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9. Tres cosas importantes

Zack:

“Porque eras mi mejor amigo y te extrañé.”

“Que tienes los ojos más bonitos del mundo.”

“Porque eras mi mejor amigo y te extrañé.”

“Que tienes los ojos más bonitos del mundo.”

“Porque eras mi mejor amigo y te extrañé.”

“Que tienes los ojos más bonitos del mundo.”

Sus palabras se repiten una y otra vez en mi mente, burlándose de mí y de todo lo que creí saber hasta el momento. No sé qué esperaba realmente cuando me decidí a preguntar, pero jamás imaginé esas respuestas.

Han pasado dos o tres minutos, no estoy seguro, de que cometí el grave error de preguntar. ¿Han escuchado alguna vez la frase de que no preguntes si no quieres saber la respuesta? Es totalmente cierta y, por idiota, ahora estoy apoyado contra la puerta de su habitación, con la cabeza atiborrada de pensamientos contradictorios, mientras reúno el valor de regresar a la sala.

Un ruido proveniente de la cocina me saca de mis pensamientos y, temeroso de que alguno de mis amigos me vea justo ahora, entro al baño. Me enjuago el rostro con un poco de agua fría y una vez lo seco, me siento encima de la tapa del váter. Coloco los codos sobre mis muslos y hundo la cabeza en mis manos con la punta de mis dedos enterradas en mi pelo para masajear el cuero cabelludo.

Este día ha sido infernal. No por malo exactamente, sino porque hace mucho no estaba tan tenso; sabía que nada bueno iba a salir de esta dichosa reunión y no estaba muy equivocado. Estoy jugando con fuego y mis amigos no hacen más que avivarlo con sus acciones.

Suspiro profundo mientras analizo los sucesos del día, comenzando con el maldito flan… No, error, debo remontarme un poco antes, a anoche para ser más específico, justo con esa maldita llamada que nunca debí hacer o un poco antes, cuando sus padres me llamaron a mí.

Tuve la oportunidad perfecta para negarme, para arruinar la inminente reunión que el maldito Lucas, alguien que estoy empezando a dudar seriamente de que sea mi mejor amigo, se inventó, pero no lo hice. O, mejor dicho, no pude hacerlo. Cuando mi mirada se cruzó con la de Annalía, había una especie de mezcla de emoción y temor que removió algo en mí. Emoción ante la posible experiencia, temor al saber que todo dependía de mi respuesta y que, por como había estado actuando hasta el momento, todo indicaba que iba a ser en contra.

Y sí, ese fue precisamente mi primer pensamiento; pero nunca he podido negarle nada a esos ojitos de perrito lastimero que acostumbra a utilizar cuando quiere conseguir algo. Es la debilidad de toda la familia y ella lo sabe.

Cuando me vi luchando para que le dieran permiso, intenté convencerme de que todo estaría bien, de que podría controlar la situación. Debí haber supuesto que eso no era posible.

Más tarde, cuando Annalía me escribió para agradecerme por haberla ayudado, debí tomarlo como una enorme advertencia de que, por más que lo quisiera, no podría controlar la situación. Con ella, mis defensas caen demasiado rápido a pesar de que me esfuerzo por mantenerlas en alto. Cuando me dijo que, al ayudarla, parecía como si no la odiase de verdad, tendría que haberme limitado a escribirle un mensaje desmintiendo esa idea que yo mismo me encargué de crear.

Pero no, ahí fue el idiota a llamarla para que le quedara claro que, aun cuando no podía decirle la verdadera razón de por qué estaba siendo un imbécil porque sí, no existen muchas formas mejores de llamarme ante mi comportamiento, no la odiaba realmente. Si hubiese colgado ahí, todo habría ido bien, pero tuve que seguir metiendo la pata haciendo preguntas que, si bien me emocionaron sus respuestas, para mí propia salud mental, era mejor no saberlas.

Me dijo que quería a su amigo de vuelta, que me había extrañado y juro por Dios que jamás seré capaz de explicarles el cúmulo de emociones que esas simples palabras provocaron en mí. Tuve que colgarle inventándome la excusa más absurda que se me ocurrió porque por un momento temí decirle algo de lo que sabía que terminaría arrepintiéndome después.

Podrán pensar que para los años que nos llevamos, es difícil que hayamos tenido tan buena amistad. Sin embargo, no sé si era por nuestra forma de pensar tan parecida, porque siempre estábamos metidos en problemas, por nuestras personalidades hiperactivas o sabrá Dios por qué, pero fue mi mejor amiga hasta el maldito día en que me di cuenta de que éramos víctimas de la jodida maldición de su familia. Me aterró la posibilidad de empezar a verla de otra forma y me alejé. Estúpido pensamiento porque al final terminé haciéndolo igual.

El punto es que fuimos mejores amigos y, aunque me pese admitirlo, los dos años que estuvo fuera, la extrañe muchísimo. Tal vez esa sea la razón por la que guardé la foto que me regaló como si fuera un maldito tesoro; pero no nos adelantemos, ya llegaré ahí.

Regresando a los sucesos que han hecho del día de hoy una auténtica locura y una prueba a mi autocontrol, está el maldito flan. Todo el que conoce a Annalía Andersson Scott sabe de su debilidad hacia ese postre, mucho más si lo hace mi madre. Cuando lo recibí anoche, la primera persona que vino a mi mente fue ella y me encontré sonriendo como un tonto al imaginarme su cara cuando lo viera.

Me pasé toda la mañana reprimiendo los deseos de ir a la sala de oncología a verla y brindarle. Estaba convencido de que lo iba a amar. A pesar de mis ansias, logré reprimirme, aunque no conseguí eliminar la emoción ante la idea de verla durante el almuerzo.

Cuando entró a la cafetería, ese maldito órgano que me mantiene con vida, se aceleró de tal manera que por un momento temí que fuera a reventar en mi pecho. No estoy acostumbrado a ese tipo de reacciones y no voy a negar que me molesta que se ella la causante. Llevo tanto tiempo empeñándome en verla solo como mi amiga, que me da roña saber que no lo he conseguido. Por eso, cuando me preguntó cómo había ido mi día, le contesté de mala forma.

Ella se limitó a rodar los ojos.

Algo que siempre he admirado de Annalía es que no le tiene miedo a nadie, es espontánea y dice lo primero que se le ocurre da igual el momento que sea. Adora llevarme la contraria simplemente por el placer de hacerme enojar y me lo dejó claro cuando, luego de pedirle que dejara de llamarme Zacky, lo hizo sin ningún tipo de resentimiento.

No es que no me guste el apelativo cariñoso, al contrario, me encanta y me trae recuerdos tan buenos, que me permite olvidar por un rato mi empeño en permanecer alejado de ella. Digamos que me gusta y me aterra a partes iguales.

Si ustedes no me entienden, no se preocupen, yo tampoco lo hago…

Luego llegó el momento del flan. ¿Saben cuántas veces desde que comencé a trabajar en el hospital me he comportado de forma tan infantil? Exactamente, nunca y lo peor es que, a pesar de que era consciente del espectáculo que estábamos protagonizando, en ningún momento me importó. Y sí, lo admito, ver su rostro de satisfacción cuando probó el postre, valió la pena el ridículo que habíamos hecho y las miradas suspicaces de mis amigos. Para ese entonces, todos, o al menos aquellos con los que tengo mayor afinidad, ya sabían que había algo raro en el ambiente.

Más tarde estuvo su regalo. Definitivamente eso no lo vi venir y ver el pequeño souvenir me emocionó. Fue un detalle muy bonito de su parte y por si el gesto no hubiese sido lo suficientemente desconcertante, el beso en mi mejilla que vino después, sí lo fue. Hizo cortocircuito en mi cerebro y por un instante no supe cómo reaccionar hasta que Lucas, riendo a carcajadas, me dio una palmada en la espalda.

Otro suceso destacable fue el viaje de regreso a casa. ¿Qué demonios hago yo haciendo planes a futuro de ese tipo con ella? Lo peor es que, por un breve segundo, nos imaginé a los dos en esa playa, solos y no precisamente como amigos. También disfruté demasiado el calor de su cuerpo contra el mío cuando se sujetó a mí para el viaje en la moto y tal vez por eso haya acelerado más de lo normal.

Decir que me gustó verla en mi apartamento, sería quedarme corto. Aunque se haya comido la mitad del flan, tenerla rebuscando entre mis cosas, se sintió, ¿cómo decirlo? ¿Íntimo? Tal vez.

Luego está la foto…

Honestamente, cuando me la dio como despedida no me lo esperaba. Es una foto que desde que nos la tiraron ella guardó con gran recelo y nunca permitió que otro obtuviese una copia; ni siquiera yo. Lo que ella no sabe es que sí tengo una y ha estado guardada en el fondo de uno de los cajones de mi armario durante todo este tiempo. Quedó ahí luego de que decidí alejarme de ella; nunca me atreví a deshacerme de ella, pero estaba decidido a no volver a verla. El destino parecía empeñado en que no fuera así cuando ella me regaló la suya. El cuadro era un desastre, pero terminó convirtiéndose en algo demasiado especial para mí y desde que me mudé al apartamento, ha estado junto a todos los trofeos que he ganado patinando.

Mejor no entro en detalles sobre lo que sentí cuando la tuve tan cerca mientras mirábamos la fotografía. Por un momento llegué a pensar que sería buena idea besarla, que era políticamente correcto. Gracias a Dios, llegaron mis amigos haciendo estragos a su paso.

Hasta aquí puedo decir que todo fue, aunque desconcertante, soportable. Sin embargo, la noche comenzó a torcerse y a salirse de mi control, fundamentalmente porque mis amigos parecían empeñados en que así fuera.

Ver la película fue divertido; Annalía siempre le ha tenido pavor a las de terror, me sorprende que haya llegado al final. Lo que sin dudas no fue nada divertido, fue darme cuenta de lo mucho que disfrutaba acariciándola para distraerla de lo que pasaba en el televisor o susurrándole en el oído que cerrara los ojos para que no viera la sangre. Me sentí bien, casi como un super héroe al protegerla, aunque sea de algo tan estúpido como una película de terror. Tampoco fue muy divertido entender lo mucho que me gustaba el olor de su cabello, la suavidad de su piel, la risa suave que se le escapaba en las escasas escenas cómicas o cuando me miraba y sonreía. Juro que las tres veces, porque sí, llevé la cuenta, que hizo esto último, me sentí como un puto Dios.

El juego de “Yo nunca, nunca” definitivamente no estaba en mis planes. Mucho menos saber que había hecho un baile erótico o que había besado a una de sus amigas, menos aún que había ingerido bebidas alcohólicas. Por un momento llegué a preguntarme, quién carajos las atendía en ese curso que hicieron tantas cosas no aptas para chicas tan jóvenes. Eso sí, lo que me dejó fuera de juego, fue saber de la existencia de un tatuaje, lo que empeoró al recordar que la había visto en bikini y que no había notado ninguno, así que donde se ha que se lo hubiese hecho, indicaba que era íntimo.

Sin embargo, lo que nunca, jamás, ni en mis sueños más locos sueños imaginé es que el dichoso tatuaje tendría algo que ver conmigo; que fuera algo tan especial para nosotros. No he podido dejar de pensar en eso desde entonces. No soy fan de los tatuajes, pero ese, en su piel tan blanca, en esa zona tan íntima y el significado que guarda, me hizo verlo como la cosa más sexy del mundo. Agradecí infinitamente que el juego retomara su curso para distraerme, porque para mi total vergüenza, algo en la zona sur de mi cuerpo, comenzó a entusiasmarse.

Luego vino Lucas y sus estúpidas preguntas. Hacer que Lindse me pusiera contra la espada y la pared, haciéndome admitir que deseo a una persona que no puedo tener, es una cosa; pero el muy maldito, a pesar de que me negué muchísimo, terminó convenciéndome y entré a su juego. Él quería saber si Lía deseaba besar a alguien del grupo, no voy a mentir diciendo que yo no y, según su lógica, si eso era cierto, solo podía ser yo, porque a ellos prácticamente los había acabado de conocer.

Lía bebió y yo no supe cómo reaccionar, solo pude agregar otra pregunta más a la lista de cosas de las que nunca debí conocer la respuesta.

Una cosa es admitir en mi fuero más interno que la deseo, otra muy diferente es saber que tal vez y solo tal vez, yo no sea el único que haya metido la pata en esta relación. Reprimir mis deseos cuando siento que son unilaterales no es tan complicado, reprimirlos sabiendo que ella los corresponde, es misión imposible.

A mi mejor amigo, no conforme con haber puesto mi mundo patas arriba, se le ocurrió la brillante idea de castigar a Annalía con que me diera un beso. ¿Acaso no me conoce lo suficiente como para saber, sin que yo tenga que decirle nada, que la chica me tiene al borde del colapso mental? ¿Qué estoy atrapado entre lo moralmente correcto y lo que en verdad deseo cada vez con más fuerzas?

Para colmo, ella estaba de acuerdo. Annalía quería besarme, no sé si por el alcohol que había en ese momento en su sistema o qué; pero quería hacerlo y saberla tan dispuesta, casi me vuelve loco. Tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para detenerme y no sé si fueron ideas mías, pero creo haber visto una pizca de desilusión en su mirada.

Todo fue a peor cuando Cristal quiso tomar su lugar, aunque no voy a negar que fue divertido cuando Lía la empapó en refresco. Eso sí, saber que estaba borracha fue como un cubo de agua fría para mí, ahí me di cuenta de que los últimos minutos habían sido consecuencia del alcohol y no porque ella realmente lo hubiese deseado. Yo sí me sentí desilusionado, algo que me enojó aún más porque se supone que debía aliviarme.

Para rematar, está la escenita en la habitación. Después de todos los sucesos del día, no me hacía falta saber que se había hecho un tatuaje porque me extrañaba y que consideraba que mis ojos eran los más bonitos del mundo.

¿Qué se supone que voy a hacer ahora?

Si un solo día ha puesto mi mundo patas arriba, ¿qué sucederá durante todo un fin de semana? ¿Será buena idea que ella se quede aquí para el carnaval o no? ¿Debo convencer a sus padres?

Dos toques en la puerta llaman mi atención y yo levanto la cabeza.

—Oye, tío, ¿estás bien? —pregunta Lucas sin levantar mucho la voz—. Ya casi todos se fueron. Solo quedamos, Sebas, Sofi y yo. ¿Qué tal si sales y te tomas unas birras con nosotros?

Suspiro profundo y, aunque no tengo deseos, abro la puerta.

—¿Estás bien?

Asiento con la cabeza.

—¿Y Annalía?

—También. Se quedó dormida, mañana será otra cosa.

Él hace una mueca.

—Pobre.

Sin decir nada más, nos dirigimos a la cocina donde Sebas y su esposa nos esperan sentados frente a la isla de la cocina. Tomo asiento junto a ellos y Lucas me imita luego de darme una cerveza.

—Lamento haberte puesto en una situación tan incómoda.

Miro a mi amigo italiano con los ojos entrecerrados.

—No, en realidad no lo lamentas.

Él sonríe.

—Tienes razón, no lo hago.

Ruedo los ojos y Sofía se ríe por lo bajo. Suspiro profundo con dramatismo, le doy un sorbo a mi bebida y lo enfrento.

—Tienes los ojos más bonitos del mundo —murmuro y él enarca ambas cejas sin dejar de sonreír.

—¿Cómo lo descubriste?

—Ella me lo dijo.

—Por cómo se sonrojó ayer, no creo que te lo haya dicho de buena gana. ¿Te aprovechaste de su estado para sonsacarle información?

Ruedo los ojos.

—Si mi mejor amigo me lo hubiese dicho, no habría tenido que caer tan bajo. ¿Por qué no me lo dijiste, Lucas?

—Ella no quería que lo supieras y tú no querías saberlo tampoco.

—Sí quería, por eso te lo pregunté.

—No, Zack, en realidad no querías. Tú niegas lo que sea que hay entre ustedes, la relegas a un simple miembro de la familia cuando es más que lógico que no lo es. —Mira los otros dos espectadores y estos asienten con la cabeza—. Dime, ¿te sientes mejor o peor al saber lo que significa?

No respondo, pero no es necesario, los tres me conocen demasiado. A Lucas lo conozco desde hace ocho años aproximadamente y, si bien Sebas y a Sofi se nos sumaron en la Universidad, supieron llegar a nosotros de una forma en que el resto no pudo y hoy somos un cuarteto inseparable.

—Respóndeme, Zack. ¿Te sientes mejor o peor ante la idea de que a ella también le pueden estar pasando cosas contigo?

—Es imposible que ella me vea así.

—¿Así cómo?

—Como algo más que un amigo.

—Tío, esa chica, aun cuando no parece haberse dado cuenta, al menos no como tú, definitivamente siente cosas por ti y no es precisamente amistad.

—No, ustedes no nos conocen, Lucas, no saben lo unidos que éramos. Solo somos amigos.

Aunque ni eso, yo mismo me encargué de destruir lo bonito que había entre nosotros.

—Zack… —Me llama Sofía y, al mirarla, me encuentro con su dulce sonrisa, esa que la hace ver como una hermana preocupada—. Annalía, si bien siento, como dice Lucas, que no lo ha descubierto, en el fondo no te ve como a un amigo. Esa chica te idolatra, te mira y sus ojos se iluminan. Vi su rostro cuanto Ara, Cristal y tú bebieron admitiendo lo del trío, eso no le gustó para nada y, apuesto todo lo que tengo a que estaba celosa cuando le lanzó el refresco a Cristal.

—Fue un accidente.

—No lo fue. Ella tenía su vaso de refresco en su mano y, de repente, lo puso sobre la mesita y cogió la jarra. Caminó hacia ustedes y fingiendo torpeza por la borrachera, le tiró todo el refresco encima. Soy mujer, créeme cuando te digo que Annalía estaba celosa de que fueras a besar a Cristal luego de haberte negado a besarla a ella.

—A todas estas… —Interviene Sebas—. ¿De verdad ibas a besar a Cristal?

—No, por Dios, ya me ha costado bastante hacerle entender que se acabó. Todo fue demasiado rápido; con la misma velocidad que llegó a mí, se alejó por la sorpresa del refresco.

—¿Qué sientes tú? —pregunta Lucas.

—Solo somos amigos.

El italiano resopla con fastidio y yo bebo de mi cerveza.

—¿Amigos? Nos conocemos desde que tienes diecisiete años, Zack, y nunca me habías hablado de Annalía. Ni una vez.

A Lucas lo conocí luego de que vino de Italia cuando sus padres se divorciaron. Nos hicimos amigos inmediatamente y, como es lógico, solíamos visitarnos en nuestras respectivas casas, pero en ese entonces yo y Lía ya no teníamos muy buena relación, así que no coincidieron nunca. Cuando entré a la universidad, comencé a usar de excusa los estudios para evitar las reuniones familiares y no fue hasta que ella se marchó al dichoso curso, que me permití invitar a mis amigos a las fiestas en casa, pues ya no tenía que evitarla.

—Sabía de su existencia porque todos conocen a la familia Andersson y el increíble talento que tienen todos los miembros para el patinaje. Recuerdo la primera vez que vi la foto de ustedes en la habitación de la residencia, te limitaste a decir que era la hermana de Aaron y desapareciste el cuadro, no lo volví a ver hasta que te mudaste al apartamento y la pusiste en la repisa. Volví a preguntar y me ignoraste estrepitosamente; decidí no volverlo a hacer.

»Cuando la vi por primera vez en el hospital, me pareció conocida y me acerqué para poder verla mejor. Además, es un bombón y…

Lo miro con mala cara y él solo se ríe.

—Relájate fiera, en ese momento no sabía que era menor. La pobre se desmayó y yo la socorrí; fue cuando vi su nombre en la credencial que colgaba de su cuello que comprendí quien era. Si ustedes fueran simplemente amigos, si no pasara nada más, yo sabría todas las anécdotas que nos contó hoy; incluso podría hasta haber formado parte en alguna. Te conozco, Zack, y te pasan cosas con ella.

—Es menor de edad.

—¿Y?

—Que yo soy ocho años mayor, Lucas, ¿te parece poco?

—Según mis cálculos por la fecha de nacimiento que vi en el solapín, son siete años y dos meses.

—¿Y crees que los otros diez meses hacen alguna diferencia?

—Por supuesto, no es lo mismo decir siete y pico que ocho.

—Eres tonto, Lucas.

Él solo se ríe.

—Ya, fuera de juego. ¿Es solo eso lo que te preocupa?

—¿Quieres más? Es menor de edad, Lambordi; es un puto delito siquiera imaginarla de la forma en que lo hago.

—Siempre puedes esperar al treinta de enero. Ya no sería menor.

Mierda.

No es necesario que me de ideas.

—Es la hija de los Andersson, es casi familia.

—Casi, palabra clave. —Interviene Sebas.

—A su familia no le va a gustar.

—¿Se los has preguntado? —inquiere Sofía.

—¿Saben qué? No quiero hablar más de esto. Mañana es un largo día.

Bajo la atenta mirada de los tres, ingiero lo que queda de mi bebida y me voy a mi habitación, pidiéndoles que cierren cuando se vayan. Puede ser grosero de mi parte, pero sé que no se enojarán; saben que esta situación me sobrepasa y me darán el espacio que necesito.

La noche es una auténtica mierda. No dejo de dar vueltas de un lado de la cama al otro, pensando en lo que han dicho mis amigos, en la idea de que, tal vez y solo tal vez, mi mayor problema sea mi mente y no todas esas excusas que me empeño en poner. De igual forma, en el fondo, sé que no quiero descubrirlo; me da pavor lo que puede pasar: ya sea que termine enamorándome como un tonto; que ella no me corresponda o que lo haga y luego otro chico, más acorde a su edad, llame su atención; que a nuestras familias no les guste la idea de que estemos juntos o que simplemente no funcione y terminemos arruinando lo poco que queda entre nosotros.

A la mañana siguiente, aburrido de estar en la cama, me levanto y lo primero que hago es darme una vuelta por su habitación para ver si sigue dormida y luego de comprobarlo, voy al baño. Una vez me transformo en una persona decente, voy a la sala a recoger el desastre de ayer y me sorprendo al verlo todo impoluto. Sonrío. Sofía es, sin duda alguna, la mejor de todos nosotros. Sebas es un tío con muchísima suerte.

Decido preparar algo para que Lía desayune y, poniendo en práctica mi experiencia en resacas, uso todo lo que tengo en la nevera que en algún momento me haya ayudado. Como ella no bebe café, cojo a la siempre confiable bebida energizante. Puedo estar muriéndome, pero una de esas levanta mi estado anímico a niveles insospechables.

Me dirijo a su habitación, bueno, no la suya porque esta es mi casa, pero sí la que le presté… ustedes entienden. El punto es que, haciendo malabares con el plato del desayuno en una mano y las dos bebidas energizantes en la otra, intento abrir la puerta. Y sí, he dicho dos bebidas, pues aquí el más tonto de los tontos, en vez de desayunar solo y en paz, ha preferido martirizarse la existencia pasando el rato con ella.

Cuando consigo entrar, la encuentro sentada en el centro de la cama, con el cabello todo desgreñado y unas ojeras gigantes, mientras se sujeta la cabeza con sus manos.

—Buenos días.

—Buenos serán para ti porque en estos momentos me estay cagando en toda la ascendencia de la cacatúa esa.

—¿Cacatúa? —pregunto, colocando el plato y las bebidas sobre la mesita de noche, para luego sentarme en el borde de la cama.

—Cristal.

Sin poderlo evitar, me río. Jamás se me habría ocurrido ponerle un mote así.

—Lo siento porque es tu amiga o lo que sea que sean, pero me cae como una patada en el hígado. La odio.

—¿Por qué te dio de beber?

—Esa es una de las razones, sí. El hecho de que mi cabeza esté a punto de explotar y esparcir todos mis sesos en tu bien cuidada habitación, es totalmente su culpa. Además, me mira como si quisiera desaparecerme de la faz de la tierra.

Sonrío ante su dramatismo y sí, lo de Cristal puede que sea mi culpa. Es decir, no ha sido nunca mi intención, pero tal parece que eso de ocultar mi atracción por Annalía no se me da muy bien. Mi grupo de amigos supo muy bien cómo ver a través de mía y Cristal no se lo ha tomado muy bien. Esto último sí es culpa de ella, pues siempre, desde el inicio, fui claro. No quiero relaciones serias, no tengo tiempo para eso.

Salimos unos meses sin tener que rendirle cuentas a nadie; nos divertimos e incluimos en la cama a todo el que nos pareció, pero hasta ahí. Hace más de un año que no tenemos nada y cuando le pedí que me acompañara a ver a mi familia, me aseguré de dejarle las cosas claras: eso no significaba nada, no cambiaba absolutamente nada entre nosotros. En ese momento pareció entenderlo, ahora no sé qué bicho le ha picado.

—No le hagas caso. —Me obligo a decirle—. Te he traído algo de comer.

—Híjole, no; mi estómago también está protestando por ser una desconsiderada.

Sonrío.

—Venga, no te me pongas pesada. Come un poco, además, te he traído una de mis bebidas favoritas y un paracetamol para el dolor de cabeza. Te prometo que te sentirás mucho mejor en un rato.

—¿Seguro? —Hace un puchero que la hace ver increíblemente tierna y yo suspiro profundo.

—A mí me funciona y espero que a ti también, porque como tu padre o Aaron descubran que permití que te emborracharas, tú estarás castigada de por vida y yo a tres metros bajo tierra.

Abro la lata y se la tiendo junto con la pastilla. A sorbos pequeños se la toma y aunque un poco obligada, termina comiendo un poco de fruta, queso y jamón que le traje.

—Duerme otro poco; si tus padres llaman, les diré que nos acostamos tarde y que aun duermes la mona. Después de almuerzo te llevaré a casa.

—Gracias, Zacky.

Mi corazón se acelera y como única respuesta, le revuelvo el cabello. Me levanto de la cama dispuesto a recoger las cosas y dejarla descansar, pero me detiene al sujetarme por la muñeca.

—Siento mucho lo de anoche.

—¿Emborracharte? No te preocupes, puedo entender que quisieras experimentar un poco, aunque me gustaría que la próxima vez me lo digas para yo estar al pendiente.

—No me refería a eso, pero gracias de igual forma.

Annalía retuerce sus dedos sobre su regazo con evidente nerviosismo y, por algún motivo, mi corazón empieza a latir con más fuerza.

—Me disculpo por lo del beso.

Mierda.

No quiero hablar de eso.

—No debí haberte presionado de esa forma, yo…

—Habías bebido, Lía. —Me obligo a decir—. No estabas pensando correctamente; sé que, de haber sido así, no lo habrías hecho.

—Sí, no lo habría hecho —murmura sin ser capaz de mirarme.

Nervioso como un estúpido niño, cambio el peso de mi cuerpo de un pie a otro varias veces y me revuelvo el cabello, mientras ella se entretiene pasando el dedo por los cuadros rojos y negros de la sobrecama.

Tengo que salir de aquí.

—Bueno, descansa —digo, antes de salir corriendo como un cobarde.

Las próximas horas las paso en el sofá intentando estudiar y, ¿adivinen cuál es la palabra clave? Exacto, INTENTANDO. Mi mente sigue enfrascada en los sucesos del día de ayer, en el maldito tatuaje, en el hecho de que esté en mi casa, durmiendo a escasos metros de mí y en la maldita conversación que tuve con mis amigos.

Puedo esperar que llegue a los dieciocho…

Puedo enfrentar a su familia y decirles que quiero estar con ella…

Sin embargo, la pregunta importante es: ¿Realmente quiero estar con ella? ¿Yo y Annalía en una relación? Porque es más que lógico que, si decido actuar, sería una relación formal; ninguna de nuestras familias aceptaría algo diferente y, si soy honesto, yo tampoco. Siempre he querido lo mejor para ella y eso es un hombre que la quiera, la proteja y dé todo de sí para hacerla feliz.

¿Puedo ser ese hombre? ¿Quiero serlo?

En caso de que sí, ¿seríamos capaces de hacerlo funcionar a pesar de nuestra diferencia de edad? Ella apenas está comenzando a vivir, a experimentar lo bonito de la vida y, no lo sé, pero creo que me sentiría mal atándola a mí. ¿Suena eso muy estúpido?

¿Ella quería estar conmigo? ¿Le gusto como dice Sofía o no soy más que su mejor amigo? ¿Me gusta ella a mí lo suficiente como para enfrentarme a todo lo que nos depare el destino? Es decir, de que me gusta, me gusta. ¿La deseo? Joder, sí, y eso me hace sentir miserable, incluso sucio porque, digan lo que digan, es menor de edad y, para colmo, no le llevo uno o dos años. Tengo veinticuatro, en un mes, tendré veinticinco. Eso, como ella misma solía decir, son como tropecientos años de diferencia.

Sin embargo, hay algo que no puedo negar. No es solo el bendito cuerpo que la madre naturaleza le ha dado o sus ojos increíblemente azules o su rostro inmaculado. Me gusta su sonrisa, sus risas exageradas, su dramatismo desmedido, su maldita lengua que nunca se queda callada, su inocencia, sus pucheros, el que sea tan inteligente, joder, es que el hecho de que hable siete idiomas es muy sexy. Se escucha tan bien cuando usa otra lengua, que hasta me da vergüenza el modo en que mi cuerpo reacciona. Me gusta pasar el rato con ella, es divertida, mala cabeza, testaruda y al mismo tiempo tierna; me gusta cómo me hace sentir cuando está cerca y…

Mierda…

Sí, estoy en serios problemas; supongo que, después de todo, yo mismo le he dado respuesta a alguna de mis preguntas. Pero, ¿por qué da tanto miedo intentarlo?

Frustrado, cierro el maldito libro y lo dejo sobre la mesa al lado del sofá. Cojo mi celular, me coloco los audífonos y, acomodándome, cierro los ojos con la esperanza de que el tiempo avance y, gracias a Dios, el sueño decide hacerme una visita.

Annalía me despierta par de horas después para que hable con Aaron, pues quiere asegurarse de que su hermanita esté sana y salva; tal parece que no confía en su palabra. Con el cerebro aún adormilado por el sueño, respondo lo mejor posible sus preguntas hasta que consigo convencerlo de que todo está bien. Cuando cuelgo, miro a Annalía que, si bien luce igual de despeinada, su rictus ha cambiado. Parece sentirse un poco mejor.

—¿Todavía te duele la cabeza?

—Gracias a Dios no, pero tengo una sed del demonio. ¿Quedó flan?

Sin poderlo evitar, me río.

—Creo que sí. No comas mucho y arréglate, te llevaré a almorzar de camino a casa.

—¿Me llevarás en moto? —pregunta emocionada.

—Ni de coña; no quiero que tu padre me mate por exponer a su pequeña de esa forma.

—Aguafiestas.

Se cruza de brazos intentando parecer enojada y el maldito gesto alza sus senos que, inmediatamente, llaman mi atención.

¡Maldita sea!

—Voy a vestirme.

Cuando salimos del apartamento, la llevo a una pequeña pizzería aquí cerca. Podría haberla llevado a un bonito restaurante, pero esta chica tiene delirio con las pizzas y es imposible negarse a uno de sus pedidos cuando bate sus largas pestañas con tanta insistencia y frunce los labios de esa forma que provocan que solo quiera besarla.

El viaje a casa es bastante tranquilo y luego de dejarla sana y salva con su familia voy a ver a la mía con la idea de pasarme el resto del día con ellos. Sin embargo, debí suponer que mi madre no se conformaría con tan poco y luego de tanta insistencia, termino quedándome a pasar la noche y, al día siguiente, me sumo a los Torres en la habitual tarde de domingo. Al inicio no estaba muy convencido de que fuera buena idea, pero ver la sonrisa de Annalía al percatarse de mi presencia vale la pena la tortura que últimamente me supone mirarla.

Por suerte, las horas pasan bastante rápido y, si bien no me dedico a ignorarla, ella no hace el intento de acercarse a mí. Creo que está demasiado acostumbrada a mis desplantes que ya simplemente ni se esfuerza. O al menos a simple vista, porque no podemos olvidar que las dichosas prácticas son una venganza por lo mal que se lo hecho pasar los últimos años.

Antes de que caiga la noche, decido regresar a mi casa; mañana tengo que estar temprano en el hospital y detesto levantarme más temprano de lo estrictamente necesario. Eso sí, a penas el día comienza, no veo las santas horas de que llegue la hora de almuerzo para poder verla. Sin embargo, no tengo que esperar tanto porque, alrededor de las diez de la mañana, la encuentro frente a la sala de conferencias esperando por mí.

Cómo supo dónde estaba, ni idea, pero soy bastante conocido en el hospital; cualquiera pudo haberle dicho.

—¿Estás bien? —pregunto a penas llego a ella, que está sumamente concentrada en su teléfono.

Del susto, el aparato casi cae al suelo, pero gracias a Dios, consigue sostenerlo a tiempo. Se levanta de la silla, se acomoda el pantalón que no tenía absolutamente nada y se coloca varios mechones de su rubia cabellera detrás de las orejas.

Está preciosa.

—Sí. Te estaba esperando.

—Eso supuse al verte aquí. ¿Qué sucede? —pregunto, comenzando a caminar.

Ella sujeta las asas de su mochila y se une a mí.

—¿Estás muy ocupado ahora? Necesito un favor tuyo.

—Tengo que entregar un trabajo a mi tutora, pero las cosas están bastante tranquilas. ¿Qué necesitas?

Se detiene y yo junto con ella. Se saca la mochila, colgándosela al frente y la abre, mostrándome su interior. Frunzo el ceño.

—¿Esos son mis patines?

—Sí.

—¿Qué haces con ellos?

—Los vi en tu casa —responde mientras los saca—. Por cierto, vi que también tienen nuestra marca. Te haces el duro, pero también es importante para ti.

Ruedo los ojos.

¿Qué puedo decir? Claro que es importante para mí.

Podré haberme pasado ignorándola por unos cuantos años, pero nunca salió de mi mente. Annalía siempre ha sido una de las personas más importantes para mí.

—Los míos también lo tienen —comenta mientras saca unos bonitos patines blancos.

—Llevas tatuada la marca en tu cuerpo, Lía; extraño sería que no estuviese en tus patines.

Se ríe por lo bajo y las malditas mariposas de mi vientre alzan el vuelo. Joder, jamás pensé que esa frase cruzaría por mi mente, al menos no siendo ella la causa.

—¿Me dirás que haces con los patines?

—Cierto. ¿Recuerdas a Erick? ¿El niño del tumor de Wells?

Asiento con la cabeza.

—Ya empezó con la quimio y está de bajón. El viernes mencionó que le gustaba el patinaje y pensé que podríamos patinar para él y así animarlo.

—¿Tú y yo?

—Sí, sé que hace como tropecientos años que no lo hacemos, pero…

—¿Aun usas esa palabra? —pregunto, divertido.

—Sí. —Vuelve a colocarse un mechón de su cabello detrás de la oreja—. Como decía, sé que hace tiempo que no patinamos juntos, pero somos una Andersson y un Bolt, lo llevamos en la sangre. No creo que sea muy complicado.

Ya, a ella se le escapa el hecho de que, en ese entonces, era una niña y tener el contacto que el patinaje en pareja exige, no provocaba nada en mí.

—Solo quiero hacer feliz al chico, se ve que lo necesita.

Respiro profundo.

—¿Dónde?

Una sonrisa gigante ilumina su rostro y todo a mi alrededor se tambalea. Me gusta, me gusta muchísimo, no puedo seguir negándolo o al menos no a mí mismo.

—Detrás de la sala de oncología hay un pequeño parque infantil. Justo ahora los niños están ahí. También traje mi speaker para poner la música.

—Veo que pensaste en todo.

Ella asiente con la cabeza, emocionada.

—Ok. Tenemos que hacer una parada rápida en la oficina de mi tutora.

Resulta que la desgraciada, no conforme con haberme quitado la oportunidad de asistir en la operación de corazón abierto que tuvo lugar ayer, me ordenó ver el video y analizar el procedimiento para dar mis consideraciones. Llevo las últimas tres horas en eso y espero haberlo hecho bien.

—Esa mujer da miedo —susurra Annalía y yo no puedo hacer más que reír.

Tiene toda la razón y eso que ella solo la ha visto de lejos.

Una vez dejo mi trabajo en su escritorio, nos dirigimos al parque interior donde dejan salir de vez en cuando a los niños para que no se sientan prisioneros en este lugar y debo admitir que se remueve algo en mi interior al ver a todos los pequeños jugar y a Erick sentado en una esquina. Solo.

Annalía deja escapar un suspiro y, soltándome la mochila, se acerca al niño. El pequeño la mira como si hubiese acabado de ver a un ángel y su sonrisa genuina me dice que Lía ha conseguido ganarse un lugar especial en su corazón. Él ríe de algo que ella le dice y luego me miran.

Me siento en un banco cerca de mi posición y me quito los tenis para luego proceder a ponerme los patines. Un minuto después, la tengo sentada a mi lado y al levantar la vista, no muy lejos de nosotros, está Erick visiblemente emocionado.

—Podemos aprovechar los bancos como rampas —murmura mientras se coloca el primer patín—. La fuente también.

—La fuente es peligrosa si los bordes están mojados. Olvídalo. —Termino de atarme mis patines y me dedico a observarla.

Está concentrada en su tarea, con una sonrisa en su rosto haciéndola lucir preciosa. Hoy lleva una licra negra que se ajusta a cada centímetro de su bendito cuerpo y una blusa de cuello tortuga, blanca y corta que deja a la vista parte de su vientre. La chaqueta de cuero negra que traía hace un rato, se la ha dejado a su amigo, que la cuida como si se tratara de un tesoro.

—¿Y el speaker?

—Lo tiene Lucas.

—¿Lucas? —pregunto.

¿Dónde carajos está ese idiota y cómo es que se las arregla para rondarla siempre?

—Sí, fue muy dulce cuando se ofreció a ayudarnos.

¿Dulce?

—Por cierto, el domingo que viene es el cumpleaños de los gemelos. Irás, ¿verdad? —pregunta y decido dejar a mi amigo de lado.

—Mi hermana me castra como se me ocurra no ir. Además, no quiero someterme a la mirada desilusionada de esos dos demonios. Si te dejan quedarte en mi casa para el carnaval, tendremos que salir temprano.

Asiente con la cabeza.

—¿Listo?

Asiento con la cabeza y ella levanta una mano, ondeándola en el aire. Sigo la dirección de su mirada y, apoyado en un árbol a cuatro o cinco metros de nosotros, están mis dos mejores amigos con una cara de descarados que da miedo. Esto no va a salir bien.

Lucas hace un saludo militar como si estuviese acatando las órdenes de Lía y poco después, una música que conozco a la perfección, comienza a sonar.

—Estás bromeando, ¿verdad?

Ella niega con la cabeza.

—¿Qué pensabas que íbamos a bailar? —pregunta, contoneando sus caderas a los lados, sin moverse del lugar.

Me tiende una mano.

—Venga, sabes que quieres.

—No recuerdo la coreografía.

—Siempre has tenido mejor memoria que yo, Zacky. Si yo me acuerdo, tú también.

—Annalía, éramos unos niños cuando nos inventamos esa coreografía.

—¿Y para quién vamos a patinar? Son niños, Zacky, solo vamos a divertirlos un rato.

—¿Acosta de que mis amigos se metan conmigo por el resto de mi existencia?

Ella se ríe porque sabe que es verdad.

La canción en cuestión es de unos dibujos animados muy famosos haces unos años que ella no se perdía. Por el amor de Dios, ella tenía seis o siete años el día en el que, aburrido como una hostia, dejé que me arrastrara en una de sus locuras. Tenía que hacer una presentación en su escuela y quería que yo le ayudara a montar el baile.

No sé para qué porque al final casi lo hizo ella todo. El punto es que a mis catorce años me encontré haciendo los movimientos de bailes más ridículos de la historia.

—No seas dramático, Zacky. —Sin dejar de sonreír, patina hacia mí, coloca sus manos sobre mis hombros y se inclina hasta que nuestros rostros quedan a escasos centímetros—. Hazlo por mí, por favor.

Y hace un puchero.

La condenada me va a matar, denlo por hecho.

¿Por qué tiene que verse tan linda?

Suspiro profundo y me pongo de pie para luego subirme al banco. Le tiendo una mano para ayudarla y ella no duda en tomarla hasta quedar uno al lado del otro y de frente a Erick y otros niños que, curiosos, se han arremolinado alrededor. Le hace una seña a Lucas que ya parece más amigo de ella que mío y la canción comienza desde el principio.

Explicarles en qué consiste exactamente el dichoso bailecito, sería hacerles pasar vergüenza ajena y no quiero eso. Solo les digo, que, sin miedo ninguno, pueden imaginarse los movimientos más ridículos e infantiles que quieran, que, apuesto lo que sea, no le llegarán ni a los talones a los reales. A pesar de todo, Annalía ríe divertida y no lo voy a negar, yo también. Mis amigos no se quedan atrás y lo sé porque las dos veces que los he visto de refilón, han estado destornillándose de la risa. Los niños parecen estar pasándoselo en grande, pues aplauden y gritan sin parar, lo que constituye un plus para seguir moviendo mi cuerpo de esta forma.

La canción termina y los dos acabamos de rodillas en el suelo. Ella riendo a carcajadas, yo mirándola como un tonto y con la respiración acelerada.

—Hombre, hacía rato que no me reía tanto —dice, intentando calmarse.

Sonriendo, me incorporo y sacudo un poco mis pantalones. Le tiendo una mano para ayudarla a levantarse y una vez de pie, una suave melodía comienza a escucharse. Ambos miramos a los DJ, que solo se encogen de hombros.

—Perece que quieren que patinemos de verdad —comenta.

Teniendo en cuenta que la coreografía que acabamos de poner en escena se hizo para un baile escolar, no patinamos mucho que digamos.

—Pues mostrémosle cómo se hace.

Como lo haría un príncipe encantador, me inclino hacia delante con dramatismo y le tiendo una mano que ella acepta sin dudar, para luego patinar hacia atrás siguiéndome ella de frente. A lo largo de los años, se han ido perfeccionando gestos con las manos que permiten a los patinadores, avisarles a sus parejas qué paso van a realizar cuando, en casos como estos, se dedican a improvisar y es ella la primera en usarlos. Asiento con la cabeza para confirmar su propuesta y Annalía me da la espalda. La tomo por la cintura y la alzo en el aire, doy una media vuelta y la dejo caer al suelo. Sin dejar de patinar, ella se aleja, se sube a un banco, coje un poco de impulso y cuando llega al borde, salta hasta caer en el otro banco a una distancia de un metro más o menos.

Repite el mismo movimiento en línea recta por las próximas tres bancas y no puedo evitar detenerme para admirar la maravillosa técnica de la que gozan todos los Andersson. Cuando llega al último y sin miedo ninguno, se lanza hacia el frente, apoyando las manos en el borde del banco. Sus piernas se colocan perpendicularmente a la superficie por tres segundos, hasta que se deja caer hacia atrás. Una vez en suelo firme, se endereza y me mira arqueando una ceja mientras los espectadores a nuestro alrededor se alborotan.

A lo lejos escucho gritar a nuestros dos amigos y tomando el reto que veo en la mirada de la chica, repito sus movimientos sin mucha dificultad. Ya no patino tanto como cuando estaba en la Universidad, pero sí hago lo posible por al menos hacerlo los fines de semana, no todos, pero lo que no quiero es perder la práctica. Una vez llego al otro lodo, me hace una seña que indica que lo repitamos, pero los dos al mismo tiempo y, bastante sincronizados para estar improvisando, hacemos el recorrido de regreso.

Por unos instantes, hacemos varios giros y saltos de forma simultánea y cuando la canción está llegando a su final, nos juntamos. Tomados de las manos nos movemos sin perder el contacto de nuestras miradas. Ella sonríe y sí, que se acabe el mundo si le da la gana, pero Annalía me gusta. Me gusta bastante y tal vez las cosas no funcionen entre nosotros, pero estoy cansado de luchar contra la marea. Estoy harto de huir de ella, de privarme de su compañía, de sus risas, de su afecto, aun cuando siempre me ha visto como su amigo. Quiero poder estar con ella sin reprimirme, sin sentirme mal por no poder verla como una más de la familia; por desearla cada maldito segundo del día.

No voy a actuar, sigue siendo menor de edad y eso sí lo respeto; pero tengo tres meses hasta que cumpla los dieciocho años y pueden apostar que haré lo que sea para que en ese tiempo deje de verme como su mejor amigo de la infancia.

Le hago una última señal y tras obtener su asentimiento, la tomo por la cadera y la levanto por encima de mi cabeza. Annalía cruza sus piernas en el aire y extiende los brazos a sus costados simulando una de las elevaciones que más le gustan a su madre, la de la mariposa. Tres segundos después, la lanzo hacia el frente, ella cae sobre la pista improvisada con exactitud y, antes de que pueda siquiera respirar, estoy frente a ella atrayéndola a mi cuerpo. Con las respiraciones entrecortadas por el esfuerzo y tan juntas que se entremezclan, termina la canción.

Los aplausos y los gritos a nuestro alrededor, no se hacen esperar; sin embargo, nada de eso importa. Por unos segundos, solo estamos ella y yo, con suaves sonrisas colgando de nuestros labios y las miradas entrelazadas proyectando tanta intensidad, que no puedo dejar de pensar que a ella la invaden los mismos deseos que a mí. ¿Querrá besarme justo como quiero hacerlo yo ahora? No lo sé; de lo único que estoy seguro es de que contener los deseos de besarla pasan a encabezar mi lista de las cosas más difíciles que he tenido que hacer en la vida.

—Tres cosas importantes —susurro con el corazón queriendo reventar en mi pecho—. Uno: lamento haberte ignorado todos estos años, soy un idiota.

Sus ojos se abren de par en par ante mis palabras.

—Dos: eres preciosa, Lía, malditamente preciosa.

Trago duro y me muerdo el labio con nerviosismos.

—¿Y tres? —pregunta en un susurro.

—Yo también te extrañé... Como no te puedes imaginar.

Dejo un beso sobre su mejilla y, con las mías hirviendo, me alejo de ella en dirección a mis amigos.

~~~☆☆~~~

¡Aaahhh! ¡Lo amo!

¿Qué les pareció?

Un besote

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