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Capítulo 9: Sweet Caroline

—Les enviaremos las invitaciones por correo y tendrán todos los detalles necesarios —informó el director de operaciones.

Por el aniversario de la empresa, organizarían una fiesta en un restaurante que habían reservado por completo por una noche.

No solo iría el equipo del proyecto al que me habían asignado, sino que de los demás proyectos que estaba llevando a cabo la empresa, por lo que habría bastantes personas que no conocía y eso me provocaba bastante ansiedad.

Yo era una nueva adquisición de la empresa, no conocía a nadie más que el equipo que me rodeaba y ellos conocían y tenían más amigos en la empresa, por lo que no podría estar pegada a ellos como una sanguijuela. Incluso Nicholas, el ser más pesado y amargado que había conocido en ese mundo (yo no contaba en esa lista), convivía con otras personas en la empresa.

De todas formas, yo no quería toparme con Nicholas ni por accidente. Después de estar encerrada con él durante tanto tiempo y de ese momento incómodo que había sucedido antes de poder salir del edificio, lo que menos quería era estar con él.

Claramente, a esa reunión para informarnos de la fiesta había asistido todo el equipo, Nicholas incluido, así que no había podido evitar estar con él en la misma habitación, pero, al menos, no estábamos solos o cerca. Yo me había sentado entre mis dos compañeros arquitectos para evitar el contacto con los demás.

Una vez que la reunión terminó, nos fuimos a trabajar al estudio y cuando creí que Nicholas se incluiría, no apareció por ahí, dejándome mucho más aliviada.

—Oye, hoy día deberías irte más temprano —me dijo John—. Después de quedarte encerrada en esta oficina tanto tiempo...

En cualquier otra situación hubiera dicho que sí, pero al recordar a Nathan y su presencia, decidí negar.

Tranquilo, estoy bien trabajando aquí —le dije.

—Bueno, como quieras, pero no dudes en que puedes irte —me repitió—. Además, si quieres trabajar, puedes hacerlo en tu casa.

Yo le di una sonrisa y asentí.

—Gracias.

Al menos tenía un compañero de trabajo que era amable y bueno conmigo.

[...]

Papá me había pedido ayuda para trabajar con uno de sus clientes que quería remodelar la cocina de su casa. Yo le servía bastante para poder calcular mejor los espacios y los muebles que aprovecharían mejor el espacio.

La casa no era de Toronto, sino que estaba en Montreal, una ciudad de la provincia de Quebec, la misma donde vivían los abuelos.

Esta familia era una familia amiga de los abuelos y mi padre los conocía desde niño, así que se había tomado la molestia de viajar más de cinco horas a Montreal para ayudarlos.

Era una casa con un estilo colonial y el diseño era de todo mi gusto como arquitecta.

Yo me había tomado la libertad de pasear un poco por dentro y fuera de la casa para revisar bien el estilo y tomar en cuenta el diseño general de la casa para que la cocina concordara también.

—Je veux qu'il soit spacieux et pas du tout ostentatoire —oí decir a la señora de la casa.

En Montreal se hablaba francés oficialmente, así que mi padre se estaba comunicando en francés con ellos. Yo no estaba prestando mucha atención y como no hablaba francés recurrentemente, no estaba traduciendo lo que decían.

Una vez que terminaron de hablar, ayudé a mi padre a tomar las medidas de la cocina para luego poder hacer unos planos y ubicar bien cada mueble en el espacio correcto.

Unas cuantas horas después de estar ahí, nos despedimos y nos pusimos en marcha de vuelta a Toronto. En el camino, papá pasó por un McDonald's para pedir comida y poder ir comiendo en el auto.

Yo amaba la comida chatarra, principalmente creía que se debía a lo estricta que era mamá con nosotros. Cuando éramos niños no nos permitía comer mucha comida chatarra porque decía que era veneno para nuestro cuerpo. Los únicos días que nos dejaba darnos un gusto de esa clase era para festividades como cumpleaños o el día del niño.

Papá, por otro lado, solía consentirnos a escondidas, especialmente a mí, quien a veces parecía ser su hija consentida. Quizás, tenía una predilección por mí por la misma razón por la que mamá la tenía por mis hermanos: porque nos parecíamos; o también podía ser porque mamá no tenía predilección por mí.

—¿Y cómo te ha ido en tu nuevo departamento?

—Bien —mentí, con la boca llena de papás fritas—. Todo está muy bien.

En realidad, todo estaba muy bien menos los vecinos de enfrente.

—¿Y en el trabajo? ¿Cómo te ha ido?

—Bueno, dentro de todo, bien...

—Quedé muy preocupado después de que te quedaste encerrada.

Yo me encogí de hombros.

—Cosas que pasan en estos lugares. Hay otros en los que hay terremotos o tsunamis... creo que puedo vivir con las tormentas de nieve —le dije.

Si bien, el clima de Canadá no era mi clima ideal, prefería soportar eso a tener que vivir en el cinturón de fuego con el miedo a que, en cualquier momento, comenzara un movimiento sísmico y debiera correr lejos de la costa o algo por el estilo.

—¿Y cómo te llevas con tus compañeros? —preguntó—. Sé que tu ambiente de trabajo está lleno de hombre y a veces, algunos menosprecian a las mujeres.

Yo negué.

—Nadie me ha menospreciado por ser mujer hasta ahora y, bueno, sí gano menos que los demás arquitectos, pero ellos son más viejos y llevan años trabajando para la empresa —le dije—. Yo gano bien, incluso un poco mejor que en Alemania.

—Eso me alegra mucho.

—Lo que sí, hay un ingeniero que me desprecia por ser arquitecta —le expliqué.

Mi padre dejó de mirar hacia el frente por un momento y me miró confundido.

—Creo que alguna vez te lo comenté por teléfono o cuando nos vimos. Los ingenieros civiles y los arquitectos son enemigos naturales —le conté—. Nos odian porque hacemos diseños que les complican la vida a la hora de ponerlo de pie y se creen mejores que nosotros porque saben más de estructuras y cálculos.

Mi papá abrió la boca al recordar y asintió.

—Ah, sí, lo contaste luego de entrar a tu primer trabajo —dijo—. ¿Entonces tu compañero tiene problemas contigo porque le complicas la vida?

—Sí, más o menos... se queja con todos los arquitectos, pero conmigo parece tener un problema especial —le comenté.

—Quizás es porque te ve más joven —supuso mi padre—. Creen que por tener menos experiencia pueden molestarte y que eres más débil... si tan solo supieran que te fuiste tan joven y sola a un país completamente extraño.

Al decir lo último, la voz de mi papá fue algo nostálgica. Sabía que él no había amado mi partida y me atrevía a decir que era quien más la había sufrido, aun cuando lo normal hubiera sido que fuera mi madre. Sí, no dudaba que mi mamá también había sufrido, pero definitivamente mi papá lo había hecho más, lo había notado particularmente por cómo había intentado convencerme de volver en durante los diez años... nunca había perdido la esperanza de que volviera.

—Bueno, es que todos ahí son grandes expertos que vienen de muy buenas universidades —le dije—. La competencia es intensa... Si no han estudiado en el extranjero, tienen un postgrado o han trabajado en empresas de talla mundial. Yo tengo la primera, pero no estudié en Oxford o en Yale.

—Ay, Line, una universidad o un título no significan nada. Puedes tener uno y ser un fracaso —me dijo—. Lo importante es que tú hagas bien tu trabajo y, conociéndote, lo estás haciendo, Line.

Yo le di una sonrisa llena de amor y asentí. Me sentía bien sabiendo que alguien confiaba en mí y en mis capacidades, además de mí misma.

De todas formas, si me ponía a pensarlo, los ingenieros y constructores no parecían estar muy de acuerdo con mi trabajo, pero mis compañeros arquitectos concordaban con mis ideas y mis diseños, lo que me decía que hacía bien mi trabajo.

Seguimos hablando con mi padre sobre otras cosas, como sobre cómo estaba mamá y su cadera, y de cómo le estaba yendo a Emily en la universidad.

Mi hermana estaba estudiando sociología en la universidad de Toronto, la cual no era una carrera muy del gusto de ninguno de nuestros padres, pero ellos siempre nos habían dejado estudiar lo que fuera que quisiéramos sin ponernos problemas. Además, mamá se sentía realizada con el hecho de que no hubiera abandonado el hockey y participara en la liga de la universidad.

De pronto, comenzó a sonar en la radio Sweet Caroline y mi padre no dudo en subirle el volumen y comenzar a cantar, mientras me daba miradas como si me la cantara a mí.

Yo solo me reía como siempre lo había hecho cuando me cantaba esa canción, pero esa vez era más especial, porque la última vez que lo había hecho, había sido diez años atrás... y como lo había extrañado.

Quizás, haber vuelto a Toronto había tenido sus cosas positivas.

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