ojo cubierto de hielo le avisó que el Vigilante escapó del bosque y que los amantes no demoraron en ir detrás de él.
Luego de agradecerle, corrió rumbo a los susurros de los abedules. Dejó de oír la música junto a las risas de la reja y solamente fue rodeado por el murmullo del viento. De nuevo ignoró lo que tardó en atisbar la silueta encorvada de su Lekva. Desde la distancia en que se situaba, podía escuchar los fuertes jadeos del hombre.
Tal vez, si fuera otro día, Ahmok se habría dado cuenta de lo inestable que se hallaba el de la máscara; sin embargo, estaba sumergido en su propio sentir que no le importó.
—¡Lekva! —Se deslizó hasta arrodillarse frente a él y sostenerlo por los hombros—. ¡Podemos destruir la maldición de Kahu e Iraia!
K'itam no entendía ningún vocablo que salía desde esos labios que le parecían atractivos, tenía la vista completamente nublada, no dejaba de temblar y sus jadeos impedían que interpretara lo que el contrario decía. Pero...
»¡Lekva! Solo debemos buscar las gemas —expresó el moreno, tratando de quitarle la máscara.
Por desgracia, para el Vigilante, comprender que el humano insinuaba que debían salir de ese bosque, lo llevó al precipicio. Sus jadeos aumentaron, alertando al huma, quien abrió los ojos de par en par. Trató de acercarse para abrazarlo, aunque fue demasiado tarde. El albino empujó al moreno lejos de él, haciendo que cayera en la nieve.
—¡No! ¡Jamás debemos de salir de aquí! —vociferó con el rostro pálido y a punto de hiperventilar.
—¿Lekva? —Se puso de pie y lo encaró con una ceja arqueada—. Es la única manera de salvarlos.
—¡No! ¡Vete de aquí! ¡Largo!
Glosario:
1. Mamá
2. Tonta
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