Capítulo 1: Reino de los Sangre Mágica
Afuera de la capital, Ica. Reino de Lithem.
La silueta de Ahmok se lograba ver desde los caminos que componían el reino de Lithem, lisos de un tono blanquecino, adornados con tallados de aves. Caminaba con el mentón en alto, quería demostrar una seguridad que no formaba parte de su corazón, al contrario, los nervios hacían que deseara apresurar sus pasos.
Esa mañana, despertó como solía acostumbrar. El entusiasmo que sentía consiguió que desprendiera las mantas del cuerpo, buscando no distraerse con alguna lectura de aprendizaje. Se colocó unas vestimentas de tela fina, elaboradas con hilos de oro y una capa confeccionadas para mostrarse ante el reino como un Protector de esas tierras.
Desde que tenía memoria, anheló ser uno. Hecho que se remontaba al instante de presenciar cómo uno salvaba la vida a su única familia, sin importar que este cargara lesiones mortales.
Si pasaba la prueba de esencia, podría marcharse de Ica. No era que no le gustara el lugar en que fue criado por su abuela; sin embargo, esa ciudad no tenía tantas oportunidades como el centro de Lithem. De esa forma, se llevaría a Kororia, la persona que más amaba en ese mundo: su abuela.
Haría lo que fuera para que ella tuviera mejores comodidades, mayores que las que esa ciudad ofrecía.
Por desgracia, minutos antes de que pudiera abrir la puerta de su morada, esta resonó con fuertes golpes. Ahmok frunció el ceño, desconcertado por la violencia que se ejercía en su casa, tuvo que acercarse y abrir. Frente a él, apareció una mujer de piel morena, lo atisbaba con ojos que frenaban un llanto inminente, tenía los labios abiertos por la respiración agitada.
Que ella estuviera de esa manera, solo indicaba una cosa: su abuela no se encontraba bien.
Hinemoa era la encargada de cuidar a Kororia en su ausencia.
En ese preciso momento, el hombre de piel caoba sintió una punzada en el corazón. Un sudor frío le empapó la frente y las manos le empezaron a temblar. El miedo lo ahogaba.
—¿Cuál es el problema? —cuestionó a la cuidadora en un hilo de voz. Trataba de mantener un rostro sereno.
—¡No lo sé! —gritó la chica con desconcierto, sin lograr contener aquel lloriqueo que le delataba el pánico que albergaba en el alma—. Estaba bien esta mañana, se levantó temprano... y yo le serví de comer...
—¡Hinemoa! —exclamó el de ojos dorados, exaltado, pero se retractó en el segundo exacto en que miró cómo ella emitía un respingo y más lágrimas mojaban sus mejillas. Tuvo que respirar profundo, puso dos dedos en el tabique de la nariz y exhaló—. Lo siento, no quise gritarte. ¿Puedes decirme qué sucedió con mi abuela?
La cuidadora de Kororia se mordió el labio inferior, uno que no cesaba su estremecimiento. Aquellas perlas doradas, que la delataban como una persona que poseía esencia en la sangre, derramaban escasas gotas. Las manos delgadas de la chica se colocaron en los costados, apretando la tela de su vestido. Y guardó silencio durante largos minutos, eternos para Ahmok que tuvo que tensar la mandíbula para evitar volver a gritarle.
Él reconocía que se dejó manipular por sus impulsos. Hinemoa se hallaba totalmente asustada, lo sabía porque su condición la delataba. Además, aún tenía el mantel que usaba cuando cocinaba y tenía el rostro lleno de tierra, un indicio de que quizá tropezó más de una ocasión al momento de correr hasta su puerta.
Así que dio otra inhalación honda, trató de serenarse. Esperó a que ella eliminara su temor, cosa que sucedió en cuestión de minutos.
—Empezó a decir algo acerca de amantes congelados, gritaba nombres extraños y de repente comenzó a llorar, como si hubiera perdido a alguien importante —manifestó débil, no podía detener el llanto—. ¡Por favor! ¡Ven conmigo!
Durante un perpetuo soplo, el nieto de Kororia quedó congelado en el tiempo y el viento. El rostro, que tendía a presumir sonrisas burlonas, mostraba terror. La piel estaba demasiado pálida, los labios se hallaban abiertos y parecía que no podía respirar. Esos ojos, sin ningún brillo, clamaban por respuestas.
—¿Ahmok? —lo llamó la cuidadora, preocupada por su nula reacción.
El referido no permitió que de esa boca que emitía un timbre dulce siguiera entonando vocablos aterrados, cerró la puerta de su hogar con estruendo, logrando que algunas personas que caminaban por esa calle dirigieran sus miradas en su dirección. Sin embargo, a Ahmok no le interesó.
Tampoco consideró a Hinemoa, pues la abandonó cuando corrió hacia la casa de su abuela.
Atravesaba las calles en ágiles movimientos, usaba la esencia para aumentar la velocidad, ignoraba los reclamos de la gente cuando Ahmok los empujaba y ya no podía oír los gritos de Hinemoa al pedirle que la esperara. Cuando se ubicó a tan solamente a media legua de distancia, detuvo los pasos de manera abrupta. Aguardó hasta que su pecho dejó de subir a un ritmo acelerado y se removió el sudor de la frente.
Necesitaba serenarse, cubrir esa pesadumbre con el escudo de la calma en el rostro. Se desprendió de la frente arrugada, las manos las colocó dentro de los bolsillos de su pantalón para que nadie notara sus temblores y trazó una curvatura que denotaba confianza.
Así fue como llegó a la vivienda de su abuela.
Ahmok no requería tocar la puerta de pino, puesto que contaba con la llave. Ingresó despacio, pese a que su corazón desbocado lo escuchaba en sus oídos, los pasos resonaron en el concreto de la casa, la respiración se oía con claridad, del mismo modo que los sollozos de Kororia.
Al momento de que su cuerpo atravesó la delgada pared, el joven atisbó la fragilidad de la mujer que amaba. Esos luceros de un tono blanco, rojos por las lágrimas, aquellos dedos arrugados aferrados a un libro que él nunca supo lo que albergaba en el interior y los labios demacrados. Todo eso, lo destruyó. Este apretó la quijada, sintiéndose imponente, pues jamás supo cómo ayudarla. Aun así, se acercó hasta ella.
—¿Ouma? —pronunció «abuela» en el idioma de Nabaia, el Dios de Lithem—. ¿Está todo bien?
La mujer negó con la cabeza, sin atreverse a mirarlo.
—Mi Ahmok, los abandoné... —murmuró en respuesta, acariciando la portada del libro.
Él no entendía. Nunca comprendió esas palabras.
Sin embargo, no menospreciaría sus sentimientos. La trajo consigo con ayuda de sus brazos, la arropó en el pecho y le besó la frente con delicadeza.
—Estoy seguro de que no era tu intención, si pudieras evitarlo, te hubieras quedado a su lado —expresó dudoso. Le habían enseñado a conocer la verdad de los hechos antes de dictaminar algún veredicto; sin embargo, no se atrevía a lastimarla, aunque esta fuera una mentira—. Sé que habrías luchado en caso de que pudieras, pues su memoria no te abandona.
Kororia situó el libro al lado derecho de la cama, en el que había un espacio para que el objeto pudiese reposar. Aquel movimiento no pasó desapercibido por su nieto, quien intentó leer el título en la portada, una vez más, pero no pudo.
En eso, la anciana dispuso las manos temblorosas alrededor del cuello de su nieto, todavía un poco alterada, y cerró los párpados, dispuesta a serenarse al estar junto a él.
El joven de veintiocho años frecuentaba a narrar la historia que ella le contó a lo largo de su infancia, de ese modo, la apaciguaba.
—En un bosque repleto de nieve, existía un pueblo donde la gente usaba... —comenzó con el relato mientras acariciaba su cabeza.
A la mitad de sus vocablos, que entonaban una melodía suave y pausada, el de cabellos oscuros escuchó la puerta de la casa abrirse y la voz de Hinemoa cuando se anunció. En aquel preciso momento, él bajó la mirada para descubrir que su abuela ya se encontraba en el mundo de las ilusiones.
Soltando un suspiro, la depositó con cuidado en el lecho, la cubrió con las mantas y se marchó de la habitación; sin embargo, frenó sus intenciones, observó desde el hombro el libro, deseoso de indagar las palabras de las hojas. Pero no se atrevió, no le gustaba tomar las pertenencias de Kororia sin su consentimiento.
Durante el conticinio, la mujer de mayor edad despertó sin poder recordar los acontecimientos ocurridos en el ocaso. Llevó una mano a la frente, en el proceso, masajeó la zona a fin de traer a ella esas memorias. No obstante, olvidó el motivo de sus gritos. Nada más entendía que debía estar con su nieto, entregarle su mayor tesoro: ese libro. Empero, Kororia sabía que aquello no funcionará si se lo entregaba por voluntad propia, Ahmok necesitaba encontrar la llave a su verdadero hogar.
Por lo que, optó por obligarlo a que lo hiciera, que invada su privacidad cuando encuentre lo que protege esas páginas.
Colocó el libro en su mesa de noche. Y sin demorar más de lo que deseaba, empacó varias vestimentas, alimentos y monedas para poder huir de la morada. Con lágrimas empapando sus mejillas, cargando un corazón destrozado por entender que lastimaría a su niño, cerró la puerta.
A la hora del alba, Hinemoa se percató de su ausencia.
—¡Ahmok, despierta! ¡Levántate! —La cuidadora de Kororia entró a la habitación del joven, sin importarle ser descortés.
El de ojos dorados se levantó de una, se enderezó a mirarla con el corazón acelerado. Sus gritos no pintaban nada bien. Lo supo cuando la vio con el llanto y los labios pálidos. Lo entendió cuando Hinemoa se desplomó en el suelo, sollozando sin poder controlarse.
»¡Tu abuela no está, tampoco sus cosas!
Ahmok plasmó una sonrisa en su rostro, pero no de felicidad, sino de resignación. Él la acompañó en el silencio, a pesar de que deseaba llorar, aunque ese dolor no salía. Entendía, mejor que nadie, que Kororia no volvería. Ella era una mujer que no actuaba sin pensarlo, su abuela debió repasar su idea durante meses. Admitía que quería gritar, salir a buscarla; no obstante, era una causa perdida.
Al paso de varias horas, el alba había desaparecido de los cielos de Lithem.
Ahmok seguía sentado en el lecho, sin el deseo de levantarse. Incluso Hinemoa trató de convencerlo de que necesitaba salir de esa casa, regresar a su morada para conseguir sus sueños, olvidarse de Kororia. Pero la ignoró.
De pronto recordó que ella jamás lo dejaría sin dejarle nada. Así que era posible hallar algo en su habitación. Se incorporó, dispuesto a ingresar a la habitación de la mujer que más amaba en esa vida. En esa mesa, ahí mismo, se hallaba el libro, el que pensaba que fue el motivo de la desaparición de su abuela. A pasos presurosos, mostrando su molestia, cogió el objeto antiguo, tanto que parecía demasiado desgastado. Lo abrió.
—¿Qué es esto? —inquirió, atónito. Tenía los ojos abiertos en par.
Las hojas de color amarillo, similar a un pergamino, estaban vacías. El aroma a madera le llegó. Ahmok no podía creer... no estaba para bromas.
«¿Es esto lo que tanto ha protegido mi abuela? Algo que no trae nada», pensó con la mandíbula tensa.
Pasó de página. Nada.
Al soltar una maldición, el hombre empezó a buscar entre las hojas alguna pista, un escrito. Era tanta su molestia que por accidente se cortó un dedo.
—¡Lo que me faltaba! —bramó con los dientes apretados y la respiración alterada.
Quiso buscar un pañuelo desde los bolsillos, pero no alcanzó, pues gotas de sangre cayó en las hojas y un escrito apareció al instante:
«Bienvenido al Reino de los Sangre Mágica».
—¿Qué? —dijo perplejo.
De repente, el libro cerró de golpe y un fuerte dolor de cabeza lo invadió, obligándole a cerrar los ojos. Y cuando sus perlas doradas regresaron a tener visión, el desconcierto se apoderó de él. No recordaba cómo respirar, olvidó parpadear.
«¿Qué es esto?», era incapaz de comprender.
Un soplo de aire gélido hizo que soltara un vaho de aliento, frío. Frente a él había un bosque, inundado de nieve, por todos lados.
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