Tenía entendido que el amor era el sentimiento más enaltecedor, por lo que no comprendía por qué estaba cayendo.

En su vacío pecho se formó un corazón y, horrorizado, sintió su latido salvaje. El miedo, la angustia, la tristeza lo invadieron con un poder que jamás habían tenido sobre él: se estaba volviendo humano.

En realidad, no del todo, pero comprendió que estaba dejando de ser ángel. Y aquello era lo que más lo atormentaba.

Sus alas habían quedado comprometidas por las cadenas que las ataban y le impedían alzar el vuelo. Aquel destino cruel era premeditado y tejido por una figura poderosa, más que él y todos sus hermanos.

—Otros como tú cayeron antes, y otros como tú caerán después —le había dicho.

Y aunque aquella oración se había dirigido solamente a él, no estaba solo. Junto a él, sus hermanos y hermanas se desplomaban compartiendo su misma suerte. Sustituían una lluvia de cometas con sus propios cuerpos; cada vez menos divinos y más pecadores.

No reparó en el impacto aunque las alas a sus espaldas quedaron destrozadas e inutilizables, anclándolo a la tierra por el resto de la eternidad.

Entre su dolor y su angustia se infiltró un rostro de ojos cubiertos por la ceguera y una sonrisa pícara. La maldijo, una y cien veces entre lamentos, juró que jamás olvidaría olvidaría aquellos ojos que lo habían condenado.

Y a pesar de que la ironía del momento parecía radicar en que unos ángeles habían pecado, y como pecadores habían caído, se encontraba en la única testigo de aquel suceso: una chica ciega, cuyos ojos comenzaron a resplandecer como luceros.