11. Lasaña
Zack:
Sonriendo, me adentro en el hospital y no tardo en sentir sus pasos detrás de mí. A ella le gusta jugar conmigo y a mí me resulta muy fácil dejarla sin palabras. Y aunque pueda sonarles infantil, no se imaginan lo bien que me ha hecho sentir soltarle esa última frase: “Búscalo en el traductor”. Sé, por experiencia propia, lo frustrante que puede ser no entender a lo que la otra persona se refiere. No bromeo cuando digo que he pensado seriamente en tener el traductor del móvil encendido para que cada vez que me suelte alguna de sus frasecitas, no tener que seguirla durante horas, pidiendo o más bien, rogando que me diga qué significa.
El ejemplo más reciente es lo que le dijo ayer a Cristal frente al baño del hospital. Si bien no sé repetir exactamente la frase, esta vez no me fue muy difícil entenderlo. Es decir, el italiano tiene muchas palabras similares al español, así que fue relativamente sencillo comprenderla: “Zack es mío, no tuyo”. Sé que estuve el resto del día detrás de ella, pero solo quería asegurarme de haber entendido bien, algo a lo que Lucas se negó a ayudarme, y comprobar, además, si tendría el valor para decírmelo de frente. Por supuesto, solo me dijo una parte de la frase y yo decidí dejarlo estar.
Sin embargo, saber que Annalía tiene impulsos posesivos hacia mí, me hizo sentir extremadamente bien, pues eso solo puede significar que mis amigos tienen razón; que, ella, aunque tal vez aun no es consciente del todo, se siente atraída por mí. Y eso me asusta tanto como me gusta.
Me asusta porque no sé lo que va a pasar ni mucho menos si va a funcionar; hay demasiadas cosas que podrían jugar en nuestra contra. Al mismo tiempo, me gusta, pues luego de admitirme a mí mismo que siento algo por ella, que no la veo como la pequeña Andersson, me siento más liberado. Me he desecho de las cadenas que me ataban, de los prejuicios que me hacían alejarme de su lado y saber que ella no es del todo indiferente, me emociona. Estoy asustado como un puto crío, pero voy a intentarlo y que sea lo que Dios quiera, pues siento que vale la pena.
Annalía Andersson Scott me gusta y no me refiero únicamente a su físico. Ese solo fue el detonante, el que me hizo entender que ella para mí no es como Hope o como Kay. De ella me gusta todo: su mente brillantemente inteligente y malditamente pícara porque, ¡joder!, su venganza contra Cristal, si bien sé que no debería animar, fue épica. Me demostró que sigue siendo la misma niña que corría detrás de mí improvisando planes macabros para divertir a todo el mundo y Dios sabe que yo adoraba a esa chica. Por otro lado, me encanta que no se quede callada, que me enfrente, que me diga lo que piensa sin medir del todo sus palabras; hay algo en esa seguridad en sí misma que ha adquirido estando lejos, que resulta cautivadora.
Su sonrisa es una de las cosas más hermosas que he visto jamás. Ella, aun desde pequeña, siempre ha tenido el poder de alegrar hasta mis días más oscuros con solo una sonrisa. Incluso cuando yo me alejaba, verla sonreír calmaba mi mal humor.
Ahora puedo sumar a la larga lista, el repertorio de idiomas que conoce, ¿por qué tiene que sonar tan sexy cuando usa otra lengua? Por lo general no me entero de lo que dice, pero resulta adictivo escucharla. Ella es coqueta sin proponérselo, divertida, ingenua, tierna, aunque a veces saca a relucir su carácter explosivo. Es leal hasta la muerte, solo hay que ver cómo me trata a pesar de los siete años que he pasado alejándola de mí. Es dulce, atenta, cariñosa, responsable y mejor no sigo porque a este paso terminaré diciendo que es perfecta y no creo que eso exista. Todos somos humanos.
Cuando llegamos al segundo piso, me despido de ella con un simple “hasta luego”, pues no quiero presionarla demasiado y me dirijo al cubículo que comparto con los dos idiotas que se hacen llamar mis mejores amigos. Cuando llego, ya están con su característico escarceo y sus batas de doctores perfectamente colocadas.
—¿Estás listo? —pregunta Lucas a penas me ve.
—Acabo de llegar, Lambordi. Dame dos minutos y lo estaré.
—No me refiero a la jornada laboral, Zack. Pregunto si estás listo para enfrentar a Annalía todo un fin de semana. Tengo la sensación de que será muy divertido.
—Eres consciente de que no es el primer fin de semana que pasaré con ella, ¿no? Nos conocemos de toda la vida.
—¿En serio? —pregunta, cruzándose de brazos con una sonrisa divertida.
Dejo mi mochila sobre mi cama y del pequeño armario saco mi bata.
—Dime cuántos fines de semana has pasado con la Annalía de diecisiete años, en tu casa, sin supervisión adulta, luego de darte cuenta de que te gusta.
Mierda…
Visto así, acojona. Es decir, me gusta, eso ha quedado claro, y precisamente ahí está el problema porque me gusta demasiado. Me he prometido que no pasará nada entre nosotros hasta que no sea mayor de edad, pero ¿tendré la suficiente fuerza de voluntad como para resistirme a ella?
Sí, ¿verdad? Soy un hombre, no un adolescente; sé controlar mis deseos, a pesar de que cada vez me urgen más las ganas de besarla. Pero puedo contenerme, será fácil… ¿Verdad?
—A eso sumémosle un carnaval con cientos de posibilidades para estar solos. —Se une Sebas—. Música, bebidas y, no lo sé, Lucas, pero luego de ver a Annalía patinando, me atrevería a jurar que como bailarina debe ser una Diosa.
—¿Les he dicho alguna vez cuánto los odio?
Los dos se ríen.
—No puedes vivir sin nosotros.
Entre bromas, fundamentalmente de ellos hacia mí, terminamos de arreglarnos y nos integramos a la jornada laboral que cada vez es más agitada. A veces me digo que tengo ganas de quitarme el estigma de adiestrado para no tener que depender totalmente de otra persona, pero luego recuerdo que, si ya tengo poco tiempo libre, cuando comience a trabajar realmente, será mucho peor. Al menos ahora la mayoría de los fines de semana son míos, salvo que haya algún accidente. Ahí sí nos hacen correr estemos donde estemos. Tampoco estoy convencido de que lo mío sea la cardiología, aunque sin duda me gusta más que otras áreas por las que ya he pasado.
Me encuentro en un punto en el que no estoy muy convencido de qué quiero hacer exactamente con mi vida, pero mientras lo descubro, me aseguro de dar el cien por ciento de mí.
El día transcurre mortalmente lento y la vieja loca de mi tutora me da la nota sobre mi trabajo-castigo. Cinco, la calificación máxima, pero no me permite disfrutarlo realmente por el maldito comentario que le sigue: “Es una lástima que hayas desperdiciado la oportunidad por una tontería”.
En serio detesto a esa mujer.
Es doctora. ¿Cómo va a decir que un desmayo es una tontería?
Alrededor de las cinco de la tarde, voy al área de oncología a buscar a Annalía y la encuentro junto a Erick en una esquina de la habitación con varios libros abiertos, mientras le explica algo que no creo que él entienda. Es decir, yo de alemán no sé nada, pero la mueca rara en su rostro me dice que ella parece estar hablándole en ruso.
Me acerco a ellos y están tan concentrados en lo que hacen, que ni me sienten.
—¿Qué hacen? —pregunto, agachándome junto a ellos y Annalía se sobresalta.
—Joder, Zack, me vas a matar de un infarto —murmura con las manos en su corazón y yo ruedo los ojos.
Dramática.
Erick se ríe.
—¿Entonces? —pregunto al no obtener una respuesta.
—Solo le enseño un poco de español.
Asiento con la cabeza.
—¿Y cómo va?
—Es inteligente.
El chico dice algo que, como es lógico, no entiendo y ella se ríe.
—Dice que soy pésima profesora.
Es mi turno de reír.
—Pero me estoy esforzando.
Le dice algo en alemán y el mocoso solo rueda los ojos. Me gusta la complicidad que hay entre ellos; parece que se conocen de toda la vida.
—Oye, Lía, es hora de irnos.
—¿Ya? ¿Qué hora es? —pregunta.
—Las cinco y diez de la tarde.
El chico le pregunta algo y por la mirada triste que le dedica imagino que se trata de su partida. Ella asiente con la cabeza y Erick comienza a cerrar los libros. Los ayudo a cargarlos y siguiendo las indicaciones de Annalía, los coloco en la parte de debajo de la mesita de noche de la cama del niño.
—Ich mag Freitage nicht —dice el pequeño y luego se cruza de brazos. Parece enojado.
—¿Qué dijo?
—Que no le gustan los viernes.
—¿Por qué?
—Weil ich allein bleibe (Porque me quedo solo) —responde como si me hubiese entendido.
Observo a Annalía en espera de una traducción y frunzo el ceño al ver cómo sus ojos se llenan de lágrimas. Se arrodilla frente al niño, le susurra algo y luego le da un beso. Para mi sorpresa, Erick la encierra en un fuerte abrazo que incluso a mí, me llega al alma.
Luego de revolverle el cabello, ella deja otro beso en su mejilla y se incorpora. Coge su mochila evitando mirarlo y se aleja hacia la puerta. Estoy a punto de unirme a ella, cuando el chico me detiene sujetando mi camisa.
—Cuídala —susurra en español con un acento medio raro y, con un nudo en la garganta, me inclino hacia él hasta quedar a su altura.
—Con la vida.
No sé si me entiende, tal vez no, aunque por la sonrisa que me dedica, me gustaría pensar que, a pesar de no comprender el significado literal de mis palabras, puede adivinar el trasfondo. Le revuelvo el cabello y salgo de la habitación.
Miro hacia ambos lados del pasillo principal, pero no la veo, así que me dirijo a la salida. Está apoyada en la pared mientras se seca las lágrimas.
—Está muy solo —murmura cuando llego hasta ella—. No tiene a nadie, Zacky.
Su mirada nublada por las lágrimas se encuentra con la mía y puedo sentir su dolor como si fuera algo tangible. Erick se ha metido muy dentro de ella.
Se sorbe la nariz y continúa secándose las lágrimas que se niegan a dejar de caer. Sin poder soportar ni un segundo más la imagen, la tomo por la muñeca y la jalo hacia mi cuerpo, envolviéndola en un abrazo. No tarda mucho en acurrucarse contra mí y, aunque el motivo del gesto no es nada agradable, se siente endemoniadamente bien tenerla así.
—Está enfermo y totalmente solo —murmura—. A veces se queda mirando a los otros niños y juro por Dios que puedo ver su corazón haciéndose trisas al ver cómo sus madres los consienten y los llenan de amor. Cada día que pasa me cuesta más irme porque, cuando estoy con él, sonríe, pero al irme, la tristeza vuelve a adueñarse de su alma y no es justo. No se lo merece.
En silencio, acaricio su cabello dándole tiempo y espacio a que se desahogue.
—Se va a curar, ¿verdad? —pregunta, de repente y se aparta un poco buscando mi mirada.
—Esa es una pregunta imposible de contestar con exactitud, Lía; solo te puedo decir que, con el avance de la ciencia, tiene muchas posibilidades de salir de este hospital y no regresar jamás por esa causa. Está en buenas manos.
—Pero cada día que pasa lo veo más malito.
—Son los efectos de la quimio. Es normal.
Se sorbe la nariz y sin separarse de mí, se seca las lágrimas con una mano.
—He estado pensando en algo durante todo el día. —Vuelve a apoyar la cabeza sobre mi pecho y yo sonrío como un tonto—. El domingo es el cumpleaños de los gemelos, ¿hay alguna posibilidad de que el hospital nos deje llevar a Erick a la fiesta? Ese día no le toca la quimio.
—¿No será eso peor para él?
Frunce el ceño sin entender.
—Dices que mira a las demás familias con tristeza y conoces a la nuestra; si lo llevas, ¿no crees que será peor para él cuando tenga que regresar a la realidad?
—Ya no existe una realidad para él en la que yo no esté, Zack y cuando salga de este hospital, yo seguiré con él y, por consiguiente, mi familia también. ¿Será posible que pueda ir?
Suspiro profundo. Estoy casi cien por ciento convenido de que no lo permitirán.
—Veré que hago. —Es mi única respuesta.
No sé cómo, pero haré todo lo posible para que así sea.
Annalía me observa con una sonrisa cálida, aunque por sus mejillas siguen corriendo sus lágrimas. Acuno su rostro con mis manos y paso mis pulgares por su suave piel para eliminar la humedad e inmediatamente mis ojos curiosos se desvían a su boca; esa que cada día quiero besar más y más.
Respiro profundo para no sucumbir a la tentación al tenerla tan cerca y me aparto.
—Venga, vayamos a casa.
Sin detenerme a pensar demasiado, tomo su mano con la mía y, entrelazando nuestros dedos, nos dirijo por todo el hospital hasta la salida. Solo me permito soltarla cuando le toca entrar al auto; cierro la puerta detrás de ella y una vez me acomodo frente al volante, pongo rumbo a mi apartamento donde, alrededor de las diez de la noche, los chicos pasarán a recogernos.
—¿Te apetece comer algo en especial? —pregunto—. Podemos hacer una parada rápida en el súper.
—¿Cocinarás tú?
—De no ser así, no estaría invitando.
La miro por un segundo y mi corazón brinca en mi pecho al ver su sonrisa. Me cago en su madre; ¿por qué tiene que ser tan hermosa?
—Si es así, sorpréndeme.
Asiento con la cabeza y me desvío un poco antes de llegar a mi calle, en dirección al supermercado. Camert es una ciudad pequeña, no tanto como para ser considerada un pueblo, pero pequeña al fin y me aseguré de alquilarme en una zona céntrica, que me quedara no solo cerca del trabajo, sino también de todo lo que pueda necesitar para vivir el día a día. La verdad es que no es nada agradable salir de trabajar a las siete de la noche y tener que conducir por media hora o una, para buscar algo de comer.
Nuestra estancia en el súper es corta, ya que gran parte de los ingredientes los tengo en casa. Cuando tienes un mejor amigo italiano que cada vez que se aburre termina adueñándose de tu hogar, hay que tener la nevera preparada y resulta que, Lucas, suele pasar varias temporadas jodiéndome la existencia. No voy a decir que su presencia me desagrada, pues vivir solo a veces aburre y con él esa palabra no existe. Además, he aprendido muchísimo de las costumbres culinarias de su país que, por una vez en la vida, me serán útiles más allá de satisfacer mi propio estómago.
El plato favorito de mi amigo es la lasaña de carne picada y bechamel; según él, no existe una persona que haya visitado Italia y que no haya quedado maravillada con su sabor. Honestamente, yo nunca he ido y tengo que admitir que me encanta. El hecho de que Annalía haya pasado una larga temporada allá y el mensaje un tanto, bueno, bastante extraño que me envió Emma hace unas horas, me hacen pensar que es la opción correcta.
¿De qué mensaje hablo?
De uno en que, de forma muy sutil, decía y cito: “Francesca hizo lasaña de carne picada y bechamel anoche, estaba deliciosa. ¿Sabías que es una de las comidas favoritas de Annalía? Esa chica no es tonta”.
Francesca es la cocinera de la casa de mi hermana, pues al estar tan ocupados con el trabajo, casi nunca tienen tiempo de dedicarle a la cocina. Suelen emplear los ratos libres para pasarlo con sus hijos.
El punto de todo esto es: ¿qué carajos hace mi hermana enviándome un mensaje como ese? ¿Qué significa exactamente?
Al no tener respuesta a mis preguntas y, renuente a preguntarle a ella, he decido tomar la información para mi beneficio.
—¿Me dirás qué piensas cocinar? —pregunta cuando regresamos al auto.
—Tengo la sensación de que no tardarás mucho en descubrirlo.
—¿Me gustará?
—Eso espero.
—Por cierto, ¿qué haremos esta noche?
—A las diez los chicos nos pasarán a recoger y el resto, ni idea. Iremos hasta donde el viento, las ganas y las fuerzas nos lleven. Mañana tenemos el día entero para dormir y recargar las pilas.
—Estoy ansiosa.
Sonrío. Yo también.
El resto del camino que no llega ni a diez minutos, pasa bastante rápido y a penas entramos a mi apartamento, sale corriendo en dirección al baño alegando que necesita quitarse el olor a desinfectante del hospital. Mientras, me dedico a sacar las compras y organizar un poco.
Alrededor de quince minutos después, escucho la puerta del baño abrirse y otra cerrarse, supongo que la de su habitación, pero no me aparto del fogón donde ya tengo listo el sofrito. Añado la carne picada y la remuevo un poco para luego dejarla cocinar por unos minutos más.
—Oye, Zack, no traje mi champú porque ya la mochila venía repleta, así que te he robado el tuyo.
La inoportuna imagen de una Annalía desnuda en mi ducha usando mi champú, cruza por mi mente por unos segundos, sorprendiéndome. Sacudo la cabeza para alejarla y me volteo.
Santísima virgen de las criaturas hermosas, ¿por qué me haces esto?
No sé exactamente qué esperaba encontrar al enfrentarme a ella, pero jamás imaginé la imagen frente a mí y juro por mis hermanas que debo hacer un esfuerzo casi antinatural para no dejar que mi quijada se arrastre por el suelo y la baba se escurra de mi boca.
Annalía, descalza, con su cabello húmedo sobre sus hombros, vestida únicamente con un short rosa pálido, que, si bien no deja ver nada de más, no puedo negar que le queda de escándalo y una blusa de tirante, del mismo color, que deja parte de su vientre plano a la vista. Si bien lleva sostén, algo que agradezco encarecidamente, el pequeño escote me muestra la parte superior de sus senos que, aunque no son exageradamente grandes, tienen muy buen tamaño y, tengo que admitir, para mi gran vergüenza, que he soñado varias veces con tenerlos en mis manos, con chuparlos y morderlos mientras ella se retuerce bajo mi cuerpo por el placer.
Mierda.
Tiene diecisiete.
Y Lucas tenía razón.
No estoy preparado para todo un fin de semana con ella sin nadie que me frene cuando mi autocontrol se haya esfumado y algo me dice que eso pasará.
Necesito una cerveza con urgencia.
Voy al refrigerador, saco una lata y sin perder tiempo la abro para luego beberme la mitad de una sola vez. Cuando la miro, tiene una ceja enarcada.
—¿Quieres una? —pregunto, cogiendo otra.
Ella me observa con una mezcla de confusión y sorpresa que me encanta por la ternura que le da.
—¿Me vas a dejar beber?
—Siempre que sea con control y bajo mi supervisión, no creo que haya problema. Eso sí, jamás se lo digas a tu padre o a tu hermano.
¿Por qué tiene que sonreír tan bonito la desgraciada?
—Soy una tumba, Zacky —dice y no pierde tiempo en acercarse a mí para arrebatarla de mis manos.
La abre sin problema ninguno y se da un largo trago.
—Oye, con calma —la reprendo, pero por algún estúpido motivo, no dejo de sonreír.
Su mirada se desvía a la encimera y su sonrisa se hace aún más grande si es que es posible.
—Lasaña —susurra, supongo que al ver las placas de lasaña precocidas—. Eres, oficialmente, el mejor amigo del mundo mundial. Amo la lasaña.
Enarco una ceja. ¿Mejor amigo? Ni de coña.
Hace mucho que no lo somos y definitivamente quiero algo más de ella que su amistad, pero decido no decir nada al respecto.
—¿Necesitas ayuda? —pregunta.
—¿Sabes cocinar?
—Te sorprenderías si supieras todas las cosas que sé hacer, Zacky.
—Espero descubrirlas poco a poco, preciosa.
Me volteo hacia el fogón como quien no quiere la cosa.
—¿Quieres empezar con la salsa bechamel? —pregunto mientras añado el tomate frito y un poco de orégano seco. Lo remuevo todo y la enfrento nuevamente.
Está concentrada colocando un poco de mantequilla en el sartén y me aparto para dejarla desenvolverse. Enciende la otra hornilla de gas y deja el sartén calentándose a fuego lento. Por los próximos minutos la observo caminar de un lado a otro en mi pequeña cocina y debo admitir que me encanta tenerla aquí, sentirla tan cómoda con lo que la rodea y, más importante, con mi compañía, como si los últimos siete años de mierda jamás hubiesen pasado.
Unos deseos casi irrefrenables de abrazarla por la espalda y besar la piel libre de su clavícula, me asaltan y para no sucumbir ante ellos, rodeo la isla de la cocina, colocando alguna barrera entre nosotros que me impida lanzarme hacia ella. Se siente bien estar así, es algo sumamente íntimo y me pregunto si ella es capaz de sentirlo y, más importante, si desea tanto como yo que esta escena se repita cada día.
La imagen de nosotros dos cocinando juntos, pero esta vez ella vestida únicamente con una de mis camisas y el cabello todo revuelto luego de una larga jornada de sexo caliente, asalta mi mente y, aunque me gusta, quiero golpearme la cabeza contra una pared por dejar que mis pensamientos vayan a esa zona. Si sigo así, no podré superar el maldito fin de semana.
—¿Te quedarás ahí mirándome? —pregunta de repente—. Pensé que ibas a cocinar tú.
—Estaba pensando en lo bien que se siente estar así contigo.
Levanta su cabeza repentinamente y me mira con una mezcla de confusión y sorpresa que me hace sonreír.
—Me recuerda los viejos tiempos; cuando andábamos juntos para todos lados y no peleábamos.
—¿Te refieres a la época en la que no me ignorabas? —pregunta arqueando ambas cejas y yo me río.
—No me perdonarás tan fácil, ¿verdad?
—Tendrás que currártelo bastante. Me has hecho sufrir demasiado —susurra con la mirada concentrada en la salsa y, aunque intenta sonar divertida, la conozco lo suficiente como para saber que sus palabras contienen más verdad de lo que a ella misma le gustaría admitir.
La sonrisa en mi rostro se evapora.
Sin poder detenerme, elimino el espacio que nos separa y, sujetándola por su muñeca, la ubico frente a mí. Se apoya en la encimera tras ella y yo coloco mis manos sobre el grey, dejándola prisionera entre mis brazos, inclinándome un poco para estar a su altura.
—¿Realmente te lastimé tanto? —pregunto en el mismo tono bajo que usó ella hace unos segundos.
—¿Tan poco significaba para ti nuestra amistad que pudiste alejarte de mí como si nada? —Rebate con seguridad—. Es decir, yo era una cría de diez años y tú estabas en plena adolescencia; tenías otros intereses, así que podría entender que te alejaras un poco, pero ¿era necesario sacarme totalmente de tu vida? ¿Alejarme como si tuviese la peste?
El dolor y la molestia en sus palabras se sienten como un puñetazo en mi estómago y juro por mis hermanas que quiero golpearme a mí mismo por haber sido tan estúpido. Estaba asustado; no supe gestionar las cosas y terminé alejándola; eso sí, puedo decir sin temor a equivocarme, que luego de sacarla de mi vida como ella misma dice, jamás volví a ser el mismo. Ella era una parte de mí y ese es un hecho que, aun ahora, después de tantos años, me sigue asombrando.
—Te juro por mi familia —susurro—, que alejarme de ti ha sido una de las cosas más difíciles que he hecho jamás. No mentía el lunes cuando dije que te había extrañado, Lía. Eras tan importante para mí como lo fui yo para ti. Cada maldito día de los últimos siete años he añorado pasar tiempo contigo, bromear como lo hacíamos, reír hasta que nos dolían las tripas y hacerle la vida imposible a los que nos rodeaban.
—Entonces, ¿por qué me alejaste?
—Porque fui un estúpido.
«Y un cobarde.»
—Esa respuesta no me vale, Zack.
Suspiro profundo.
—Prometo que te lo diré, pero no será hoy.
—Entonces, ¿cuándo?
—Cuando sea el momento.
«Cuando seas mi novia y no tenga que ocultar lo acojonado que estuve al darme cuenta de que éramos víctimas de la maldición Scott.»
—Venga, terminemos esa lasaña. Tengo hambre.
~~~☆☆~~~
Hola, ¿qué les pareció?
Yo solo puedo decir que muy muy pronto tendremos más. Un besote bien grande
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