68: Mizar Lucerys
Nota: Hay una imagen a mitad del capítulo, revisen si el cap continúa luego de la imagen para que no se confundan y se vayan a perder más de la mitad.
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Vi algo más antes de despertar.
Seguía en su pasado, o en lo que mi imaginación fabricó para representarlo. Aunque dudo mucho que exista una creatividad tal para fabricar lo que he visto de su vida.
Yo fui Caelum Corvo. Sentí el hambre del miedo y el asco que este produjo en el joven príncipe. Sentí su aprecio abismal hacia Nore, que lo mantuvo sobrio en el momento más crítico del resurgir de su maldición.
Tengo en mí el eco de esa indiferencia hacia sus padres humanos. Porque no fue el amor lo que lo motivó a vengarlos el día que fueron raptados por los hombres de Abraham Corvo, fue la justicia.
Sentí... Por Ara, sentí el sismo de lágrimas; viví su vulnerabilidad mientras Abraham lo amenazaba con Siderófaga. La congestión nasal, el ardor en la piel, el temblor de sus labios; cada detalle fue tan lúcido para mí que no concibo que pueda ser producto de mi mente.
Y solo con haber sentido ese evento desde su piel, sin importar el vínculo que Nukey llegó a formar con su primo —Israem— ya puedo justificar totalmente el que decidiera asesinar a Abraham años más tarde.
Pero no fue todo. Como dije, vi algo más. Lo viví en la piel de Caelum, sin ninguna autonomía al respecto. Estaba presa en su alma, silenciada tras la voz de su conciencia.
Los meses se fundieron en un borrón oscuro desde que Caelum llegó al campo de concentración.
Vivió todo ese tiempo con eslabones vistiendo su cuerpo; grilletes y cadenas eran su segunda piel. Órdenes del rey Abraham. Al parecer, esas cadenas tenían un núcleo de arkanium que resistía la naturaleza de Nukey —como llamaré al conjunto de su ser— en su máxima concentración sin desintegrarse ni un ápice.
Sin embargo, eran poco necesarias, sin que nadie lo supiera. Los poderes de Nukey venían de su esencia como estrella, no del cuerpo de Caelum Corvo; eso, a su vez, implicaba que su poder estuviera directamente ligado a su alma. Pero a sus dieciséis el vínculo con esta era errático, muy susceptible a las emociones. Nukey debía trabajar sus poderes como si acabara de descubrirlos, ya que apenas empezaba a comprender su nuevo cuerpo humano y a aceptar su consciencia pasada.
En el momento de la transformación, vivió un estallido de esa naturaleza porque estaba agobiado por el cambio y acorralado por las circunstancias, y eso desbordó su cuerpo; pero era una experiencia difícil de replicar.
Así que, aunque lo intentara, mientras Caelum Corvo estaba en el campo de concentración, solo podía alardear de la versión bastarda de la estrella que era. Debía reconciliarse consigo mismo, entender su nueva vida, cuerpo y consciencia, y aún así encontrar un modo de matar sin ser descubierto —usando cadenas siempre— para que el hambre no rompiera su alma.
Fueron sus meses de mayor abstinencia, donde el mechón blanco estuvo más cerca de abarcar todo su cabello.
Sin embargo, en medio de su supervivencia y autodescubrimiento, llegó uno de los grandes líderes del campo a ofrecerle un acuerdo que le quitaría las cadenas.
No iba a devolverle la libertad, pero sí la comodidad por el tiempo de vida que le quedara.
Le ofreció participar en una pelea. Un duelo.
Sentí con nitidez la emoción de Nukey al escuchar la oferta.
Y la desilusión cuando escuchó el resto.
El líder de aquel campo había apostado una fortuna al duelo, así que para asegurar su victoria, el joven príncipe —Caelum— solo debía perderlo. Porque sí, aquel hombre había apostado, pero contra él.
La única sugerencia fue que diera un gran espectáculo y se mantuviera en pie cuanto pudiera.
Y así lo hizo Caelum. Cumplió esa cláusula tan al pie de la letra que, en medio del espectáculo, se olvidó de perder el duelo.
Eso fue lo que lo condenó.
El líder, hastiado y con ganas de asesinarlo por todo el dinero que había perdido gracias al ego del joven príncipe, hizo algo que me parece un gran paralelismo entre la vida de Nukey y su primo Israem: lo arrojó a la fosa de los griphers a morir.
El destino de Caelum es había sido pactado, estaría en esa fosa hasta ser devorado por los griphers hambrientos. Lo que sería, básicamente, la eternidad; porque él, incluso con sus poderes mermados, no podía morir.
Su cuerpo sufrió miles de heridas, y pese a ello, de cada una de estas sanó. Aunque sus poderes estaban hechos trizas en medio del vínculo errático con su alma, seguía teniendo más fuerza, más resistencia y más velocidad que cualquier humano. Tal vez él no podía matar a todos esos griphers, pero al menos a un buen número de estos pudo haberlos lastimado.
Jamás lo intentó. Ni siquiera lo consideró, porque asumía que él no merecía vivir más que esas bestias encadenadas.
Fue cuando esa sombra majestuosa surcó el cielo. Una sola de sus alas blancas abarcaba todo el hoyo que daba cabida a la fosa, y su tamaño total equivalía al doble del gripher más grande.
Mizar Lucerys.
Un rey sin corona, un dios sin creyentes.
Destruyó la entrada de la fosa al atravesarla, y con su sola presencia los demás cayeron postrados ante el único de ellos sin cadenas, la criatura que el rey había estado intentando cazar por más de una década.
Caelum siempre había pensado que el gripher blanco aparentemente salvaje —pero al que todas las criaturas respetaban— era nada más que una leyenda urbana.
Pero ahí estaba, salvando su patética segunda vida de una tortura eterna por medio de las fauces de sus iguales. Fue él quien lo sacó de aquella pesadilla, quien lo enseñó a volar. Fue quien lo alejó del ojo del rey. Fue Mizar Lucerys quien le mostró la cascada de nenúfares y le abrió las puertas de su castillo.
Todo porque el príncipe de los cuervos se negó a matar a los griphers esclavizados.
Despierto agitada en el carruaje.
¿Cuántos días han pasado?
Ya alcanzo a vislumbrar las calles estrechas que serpentean como venas hacia el corazón de Jezrel: el castillo.
Estuve haciendo caridad bastante lejos, así que mínimo debí estar en este viaje de regreso una semana, a menos que haya estado volando en un gripher, cosa improbable dado el personal que me rodea.
Medio dormido contra la ventanilla, está el dueño de los esclavos. Lo recuerdo. Este carruaje es suyo, así como el gripher que nos lleva y su jinete.
Nos escolta en compensación de «nuestros servicios». Muchos de los esclavos fueron eliminados por el enmascarado, sí, pero aquellos que lograron refugiarse de la lluvia sobrevivieron gracias a que nosotros lo enfrentamos. Esa es una parte de sus motivaciones para llevarnos al castillo, la otra es que quiere estar en presencia del rey para presentar su caso con nuestro respaldo y pedir una indemnización por los daños sufridos.
Nadie de mi guardia sobrevivió excepto aquellos hombres que lancé por los aires. Lamentablemente, sufren alguna contusión que mantiene a uno en coma y al otro sin acceso a su propia consciencia.
No me puedo permitir la vileza de desear que no se recuperen, pero puedo ser tan humana como para olvidarme de rezar por ellos.
En los asientos de enfrente está mi embajador, en vela, con el cubrebocas puesto. ¿Cuánto tiempo lleva en vigilia? ¿Habrá dormido siquiera un día?
Cabría esperar de él magulladuras y palidez, una estabilidad frágil y efímera; al contrario, lo que veo en su rostro es el color de la vida florecido, y poco más que algunos raspones. Ni siquiera tiene una venda en la herida de su pecho. Como si jamás hubiera existido.
Y todo lo que puedo sacar de esto es que he olvidado el viaje en su totalidad.
Pero ni un solo detalle de mi sueño.
—Fui yo.
Me sobresalto al escuchar esa voz. Es tan nítida que me cuesta asumir el hecho de que solo es audible para mí.
Eva está sentada entre el lord dueño de los esclavos y yo, con su cuerpo como cristal azul con una vorágine de brillos y escarcha dentro. Lleva un vestido hecho de vetas de luz celeste y una corona de mariposas.
Miro a mi alrededor. El lord sigue dormitando, pero a mi embajador no le pasa desapercibido mi respingo, aunque se finge como una mera decoración, alguna especie de estatua.
No puedo responderle a Eva con mi boca si no quiero levantar más alarmas en contra de mi cordura.
Arqueo una ceja esperando que el gesto sea lo suficientemente inquisitivo para ella.
Pero al final, siento que no es el gesto lo que la persuade de hablar, sino mi propio deseo interno.
—He sido yo la responsable de tu sueño —aclara.
Asiento levemente y formulo la siguiente pregunta en mi mente, hablándole a esa conexión entre su esencia y mi alma.
«No es solo un sueño, ¿o sí?».
—No lo es. Lo que viste es tan real como esta conversación.
«¿Y cómo? ¿Cómo es posible? ¿Cómo pudiste hacer eso?».
Eva me mira a los ojos, y lo que veo en ellos me parece... inquietante.
—No lo sé. No sé ni cómo lo sé, pero sé que fui yo. También sé que siento que te falta algo por saber, algo por entender, antes de que yo pueda contarte... todo, supongo.
—No entiendo... —Carraspeo, llevando una mano a mi cubrebocas, como si tosiera. He hablado en voz alta y estoy segura de que esto alertó al embajador, así que mi única opción para enmendarlo es hablarle a él directamente—. No entiendo cómo puede seguir en pie como si nada hubiera pasado.
—Técnicamente estoy sentado.
Le sonrío, genuinamente lo hago. Por Ara, cómo agradezco que esté vivo.
—Tal vez debería descansar un poco.
—Descansé lo suficiente después de que me ayudara, majestad. Perdí el conocimiento por casi un día, pero desperté renovado. Además, estuve a punto de descansar indefinidamente, y creo que se me han quitado las ganas de volver a dormir alguna vez.
—Por favor, lord Albir, debe descansar. Sobrevivió a una flecha; no se ha vuelto inmortal. No tiente a su salud.
—Prometo dormir una vez hayamos llegado. No la dejaré sola, mi reina. Nunca más. Si antes le había consagrado mi vida, ahora se la debo. No permitiré que corra ningún peligro que yo pueda evitar.
Muevo mi cabeza en desaprobación pero no por ello se difumina la sonrisa de mi rostro.
Solo una idea cambia ese hecho, y es recordar...
—¿Dónde está, lord Albir? —pregunto y, por mi tono, sé que él comprende de inmediato a quién me refiero.
Aparta ligeramente la cortina y solo entonces me doy cuenta de que siempre tuvo la mano ahí, manteniendo una rendija abierta para él poder vigilar lo que hay fuera de la ventanilla.
Observo lo que me muestra.
A nuestro lado hay otro carruaje, tan fúnebre como un ataúd, atestado en cerraduras y candados. De solo mirarlo produce una sensación de agobio. Parece el transporte de un mal augurio, y no ayuda que vaya custodiado por la preciado colección de griphers del dueño de los esclavos. Sí, no solo lo lleva el gripher que guía el carruaje, sino otros dos de cada lado, encadenados, levantando la gravilla del suelo al arrastrar la punta de sus alas; los guardias a los que se les ha confiado la custodia del prisionero.
Parece que trasladan a Canis.
—¿Está...? —Trago sin tener nada que tragar—. ¿Sigue con vida?
—A duras penas. Le dio en el corazón, majestad. La herida ha mermado pero originalmente era... Un hoyo en su pecho que no dejaba de sangrar desde que retiraron el arma.
El nudo en mi garganta empieza a transformarse en bilis.
—¿Y cómo cree que sobrevivió a eso? —pregunto, aunque yo sé la respuesta.
—Usando la misma lógica de cómo sobreviví yo —dice lord Albir—. No porque usted lo haya salvado, claramente pretendía todo lo contrario, pero creo que me es más fácil entender que él sobreviva dada mi propia experiencia.
Asiento y me retraigo nuevamente en mis pensamientos.
Al investigar de Siderófaga, descubrí que es una de las únicas armas capaces de matar a una estrella; de lo contrario, incluso la más mortal de las heridas puede sanar, aunque duela igual, aunque tarde demasiado.
Jamás pretendí asesinarlo, solo necesitaba que él creyera que soy capaz.
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Su celda está aislada de todo y de todos, y para acceder a ella hay que escarbar las profundidades de los pasadizos de nuestra prisión.
Una prisión de una sola celda, porque fue construida por y para él.
El enmascarado de Jezrel está resguardado tras barrotes con núcleo de arkanium. Libre de cadenas, pero privado de cualquier trato humanitario. Ni un baño, ni una cacerola de comida, solo una pared mohosa tapizada de espinas que ha esperado por él un par de décadas.
Solo me han permitido esta visita porque el rey está «ausente por motivos de salud», y porque pedí a mi embajador que moviera sus influencias para ello.
No ha sido difícil, en realidad. No solo he logrado probar que todos los ataques a los esclavos fueron un intento por ensuciar mi imagen, sino que me he convertido en la persona más aclamada de todo el reino: la consorte que puso fin al enmascarado de Jezrel.
—Gracias, lord Albir. Déjennos solos, por favor. Estaré bien.
—No dudo que estará en perfectas condiciones, majestad —responde mi embajador con orgullo.
—Si no es mucha molestia, mi lord, agradecería que despache a los guardias lo más lejos posible de la entrada hasta que yo salga. Esta conversación es privada.
—Como ordene la reina.
Quisiera sonreír, pero me parece insensible, así que solo acepto internamente que me ha gustado ese trato.
Espero hasta que lord Albir cierra la puerta al salir y me aproximo hasta los barrotes de la celda. La llave del candado arde dentro de mi escote. No me parece prudente abrir esta conversación revelando que la tengo; quiero evitar que Nukey me torture hasta que la entregue.
Me armo de valor para mirarlo.
Está en el suelo, medio recostado de la pared, con una pierna recogida y la otra totalmente extendida por el suelo mohoso. No lleva nada cubriendo su cuerpo de la cadera para arriba, salvo el vendaje ensangrentado en su pecho, sobre las alas del gripher que lleva tatuado.
No sé qué me desequilibra más, notar que alguien tuvo la bondad de limpiar y vendar su herida en primer lugar, o que han sido tan crueles como para dejarla todo este tiempo sin nueva atención.
—¿Puede infectarse?
Sus ojos se abren lentamente, mirándome desde abajo con el filo de la daga que lo trajo a este lugar, y con la hiel que acumula por dentro al pensar en mí.
Su pecho es lo menos atrofiado en su cuerpo, porque al menos esa herida está cubierta. Sin embargo, su rostro... La sombra de algunos moretones salpican su pómulo y mentón, mientras que en su labio y ceja son visibles algunos cortes ya secos.
Hace una semana de nuestra pelea, ¿cómo habría de verse al principio?
—Le invitaría a tomar asiento, majestad, pero lamentablemente el único trono a la vista ya no está disponible para usted.
—¿Crees que estoy aquí para tolerar tus chistes, Nukey?
Él escupe a un lado de su cuerpo sin considerar que tendrá que convivir con eso por lo que le queda de cautiverio. Dudo que bajen a limpiar.
—Eso es lo que opino de las razones que te traigan hasta aquí.
Me odia... Lo noto en sus ojos, veo ese único sentimiento que jamás va a necesitar de palabras para existir. Me odio con cada hueso que sostiene su cuerpo.
No digo nada. A pesar de cómo he reaccionado y lo firme que me veo al estar aquí, lo cierto es que tan solo verlo ha sido suficiente para hacer tambalear mis simientos. Y eso es todo lo que pretendía, mi único plan: verlo.
—Debe estar orgullosa, majestad. Ha atrapado al enmascarado, los libros de historia hablarán de ese día, de tu proeza, de lo grande que has sido y siempre serás. Ya imagino los pasajes: «La buena de Freya Cygnus, la salvación de los esclavos, encabezó la batalla contra el asesino más letal, sobrevivió a sus hombres, y venció al mal».
«Si es que me permiten poner mi nombre en la historia».
No olvido lo que sucedió con Isidora. Me veo en su reflejo. Ella, al igual que yo, defendía una causa justa al asesinar a quien ella sentía era el amor de su vida. Pero Abraham jamás le permitió ser honrada por ello.
¿Me lo permitiría Israem?
—Estoy orgullosa —respondo—, pero no del reconocimiento que pueda recibir. Estoy orgullosa de haber sido subestimada y aún así alzarme entre los escombros de mis sentimientos para defender lo que es correcto. No debiste enfrentarme en primer lugar. Al menos, no usando la vida de los esclavos como cebo para destruirme.
—Bien, Freya, ve por tu medalla, porque aquí solo vas a encontrar más dolor.
—¿Dolor por qué?
—Porque las cosas que quiero decirte no te van a gustar.
Al menos todavía quiero decirme algo.
Avanzo más cerca de los barrotes y me sostengo a ellos, firme en mi postura, tambaleándome desde dentro.
—Lo que hiciste me dolió —confieso—. Me dolió como no creí que podía ser lastimada por nadie, internamente. Si mi embajador hubiera muerto por tu flecha, si esos guardias estuvieran conscientes en este instante y hubieran hablado con Israem... El menor de mis problemas sería la reputación que intentaste manchar. Y aún así, quiero escucharte. No quiero que quede absolutamente nada sin decir antes de tu juicio. Así que, adelante, Caelum Corvo, dime esas cosas que van a dolerme. Estoy preparada para oírlas.
La risa de Nukey se siente como alas de griphers en mis terminaciones nerviosas. Hace pausas, gestos de dolor efímero, como si le afectara mover ciertos músculos del rostro o el torso, pero ríe, sigue riéndose de mí con un disfrute maquiavélico.
—Yo voy a salir, Freya. Saldré de aquí como he salido de todos las celdas que se han interpuesto en mi vida. Si estás esperando que te lastime con la verdad como un consuelo de despedida, no seas ridícula. No voy a morir. Viviré lo suficiente para perseguirte. No volverás a tener un sueño después de mí, porque todos serán pesadillas. Dormirás con un ojo abierto preguntándote cuándo será el día que decida vengarme.
—¿Cómo podrías salir de aquí?
—Lo mismo da si dejan la reja abierta o la clausuran. Saldré.
—¿Cómo estás tan seguro de que podrías escapar? Estas personas tienen años planificando el día en que por fin puedan encerrarte.
—¿Escaparme? —Nukey niega con la cabeza, su sonrisa afilándose en su boca—. Israem me dejará salir del mismo modo en que su corte me ha recibido tan entusiasta.
—¿Qué?
Nukey se encoge de hombros.
Debe estar mintiendo. Esto es una artimaña para asustarme...
—Israem jamás te dejaría salir.
—Voluntariamente no, pero lo hará de todos modos.
—Su pacto solo implica que no te haga daño, y no lo ha hecho. Fui yo. Él no ha roto nada y tampoco tiene por qué dejarte salir.
—El pacto no vale de nada en este caso porque no lo necesito. Israem me dejará libre porque es el único modo en que podrá asegurarse de que quienes son leales a mí no revelen su secreto.
—¿Su secreto? ¿Qué secreto puede importarle tanto como para...? Por la santa sangre de Ara... —Mis manos se sienten heladas contra los barrotes, así que las dejo caer—. Tú criaste a Elius esos cinco años...
Entonces ese amago de sonrisa en él se ensancha como una perturbadora medialuna.
—Qué mariposa tan inteligente has resultado ser.
—¿Pondrías a tu sobrino en riesgo?
—Pondría el mundo en riesgo para vengarme de ti, Freya.
Ese golpe me ha herido en lo más profundo de mis nervios. No me tomo a juego que el hijo de Canis me declare tal vendetta. Pude apuñalarlo una vez porque usé en contra su único momento de vulnerabilidad, pero en un duelo justo no podría contra él. Lo he visto, sé de lo que es capaz. Podría fulminarme si se lo propone.
Doy un paso atrás, y luego no lo pienso y retrocedo del todo. Me doy media vuelta para salir de este hoyo en el que yo misma me metí.
—¿En serio eso es lo único que te trajo aquí?
Esas palabras frenan mis pasos y merman mi pánico.
Es Nukey, y solo quiere hablar. No hay por qué salir huyendo.
—¿Qué más podría haberme traído aquí? —pregunto volteando ligeramente hacia él.
—No lo sé, Freya, pero lo único que has hecho desde que entraste es quedarte parada ahí, inerte, diciendo palabras en automático.
—Y por ese mismo motivo ya me voy —confieso—. Solo quería ver... —Miro desde sus pies hasta su rostro, y mantengo el foco en esos ojos, aunque hieran—. Necesitaba esta imagen mental.
—¿Por qué? ¿No podías creer que en serio había sobrevivido? No te sientas mal, mariposa, tú no fallaste. Me diste de lleno en el corazón.
—Igual que tú a mi embajador.
—Tu embajador no es el padre de tu hijo, hasta donde tengo entendido.
—Basta. Esta conversación no debió empezar en primer lugar.
—Pero aquí estás, y ya inició, así que termina de hablar.
—¿De verdad quieres saber? Necesitaba verte así para compensar en mi rencor interno el tiempo que fuiste tú quien me mantuvo en una celda a mí.
—Pensé que habíamos superado esa disputa prematrimonial.
—Es que en serio eres un imbécil.
Le doy la espalda nuevamente, el ímpetu de mi furia sepultando el miedo que en algún punto sentí.
—Habría preferido que me encerraras.
Esas palabras me detienen. Pero esta vez no me giro hacia él, solo tolero lo que dice porque no puede ver el efecto que tienen sus palabras en mi rostro.
—Te habría venerado por ello, Freya, si hubieras sido capaz. Hubo un momento en mi trayectoria mental en el que ser tu esclavo habría sido un privilegio.
Cruzo mis brazos para aparentar impaciencia, todavía de espaldas a él.
—¿Pero?
—Cuando estuviste en mi celda, yo castigué a quienes te lastimaron; en cambio yo estoy en esta celda porque tú me lastimaste.
No digo nada, no hay nada qué decir. Siento que me quebraría a mitad de cualquier palabra.
Jamás he querido lastimarlo, solo me defendía. Pero eso no lo hace más fácil, menos conociendo su pasado. No porque ese pasado lo justifique, sino que me hace comprenderlo, y me niego a creer que esa persona sea hoy en día un monstruo.
—Quiero que lo digas.
Su voz es una demanda, una amenaza en sí misma, pero puedo escarbar en ella, puedo escarbar en el contexto en que las dice y desenterrar la vulnerabilidad que hay detrás.
—¿Qué quieres que diga? —cuestiono en un hilo de voz.
Una de mis manos tiene el impulso de alzarse y secar mi cara, pero lo reprimo. Sé que solo es mi imaginación que juega en mi contra.
No puedo estar llorando.
—Estuve ahí, Freya, desangrándome por horas. Sentí cada segundo que el metal estuvo atravesando mi corazón, y solo pensaba... Pude haber muerto.
La descripción es como si atravesara mi propio pecho, porque yo lo viví en su piel, cuando las ballestas lo atacaron en el castillo. Hoy puedo decir que, mejor que nadie, sé lo que siente.
—Eres un mentiroso —lo acuso con mi mandíbula tensa. Me frustra tanto que me mienta cuando no tiene necesidad de ello—. No estabas pensando en morir porque no estuviste cerca de la muerte y lo sabes.
—Razón tienes, porque no me refería a eso. Pensaba en que eso era lo que tú querías. Era lo que deseabas. Intentaste acabar con mi vida.
Esta vez sí volteo y sostengo su mirada.
—¿Qué quieres que te diga, Nukey?
—Quiero saber si te arrepientes.
Pero no puedo decirle eso. Porque si lo confieso, lo que hice no habrá valido de nada. Él sabrá que soy vulnerable ante él, que no pretendía matarlo y que soy incapaz de hacerlo, y entonces seguirá haciendo de mi vida su desastre.
Así que niego con la cabeza.
Y él hace lo mismo, como un reflejo.
—No te creo —acusa.
—¡¿Entonces qué carajos quieres de mí?!
—¡Que lo digas, maldita sea!
Me aproximo hasta el borde de la reja y aferro mis las manos a los barrotes tan repentinamente que parece que quiero arrancarlos de sus goznes.
Y lo digo. Que Ara tenga misericordia de mí, porque no lo pienso más y simplemente lo digo.
—La sola imagen de ti sin vida, y la idea de ser la culpable de ello, es capaz de tumbarme de rodillas. ¿Querías ser mi pesadilla? Lo serás, porque esa posibilidad me perseguirá a todos mis sueños.
Suelto los barrotes y dejo de contener el aliento, como si hubiera corrido un maratón.
Él me mira tan consternado, como si me hubiera salido otra cabeza.
—¿Por qué lo hiciste, Freya?
«Porque sabía que no morirías, pero necesitaba que tú creyeras que era capaz».
Pero no digo eso. Digo algo todavía peor para mí.
—Porque yo quería escuchar esas palabras, Nukey —respondo—. Pero solo lo supe en el instante en que las oí y tembló mi mundo.
Él frunce el ceño, pero no se queda tumbado. Por primera vez desde mi visita, se levanta y se planta frente a mí; solo la reja nos separa.
—¿Qué palabras?
Niego con la cabeza, y entonces sus manos se aferran a los mismos barrotes a los que yo estoy asida. Solo centímetros separan mis dedos de sus manos.
—¿Qué palabras, Freya? —insiste.
Y ya no puedo más. No mentía al decir que no quiero que quede nada sin decir, incluso si decirlo no sirve de nada.
—Tu renuncia.
Entonces bufa. Una especie de risa agresiva sale de él mientras suelta los barrotes y me da la espalda, las manos en el rostro mientras emite sonidos de frustración.
—Eres una maldita, Freya —gruñe a través de sus manos.
—Tú preguntaste.
Entonces voltea, tomando una respiración que pretende calmarlo, pero solo me asusta.
—¿Por qué?
Me encojo de hombros, pero más vale lo hubiera escupido, porque reacciona como si eso hubiera hecho.
—¡¿Por qué?! —demanda, sacándome un respingo. Pero no me suelto a la reja, y sus manos vuelven luego de su arrebato; sostienen los barrotes como si quisiera arrancarlos y luego usarlos contra mí.
—Yo...
—Si me querías muerto no me interesa, pero esperaste hasta nuestro beso para apuñalarme a traición. Y yo... Estaba dispuesto a renunciar a todo por ti, Freya. ¿Por qué lo hiciste?
—No —lo corto con ira, mis ojos ardiendo conmigo—. Yo quería escuchar esas palabras, pero quería que renunciaras por mí, no porque descubriste que estoy embarazada.
—¿Qué?
—Lo que escuchas. De pronto tuviste el valor para luchar por mí cuando te confirmé mi embarazo, antes ni siquiera lo consideraste.
—Maldición, Freya. —Sus dedos se blanquean en los barrotes y las venas brotan en sus brazos a la vez que de él empieza a manar ese brillo de la radiación—. Empiezo a creer que voy a odiarte toda mi vida. Freya Cygnus.
—¿Empiezas a creerlo?
—Escúchame bien. —Doy un respingo al sorprenderme el peso de su mano sobre la mía, pero pronto el calor que me arropa dispersa el miedo inicial por algo más… satisfactorio—. No estaba dispuesto a renunciar por tu embarazo, ya sabía que tarde o temprano lo confirmarías. Iba a dejar que el mundo ardiera porque, por primera vez, hablaste al respecto incluyéndome como el padre.
Mi corazón se detiene, pero él ni siquiera ha terminado de hablar.
—Fuiste muy clara desde el comienzo en que yo no sería parte de este embarazo. Sería tú hijo y solo tuyo, y yo respeté eso, más allá de las bromas. Cuando dijiste que era mi hijo... Creí que tú también estabas dispuesta a renunciar, o a luchar al menos. Y si no estábamos del mismo lado, yo habría construido uno solo para estar junto a ti y nuestro hijo.
Ahí está de nuevo ese nudo en mi garganta, y solo empeora cuando siento el roce de sus dedos alcanzar mi mejilla.
—Yo...
—No digas nada, sé por qué lo hiciste. Sé todo lo que tengo que saber excepto una cosa.
—¿Qué cosa?
—Esa pregunta no irá dirigida a ti.
Muerdo mi labio al sentir su mano alejarse de mi rostro.
—Si sabes por qué lo hice, ¿a qué vienen tantas preguntas?
—Solo quería saber si deseabas mi muerte, lo demás tiene solución.
Mi entrecejo se junta tanto que siento que dejará arrugas.
—Ahora, abre la reja y háblame como a un igual. No he tenido oportunidad de bañarme para ti, pero un animal no soy, así que no me trates como tal.
—¿De qué estás hablando?
Su mano aferra más fuerte la mía, y por un instante vuelvo al pánico.
—¿Me harás registrar tu cuerpo para encontrar la llave?
—Solo... querías la llave.
—La traidora aquí eres tú, Freya, yo fui honesto al decir que Israem me liberará. Sin embargo, mientras lo espero, detesto tenerte al frente con esta reja entre nosotros.
—Pero...
—De querer lastimarte, ya estarías muerta.
Trago en seco y, aunque con cierta aprensión en el estómago, saco la llave de mi escote y abro la maldita reja.
Él ni siquiera mueve un pie, solo su brazo, en un gesto como si me invitara a entrar.
Entro con pasos cautelosos. No importa lo que él haya dicho, mi estómago no olvida el miedo que tenemos, y mi mente no olvida el daño que le hemos hecho. ¿Cómo hacerlo? Cuando la venda que cubre mi crimen está entre nosotros, tan llena de su sangre.
Me acerco sin entender qué pretende, y no lo detengo en tanto sus manos toman mi cintura.
Cierro los ojos, temerosa.
¿Es esto temor?
Porque lo que siento es que mi corazón está por abandonar mi pecho.
Entonces, sin ni una palabra de por medio, siento cómo sus brazos me estrechan, y que Ara me libre de intentar alejarlo.
Lo he apuñalado a mitad de un beso. Lo vi asesinar a los esclavos que yo protegía. Ha sucedido y sigue sucediendo muchísimo más que solo eso, y aún así siento que la fuerza de su cuerpo es el único lugar donde ahora puedo descansar.
Así que también lo rodeo con los míos, y apoyo mi rostro en su pecho.
Escucho cómo sisea ligeramente por la presión.
—¿Duele? —pregunto con nerviosismo, tensa.
—No lo suficiente —dice estrechándome más contra él.
¿Cómo hemos llegado a esto? ¿En qué momento pasé de querer matarlo a sentirme tan bien en sus brazos?
Siento sus dedos en mi mentón y no me resisto en tanto levanta mi rostro.
Se queda mirando mis labios...
Es un error que lo considere, es un terrible, y muy irresistible error.
Sus manos se deslizan por mi rostro en una caricia, alcanzando parte de mi cabello con la que juguetean.
Se acerca...
Sus labios dejan una caricia en mi mejilla, leve, pero incendia cada terminación nerviosa en mi cuerpo, como si lo trajera de vuelta de la muerte; viajan al otro lado de mi rostro, rozando intencionalmente mis labios, antes de dejar un beso en la otra mejilla.
Nukey se detiene un momento a mirar mis ojos...
Y entonces se acerca más, su nariz rozando mi boca, entreabriéndola antes de acariciarla con la suya. Sus dientes se aferran a mi labio inferior, y un torbellino de sensaciones baja desde ese punto por todo mi cuerpo, haciendo que contenga por completo la respiración.
Su lengua se asoma trazando el borde de mi boca, y en tanto creo que voy a sucumbir a él...
—Un momento. Yo también deseo esto, pero...
—Pero —me detiene él—. Siempre hemos puesto los «pero» antes del beso. ¿Y si esta vez dejemos los «pero» para después que ocurra?
Trago en seco, pero asiento. Prefiero pensar luego.
Entonces él sonríe, y eso solo confirma que estoy loca por esa sonrisa.
—Gracias por aclarar que lo deseas, por cierto. Yo también, Freya, deseos esto incluso más que antes de haberte besado.
Mis labios se abren para recibir los suyos, y dejo que me posea con esa delicia que solo sus besos conjuran.
El fuego es inmediato, pero no porque él esté siendo pasional. Me besa con devoción y entrega a mi boca, sus manos aferrando mi rostro como si fuera su único anclaje a la realidad, lo único que lo detiene de dejar salir el monstruo que tiene por dentro.
Su lengua se abre paso por mi boca y yo la recibo con tanto gusto que mis pies me alzan en puntillas para tener más de él. Me aferro a su cabello, consumo sus labios como si esta fuera mi última oportunidad para ello, y así lo siento.
Quiero más que esto. Deseo muchísimo más que un beso furtivo en una celda de máxima seguridad. Lo quiero todo.
Pero es él quien nos detiene, su aliento agitado chocando con el mío antes de que vuelva a besarme, esta vez más breve y más firme a la hora de apartarme.
Su frente descansa en la mía mientras me acostumbro al hecho de que no solo nos acabamos de besar, sino que ya hemos dejado de hacerlo.
Me separa ligeramente, sus manos aferradas a mi rostro.
Sus ojos... Esa no es una mirada tierna.
—¿Cómo puedes compararme con él, Freya?
Esa pregunta me sorprende.
—Yo no...
—Lo has hecho y lo sabes. Para Israem tú solo eres la portadora de su hijo, pero para mí ese niño tiene valor porque es tuyo, y haría lo que sea por él si tú de pronto decidieras que quieres tenerlo conmigo.
Mis labios se abren para responder, pero ninguna palabra sale de ellos.
—¿No entiendes eso? No somos iguales.
—Lo sé.
—Y aún así... —Él exhala. Sostiene mi rostro con mucha más fuerza y luego lo suelta, volviendo a estrecharme entre sus brazos—. No entiendo lo que me estás haciendo.
—No estoy haciendo nada —digo abrazándolo de vuelta—. Pero, si te hace sentir mejor, debes saber que yo tampoco entiendo lo que me pasa.
—No me hace sentir mejor.
—Pero ya no puedes decir que no lo intenté.
Se ríe. Es hermoso sentir la vibración de esa risa correr por mi cuerpo.
—¿Te puedo hacer una pregunta, Freya?
—Si me dejas hacerte al menos diez a ti.
—Siempre has podido hacer mil, si así te place.
Sonrío contra su cuerpo. Llámenme ilusa, pero sé que no miente.
—Siempre has dejado claro que no amas a Israem, pero, ¿hay alguien en tu corazón?
Esa pregunta es como un bate impactando contra mi pecho. Estoy por sucumbir nuevamente al pánico.
—Hay muchas personas en mi corazón, es lo que sucede cuando, de hecho, se tiene un corazón.
—Bien sabes que tengo uno, pues le apuntaste directamente cuando me apuñalaste.
Alzo mi rostro con mis ojos entornados hacia él.
—Eres experto en arruinar los ápices de tranquilidad entre nosotros.
—Tal vez, si no estuviera en esta celda, podría pensar en algo más romántico para decirte.
—Tal vez, si no temiera que Israem vuelva a mitad de la noche, te invitaría a mi alcoba. A ver si ahí te surge el romanticismo.
—Lo que temes no es al imbécil ese, quien te preocupa es tu hermana.
—También.
—Pero no me cambies de tema —Me acusa, y antes de que pueda replicar su mano se aferra a mi mentón y sus labios lentamente conjuran silencio en los míos en un beso efímero, pero que dura una eternidad dentro de mí—. Responde, Freya. ¿Hay alguien más en tu corazón?
—¿«Más» además de quién?
—Sabes de lo que hablo, alguien «más» dado que Israem no ocupa ese lugar.
—Es cierto, Israem no lo ocupa.
—¿Y? —insiste arqueando una ceja con una leve inclinación de la comisura de su boca.
—Sí, está habitado.
—¿Por quién? —pregunta frunciendo el ceño.
—No te incumbe.
—Me incumbe completamente saber a quién he de asesinar a continuación.
Lo turbio es que lo diga con total seriedad.
—Nukey —lo regaño.
—¿Entonces estás siendo honesta? —indaga—. ¿No tengo oportunidad?
Muerdo mi boca mientras le sostengo la mirada. No es posible que sea tan ingenuo.
A menos que... A menos que en serio no se crea merecedor de ese puesto que ocupa en mi pecho.
—¿Para qué quieres una oportunidad, exactamente? Estoy casada.
—No me importa.
—Y no renunciaré a mi puesto como monarca por irme a cultivar flores en el exilio —aclaro, aunque ese detalle no es del todo cierto. Lo único que valoro de esta corona es la protección que ofrece a mis hermanas.
—Tienes un pero para todo —se queja.
—Discúlpame por pensar.
—No quiero una oportunidad para nada, Freya, solo quiero que digas que no estoy imaginando cosas.
—No puedo saber si imaginas...
Sus manos casi golpean mi rostro cuando vuelve a sostenerme.
—Te aborrezco por momentos.
—Lo... —Trago grueso—. Lo imagino.
—Sé que me deseas, Freya, eso no está en discusión.
—Lo-lo... Sí. Lo sé.
—Y sabes que te deseo, porque me agoto de tanto repetirlo.
Asiento, sintiendo que quiero interrumpirlo para aferrarme a su boca.
—Lo que tal vez no sabes es lo obsesivos que son mis pensamientos con respecto a ti.
—¿Ah... sí?
No me siento en lo absoluto asustada por ello.
—Tanto, Freya, que empiezo a cuestionar si lo que siento es realmente una obsesión.
—Tal vez sirva si... —Sostengo una de sus manos en mi rostro y la arrastro hasta mi boca para besarla—. Tal vez ayude si compartes esos pensamientos conmigo.
—Si hay una constante en mi cabeza esa solo eres tú, Freya. Tú y las mariposas en tus vestidos. Tú y el baile que tuvimos en tu habitación, en la cubierta del barco, en mis sueños una y mil veces... Tú, y las marcas de mis dedos en tu cuello. Tú y tus bofetadas. Tú y las veces que me golpeaste, escupiste y besaste... No hay un instante en que cierre los ojos y no te vea a ti, desnuda entre mis piernas en la cascada, rodeada por nenúfares. Pienso en tus respuestas ingeniosas, y en el anillo que te hiciste con mi máscara. Freya... acabas de darme una puñalada y en todo lo que puedo pensar es en que debería odiarte, pero no hago más que imaginar si nuestro hijo va a parecerse a ti... o a mí.
Eso es demasiado. Esas son las palabras que pueden quebrar mi fortaleza desde los simientos, y no tengo idea de en qué momento he empezado a ser tan débil ante él pero no puedo engañarme. Lo deseo, lo aprecio, lo admiro y estoy tan enamorada de él que corro el riesgo de tomar decisiones estúpidas impulsada por esos sentimientos.
No «corro el riesgo», ya estoy siendo estúpida al estar aquí, tan pegada a él, con la celda abierta en el mismo castillo en el que vivo con mi esposo.
¿Y si...? ¿Y si le digo lo que siento?
¿Podríamos intentarlo? ¿Sería posible que juntos encontremos una posibilidad de futuro que no acabe en tragedia?
Escucho la puerta de la celda, así que rápidamente me despego de Nukey sin poder decir nada más que:
—¿Luego?
Él asiente, y lo tomo como una promesa.
Me separo de él, no sin antes besar su mano una vez más, pero sé que no puedo ser tan osada como para cerrar la reja y pretender que nadie lo noté. Lo oirán, y pareceré culpable, así que me limito a mantener la distancia.
Ya se me ocurrirá una excusa.
Es mi embajador. Como siempre, se finge ciego a las irregularidades. No opina, no reacciona.
—Majestad, al prisionero le espera otra visita. ¿Lo hago pasar o le digo que espere hasta que usted salga?
—¿Quién es esa visita, lord Albir?
—El alto lord de Polaris.
Ah.
Miro a Nukey como si en realidad mirara al enmascarado. Porque existe, y no podemos fingir que no. Y ese enmascarado el principal opositor a lo que yo siento por Nukey. El motivo por el que no podría dejarme llevar.
—Que espere a que salga —le digo a mi embajador.
—Sí, majestad.
Cuando nos deja solo, cierro la reja de Nukey y le digo:
—Te dejaré a solas con tu amante.
Nota: Díganme qué piensan de Nukey, qué piensan de la conversación, qué piensan del pasado de ese hombre y del presente de ellos dos juntos. Y, más importante, ¿qué creen que pasará en la corte y con Israem después de todo lo que ha pasado?
Dejaré de meta 2k de comentarios para subir el que sigue.
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