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Atsumu, el adicto

«[...] Porque tú eres la única persona que me hace sentir más alto de lo que eres [...]»

(Peeping Tom)


Atsumu amaba a Kiyoomi. Nunca había conocido a alguien que lo hiciera sentir de esta manera tan increíble y dudaba que existiera alguien mejor que él; tampoco necesitaba conocer a nadie más, ni quería. Kiyoomi era todo lo que anhelaba en su mundo, en su vida; era el motor que lo impulsaba a seguir adelante y volvía su miserable existencia, algo por lo que mirar hacia arriba, hacía el cielo, más allá del universo. Por eso se había decidido a comprometerse con él para unir sus vidas para siempre, para aferrarse a él y nunca más soltarlo; porque lo amaba. Estaba completamente seguro de eso y jamás cambiaría de opinión.

Sin embargo, ¿por qué se sentía tan bien cuando Omi-kun se iba de casa?

¿Por qué se molestaba cada vez que Omi-kun se acercaba a él con la intención de hacer contacto físico, pese a su naturaleza reacia a contraer gérmenes?

¿Por qué lo engañaba?

Atsumu era consciente de que su precioso Omi-kun sufriría por la canallada que le estaba haciendo, quizás perdería un poco la cordura y le gritaría improverbios que lo dañarían de por vida; cualquier cosa podía suceder. Tal vez difundiría por todos lados que el gran Atsumu Miya era un patán infiel que ocultaba su verdadera orientación sexual, aunque por supuesto, él estaba seguro de que era gay. Amaba a los hombres. El amor de su vida era un hombre. Pero eso no explicaba el hecho de que en este momento, era una mujer a la que estaba penetrando como animal en celo.

¿Por qué lo estaba haciendo, en primer lugar? Ni él mismo lo sabía. Quizá se trataba del alcohol haciendo mella en su organismo, o esa línea de cocaína que inhaló anteriormente para olvidar lo que estaba haciendo en este momento, quién sabe. Lo único que sabía, era que la abrumadora sensación le incapacitada pensar las cosas con claridad, dejando como único pensamiento su amor por Omi-kun. Lo amaba, lo amaba, lo amaba.

—¿Qué carajos...?

Oh, sí. Amaba su estoico rostro deformarse con una mezcla de sorpresa, decepción, ira, pero sobre todo... asco. ¿Y cómo no tenerle asco? El muy descarado se había corrido en la vagina de esa mujer justo en el momento en que Sakusa entró, dejando escurrir el resto de su semen fuera, como si con esa acción le dijera orgullosamente a su amado que lo engañó en su propia casa... En su propia cara.

—Omi-kun... Regresaste.

El rubio le mostró una sonrisa perezosa que le hizo apretar los puños. En este momento la mente de Kiyoomi estaba en blanco, incapaz de procesar toda la información en tan sólo unos minutos. ¿En serio? ¿Todo lo que Atsumu diría era eso? ¿Qué clase de imbécil era él? Por si fuera poco, se masturbó sin despegar su vista de él, mientras aquella mujer de identidad desconocida se apresuraba a vestirse sin dejar de pedir disculpas. Honestamente no le importaba lo que esa tipa hiciera. Quería que se fuera pronto antes de que su bilis subiera por su garganta y—

Mierda.

—¿Omi-kun?

No pudo evitarlo. Kiyoomi hizo todo lo que pudo para correr hacia el baño y vomitar el almuerzo de hacía unas horas. Era repugnante. Era una asquerosa imagen la que se quedó grabada en su mente y la sonrisa estúpida de Atsumu, junto a su insufrible tono de voz al llamarlo —y sin mencionar el fuerte olor a vodka barato—, solo incrementaban sus ganas de vomitar hasta las entrañas. Necesitaba desinfectar su lengua. Necesitaba un baño. Necesitaba quitarse toda la suciedad que se había adherido a su piel como un tatuaje.

—Omi-kun, ¿estás bien? 

Ahí estaba de nuevo ese estúpido apodo. Atsumu corrió tras él sin importarle la mujer de la cual ni siquiera recordaba su nombre, sin importarle que aún estuviera desnudo y con el pene medio erecto. Nada importaba si su precioso prometido se sentía mal.

Kiyoomi no respondió. Se quedó hincado al pie del excusado durante unos minutos mientras el escozor de su garganta cesaba. Tampoco respondió después, cuando se dirigió nuevamente a su habitación en busca de un cambio de ropa y regresó al baño para tomar una ducha. Kiyoomi se quedó callado, incluso cuando supo que Atsumu entró instantes después y comenzó a besar su espalda, rozando su asquerosa polla contra sus glúteos. Se quedó callado esa noche, mientras hacían el amor.

Era una fría noche de invierno, en un apartamento donde dos amantes se fusionaron con la temperatura abrasadora de los efectos de la adicción al otro. No hubo ningún otro sonido más allá de los gemidos y jadeos por aire. La comunicación verbal nunca fue necesaria, no cuando podían comunicarse a través de sus almas corrompidas.

No había nada qué decir. Las palabras siempre fueron el don de Atsumu. Y Atsumu no necesitaba decir nada.

«[...] Lo sé, me tienes envuelto alrededor de tu dedo [...]»

(I Know)


Atsumu se sentía como una mierda.

Atsumu era una mierda.

Cuando recobró la lucidez, supo que la había cagado sin dar marcha a una posible redención. Kiyoomi lo había visto ebrio, drogado y para colmo, siéndole infiel en la misma cama que compartían. Estaba seguro de que jamás lo perdonaría, aunque en ningún momento le hubiera reprochado nada. Nadie en su sano juicio lo haría, ni él mismo.

Su boda se cancelaría. Todos sabrían la clase de canalla que era Atsumu Miya y quedaría marcado de por vida, la gente lo señalaría con el dedo y diría cosas cada vez peores, sin embargo, eso no le importaba en lo más mínimo. La única opinión que le importaba, era la del hombre sentado en la barra de la cocina, mientras cortaba verduras con tanta precisión como la de un chef profesional... Tan calmado como siempre.

Como si ayer no hubiera pasado nada.

Kiyoomi no se merecía a alguien como él. Por eso, y aunque le doliera en lo más profundo de su corazón, debía terminar las cosas.

-—Omi-kun, yo-

—Tú me amas, ¿verdad?

El rubio parpadeó una, dos, tres veces, sin comprender la pregunta del hombre detrás de la barra. Ni siquiera esperó por una respuesta antes de volver a su labor, sin mirar un solo segundo el rostro retraído que Atsumu le dedicaba. No lo entendía en absoluto.

—Porque —habló nuevamente Kiyoomi—, yo te amo... mucho.

Pasaron unos tres minutos en silencio. Ninguno de los dos dijo nada en ese lapso de tiempo, pero Atsumu no dejó de mirar a su prometido. ¿No le reclamaría por su infidelidad? ¿Ni siquiera le diría nada por consumir cocaína? ¿Qué carajos pasaba por la mente de Kiyoomi? Incluso él mismo era consciente de que hizo las cosas mal, las rompió irremediablemente.

—Atsumu, tú no me dejarás, ¿verdad? —cuestionó, esta vez con la voz más grave—. No cancelarás nuestra boda, ¿verdad?

Las pupilas de Atsumu se contrajeron cuando observó la mano derecha de su novio ejercer más presión en el cuchillo. Por alguna razón, sabía que no era necesario responder a las preguntas, pues eran retóricas en la mente de Kiyoomi. No obstante, verlo fruncir el ceño mientras los movimientos en su diestra se volvían más desprolijos, le provocó una extraña sensación en el estómago.

No era como si le tuviera miedo, sabía que su querido Omi-kun sería incapaz de hacer algo en su contra; pero tampoco podía afirmar algo cuando se trataba de Omi-kun combinado con el sentimiento de despecho. Él estaba despechado, ¿cierto? Por eso lucía tan tenso, por eso lo miraba de esa forma tan vacía, ¿cierto?

Tragó saliva, haciendo un sonido poco agradable para el chico de ojos negros. Honestamente no sabía si decir algo para calmarlo, o simplemente quedarse callado y dejar que las cosas siguieran su curso. Kiyoomi nunca fue un hombre de muchas palabras y, el hecho de que ahora estuviera dirigiendo la conversación, lo ponía un poco nervioso; nada ayudaba que justamente en ese momento se hubiera cortado el dedo índice de su mano izquierda.

—¡Omi-kun, déjame ayudarte! 

Atsumu se movió para tomar el botiquín de primeros auxilios que se encontraba en la alacena, pero se detuvo abruptamente al escuchar el cuchillo clavarse en la madera de la barra. Miró de reojo y efectivamente, el cuchillo yacía con la punta enterrada en el mueble.

En cuanto a Kiyoomi, a él ni siquiera parecía importarle tener un dedo herido ni mancharse con la sangre. Lo seguía mirando con esos ojos agudos que le helaron la sangre.

—Dime que no me abandonarás. —Su voz se volvió ronca, como si estuviera reprimiendo sus sentimientos—. Dime que nuestra boda sigue en pie... por favor.

El rubio no se dio cuenta de que había comenzado a sudar hasta que el sudor se enfrió junto a su piel. Nunca había visto a Kiyoomi de esa manera tan intimidante y siendo honesto, le emocionaba un poco. Era un hombre tan diferente, tan apuesto, tan varonil, tan, pero tan sexy. Y no mentiría, Atsumu comenzó a tener miedo de esa faceta, pero a la vez, una excitación indescriptible que volvía papilla sus rodillas.

—Sin ti me volvería loco, ¿sabes?

Finalmente asintió, sabiendo de sobra que Kiyoomi no era alguien con quien jugar a la ligera. Kiyoomi era algo más que eso: él era el epítome del peligro que involucraba amarlo. Se lo dejó claro cuando se levantó de su asiento y como si nada, se dirigió al fregadero para lavar su herida, mascullando un par de maldiciones contra las infecciones que tal vez había contraído; después lo pasó de largo como si él no estuviera ahí. Como si esta conversación nunca hubiera sucedido.

Kiyoomi era tan extraño.

Y Atsumu era tan adicto a esa extrañeza suya.

Tanto, que le hizo querer anhelar cada vez más, la contrariedad de su semblante al deformarse por su culpa, así como las súplicas silenciosas en la vulnerable mirada aceitunada de su hombre. Necesitaba urgentemente sentir el High[1] que le producía saberse necesitado por alguien.

Necesitaba una línea de cocaína. La necesitaba urgentemente.

«Estaba solo, cayendo en picada, dando lo mejor de mí para no olvidar lo que nos pasó, lo que a mí me pasó, lo que pasó al dejarlo ir [...]»

(Meds)


Las cosas siguieron su curso normal, pero de una manera tan escalofriante que Atsumu incluso se preguntó si estaba en un sueño. Una vez, el rubio lo halló lavando sus manos con tanto ahínco que, pensó que no era consciente de que estaban rojas; le restó importancia después debido a su apego por la limpieza, pero a medida que pasaban los días, se cuestionó a sí mismo si esto debería seguir adelante. Si Kiyoomi de verdad lo amaba.

Porque el hombre al que tanto amaba, comenzó a alejarse de él. Rehuía a sus toques como cuando se conocieron, se irritaba con el más mínimo comentario que él hacía; incluso lo golpeó una vez, cuando Atsumu le mencionó el tema de la boda. Quizá Kiyoomi había recapacitado y sí quería cancelar el compromiso.

Ese pensamiento le dejó una sensación amarga en la boca. Tanto que hizo lo que prometió no volver a hacer: engañarlo.

Pero no podía evitarlo. Se sentía tan bien cuando se burlaba a las espaldas de Omi-kun. Le encantaba verlo rabiar, aunque no lo demostrara. Le gustaba tanto ser aquel que provocara las reacciones más inesperadas el él. Amaba ser tan importante en la vida de su prometido, que él tuviera tanta dependencia y lo demostrara al día siguiente.

Aunque esta vez las cosas no salieron como lo planeó.

Kiyoomi no regresó al apartamento esa noche. Y le llamó. Le envió tantos mensajes de texto una vez que corrió a su amante y ninguno fue respondido. Y se preocupó, porque por muy molesto que fuera, Omi no dejaba sus mensajes sin responder. Y se molestó, porque él era el único que tenía el derecho de jugarle sucio; él era el único que podía ignorarlo y hacer que le suplicara por atención. Y estalló. Comenzó a sentir que los efectos de la droga que antes consumió, desaparecían de repente; lanzó cualquier objeto que encontraba hacía el suelo, hacia las paredes y hacía las puertas.

Fue hasta el día siguiente que llegó, sin siquiera avisar de su llegada. Solamente se fue al dormitorio y se acostó, sin percatarse de que las sábanas estaban manchadas de semen y la habitación era un desorden de cosas rotas, producto de la noche anterior de Atsumu. El rubio no lo cuestionó; tampoco dijo una palabra en todo el día. Se encontraba tan aturdido que no sabía qué preguntar, qué pensar al respecto. Pero llegada la noche, cuando Kiyoomi se preparaba para salir, cuando se colocaba el perfume que él le había regalado en su aniversario —ese que se ponía en ocasiones especiales— no pudo soportarlo más.

—¿A dónde vas? 

Fue la primera pregunta que se le vino a la mente. Omi-kun siempre le daba respuestas vagas, pero le informaba sobre los lugares a los que iba. Sin embargo últimamente no hablaban mucho, y eso ponía nervioso a Miya.

—Trabajo —respondió secamente sin dejar de mirarse al espejo y acomodar algunos rizos rebeldes sobre su frente.

—¿A las diez de la noche? —le insistió con desasosiego. Era obvio que estaba mintiendo.

—Sí. —Se dio la media vuelta para encararlo, con el ceño fruncido y las manos cruzadas sobre el pecho. Como si estuviera esperando a que creyera su mentira—. ¿Estás desconfiando de mí, Atsumu?

¿Tenía el descaro de preguntar aquello? Kiyoomi trabajaba de lunes a viernes con una jornada laboral matutina, no había ese tipo de cenas con socios o inversionistas, al menos no en su departamento. Era sábado, dos horas menos de la media noche y el hombre se arreglaba como si estuviera por ir a una cita. ¿Cómo no iba a desconfiar de él con una respuesta tan pobre como esa?

—No lo hago.

Eso no fue lo que Atsumu quiso decir. Pero la mirada en los ojos oscuros de su novio le hicieron dudar y sentirse culpable por cuestionar sus acciones. Como si él estuviera en la posición de reclamarle algo, después de engañarlo una y otra vez.

Sin nada más que decir, Kiyoomi se marchó sin despedirse, regresando a Atsumu a la realidad. Ciertamente su relación iba en picada; el amor que una vez se tuvieron pereció en algún momento, pero el rubio era incapaz de admitirlo. Si aún había una oportunidad de reparar lo que estaba roto, la tomaría con devoción y la usaría como lo más preciado que tenía. No importaba que Omi no estuviera de acuerdo, porque él tenía suficiente amor para ambos.

Por eso decidió seguirlo en la discreción que la noche le brindaba. Por eso decidió observarlo desde las sombras. Por eso decidió quitarse la venda de los ojos y darse cuenta de que él no era el único que había fallado a su relación. O tal vez no.

Kiyoomi había entrado a un motel, pero eso no significaba nada, ¿verdad?

Oh, mierda. Necesitaba un trago, pero prefirió esperar las próximas horas fuera del edificio y encarar a Kiyoomi de una vez. Tal vez se trataba de un malentendido y él se había hecho una idea equivocada. Sí, tenía que ser eso, porque no se explicaba una traición de su parte. Omi lo amaba, no podía hacerle esto.

Pasaron los minutos, las horas y su prometido no salió. Atsumu no lo soportaba, tenía tantas ganas de entrar y preguntar qué pasaba, pero ni siquiera sabía en dónde se hallaba y admitía que tenía más ganas de beber un trago de sake antes de llevarse una decepción amorosa y volverse loco.

No lo comprendía. Era él quien tenía varios amantes. Era él quien se regocijaba en el éxtasis que producía su propio engaño. Omi no tenía ningún derecho de hacer lo mismo y estaba seguro de que el despecho jugaba un papel primordial en esto. De otra manera, no podía explicarse el hecho de verlo al día siguiente con una notable marca roja en su cuello.

—¿Has estado metiéndote esa porquería otra vez? —Kiyoomi preguntó con una mueca en cuanto lo vio hecho un desastre en la sala de estar. Con los restos de aquel polvo blanco sobre los orificios de su nariz y varias botellas de vino vacías—. Eres un asco.

—¿Es por eso que te revuelcas con otro?

El hombre detuvo su andar hacía la habitación, dándole la espalda, en silencio. En ese momento Atsumu odió que no dijera nada, que no intentara defenderse o negar la acusación. Odió que en ningún momento se diera la vuelta y lo mirara. Odió lo siguiente que le dijo:

—Apestas. Deberías lavarte la boca antes de hablar.

Se adentró en la oscuridad de su habitación compartida sin decir nada más. Sus palabras sonaron tan duras, quizás las dijo porque en realidad apestaba a alcohol, pero fue más como si el hecho de engañarlo no valiera nada, como si con eso le dejara en claro que no importaban sus reproches. Como si le dijera que no era nadie para hablar del tema. ¿Entonces lo afirmaba?

A veces se preguntaba qué era lo que le había pasado a su amado, qué le había pasado a él mismo y qué le había pasado a su relación. A veces se preguntaba si lo mejor era terminar con esto de una vez por todas. Porque Atsumu era tan dependiente de Kiyoomi como viceversa. La única diferencia era que Kiyoomi no era un patético drogadicto en decadencia.

Procedió a dibujar —con cierta desesperación— otra línea de cocaína con una de sus identificaciones y sorberla con la ayuda de un billete de cien yenes; soltó un gemido irritado cuando el polvo surcó su nariz y se adentró a su sistema, dejándolo aturdido por un momento antes de hacer su efecto y darle la euforia que tanto necesitaba, la que Omi ya no le proporcionaba. La agonía de su amor por él al borde de la extinción lo tenía ansioso y, su único consuelo era su amiga y su medicina, la coca. Algunas ocasiones combinada con el alcohol. Algunas ocasiones combinada con el sexo.

A veces se preguntaba cuánto tiempo más iba a soportarlo antes de colapsar.

Hoy era una de esas veces.

«[...] Nunca pensé que todo esto podría traer consecuencias [...]»

(My Sweet Prince)


Hacía tanto tiempo que no visitaba a su hermano, que se sintió tan bien verlo y darle un abrazo; casi se sentía como si él tiempo no hubiera pasado y siguieran siendo los tontos gemelos Miya de la escuela secundaria, esos a los que la gente miraba con absoluta admiración y respeto. Osamu le sonrió con nostalgia y lo dejó entrar inmediatamente al apartamento que compartía con su esposo, preguntando qué era de la vida de su tonto hermano.

—Todo va bien sobre la marcha. —Él dijo, mostrando esa sonrisa falsa que lo caracterizaba—. Lo de siempre con el equipo, las tareas del hogar y mi vida social apenas me dejan tiempo para respirar, ya sabes.

Por supuesto que Osamu no se tragó el cuento de su gemelo. Lo conocía a la perfección; nacieron y crecieron juntos. Habían pasado casi toda su vida juntos.

Fue por eso que no pasó por alto las oscuras ojeras en las cuencas de sus ojos avellana; ni tampoco la palidez de su rostro o lo roja que se encontraba su nariz; mucho menos el tic nervioso de sus dedos sobre los costados de sus caderas. Parecía ansioso, molesto incluso.

—¿Qué hay de tu compromiso con Sakusa? —Se atrevió a preguntar, mientras lo invitaba a tomar asiento—. Se casan en un mes, ¿hay alguna novedad?

En cuanto vio cómo su hermano se tensaba ante la pregunta, Osamu se dirigió a la cocina con la excusa de buscar algo para beber; sacó de la alacena un par de vasos y los llenó con agua. Sabía que algo andaba mal desde el momento en que Atsumu entró a su casa. La expresión sardónica en su rostro era ausente y no bromeó como acostumbraba cada vez que se encontraban, algo inusual viniendo de alguien como él.

Cuando volvió a la sala, le tendió uno de los vasos que Atsumu tomó, agradeciendo en voz baja. Honestamente hubiera preferido algo más fuerte, como una cerveza, pero estaba bien con el agua. Su garganta se sentía seca después de tanto tragar saliva.

Entonces bebió la mitad del contenido de un solo trago, bajo la mirada expectante de su gemelo. No quería preocuparlo, pero Osamu era la única persona a la que podía tenerle confianza y que no lo juzgaría.

Bueno, tal vez.

—Yo... Yo no quiero seguir con esto.

Osamu arqueó una ceja y bebió un sorbo de agua. En este momento se lamentó no haber preparado té, iba a una noche larga, suponía. 

—¿Te hizo algo?

—¡No, no! —Agitó las manos con desdén—. Omi-kun es todo lo que puedo soñar y más. Es solo que... Creo que soy malo para él.

—Eres malo para todo el mundo y jamás te ha importado. ¿Qué hay con eso?

El gemelo mayor suspiró, pensando en las palabras correctas para decirle. No era que temiera a una mala reacción por parte de su hermano, pero había cosas que Samu no podía saber nunca. Una de ellas era su estrecha relación con su querido Blow[2].

—... Ya no es lo mismo de antes —admitió, bebiendo el resto de agua de golpe antes de continuar—: le he sido infiel, ¿sabes?

Osamu agrandó los ojos al escuchar aquello. Un sabor agrio emergió de su esófago y se asentó en su garganta, imposibilitado cualquier posibilidad de decir algo al respecto.

—Pero es inevitable, Samu! —El rubio continuó elevando la voz unos decibeles—. Omi-kun me obliga a hacerlo. Si no fuera tan... tan... Yo no le sería infiel.

Ahora estaba divagando, pero el gemelo menor había dejado de prestarle atención. Se había sumergido en un trance que le hacía difícil procesar las oraciones incompletas que Atsumu decía.

—Y luego él... Samu, ¿estás bien?

—¿Cómo... cómo te atreves a hacerle eso a tu prometido? —Gruñó tan molesto como Atsumu nunca lo había visto. Observó también que las manos le temblaban y por un momento temió que rompiera el vaso que sostenía con tanta fuerza—. Maldito bastardo.

—¿Cómo me llamaste?

El de cabello castaño siseó con evidente rabia, tiró el vaso al suelo y se levantó de su lugar, tomando a Atsumu del cuello de su camisa y estrellándolo contra el sillón. Él juraba que nunca lo había visto tan cabreado como ahora; y mirándolo fijamente al rostro, pudo percatarse de lo pálido que se veía, incluso se notaban los huesos de sus pómulos. ¿Había bajado de peso?

—¡Shinsuke me engaña! —gritó tan alto como sus pulmones se lo permitieron, haciendo que Atsumu tragara saliva con dificultad—. Cada vez que llega a casa, huele diferente, luce diferente... ¡Un día hasta llegó con un chupón en el cuello! Hay veces que ni siquiera llega a casa... ¿Y sabes lo que dijo cuando le pregunté si me era infiel? ¡Lo afirmó sin culpa, maldita sea! ¿Tienes idea de lo que se siente ser engañado por la persona en la que tanto confiaste? ¿Lo sabes?

Por primera vez desde que recordaba haberse peleado con su gemelo, Atsumu se quedó callado, mirando en silencio cómo los ojos marrones de Osamu se llenaban de lágrimas hasta que cayeron directo a su rostro; el agarre en la tela de su camisa se aflojó, pero el rubio aún se sentía inmovilizado. No podía respirar. De pronto se sintió terriblemente asfixiado.

Era un idiota. Había hecho sufrir a su hermano mientras se regocijaba en su propio orgullo, sin pensar que las demás personas también tenían sus propios problemas y que Osamu, de todas las personas, estuviera viviendo algo similar, pero en roles invertidos. Lo que no terminaba de comprender, era cómo alguien tan retacado y de moralidad intachable como Kita, tuviera la desfachatez de hacerle algo así a Osamu.

Iba a matarlo.

Con esa idea en mente, se quitó al hombre de encima y se dirigió a la salida. No iba a permitir que nadie hiciera sufrir a su querido hermano, no importaba si era Kita, o quien fuera.

—¡Tsumu, ocúpate de tus propios asuntos! —El de cabellera castaña exclamó, limpiándose las lágrimas.

—¡Cállate, este también es mi asunto y ese idiota me las va a pagar!

No miró atrás cuando abrió la puerta y la cerró de golpe al salir. Estaba tan enojado que incluso olvidó ponerse los zapatos y salió con los pies descalzos; se dio cuenta hasta que pisó el frío suelo de concreto en la acera y vio a los transeúntes mirarle raro, pero le dio igual. No regresó al apartamento de Osamu.

—¡Mierda!

Por muy molesto que fuera, Osamu no se merecía algo tan ruin como esto. Después de todo, él siempre había sido el mejor gemelo, el que se merecía todas las cosas buenas en el mundo, el que nunca le haría daño a nadie. ¿Por qué él? ¿Y por qué precisamente Kita?

Lo maldecía. A él y a su amante.

Pero lo que Atsumu no sabía, era que Osamu no le había contado toda la verdad.

«[...] Volteas a verte en el espejo, es un rostro que ya no reconoces [...]»

(In The Cold Light Of Morning)


Cuando descubrió quién era el amante de Kita, quiso morirse, saltar de un puente hacia el río y que jamás hallaran su cuerpo, para así poder ser el alma en pena que atormentara las vidas de ambos. ¿Cómo era que esto se había convertido en una película mal dirigida y con actores que parecían un chiste?

Porque tenía que ser una broma el hecho de que Omi —su Omi-kun— fuera el idiota con el que Kita le veía la cara a su hermano. Tenía que ser una maldita broma.

Los encontró de casualidad, mientras ambos compartían el almuerzo en una agradable —no tan agradable— tarde de domingo. Al principio no creyó que se tratara de algo extraño, puesto que Kita y Kiyoomi habían comenzado a llevarse bien desde hacía algún tiempo. Sin embargo, conforme pasaban los minutos, Kiyoomi comenzó a acariciar los dedos del otro hombre, su brazo y eventualmente su rostro. Luego lo miró y le sonrió bajo el cubrebocas que llevaba puesto.

Ahí supo lo que su prometido sintió cuando lo vio follando con aquella mujer en su propia cama.

Quiso levantarse de su asiento en ese momento e ir hacia allá con la intención de armar un escándalo, pero se reservó las ganas. Osamu era un famoso empresario y su imagen se vería afectada si la fotografía de su hermano peleándose con su esposo y amante aparecía en alguna portada al día siguiente. Lo hacía por Samu, intentó convencerse.

¡Pero demonios! Tenía tantas ganas de ir y enterrar uno de sus palillos en la sonriente cara de Kita, o en el perfecto rostro de Omi y ver su sangre brotar mientras él se reía en sus caras. Y demonios. El efecto de su ansiedad por beber o fumar algo hizo mella en él justo en ese instante. Maldito alcohol, maldita nicotina.

Salió del establecimiento hacia un área para fumadores y sacó con sus manos temblorosas, una cajetilla a medio terminar; encendió el cigarrillo tras varios intentos fallidos y dio una larga calada, sin tratar de ocultar su nerviosismo. La abstinencia lo estaba matando.

Tal vez era un malentendido. Un terrible malentendido que estaba torturando a su cerebro; tal vez ellos solo se llevaban demasiado bien y tenían ese tipo de contacto físico. No era como si se hubieran besado, o algo similar. Pero de nuevo, estaba el hecho de que Kiyoomi siempre había rechazado el contacto físico, incluso de él, a veces.

No quiso pensarlo por más tiempo y simplemente salió de ahí con rumbo a su hogar —suyo y de Omi— esperando a que se le pasara el mal trago y pensar con la cabeza fría, preguntarle a Kiyoomi al respecto y salir de dudas de una vez. Existía la posibilidad de que le mintiera, pero incluso si fuera una pésima mentira, Atsumu le creería ciegamente. Él lo amaba tanto como para desconfiar de su amado, aún si tenía el descaro de mentirle.

—Sí, es mi amante.

Pero no le mintió.

Lo afirmaba como si se tratara de cualquier cosa. Como si con sus palabras y acciones no estuviera rompiendo su corazón; como si con lo que estaba haciendo no supiera que Osamu también sufría, o no le importara en absoluto.

—No me dejarás por eso, ¿verdad? —Sakusa dijo casualmente, mientras se adentraba en el baño para lavarse las manos y quitarse la suciedad que el mundo exterior le había impregnado. Sin siquiera mirar la expresión de Atsumu, o esperar por su respuesta.

¿Se estaba vengando de él? Porque tendría sentido después de todo lo que él le hizo.

Tenía todo el sentido y él mismo estaba dispuesto a aceptarlo si eso significaba que Omi siguiera amándolo. Porque lo amaba, ¿verdad?

—Yo... Quiero separarme de ti —le respondió después de media hora en la que ninguno dijo una palabra.

Pasaron otros diez minutos de silencio en los que Sakusa fingió no escucharlo y procedió a hacer cualquier otra cosa que lo mantuviera ocupado; empero, cuando el rubio no pudo soportarlo más, explotó, llevando sus manos a los hombros del contrario y estrellarlo en la oscura pared del pasillo.

Podía jurar que sus ojos negros brillaban en la oscuridad con tanta repulsión.

—¡¿Te crees muy listo para engañarme con mi propio cuñado? ¿A mí?!

No respondió, pero siguió mirándolo con tanta aversión que, por un momento temió que lo odiara. Atsumu podía estar herido y querer separarse de él si eso aseguraba su estabilidad mental, sin embargo, no quería que lo odiara ni en un millón de años.

—No me creo —gruñó, empujándolo lejos de él—. Soy listo. Soy más listo que tú. Soy mejor que tú, ¿no lo entiendes?

Lo entendía perfectamente. Sabía de sobra que era un idiota comparado con el increíble Sakusa; sabía que ni volviendo a nacer, se igualaría con la inteligencia y genialidad que él desbordaba sin siquiera quererlo. Lo sabía y le cabreaba que se lo restregara en la cara cada vez que tenía la oportunidad.

—Yo —titubeó y se odió a sí mismo por mostrarse tan débil ante él—. Te voy a dejar. Tomaré todas mis malditas cosas y me iré con cualquiera de mis amantes. Te voy a superar y tú... Tú estarás tan vacío sin mí, que terminarás rogándome de rodillas para que vuelva a tu lado, como el enfermo que siempre has sido.

Tal vez dudara que aquello pudiera concretarse, porque la realidad era que Atsumu era tan adicto a Kiyoomi, que se veía a sí mismo incapaz de vivir sin él, sin su opioide que lo mantenía en el Nirvana cada vez que le decía que lo amaba, aunque eso fuera mentira; sus palabras hirientes no eran más que pequeñas espinas que desgarraban su corazón y hacían sangrar su cerebro, pero estaba bien. El sufrimiento era un precio justo por todo lo que le hizo pasar.

Lo que no estaba dispuesto a seguir soportando, era estar junto a él.

Una carcajada se escuchó segundos después del silencio lastimero. Kiyoomi se sostenía de la pared y se encorvaba con dificultad mientras trataba en vano de acallar sus fuertes risotadas; Atsumu no lo entendía. No había dicho nada gracioso, tampoco estaba siendo tomado con la seriedad que, suponía, estaba transmitiendo.

—Eres tan estúpido, Tsumu. —En medio de su risa, usó aquel mote que solo utilizaba para burlarse de él—. ¿Crees que puedes dejarme así, sin más?

—Por supuesto que puedo. Y lo voy a-

No lo dejó terminar. Lo tomó bruscamente del brazo y lo llevó al baño; ahí, sostuvo su cabeza con ambas manos y lo obligó a mirarse al espejo con él detrás suyo, sonriendo como si estuviera disfrutando de su superioridad.

—¡Mírate! Ni siquiera puedes mantenerte por tu propia voluntad —dijo entre dientes, elevando el tono de voz y perdiendo el toque humorístico del principio—. Eres tan patético, que ni una sola de tus «tantas» amantes querría pasar una noche más contigo. Apuesto a que ni siquiera se acuerdan de tu rostro... En cambio yo, tengo al mejor puto amante que pudiera haber pedido.

Atsumu forcejeó un poco para que lo soltara, sin embargo, Sakusa era más fuerte y honestamente, él se encontraba demasiado agotado como para pelear contra la fuerza del otro hombre. Tanto física como mentalmente.

—Eres tan asqueroso —añadió, ejerciendo más presión sobre su cabeza—, tan miserable que tienes que recurrir a la cocaína y al alcohol para olvidar lo que eres: un perdedor. Y eso jamás cambiará.

Algo húmedo y salado comenzó a nublar su vista; eran las lágrimas calientes que prontamente se acumularon, mojaron sus pestañas y se escaparon de las comisuras de sus ojos, resbalando dolorosamente por sus mejillas y perdiéndose entre los dedos de Kiyoomi. Porque tenía razón. En todo lo dicho tenía absoluta razón.

Atsumu se consideraba a sí mismo como un adicto a la victoria. Siempre se jactaba de ser el mejor en lo que hacía —el mejor jugador de voleibol del país—; siempre se regocijaba en toda la atención obtenida de sus fans; siempre se llenaba la boca de falsas palabras que sabía que no era, que Kiyoomi más que nadie, sabía que jamás sería... Siempre tan necesitado de atención.

No era más que un perdedor.

Era todo lo que Kiyoomi podía tener a su merced.

—¿Es que acaso aún no lo entiendes, cariño? —siseó muy cerca de su oído, haciendo que se tensara al sentir su aliento caliente en su piel—. Eres tú el que me necesita a mí. Soy yo el opio de tu miserable vida.

—Eres un maldito hijo de puta-

—¡Sí, un maldito hijo de puta que te ama! —exclamó, provocando en Atsumu una mueca debido a la cercanía de su voz—. Me enfermas, Atsumu... Me enfermas de amor.

¿En qué momento había cambiado todo?

¿En qué momento Sakusa se convirtió en aquel desconocido que ahora se reflejaba en el espejo?

Recordaba perfectamente cómo inició su relación; lo había conocido durante sus días de preparatoria y con el tiempo fueron formando un extraño vínculo que incluía demasiadas burlas e insultos, pero a pesar de que parecían dos enemigos que se odiaban a muerte, se enamoraron perdidamente del otro y los eventos futuros fueron inevitables. Su atracción era tan insana, tan exquisita que evolucionó de manera exponencial hasta convertirse en un amor incontrolable, que consumía sus sistemas cual droga en el cuerpo de un drogadicto en etapa avanzada.

Y ciertamente, ese amor era una droga a la que Atsumu era adicto. Kiyoomi tal vez también. No por nada había dicho aquello.

Pero ahora, todo era tan difuso. Kiyoomi lo confundía; lo hacía elevarse hacia el cielo sin mirar abajo, para después dejarlo caer en picada a los más recónditos confines del Averno, sin darle la oportunidad de aferrarse a nada.

¿Qué quería de él?

¿Le hacía feliz la idea de verlo infeliz?

—Cariño —llamó y Atsumu quiso cubrir sus oídos, quiso ser capaz de esconderse de su voz de ninfa. No pudo—. ¿Aún no lo ves? ¿Necesitas tomar tu medicina para darte cuenta?

Oh, sí. Su medicina.

Era por eso que Kiyoomi no le había dicho una sola palabra acerca de sus intoxicaciones.

Las frías manos del azabache abandonaron su cabeza, para sacar del botiquín de primeros auxilios y lanzarle a la cara, un par de bolsitas con un polvo blanco que él conocía muy bien. Así que sí sabía en dónde las escondía. ¿Cómo no hacerlo? Se hallaban justamente en el lugar donde guardaba sus desinfectantes y medicamentos.

—¿No es suficiente? —inquirió con un tono ácido—. ¿Quieres más? ¿Necesitas tu bebida?

De uno de los cajones bajo el lavabo, sacó una botella sin destapar de vodka y la sacudió frente a su rostro. Atsumu tuvo que usar todo su autocontrol para no arrebatársela en ese mismo instante y beber todo el contenido de un golpe. Las manos comenzaban a arderle, su lengua a secarse; sintió un escozor nada agradable en la punta de la nariz, que lo empujaba lentamente a tomar del suelo la cocaína que cayó cuando Sakusa se la lanzó, o inhalarla ahí mismo cual perro lamiendo las migajas de su amo. No quería verse derrotado frente a él, porque le estaría dando la razón y la dicha de la victoria. Empero, ¿cuándo no la había tenido?

Kiyoomi siempre tuvo el control de su relación. Siempre tuvo control de él.

—Anda, tómala —incitó una vez más—. Solo así puedes darte cuenta de lo fracasado que eres, de lo mucho que me necesitas para vivir... Yo prefiero que seas consciente de eso, mi amor. Que nunca se te olvide que me perteneces, que me amas más de lo que te amas a ti mismo... Y que no hay nadie en el mundo que te ame más que yo, de hecho, nadie más te ama... Porque eres tan irrelevante para todos.

Terminó con una risa seca, haciendo que Atsumu intentara reprimir sus jadeos cada vez más. El llanto ahora era lo único que llenaba el vacío ambiente que Kiyoomi se encargó de lograr; al parecer, disfrutaba en demasía ser aquel que lo bajara de su nube, ser ese que le cortara las alas cada vez que se atrevieran a crecer. Porque si no lo hacía, Atsumu podría aprender a emprender el vuelo y alejarse de él para siempre.

Después de un buen rato en el que el llanto cesó, el azabache se acercó nuevamente a él y lo tomó de la barbilla, obligándolo a mirarlo; le sonrió. Una sonrisa condescendiente, que le demostraba toda la lástima que sentía por él.

—No me vas a dejar, ¿verdad?

Le besó la frente con tanta delicadeza que por un momento le pareció un sueño del que no quería despertar nunca más.

—No.

Su sonrisa se agrandó. Esas palabras fueron suficientes para que todo volviera de nuevo a la normalidad y se alejara de él con una mueca en los labios, mientras volvía a lavarse las manos y los dientes con demasiada insistencia. Todo ante la presencia del rubio desconectada de la realidad, cuya mirada estaba dirigida a su reflejo en el espejo.

¿Ese hombre era él?

Aquel tipo con apariencia demacrada, piel amarilla y manchas negras debajo de los ojos; ese que se encontraba con unos kilos menos en el cuerpo, brazos flácidos y pómulos más definidos de lo normal; sin brillo en las pupilas, sin poder sonreír, sin siquiera poder recordar qué hizo mal, en qué falló para terminar de ese modo; tan sumiso, tan patético, tan fracasado... ¿De verdad era él?

Quería morirse.

Kiyoomi no decía nada más que la verdad. Y la verdad era un aire asfixiante que le robaba las energías, las ganas de ver al mundo, las ganas de vivir siendo un miserable por el resto de su vida; estaba en el suelo, más bajo, incluso. Estaba enterrado en vida bajo los cimientos de su desolación y los efectos de su amor por Omi, que cada día se volvían más difíciles de digerir, pero lo enraizaban sin dejarle escapatoria. Empero, tampoco deseaba librarse de eso. Tenía tanto miedo de salir al exterior y jamás encontrar a alguien como su amado. Nadie en el mundo podría igualarlo, mucho menos superarlo.

Lo único que podía hacer, era resignarse. Resignarse a vivir el detrimento que aseguraba su unión con Kiyoomi. Porque aquello era recíproco.

Atsumu se aseguraría de demostrarle a su querido Omi-kun cuánto lo amaba y cuán dispuesto estaba a saborear los estragos de su amor. Si él no lo dejaba huir de aquel control que ejercía sobre su maltratada espalda, entonces retomaría el control de aquel enfermo llamado Kiyoomi Sakusa. Lo haría suyo, lo rompería y lo haría arrastrarse sobre sus rodillas por un poco de las migajas de su atención, así como había hecho con él. Porque eso era lo que hacían las personas que se amaban: hacer perdurar un sentimiento tan sagrado como el amor de la forma que fuera. No importaba el método, sino el resultado.

Omi sería suyo. Para siempre.

En vida, o hasta la muerte.

«[...] No queda nada, no hay fortaleza que defender [...]»

(Begin The End)


Era tarde.

Atsumu había dicho que sería fácil volver al séptimo cielo en el que una vez vivió con Omi. Había jurado que volvería a sentirse en su punto más alto, después de mostrarle que aún le quedaba mucho amor por dar y que aún tenía un espacio enorme para recibirlo. Omi tal vez lo dejó entrar en confianza, tal vez estaba intentándolo tan fuerte como él lo hacía; empero, el progreso no solo se trataba de un «tal vez» que se quedaba a medias.

Y él ya estaba harto de todo.

Estaba harto de que el deterioro fuera cada vez más progresivo y agresivo; que cada vez que intentaba regar la flor de su relación, ésta se marchita inmediatamente con el descuido inconsciente que le daba; que los frutos de su avance se volvieran perennes en cuestión de segundos con la indiferencia... Estaba harto de caer como el vil pecador que era, cada vez que tenía la oportunidad.

No se podía arreglar algo que ya estaba muerto.

Estaba agotado.

Los efectos de la cocaína eran cada vez menos efectivos, por lo que tuvo que incrementar sus dosis; no quería seguir siendo aquel asqueroso drogadicto, pero la abstinencia era cada vez más insufrible y él simplemente deseaba desaparecer, aunque fuera por un momento, ese pesado malestar en el pecho que no lo dejaba ni respirar las veinticuatro horas del día. Su nariz moqueaba, dolía y casi siempre sangraba, pero esos síntomas eran como un grano de arena comparados con el desierto de su depresión.

Y como si no estuviera ya bastante roto, el antidoping[3] llegó como el balde de agua helada que le hacía falta para terminar de congelarse. Dio positivo e inmediatamente lo sacaron del equipo. Aunque de por sí, era bastante notoria su adicción a las drogas y el alcoholismo que sufría; ese rostro demacrado y ansioso hablaba por sí solo.

La gente comenzó a hablar de él; era la comidilla de aquellos desconocidos que iban por la calle, aquellos necesitados de tener un tema del cual hablar y saciar sus sucias lenguas con el veneno inyectándose en su apellido. Aquellos medios que no estarían satisfechos hasta extirparle la última gota de dignidad en su sistema.

Pero no le importaba. Y a veces se odiaba por ser tan indiferente con el mundo que se preocupaba por él y en vez de eso, elegir preocuparse por la opinión de una sola persona que no hacía nada más que matarlo en vida.

Osamu le dijo una vez que todos lo odiaban y él le restó importancia. De cualquier forma, solo eran extraños con caras fácilmente olvidables que podían sustituirse con rayones negros o borrones que las diluyeran; Kiyoomi se lo recordó miles de veces como si saboreara cada palabra, pero siguió sin importarle, porque en ese momento ya era consciente de que él también odiaba al mundo y todo lo que habitaba ahí.

Con ese pensamiento, miró intensamente la bolsa transparente que contenía un polvo blanco diferente a su ya amada cocaína. La sala estaba llena de botellas de alcohol a medio terminar y, la mesita en el centro era un desastre con vasos regados por doquier y el mismo polvo esparcido en cantidades irregulares.

Sentía la garganta seca, la lengua pegada a sus dientes, tenía los ojos vidriosos e irritados por no poder dormir y le dolía la nariz; estaba sangrando nuevamente, pero no hizo ningún esfuerzo por limpiar el líquido viscoso de sus orificios nasales y por lo tanto, el camino se abrió paso hasta entrar a su boca. Entonces probó el sabor metálico combinado con el de sus mocos y la coca, deleitándose con él, como si fuera su única fuente de agua. Y sacó la lengua, lamiendo su labio superior en un intento por limpiar el resto.

Omi no estaba y no daba indicios de llegar pronto. Anteriormente le había dicho que se quedaría con Kita, como si le estuviera presumiendo uno de sus valiosos trofeos a los que nunca podría aspirar; burlándose de él como si de verdad disfrutara verlo caer una y otra vez, más profundo y con menos posibilidad de levantarse.

Gruñó.

Omi no parecía perturbado por su lamentable estado, ni siquiera se inmutaba. Le dolía en el alma ser tan irrelevante en su vida, cuando en el pasado lo había sido todo. Si tan solo pudiera volver el tiempo atrás y remediar aquello en lo que había fallado, lo haría sin dudar, aunque muriera en el intento.

Aunque tal vez los dos habían fallado.

Pero claro, él jamás culparía a Omi, por mucho que lo hubiera orillado a ser lo que ahora era.

En un momento de valentía —o cobardía—, abrió la bolsa entre sus manos y tomó una cuchara que previamente había traído de la cocina. El mareo era cada vez más fuerte y doloroso, empero, daba igual mientras aún pudiera sostenerse en pie; vació un poco del polvo blanco sobre la cuchara, derramando el resto debido al temblor incontrolable en sus manos y luego juntó los restos de cocaína que yacían en la mesa para combinar ambas drogas; prendió el encendedor de inmediato, observando perdidamente cómo el polvo se disolvía hasta convertirse en una sustancia líquida de color ámbar.

Su proveedor le había dicho que no combinara la cocaína con la heroína, que el speedball[4] podía ser peligroso.

Más peligroso era él y sus pensamientos retorcidos con respecto a Kiyoomi.

—Si alguna vez...

Se quedó callado una vez que la droga estuvo lista para consumirse. Del suelo tomó una jeringa y la destapó con los dientes, cuidando no perder el equilibrio de la mano que sostenía la cuchara; introdujo el líquido en la jeringa, para ulteriormente, descubrir su brazo izquierdo, palpar la vena de su antebrazo con el dedo e inyectarse.

El efecto fue casi inmediato.

No era lo suficiente para calmar su ansiedad, necesitaba más, mucho más; de repente hacía calor, su cuerpo se sentía caliente, como si se encontrara ardiendo entre las llamas de un incendio. Quizá su cuerpo transpiraba y hedía a sudor —si Omi lo viera en este momento, le diría lo asqueroso que era—, por lo que se quitó la camisa y la abanicó con vehemencia frente a su rostro, sin conseguir enfriarse.

Era injusto que él fuera el único que sintiera los estragos de una relación moribunda. Era injusto que Kiyoomi se estuviera divirtiendo a sus anchas, mientras él se desvivía en esa pocilga infestada de drogas, alcohol y mucha culpa. Lo maldecía. A él y a su estúpido amante.

—Si alguna vez sintieras lo que yo... te morirías.

Soltó una carcajada con un atisbo de histeria. Kiyoomi no entendía nada. Alguna vez le dijo que era repugnante ver cómo consumía su cuerpo con aquel veneno que lo volvía un idiota zombificado; que cada vez parecía más un muerto, que no tenía por qué seguir haciéndolo, cuando fácilmente él podía hacer el papel que su preciada coca hacía. No entendía en absoluto que la única razón por la que seguía metiéndose «esa porquería» era por su causa. Para mantenerse en control de sus acciones.

Era lo único que quedaba.

«No es cierto. No te queda nada».

La voz de Kiyoomi resonó en su cabeza como un recordatorio de lo inútil que era. Su cuerpo comenzó a temblar por el excesivo calor que no cesaba y en cambio, incrementaba con el pasar de los segundos. De pronto, comenzó a tener sed, por lo que llenó un nuevo vaso de vodka y tragó el líquido en un santiamén, sin importarle que quemara su garganta en el proceso.

«Mírate. Deberías hacerle un favor al mundo y dejar de existir».

—¡Cállate! —ordenó impaciente, jalando sus rubios cabellos ahora desteñidos.

«¿Por qué sigues existiendo?»

Su respiración se volvió irregular y empezó a respirar por la boca, jadeando por un poco del aire que le hacía falta. Omi no se encontraba ahí, estaba seguro de eso; no obstante, no podía estarlo por completo, ya que su visión se tornó borrosa.

Pero Omi no diría eso. Nunca.

Podía humillarlo y decirle que no valía nada, que era un pobre diablo que se aferraba a su adicción para sobrellevar su lastimosa vida; jamás le haría un comentario diciéndole que se suicidara, o algo por el estilo. Atsumu sabía que lo amaba tanto como para permitir que hiciera tal cosa.

¿Verdad?

«Eres una escoria para este mundo».

—¡Pero me amas! —A este punto ya gritaba, aunque su garganta se desgarrara en el proceso—. ¡No puedes vivir sin mi!

«No te amo...»

—¡Lo haces!

«Te odio».

—¡Mientes!

Cubrió sus orejas con pánico, acurrucándose en posición fetal y balanceándose en un bucle de atrás hacia adelante, en un intento por hacer que la voz en su cabeza se callara. No tenía a nadie; ni siquiera Osamu se había dignado en hablarle después de enterarse sobre su infidelidad, pese a todos los intentos de él por comunicarse con su hermano. Estaba solo. Kiyoomi era la única persona que estaba ahí para él. No le importaba si lo miraba con lástima o con repulsión... Lo tenía y eso era más que suficiente.

Por esa razón no soportaba escucharlo decir que lo odiaba.

No era verdad.

No era verdad.

No era—

—¡Agh!

Un dolor punzante taladró su cabeza. El lugar adquirió colores que antes no estaban ahí, volviendo más difícil su visión y concentración; la voz de Kiyoomi le susurraba al oído cosas inteligibles, haciendo que Atsumu gruñera con una impotencia que no soportaba. ¿Por qué seguía haciendo tanto calor?

¿Su cuerpo se había encendido en llamas?

Omi se reía de él.

Gritó tan fuerte como sus cuerdas vocales se lo permitieron. Se estaba quemando, estaba seguro; de otra manera no se explicaría el ardor en sus brazos y piernas, o la creciente desesperación por conseguir algo de agua, o el dolor en el pecho que le impedía respirar un mínimo de oxígeno, o el bombeo frenético de sangre que su corazón llevaba a su cerebro.

¿Estaba siendo llevado al infierno?

¿Cómo se sentía el infierno?

¿Quién iba a llevárselo?

¿Era Omi?

Sus uñas rasguñaron la carne de su rostro, dejando marcas rojas que pronto comenzaron a sangrar. Quería que se detuviera, que todo fuera una pesadilla de la que poder despertar y seguir con normalidad, en la vida perfecta que una vez tuvo y en la que debería seguir viviendo.

Esto era agonizante, toruoso. No lo quería.

—¡Atsumu!

Una nueva voz se hizo presente, pero no le prestó atención. No podía. No cuando los demonios y Omi lo estaban quemando vivo.

—¡Joder, Atsumu, ¿qué mierda hiciste?!

¿Por qué sentía la boca llena?

¿Por qué no podía hablar, o respirar?

¿Por qué sentía que se ahogaba?

Lo arrastraron, pero se resistió aferrándose a lo que sea que tuviera alcance. ¿Era eso la pata de la mesa, o un pilar de hierro tan caliente que le carbonizaba las manos? No lo sabía y no saberlo lo ponía en un estado frenético.

Dolía como el infierno. Alguien le metió los dedos a la boca y el vómito pronto salió de su boca en una oleada que devolvió hasta sus entrañas; no podía ver, no podía ni siquiera mostrar su dolor a través de los sollozos. La voz se le había escapado para no volver, impidiéndole susurrar. Una luz brillante golpeó sus córneas como una luz ultravioleta, tal vez era el sol. ¿Cuánto tiempo había pasado ya?

Ya no lo soportaba. Quería dejar de sentir, dejar de sufrir.

Entonces, así fue.

Sintió un par de cachetadas junto a unas palabras que no pudo comprender. Estaba completamente alejado del plano terrenal y así quería permanecer; el sufrimiento ya no era tan fuerte y en cambio, una sensación de paz  repentina inundó sus sentidos ya desgastados. La voz de Omi se había esfumado, pero prefería no volverla a escuchar nunca más, porque de lo contrario terminaría de enloquecer y no deseaba eso.

Deseaba la paz. Deseaba esa bonita sensación de estabilidad que lo abrazaba como un manto sagrado.

Deseaba ser amado.

—¡Tsumu, Tsumu!

Sí, deseaba que los demás se preocuparan por él como ahora.

—¡Tsumu, no me dejes, quédate aquí... Escúchame, maldita sea!

Deseaba con todas sus fuerzas, ser el centro del universo.

No le quedaba nada más, pero aún así, deseaba luchar por algo.

Deseaba, por primera vez en su vida, tener el control absoluto de sí mismo. 

[1] Se le conoce como High al estado de euforia que experimenta una persona bajo los efectos de la droga.

[2] Blow es una de las muchas maneras por las que se le conoce a la cocaína.

[3] El antidoping es la prueba que se realiza mediante un examen químico, la cual determina si se han estado consumiendo drogas previamente.

[4] Speedball (o bola rápida) es la combinación de cocaína y heroína en una sola sustancia mucho más potente y peligrosa que ambas drogas por separado.

Nota: Este capítulo fue inspirado por las líricas de algunas canciones del grupo Placebo.


¡Gracias por leer!


Siguiente capítulo: Shinsuke, el perfecto.

Fecha de publicación: Abril de 2021.


(Marzo 18, 2021)

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