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2.

❝ realidades ❞

La noche ya había caído cuando terminé mi turno en el supermercado.

Era uno de esos días en los que cada minuto se sentía como una hora, y la jornada parecía no tener fin. El zumbido de los fluorescentes, el constante sonido de la caja registradora, y el murmullo incesante de los clientes iban apagándose poco a poco en mi cabeza mientras caminaba hacia casa.

El camino de regreso siempre me daba un tiempo para pensar. Pero, en los últimos años, pensar no había sido algo que disfrutara mucho.

Llegué a la vieja casa donde vivo con mis padres. El lugar ha visto mejores días, pero sigue en pie, aunque no había podido hacerle las reparaciones que tanto necesitaba. Las paredes crujían con cada paso, y a veces me preguntaba cuánto tiempo más soportarían sin venirse abajo. Quizás era una exageración, pero si estaba bastante mala la estructura del lugar.

Cuando abrí la puerta, me recibió el olor de la cena que mi madre había dejado lista. La pequeña cocina, con sus electrodomésticos gastados, siempre había sido como un tipo de refugio en donde podía esconderme de todo y todos. A lo lejos vi a mamá en el salón, sentada al lado de mi padre, mientras le acomodaba las piernas. Él, como siempre, estaba en su silla de ruedas, mirando la televisión sin mucho interés.

-¿Llegaste bien, hijo? -preguntó mi madre con una sonrisa cansada.

-Sí, mamá. ¿Cómo estuvo hoy? -dije, refiriéndome a mi padre.

-Ha tenido un buen día. Estuvo un poco más animado esta mañana, pero ahora está descansando.

Asentí, agradecido de que al menos había tenido una jornada tranquila. Mi madre lo cuidaba mientras yo trabajaba, asegurándose de que nada le faltara. No podía imaginar el esfuerzo que ella hacía todos los días, cuidando de él y llevando el peso emocional de verlo en esa condición. Pero nunca se quejaba.

Y no sabia como no lo hacía con lo terrible que se había puesto papá con su genio desde que todo esto ocurrió.

Me dirigí nuevamente a la cocina, saqué una botella de agua del refrigerador, y me dejé caer en una silla. Todo había cambiado después del accidente. Mi padre solía ser el sostén de la familia, fuerte, invencible. Hasta que, de un momento a otro, en un accidente casi fatal, quedó paralítico, dejándome a mí la responsabilidad de mantenernos a flote.

Y no solo eso, también descubrí las deudas que había acumulado.

Deudas con personas que le daba préstamos a gente de bajos recursos para después cobrar una millonada de intereses. Desgraciadamente, papá se había convertido en un ludopata y todo el dinero prestado se fue en casinos, dinero que jamás vimos en esta casa. Aquellas personas, quizás de alguna mafia, era gente de la que no podía librarme, no sin pagar cada won que les debía él.

Quizás que me harían, o a mi familia.

Respiré hondo, tratando de no dejar que el peso de todo me aplastara. Sabía que no podía detenerme ni por un segundo. Si dejaba de pagar, esas personas serian capaces de venir por nosotros, y lo harían sin piedad. Mi madre, mi padre... tenían que estar a salvo.

Y esa seguridad dependía de mí. Y eso me aterraba, porque, vamos... soy un maldito bueno para nada.

Después de unos minutos, me levanté y volví al salón. Mi madre me miró con una sonrisa serena, pero sus ojos siempre tenían esa sombra de preocupación que no la había dejado en paz desde que tuve que salirme de estudiar para comenzar a trabajar.

-Ve a descansar, ma. Yo me encargo de papá -le dije, colocándole una mano suave en el hombro.

-No te preocupes, estoy bien. Pero tú deberías descansar también. Estás trabajando demasiado -me respondió, aunque ambos sabíamos que no había otra opción. Asentí, aunque sabía que no podría hacerlo realmente. Acomodé la silla de mi padre, y volví a la sala. Me dejé caer en el viejo sofá, cubriéndome el rostro con las manos. Pensé en Arim, en su despreocupación, en el lujo que la rodeaba. Qué fácil debía ser su vida en comparación con la mía.

Vivir sin preocuparte de nada... solo por un día.

Pero yo no podía darme ese lujo. No podía permitirme pensar en otra cosa más que en sobrevivir, en mantener a mi familia a salvo y en pagar lo que debía. Y mientras esas deudas siguieran sobre mí, la paz nunca llegaría.

El peso de los pensamientos seguía apretándome el pecho. Por mucho que intentara sacármelos de encima, la presión no me dejaba respirar. Así que por la misma razón, sin decir nada, salí por la puerta de la casa, buscando un momento de escape. Sabía que mi madre odiaba que fumara, pero había sido lo único que no había podido dejar, aunque lo intentara.

Saqué del bolsillo mi único vicio: el cigarrillo. Lo encendí, aspiré profundo, y por un instante sentí cómo el estrés disminuía, aunque fuera momentáneo. Exhalé el humo, mirando las estrellas que apenas se asomaban en el cielo nublado.

Fue entonces cuando mis ojos captaron una figura en el pequeño balcón de la casa de al lado, aquella que parecía estar en mejor estado que la mía y que tenía un segundo piso. Era Arim, con su pijama puesto y una chaqueta sobre los hombros, moviendo su celular de un lado a otro.

-¿Problemas con tu iPhone? -pregunté con una sonrisa burlona, ganándome una mirada de sorpresa de su parte.

-¿Qué haces espiando ahí? -respondió con una mezcla de fastidio y desdén.

-Estoy en mi patio, princesa, ¿qué no ves?

Ella bajó la vista, arrugando el entrecejo con disgusto. Rodé los ojos ante su expresión.

-Lo veo, claramente -murmuró, como si me hiciera el favor de notar mi presencia.

-¿Siempre eres así? -pregunté mientras me apoyaba en la pared, dando una última calada al cigarrillo, sin apartar la mirada de ella. Su pequeño cuerpo parecía aún más frágil bajo la chaqueta gruesa que llevaba por el frío de octubre.

-¿Así cómo? -dijo sin quitar los ojos de su celular.

-Tan desagradable.

-No me conoces.

Seguía con su teléfono, moviéndolo como si estuviera desesperada por algo. La observé por unos segundos más, y la curiosidad me ganó.

-¿Qué mierda haces?

-No tengo señal en estos suburbios -respondió con fastidio-. ¿Siempre es así?

Parpadeé varias veces, procesando sus palabras. Apagué el cigarrillo contra el suelo y pisé la colilla.

-Somos considerados una zona roja. El internet que llega por estos "suburbios" -hice comillas con los dedos- no es el mejor.

-Se nota. Qué espantoso -murmuró, dándose por vencida y guardando su celular en el bolsillo-. No deberías fumar, hace mal para la salud.

-Oh, no sabía eso -respondí con evidente sarcasmo-. Para la otra te pregunto, ¿bien?

-Estúpido.

-Caprichosa.

Nos quedamos en silencio por un segundo, y me dio una mirada mordaz antes de girarse y entrar a su nueva casa. Me quedé ahí, con el amargo sabor en la boca de que ella era tal cual como se había mostrado en la biblioteca.

Estas personas con dinero, lamentablemente, no tenían modales. Y ésta mujer no era diferente a los demás.

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