Epílogo
Capítulo dedicado a Wendy Karenina, que estuvo de cumpleaños el día de ayer...
Erick:
—Tranquila.
Escucho decir a alguien a lo lejos y, aunque la voz me resulta conocida, no consigo identificar de quién se trata.
—Ya papá llega con el pastel.
¿Papá?
¿Pastel?
Cierto, mi cumpleaños.
Intento abrir los ojos, pero las garras del sueño me tienen bien sujetos aun; sin embargo, antes de que pueda volver a intentarlo, el colchón se mueve a mi lado y algo pesado cae sobre mí, sacando todo el aire de mis pulmones.
—Filicidades, filicidades, filicidades —chilla mi hermana pequeña haciéndome cosquillas en las costillas, o al menos intentándolo.
Con una sonrisa gigante, abro los ojos y me encuentro con su mirada azulada rebosante de felicidad. ¿Qué hora será que esta mocosa está despierta y yo continúo durmiendo?
Sin dejarla reaccionar la acuesto sobre la cama y le devuelvo las cosquillas. Su risa se extiende por toda la habitación y debo decir que es el mejor sonido para mis oídos. Desde que la pequeña Erika llegó a nuestras vidas, las cosas que estaban bien, se volvieron aún mejor. Ella, con sus sonrisas, sus risas, sus ojitos tan azules como los de su madre y esa picardía que la caracteriza, le da alegría y color a nuestro hogar. Es intensa, dramática y chillona a más no poder, pero es la mejor.
Y sí, se llama Erika. El nombre se lo pusieron cuando supimos que era niña y debo admitir que lloré como un bobo cuando me lo dijeron. Mis padres me preguntaron que si me gustaba y yo no podía responderles por tanta emoción.
—Ya, ya, ya —dice entrecortadamente por las risas y yo me detengo.
Con la respiración errática, se sienta en la cama y se lanza a mis brazos. Yo le devuelvo el gesto con un cariño infinito, pero no tarda mucho en alejarse para llenarme el rostro de besos.
Es que es la cosita más dulce que existe en el mundo.
Cuando se calma, miro a la pareja que nos observa con unas sonrisas enormes y se acerca a nosotros. Mi papá lleva un pequeño pastel con el número quince encendido y yo lo soplo sin dudarlo, deseando, como cada año desde que los conocí, poder seguir disfrutando de ellos.
—Felicidades, campeón —dice mi padre, ese hombre increíble con el que estaré en deuda por toda la eternidad por haberme acogido en su familia, permitiéndome tener un hogar rodeado de un montón de personas, cada una más loca que la otra, pero totalmente maravillosas.
Coloca el pastel encima de la mesita al lado de la cama y me envuelve en un abrazo de oso gigante para luego llenarme la cara de besos.
—Gracias.
—Ok, ya basta, Zacky, yo también quiero —se queja mi madre, jalando a su esposo por el borde de la camiseta para que se aparte.
El hombre frente a mí se resiste un poco, pero termina claudicando y es entonces que la mujer más increíble que he conocido jamás, se lanza a mis brazos para llenarme de besos. Erika ríe divertida y cruza sus pequeños bracitos a nuestro alrededor.
—Felicidades, Erick. Que cumplas muchos, muchos más.
Deja un beso chillón en mi mejilla derecha y mi hermana, tan imitadora como siempre, intenta hacer lo mismo, pero al no saber cómo, solo abre la boca y deja baba por toda mi piel.
—Venga, levántate, que la tropa ya está en camino —dice mi padre dando varias palmadas en el aire.
Sin poner objeción ninguna, pues, si bien estoy en la etapa en la que todos mis amigos dicen que debemos ser rebeldes, tiendo a obedecer todas las ordenes y pedidos que me hacen, me levanto de la cama. Llámenme tonto si quieren, pero hay una parte bien pequeñita en mi interior que piensa que, si no lo hago, terminarán arrepintiéndose de haberme adoptado y eso es algo que definitivamente no quiero.
Sí, sé que no debo pensar así; que tanto Lía como Zack me aman; que soy su hijo y que eso nunca cambiará. Créanme, lo sé, tengo plena seguridad de que jamás me dejarán, pero no puedo erradicar del todo esa pequeña espinilla en mi interior. Tal vez es por las cuatro familias que intentaron adoptarme antes que ellos y que salieron huyendo, algunos al saber que estaba enfermo, otros simplemente porque no era un buen niño. Y, no lo sé, en realidad no tengo ningún recuerdo de ser intranquilo.
Ni modo.
Entro al baño, hago mis necesidades y luego de asearme, regreso a la habitación. Estoy solo así que me visto y bajo a desayunar o merendar, como quieran decirlo. Son más de las diez de la mañana.
Poco a poco comienza a llegar la familia y los regalos llueven a montones. Nunca me gustó celebrar mi cumpleaños, era un recordatorio de que, al nacer, les había arruinado la vida a dos personas porque, ¿por qué sino me abandonaron? El punto es que detestaba esta fecha hasta que entré a la familia Andersson-Bolt-Torres. Todos me acogieron con sumo cariño y este día pasó a ser uno de los mejores de todo el año, pues las celebraciones son inmensas, se reúnen todos, algo que me fascina y los regalos están a la orden del día. Amo los regalos.
En menos de dos horas las mujeres acomodan el patio trasero de modo tal que, a un costado, hay una hilera de mesas con dulces de todo tipo, quedando para luego el pastel más grande que, según tengo entendido, lo traerá el abuelo Kyle más tarde porque se lo mandaron a hacer a no sé quién muy famoso en ese sector y, al otro lado, hay una carpa blanca con vistas a la increíble pradera que tenemos de fondo, seguido de una zona de juegos, que incluye una pista de tenis improvisada.
Resulta que, si bien amo el patinaje porque, formando parte de esta familia es imposible no hacerlo, desde hace un par de años, me he entusiasmado bastante por el tenis. Es que mi mejor amigo es hijo de unos campeones a nivel internacional y muchas de nuestras juntadas terminan en la cancha. Es divertido.
Veo a Shane pasar frente a mí, con su pelo negro alborotado y cara de mala leche concentrado en algo en su celular. No me molesto porque no me felicita, pues, si bien es un poco borde a veces, me cae bien, fundamentalmente porque tenemos muchas cosas en común, por ejemplo, él también es adoptado.
Shane Lambordi Sandoval adquirió los apellidos de sus padres adoptivos hace cinco meses más o menos, pero llegó a nuestras vidas hace dos años atrás. Con solo catorce se le ocurrió la brillante idea de asaltar a una mujer en medio de la calle. Y esa mujer resultó ser la loca de Tahira que, a pesar de sus cuatro meses de embarazo, lo persiguió por más de una cuadra gritándole hasta del mal que se iba a morir si no le devolvía el bolso.
La inconsciente, pisó mal al bajar el contén de una acera y se le viró el pie. Cayó al suelo y, al ver que perdería al ladronzuelo, se le ocurrió hacer lo que mejor sabe hacer. Es decir, ser ella misma, dramática en exceso.
Gritó, se sujetó la pierna con una mano y con otra la barriga. Eso llamó la atención del chico que se detuvo unos cuantos metros por delante para ver qué había sucedido. Tahira dio la mejor actuación de su vida, alegando incluso un fuerte dolor en el vientre y, en consecuencia, un posible aborto.
Gracias a Dios, Shane, por muy malo que se hace tiene buen corazón, pues se le acercó. Tai dice que el alma casi se le cae a los pies al notar lo que unos minutos antes por la oscuridad y la capucha que llevaba no vio. El chico estaba vilmente golpeado, mucho después supimos que debido a su padre alcohólico.
Ella continuó su actuación y él paró un taxi, la ayudó a entrar y estaba a punto de dejarla cuando ella lo sujetó, lo obligó a subirse gritando de dolor. En conclusiones, terminaron en el hospital donde Lucas estaba de guardia, Tahira dejó de fingir, recuperó su bolso y terminaron curando las heridas del chico.
Tai se obsesionó con él luego de que se escapara del hospital unas horas después y lo buscó por todos lados hasta encontrarlo. Pasaron mucho trabajo y sí, digo pasaron porque Lucas apoyó siempre a su esposa, para atravesar todas las barreras que el chico había erigido alrededor de su corazón, pero al final lo consiguieron y luego de una batalla en los tribunales para obtener la custodia, Shane pasó a ser de la familia.
Se hace el malo, el que no necesita a nadie, pero sé que es solo apariencias; sino, obsérvenlo cuando está con Luna, Sasha y Angélica, sus tres hermanitas menores, hijas del italiano y la loca de su esposa.
Por si se lo preguntan, Sebas y Sofía tienen cuatro hijos y una más viene en camino. Lucas dice que pusieron la fábrica a andar y que perdieron el botón de apagado, algo que me hace mucha gracia.
Mis amigos y compañeros de clase no tardan en llegar, siendo recibidos por la mejor amiga de mi madre que, cada vez que uno cruza la puerta de la cocina, dispara un pequeño cañón lleno de confetis y purpurina dejando a todos confundidos, brillantes y con papelillos por todos lados. Ya he perdido la cuenta de la cantidad de veces que he escuchado la frase: “Llegamos a la casa de los locos”.
Pero no se crean, no hay ni una pizca de maldad en esas palabras; al contrario, lo dicen como un halago y lo sé, no solo porque ellos mismos se corrigen, sino también por la gigante sonrisa que se les queda y por el hecho de que les encanta venir de visita. Fundamentalmente a Thiago, Kurt y Fabio, mis tres mejores amigos. Estoy convencido de que, si fuese por ellos, ya formaran parte de esta familia. Suelen decirme que tengo una suerte de puta madre por haber terminado con ellos y yo estoy totalmente de acuerdo.
Jamás podría haber encontrado una familia mejor, más amorosa, divertida, preocupada, fiel y extremadamente loca. No hay un día alrededor de ellos que sea aburrido y cada mañana le doy gracias a Dios por haberlos puesto en mi camino. Ser parte de los Andersson, Bolt, Torres, es lo mejor que me ha pasado jamás.
Nunca olvidaré el día en que Zack me dijo que quería adoptarme. Estuve días sin poder creerlo realmente porque, cuando vives en un orfanato, aprendes varias lecciones importantes, entre ellas, no encariñarte con nadie demasiado. Las asistentes sociales muchas veces abandonaban su trabajo debido a la mala paga y tener amigos era arriesgarse a salir lastimado ya que, tarde o temprano, eran adoptados y abandonaban tu vida. Y eso es para un niño normal, para uno como yo, era aún más difícil.
Siempre tuve la convicción de que jamás iba a ser adoptado, que me quedaría en el orfanato hasta cumplir los dieciocho, edad en la que se le dice adiós al cuidado y protección que instituciones como esas te brindan y debes emprender tu camino en el mundo laboral. Era un niño introvertido, callado, que no se relacionaba con nadie; por supuesto, mucho de eso se debía a mi incapacidad de poder comunicarme con el resto. Nadie sabía hablar alemán y eso era malditamente frustrante y triste. Por mucho tiempo, la soledad fue mi mejor compañía.
Las familias dispuestas a adoptar no me miraban más de dos veces; solo cuatro se interesaron y desistieron luego de verme par de veces y cuando enfermé, todo fue a peor. ¿Quién iba a querer un niño enfermo? Uno que solo generaría dolores de cabeza, sufrimiento y un gasto inmenso al bolsillo. Pues sí, nadie lo querría.
Tal vez por eso solía desear cada noche que la enfermedad me llevara. Sería más sencillo si simplemente dejara de existir; ya no estaría solo, triste, abandonado y con ese sentimiento en el fondo del alma que me decía que no era nadie, que no era suficiente y que, por tanto, nadie me podía querer.
Dios sabe que, aun teniendo solo seis años, quise morir. Hasta que llegó mi ángel guardián…
Esa chica rubia, de ojos increíblemente azules que apareció un día de la nada y se sentó en mi camilla para hablar y hablar y hablar y seguir hablando tonterías en un perfecto alemán. Me sorprendió porque nunca antes había conocido a alguien que dominara mi idioma con esa fluidez y también me agobió. No se callaba, incluso aunque fui un poco borde con ella; pero antes de que se acabara el día, ya me había hecho reír varias veces.
Annalía es la persona más increíble que he conocido jamás.
Sin conocerme, me tendió su mano, me aceptó tal y como era, me acompañó en cada maldita quimioterapia que me hacían desear que todo terminara. Fue mi rayo de luz en medio de tanta oscuridad; mi bote salvavidas, mi ancla a este mundo. Fue la que me enseñó a luchar, a no rendirme, a que vale la pena vivir.
Se coló en mi mundo de soledad y lo llenó de alegrías, de risas, de historias divertidas y anécdotas sin igual. Me enseñó a ver el mundo de una mejor manera, a comprender que sí soy suficiente, que soy digno, que puedo ser querido y, de repente, me encontré pidiéndole a ese Dios que está ahí arriba, que me permitiera vivir, que no me llevara aun porque quería poder volver a ver su mirada risueña, su sonrisa embriagadora; porque quería ser el destinatario de sus caricias, sus besos, sus abrazos, sus bromas, incluso sus enojos.
Annalía me dio la bienvenida a su vida, a su familia y se convirtió en el centro de mi universo.
Y luego vino Zack, mi ejemplo a seguir; el hombre más maravilloso que ha pisado el planeta Tierra. Un chico que llegó a mi vida porque la mujer que le gustaba me quería, pero que estuvo a mi lado en mis momentos más difíciles, que sostuvo mis manos y acompañó en muchas de mis noches más oscuras en medio de las blancas paredes de hospital y el odioso olor a desinfectante. De él aprendí a ser fuerte, valiente, a luchar con uñas y dientes por lo que quiero, sin dejar de lado mis principios.
Es el hombre con el corazón más grande que existe y, no sé cómo, pero de alguna forma me lo gané. Me quiso sin reservas, sin miedos, sin tapujos; me cuidó, me protegió y me dio un hogar, una familia y le estaré eternamente agradecido por eso.
Annalía Andersson Scott y Zack Bolt Kanz se convirtieron en mi familia de corazón y, desde entonces, mi vida ha estado colmada de felicidad. A ellos les debo todo, absolutamente todo.
Suspiro profundo y busco a mis padres con la mirada. Los encuentro al lado de las empanadas, mientras mi hombre favorito le da a probar una a su esposa. Él dice algo y ella sonríe sin apartar sus ojos de los de él, evidenciando en esa mirada todo el amor que se profesan.
Sin poder ni querer detener mis pies, camino hacia ellos y les doy un abrazo conjunto.
—Ey —susurra mi madre, sorprendida por el gesto y no tardo en sentir su brazo rodear mi espalda.
Mi padre revuelve mi cabello, algo que le digo que no me gusta, pero que en el fondo me fascina y él lo sabe. Me separo un poco y dejo un beso en cada una de sus mejillas.
—¿Y esto a qué viene? —pregunta mi mamá con una sonrisa gigante.
Yo me encojo de hombros.
—Nada, simplemente quería recordarles que los quiero.
—Y nosotros a ti —murmura mi padre antes de cruzar un brazo sobre mis hombros y atraerme hacia su cuerpo.
Deja un par de besos sobre mi cabeza y su esposa, celosa como siempre, le hace cosquillas hasta que me suelta y aprovecha para abrazarme ella. Siempre es igual y me encanta.
Escucho a Thiago llamarme y, al voltearme, lo veo en la cancha de tenis junto al resto de los chicos, listo para comenzar. Ruedo los ojos, no pierde tiempo.
—Me voy.
—Diviértete —dice mi madre y yo corro hacia la cancha.
Thiago me tiende mi raqueta mientras, al otro lado, Kurt y Fabio se preparan. El juego comienza y estamos de suerte porque vamos por delante y eso frustra a nuestros amigos, lo que se evidencia en la fuerza que usa el primero de ellos para devolver la bola a nuestro lado, que cae fuera de la cancha y corre hacia donde están el resto de los invitados.
—Relájate, amigo —se burla Thiago y nuestro oponente resopla.
Divertido, busco la pelota con la mirada y la encuentro cerca de la abuela Addyson, que conversa con Ariadna y Abigail. Esas tres son inseparables.
—¡Abuela! —Le grito y las tres mujeres miran hacia acá—. ¡Lanza la pelota! —Señalo la bola cerca de sus pies.
Addy, sonriendo, se inclina hacia adelante y la coge. Se incorpora, cambia la pelota de una mano a la otra y se prepara para lanzar.
—¡Ahí va!
Lanza la pelota y, siendo honesto, después de todas las historias que he escuchado de esa mujer, debí imaginar que la mejor opción era ir a buscarla yo mismo; que lo peor que podría hacer era pedirle que la tirara.
La pelota sale disparada, pero no hacia nosotros, no señores. Su pésima puntería la envía hacia la derecha y esta colisiona directamente contra el estómago del abuelo Kyle que se dobla por el dolor, tropieza con sus propios pies y esa increíble torta azul con mi nombre y un número quince que traía en sus manos, termina volando por los aires.
Hago una mueca al ver la dirección del pastel y estoy a punto de gritarle a la tía Luciana que se mueva de lugar porque va directo hacia ella, cuando Aaron, a su lado, estira su mano como acto reflejo. La torta no colisiona contra Lu, pero no consigo alegrarme porque esta vez cae directo en el rostro de Emma.
—Mierda. —Escucho murmurar a alguno de mis amigos y creo que tiene toda la razón.
Mierda.
Emma, por el impulso, el susto o yo que sé, da varios pasos hacia atrás y choca con mi pobre madre que caminaba entretenida revisando algo en su celular y juntas caen al suelo, pero, en el proceso, el móvil sale volando hasta colisionar directamente contra la cabeza de mi padre.
Todos los presentes se quedan en silencio, esperando la reacción de cualquiera de los involucrados.
Emma se quita, como puede, el pastel de los ojos y le dedica una mirada de muerte a su esposo, mi padre observa a mi madre con los brazos cruzados sobre su pecho y la abuela intenta ayudar al abuelo a incorporarse.
En serio, a pesar de los años que llevo en esta familia, no tengo ni idea de cómo el destino se las ingenia para que siempre todo termine en desastre.
La abuela Ariadna es la primera en estallar en una carcajada y poco a poco el resto los va siguiendo, incluyéndome.
—Díganlo ya —dice Zion, absurdamente divertido, mientras cruza un brazo por encima de los hombros de su esposa.
Los tres individuos de apellido Scott intercambian una mirada entre ellos, se encogen de hombros y sonríen.
—Tienes que reconocerlo, cariño —dice la abuela y tanto mi madre como el tío Aaron se le suman con el resto de la frase icónica en esta familia—. Estaban en el momento y lugar equivocado.
Todos vuelven a reír, incluso los accidentados, pues, ¿qué remedio tienen?
—Me encanta tu familia —murmura Thiago, ubicándose a mi lado.
—A mí también. Son los mejores.
FIN
~~~££~~~
Espero que les haya gustado ❤️
Nos vemos en la próxima aventura
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