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49. La pesadilla

Astlyr estaba segura de que era un sueño en un noventa y nueve por ciento. Las razones de esa certeza casi absoluta eran, en primer lugar, que permanecía en pie frente al lavamanos de una cocina que desconocía. Estaba dentro de una casa con aspecto de los años cuarenta y usaba un vestido blanco de la misma época. Sobre el lavamanos había una ventana que daba vista a un gran y hermoso jardín con una azulada y refrescante piscina.

En segundo lugar, vio a su esposo, Bucky Barnes, vestido con un traje de soldado, sentado en el desayunador mientras sostenía en alto una taza de café y el periódico en la otra mano. Eso, sin duda, ofrecía una seria evidencia a favor de la teoría del sueño.

—Tengo que irme —le dijo, dejando la taza sobre el pequeño plato. Dobló el diario a la vez en que se levantaba del banco—. Se me hace tarde.

—Pero, James...

Bucky no pareció haberla escuchado, y ella no encontró su voz para pedirle que no se fuera, que no la dejara sola.

—Se me hace tarde, muñeca.

Se acomodó un sombrero militar que Astlyr no le había visto antes, y salió por la puerta con calma, sin mirar atrás. Quiso gritar, la desesperación por llamar su nombre le quemó en el pecho. Ni siquiera podía moverse para ir tras él. Estuvo a punto de hiperventilar por el pánico cuando vio la puerta de la entrada cerrarse, y una dulce e inocente voz la llamó como un eco.

Por fin recuperó el control para moverse, pero sólo para girarse sobre su propio eje y volver a mirar a través de la ventana que daba a la piscina. Al principio fue como un pequeño borrón, una mancha, pero poco a poco la imagen se fue aclarando y distinguió lo que era.

Una niña, probablemente de tres a cuatro años, estaba caminando por el borde de la alberca, tratando de atrapar una mariposa café con franjas anaranjadas y manchas blancas. El nombre de Jamie Francine brotó a su mente. Ése debía ser el nombre de la pequeña, pero ¿quién era?

Cuando la mariposa salió volando demasiado alto, la niña dirigió sus ojos fijamente hacia ella, y Astlyr pudo apreciar sus rasgos. Tenía el cabello platinado recogido en un pequeño moño, grandes ojos grises y piel pálida.

Jamie agitó su manita carnosa, saludándola. Sonrió de una forma tan arrebatadora que hizo que su corazón se desbocase y pareciera a punto de estallar dentro de su pecho. Quiso correr a ella y estrecharla en sus brazos, pero no podía moverse, y se conformó con la felicidad de verla.

Entonces, uno de sus pequeños pies trastabilló, llevándola a resbalarse y caer de espaldas sobre las profundas aguas azuladas de la piscina.

Astlyr gritó, su garganta ardiendo por el esfuerzo. Golpeó la ventana, tratando de romperla, pero parecía hecha de plástico y no de vidrio. Vio los grandes ventanales abiertos frente al comedor, pero sus pies no respondieron a sus deseos. Siguió gritando, hasta que el agua perdió toda vibración. La desesperación y el miedo no la abandonaron aún cuando supo que la bebé ya se había ahogado.

Se preguntó por qué se sentía mojada, si ella no había caído al agua para rescatarla. Bajó la mirada para examinarse y vio su vestido empapado de sangre fresca, en la zona de su vientre.

Mi bebé.

Se despertó sobresaltada, jadeante y sudada de pies a cabeza. Tomó aire y saltó de la cama cuando se le pasó el susto. Cambió su pijama por ropa deportiva en dos segundos y recogió su melena purpúrea en una coleta alta. Se cepilló los dientes, fue al baño y se lavó la cara antes de salir corriendo del cuarto en el que estaba encerrada cuando no estaba en el grupo de apoyo de Steve o ejercitándose.

Corrió tan rápido como su enojo y su desesperación le permitieron, saliendo de los terrenos del Centro de los Nuevos Vengadores. Se concentraba en el dolor de sus piernas, abdomen y brazos conforme corría, evitando los recuerdos de su pesadilla recurrente. Ese terror nocturno la atormentaba cada noche desde que perdió a su bebé.

Estaba claro. Su propio subconsciente la culpaba noche tras noche por perder a su bebé. Aquella nena que debió llamarse Jamie Francine Barnes. La culpa por no cuidarla, por no salvarla, la carcomía. La culpa por perder a la criatura que ella y el amor de su vida habían creado, la destrozaba desde adentro. Se sentía podrida y enferma.

Vomitó sobre las raíces de un árbol, asqueada consigo misma y con el recuerdo. Sin embargo, el malestar le duró poco. Apenas se recuperó, corrió de regreso al Centro. Al entrar y mirar el elegante reloj de manecillas en la pared de la entrada, supo que había corrido dos horas, una de ida y otra de vuelta.

—¿Otra vez? —preguntó Natasha al verla.

Astlyr asintió, sabía que se refería a sus pesadillas. Mentalmente, sentía con la capacidad de un zombi, mientras que físicamente estaba completamente habilitada para detener un tanque.

—No creo que se detengan —admitió.

Natasha la siguió hasta la cocina.

—Siéntate —le ordenó.

Astlyr ni siquiera pensó en protestar y aceptó el platón de avena con plátano que le sirvió su madrina. Lo comió gustosa y bebió un gran vaso de agua fría.

—¿Ya desayunaste?

—Cuando saliste corriendo, sí —contestó, con una sonrisa casi imperceptible—. Hoy es viernes —le recordó, a lo que Astlyr resopló, dejando caer la cuchara en el plato—. No vas a cancelarle.

La cara del innegablemente atractivo Jesse Collins salió a la superficie de su mente. Suspiró, indecisa sobre qué hacer.

Acarició los lomos de los libros de la sección de cuentos infantiles, imaginándose lo que hubiera sido ir ahí para escoger un par de libros y volver con su bebé para leerle una historia antes de dormir.

Tensó los hombros, cuadrándolos, cuando tuvo la sensación de que estaba siendo observada. Sus sentidos se agudizaron y se puso alerta. Caminó con una tranquilidad bien actuada, dirigiéndose al siguiente pasillo. Escuchó pisadas poco después, y supo que la estaban siguiendo. Volvió a caminar, atenta de cualquier sonido de pisadas, y de nuevo lo oyó acercarse.

Entonces regresó al pasillo anterior, encontrándose con un hombre que estaba en el otro extremo del estante de libros. Lo vio dejar de hojear un libro para asomarse lentamente, asomando su cabeza, y fue notable su sorpresa al no encontrarla ahí.

—Sabes que espiar a la espía genéticamente perfecta no es un juego en el que vas a ganar, ¿verdad? —habló cruzada de brazos, con una de sus cejas arqueadas.

El civil se exaltó con el muy cercano sonido de una melodiosa voz con acento extranjero, y se volteó. Por primera vez en muchos años, Astlyr presenció el sonrojo y la sonrisa nerviosa de un hombre.

—No estaba espiándote —mintió, y buscó una mejor excusa al ver que la vengadora no le creyó—. Sólo estaba... mirándote.

Astlyr formó una mueca. No era la primera vez que un periodista la seguía y trataba de fotografiarla o entrevistarla para alguna revista. Aunque él no llevaba ninguna cámara, libreta o grabadora.

—Bueno —masculló, visiblemente irritada—, supongamos que es cierto: ¿por qué me mirabas?

Lo observó tragar saliva con dificultad, y se dio cuenta de la suerte que había tenido en el departamento de genética. Era bastante apuesto, con unos rasgos exóticos, ojos claros y piel bronceada.

—Es que —dijo, y carraspeó—... Eres mucho más hermosa en persona que en las noticias.

Su corazón se saltó un latido, y su mueca de fastidio flaqueó cuando no percibió ningún tono de mentira en su voz. Y por primera vez en mucho tiempo, se sintió a ella misma sonrojarse.

—Sí —decidió—. Le voy a cancelar.

—Astlyr, por favor —le pidió—. El chico está guapísimo, no tiene antecedentes, es médico, no tiene deudas, no está casado...

—Pero yo sí —la interrumpió.

Quiso tocarse el anillo de bodas, que debería estar en su dedo anular, pero no lo encontró. Había dejado de usarlo hace seis meses. Después de cuatro años, había tomado la decisión de guardarlo en el cajón de su mesa de noche, junto con la fotografía del beso de su boda.

Natasha inhaló y exhaló.

—Ya pasaron cuatro años.

—No me importa —masculló, obstinada—. Él...

—Él no va a volver —le dijo con voz dura y tranquila, cerrando los ojos con fuerza. Le dolía tener que aterrizar a su ahijada con un golpe tan fuerte, pero era la única forma de hacerla entender—, y tú debes seguir adelante —le dijo con voz compasiva—. Tal vez sea momento de que empieces a conocer a más gente.

—Todavía no siento que sea el momento —protestó, ignorando el crudo y agudo dolor que se había incrustado en su pecho desde hace cuatro años.

—Cariño, nunca es el momento hasta que lo haces —explicó, enarcando su ceja izquierda.

Astlyr se quedó callada unos segundos, pensando en aquello. Luego frunció el ceño y la miró sospechosa al darse cuenta de algo.

—Por Dios —jadeó, incrédula—. Nat, ¿cómo sabes que Jesse no tiene deudas? ¿Lo investigaste?

—Tal vez... —respondió con tono dudoso y una sonrisilla traviesa.

Astlyr suspiró, negando con la cabeza.

—Ni siquiera sé por qué me sorprendo.

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