58: El relámpago y la mariposa translúcida
El dulzor se desprende de las rosas en cada pisada, viajando con la neblina para alojarse en mis pulmones. Mis pies descalzos trituran la flor, mientras sus espinas lo hacen con mi piel, mezclando mi sangre con el néctar que desprenden. Mis pasos forman un mar, una alfombra perpetuamente roja, como un corazón que sangra hacia el monumento de las espadas.
Sigo mi camino con el norte en ese monumento, mientras la frialdad de la noche eriza mi cuerpo desnudo bajo la ropa de cama.
Esta mañana, lady Isobel y sus doncellas me han atiborrado de medicamentos en todas las presentaciones. Además, eso de comer dulces y alimentos conforme se me antoje murió con el banquete de anoche. Ahora toda mi comida es medida en porciones, probada con varios minutos de antelación y luego distribuida según las necesidades de mi cuerpo cada ciertas horas del día.
Al amanecer, diez ramos de rosas blancas fueron dejados en el lugar en el que me quedo con mis hermanas.
Ni siquiera me detuve a pensar en el motivo o remitente de las flores, pero Gamma de inmediato acotó lo tierno que era el rey por obsequiarme un ramo por cada día que estuve «fuera de sus brazos».
Eran flores preciosas, como suelen ser las que regala Israem. Sin embargo, cambiaría cada una de las flores que conforman dichos ramos por acciones humanas y sensibles de su parte: respeto, comunicación, amabilidad y un espacio en su corazón en el que no tenga que abrirme paso a empujones ni sentirme como una intrusa. Mi intención ni siquiera es quedarme en él, solo sentir que no estorbo.
Ni eso me permitió, y ahora me regala rosas.
«¿Hasta cuándo rosas, Israem? No me obligues a odiarlas».
Necesitaba estar a solas con mi mente. Le temo a mis pensamientos. Le temo a abrirme a la introspección y luego no poder cerrar la puerta a aquellos sentimientos que tanto me costó sepultar. Pero esa vulnerabilidad es a la vez mi mayor bandera de fuerza. Porque solo se puede ser valiente cuando se tiembla de miedo.
Eso hago aquí, escoltada por mi embajador a medias, vestida con una túnica que pretendía disimular mi identidad. Le ordené que me dejara sola a estas alturas, y dejé la túnica lejos para sentir la noche en mi piel.
Debo ser honesta conmigo misma. Hoy ni siquiera les temo a los recuerdos traumáticos; me preocupan más aquellos que son un deleite y, por ende, me esfuerzo en mantenerlos lejos de mi cabeza.
Manos en mi cintura, labios en mi cuello, y todos sus nombres en mi boca; imágenes llegan a mí en oleadas, y considero naufragar en ellas sin temor a ahogarme. Cierro los ojos, y relámpagos de ese día destellan tras mis párpados. Puedo sentirme allí, bajo la cascada de nenúfares. Puedo sentir el roce nocivo de su piel. Puedo escuchar su aliento, detonando en un jadeo que hace catarsis en mi sistema nervioso.
No esperaba que, después de haberme negado tanto a sus cínicos avances, acabaría extrañando la imprudencia que pactamos en complicidad, disfrazándola de supervivencia.
Tal vez él no. Él siempre se mostró dispuesto a hacer de mi cuerpo su templo de una noche. Pero eso es lo habitual, ¿o no? Extraño habría sido lo contrario. En cambio, yo... Yo tuve que engañarme un poco, aunque mi cuerpo no supo mantenerse en su teatro.
Les he mentido a mis hermanas al decirles que lo que me sucede con Nukey es solo que «tengo ojos». Tengo mucho más que eso cuando se trata de Nukey. Tengo curiosidad, tengo hambre, tengo deseos, tengo una hiperactividad inmensa que me hace querer discutir con él toda una noche seguida.
Muerdo mi labio con el recuerdo de nuestra última conversación bajo la cascada. No importa lo que me ha pedido, ni lo firme que fue luego de eso al negarse a mostrarse accesible conmigo. Esa conversación me dejó una sensación agradable, bonita. Tengo derecho a disfrutar de todo lo bonito que llegue a mi vida, por efímero que sea.
Un ruido me sobresalta. Un aleteo detrás de la cornisa del cenador.
—¿Eva...?
Las mariposas salen de la estructura, camufladas tras las enredaderas. Las alas tienen una transparencia que no les había visto antes; asumo que es para poder adaptarse al color del fondo sin ser vistas.
Se mueven como una fuerza uniforme, decenas de ellas, hasta tornarse en una espiral que va deshaciéndose en escarcha cósmica. Esas virutas de luz, más resplandecientes que las luciérnagas dormitantes del firmamento, acaban por amoldarse a la morfología de mi Eva cósmica.
Hasta que aparece plenamente solidificada delante de mí, su cabello como hebras de la energía de un rayo azul, y su cuerpo un recipiente para una nebulosa inigualable.
—Casi me haces vomitar el corazón —la exhorto cuidando de no alzar la voz.
—¿Yo? ¿O las perversidades que estabas imaginando?
—¡¿Qué?! Juro por Ara que no imaginaba nada.
Y no miento, no lo hacía: recordaba. Yo también puedo elegir mis verdades, aunque de poco sirva ante un poder que se alimenta del eco de mis emociones. Ha notado mi exaltación, pero no por ello debo perfeccionar sus teorías al respecto.
—Ara debe estar revolcándose por tu culpa, dondequiera que se encuentre.
—Seguro ya se andaba revolcando, y dudo que por mi culpa.
—¿Qué te hizo el pobre creador de las constelaciones para que andes tan despectiva con su existencia estos días?
—¿A mí? Nada, pero a sus hijos... —Mi ceja se alza como una insinuación de lo que pienso—. Te sabrías mejor el chisme si te hubieras dignado a aparecer cuando te necesité ese día.
Sigo mi camino dándole la espalda hasta que llego al único tramo en el suelo que no está tapizado de rosas. El círculo de piedra, donde las dagas, cuchillos y espadas, las hojas que dan nombre al suicidio colectivo de hace un siglo, se exponen como reliquia cultural.
Voy hasta aquella en la punta de la estrella y me inclino para tocarla.
Ni siquiera es una referencia a la forma real de Siderófaga, aquella hoja con la que Isidora tomó la vida del falso Ara. Entonces, ¿qué hago aquí? ¿Qué se supone que debo sacar en claro de esto, si ni siquiera cuenta como una réplica?
No debo pensar así, debo sopesar todo indicio, por insignificante que parezca.
Esta hoja está en forma de daga, y es similar en forma y mango a la versión que fue pintada en el tapiz. Y digo similar, porque solo la diferencia el refulgir dorado que se muestra en la pintura. Dejando ese detalle de lado, desde la curva de la hoja, el largo a escala y los detalles de la empuñadura son totalmente idénticos.
Paso mi dedo por las espinas que han crecido alrededor de la empuñadura, la neblina arropándome con esa sensación fúnebre que usa para decorar el jardín.
—¿Dónde estabas, por cierto? —le pregunto a Eva—. Te llamé, al menos siento que lo hice. ¿Sentiste ese llamado?
—No sentí ninguna urgencia. —Oigo su voz a mi espalda, confirmándome que lo que sentía era su presencia—. Tal vez no estabas en peligro, o tal vez... yo estaba demasiado lejos.
Alzo la mirada al verla moverse. Me alcanza y se agacha cerca de la imitación de Siderófaga, sus dedos de poder solidificado raspando el óxido de la daga.
—¿Por qué ahora eres azul?
Ella sonríe con toda la amplitud de su boca, un gesto que más aterra de lo que enternece. Hasta parece que no esperaba que yo notase el cambio.
—A Mizar le resultaba ofensivo que me presentara con la apariencia de Eva, así que, como no puedo cambiar el físico de la humana a mi antojo, prescindí de su apariencia y decidí mostrarme como un cosmo. La versión «sólida» de mi esencia, al menos.
—¿Puedes decidir esas cosas?
—Parece que sí, luego de que me descubrieras —dice formando comillas con sus dedos— esa limitación desapareció.
—¿La limitación de mostrarte solo con el cuerpo humano de Eva?
—Exacto.
En mi estómago empiezan a alborotarse unos insectos imaginarios. Debe de haber alguna explicación para lo que le está sucediendo a Eva. Aunque tengo la impresión de que la respuesta está a mi alcance, no logro reconocer el velo que debo rasgar para desnudar la verdad.
—¿Y sí puedes cambiar tu morfología azul? —indago, sintiendo que mi cabeza empieza a doler por pretender darle más vueltas de las necesarias a detalles que están más allá de mi comprensión.
—Mi ropa, no mis rasgos.
—Las reglas cósmicas son, cuanto mínimo, extrañas.
—No te haces una idea todavía.
La miro de pie a cabeza. ¿En serio puede escoger qué ropa ponerse?
—Eva. ¿Tú escogiste vestir eso?
—¿Qué tiene mi vestuario?
—Nada malo, solo que tiene más tul que mi cama, y tu sombrero es más alto que yo.
—¿Y...?
—Es una moda del milenio pasado, Eva.
—En edad cósmica, el milenio pasado es tendencia.
No quiero arruinarle su ilusión, así que cambio a la pregunta que de verdad importa.
—Un momento, ¿por qué te importa lo que le sea ofensivo a Mizar?
—Porque es un rey.
Lo dice como si estuviera señalando que el cielo es verde.
—No es un rey —aclaro—, solo el regente de una población menor, ni siquiera de toda su especie.
—No digas eso frente a él.
—Espero ni siquiera volver a cruzármelo. Pero no me esquives la pregunta. ¿Por qué? Por muy rey que sea, no es tu rey. ¡Eres parte de una estrella, Eva!
—Sí, sí, pero quería conocer su castillo.
—¿Y te llevó?
—Solo después de que le hiciera un ensayo oral sobre insectos cósmicos. Es... —Ella junta sus dedos y juguetea con ellos para aparentar inocencia—. Es posible que le hiciera creer que soy una especie muy extraña de mariposa. Es un gatito muy curioso. Después de descubrir que no podía comerme, empezó a hacer muchas preguntas sobre mí.
—Es un gripher, hay una gran diferencia de tamaño en lo que a gatitos respecta. Además, Eva... ¿Le mentiste a «un rey» para conocer su castillo?
—Era un castillo de cristal.
—Eso es malo. Los mentirosos no entran al reino de los cosmos.
—¿Por qué querría entrar allá si de ahí salí?
—Eva, bonita, no quiero romper tu emoción por tu fechoría, pero estoy segura de que Mizar Lucerys sabe que eres mi cosmo y no ningún insecto cósmico. Y sino, Nukey lo sabe, por consiguiente Mizar está por descubrirlo.
—No creo que se enoje. Soy una lasca de poder del universo tan pequeña que cuento como un insecto cósmico, técnicamente no mentí, solo adorné la verdad y la reubiqué.
—Israem, sal de ese cuerpo que no te pertenece.
—¿Ah? —Hace un gesto como si estuviera espantando mariposas—. No importa. Tengo todo bajo control. Él piensa que solo somos amigas porque tú también puedes verme. Es una mentira coherente, dado que si fuera tu cosmo, estaría dentro de ti, ¿no?
—¡Eva! No es ético mentir para convivir.
—Lo dice la mujer que va a darle al rey el hijo de su primo hermano bastardo.
—Eva, sé que eres nueva en esto de hablar con humanos, pero cuando lo que vas a decir es una verdad despiadada, generalmente, con esas cosas no se juega.
Para mi total extrañeza, ella, en lugar de secundar mi broma, adopta una inusual expresión de solemnidad.
—¿Eva?
—¿Cómo sabes que soy nueva hablando con humanos?
—Ahora lo sé, supongo. Solo lo había dicho para agregarle algo de sustento a la broma. ¿Qué tienes?
—Es que... —Hace una pausa como para pensar—. Siento que estoy volviendo.
—¿Volviendo? ¿Volviendo a dónde? Espera... —Un malestar se instala en mi estómago junto a la idea que se me planta—. Eva, ¿dices que estás volviendo a ser una vocecita atrapada dentro de mí, o regresando al reino cósmico, ahora que le he devuelto el broche a Lyra?
Ella agita la cabeza, pero no aclara nada más.
Está cabizbaja, sus hombros igualmente decaídos mientras sus dedos juguetean con las piedrecillas del monumento.
—Solo volviendo. Y aunque no entiendo del todo a qué me refiero, no te asustes. Estoy todo lo contrario a alejándome de ti. Creo que estamos más vinculadas que nunca.
—Eso es bueno, ¿no?
Ella alza sus ojos, hechos como de fuego azul, para mirarme.
—Tiendes a desconfiar incluso de las cosas buenas que pasan en tu vida. Así, jamás reconocerás los momentos en que fuiste feliz.
—¿Y si me ayudas? —Le pido desplazando mi mano para tomar la suya—. Ayúdame. Cuando creas que mi desconfianza es injustificada, dame una descarga o algo.
Ella se ríe por lo bajo, y ese mero acto crea una especie de carga que escucho en el aire como el zumbido de un enjambre de insectos.
—No sé si tenga tanto discernimiento como crees. ¿Pero sabes qué sí sé? Lo grandiosa que eres. No lo sabía del todo antes, pero ahora sí. Me agradas.
—¿Cómo no sabrías antes si te agrado, Eva? —pregunto riéndome.
—Cuando me alejé... sentí cómo iba tomando conciencia de mí misma a medida que me iba olvidando de ti. Y aunque fue doloroso, y aterrador una vez caí en cuenta de que podía haberte perdido para siempre si tan solo me hubiera alejado un poco más, también fue... Empiezo a recordar lo que hago aquí, Freya.
—Dímelo, por favor —pido emocionada—. Jamás he escuchado de un cosmo que recuerde por qué eligió a su humano, o de alguno que al menos sea consciente de haber hecho una elección. Siempre creí que los enviaban.
—Tal vez sea así. De hecho, tengo la impresión de que es así en la mayoría de los casos.
»Pero yo te elegí. Entre miles de millones de humanos posibles, te vi a ti y quise estar de tu lado. Confié tanto en ti como para destinar mi consciencia a ser tu alma, mi poder consagrado a tu voluntad. No solo no dudé, sino que luché por ti.
La sonrisa que me dibujan sus palabras viene acompañada de lágrimas que nublan mi visión, pero que no detesto. Ser elegida por un ser tan inigualable como Eva es el mayor logro que puedo presumir en mi vida.
—Una parte de Cygnus te quería. —Sigue hablando, pero lo hace con una expresión extraña, como si a medida que las palabras brotan de ella la certeza se instalara, como si descubriera todo a medida que me lo cuenta, o como si el resto estuviera velado por sombras a las que no tiene acceso—. Al ser tu apellido por herencia, toda estrella de Cygnus tiene por derecho la primacía de conocerte y considerarte. Y te querían, varias de ellas. En sus cálculos estará el porqué, que yo desconozco.
»Pero yo me impuse, peleé por ti. ¿Y sabes por qué?
—No tengo idea.
—Porque te vi.
—¿Cómo...? ¿No escogen al momento del nacimiento?
—Para nosotros las estadísticas no son tan numéricas como lo son para ustedes. Tenemos mucho más alcance, mucha más claridad. Nuestra mente vuela, divaga incluso, hasta que se forma toda una imagen mental del futuro que puede o no coincidir con lo que ven otras estrellas. A veces nuestras conclusiones se contradicen, otras veces se complementan. Contigo, mientras yo realizaba mis cálculos sobre tu nacimiento, sobre tu esencia, mientras hacía mis estadísticas sobre tu futuro, de momento todo empezó a fluir tan claramente que te vi...
»Estabas bailando con unos diminutos patines blancos, rodeada de mariposas azules con una sonrisa de júbilo. Te vi, como una princesa honrada, correcta y ridículamente hábil para terminar un libro al día y comentar sobre él por muchas más horas de las que invertiste en leerlo. Inteligente, amable y discretamente disparatada. Te vi ser una buena hija y una mucho mejor hermana. Y me di cuenta de que tenías la fuerza más atractiva de todas las que había a tu alrededor: la de, al estar en un mundo lleno de malas intenciones, escoger la amabilidad sobre la espada; la de rodearte de corrupción y, aún así, cada día hacer lo que es correcto. Incluso cuando la obediencia a veces pese sobre ti, tú sigues escogiendo ese camino, porque es mejor opción que el caos.
Ya estoy llorando, y ni siquiera sé por qué parte de todo lo que dijo. Al menos esta vez, no estoy llorando de tristeza. Este llanto es el otro abrazo del que carecía en mi vida: el que debo darme yo misma, al aceptarme.
—Supe cuánto sufrirías por tu obediencia, por tus códigos, pero no vi a Sargas o a... Israem. —Algo cambia en su narración con la mención de esos personajes, y desvía su vista al cielo. Me hace sentir que hay una parte que no me quiere decir, pero eso no tiene sentido—. No vi nada de lo que torcería tu vida convirtiéndola en un relato de terror. Pero te vi a ti, y quise acompañarte, aunque esa opción fuese menos épica que irme con los soldados que nacieron ese día.
»Te vi, Freya. Y te sigo viendo. No eres débil, no eres inútil. Solo tienes una fuerza distinta, y debes aprender a abrazarla.
—Eva...
—Ssshh. Alguien viene.
Entonces vuelve a disolverse en pequeñas mariposas que se alejan volando de mí.
Todavía hay cosas que quería preguntar y pedirle a Eva, pero confío en su criterio. Ella sabrá por qué no pudo quedarse a mi lado.
Pasa un rato hasta que siento los pasos detrás de mí. Son muy metódicos, pisadas que hacen honor al rey del silencio.
Comprendo por qué Eva tuvo que irse.
Me levanto, como si pretendiera irme ya del monumento, en el monumento justo para sentir cómo sus manos me ponen de vuelta mi túnica.
—Mi señor —saludo sin darme la vuelta.
Él avanza hasta quedar a mi lado, pero no me mira. Sus ojos están en el cielo nocturno que nos baña con su tono verdoso, reflejándose sobre las nubes bajas que nos envuelven como humo.
—¿Estás aquí por mí?
Su voz sigue sorprendiéndome. No olvido los días que pasé aquí sin oírle decir ni una palabra.
—No tenía idea de que iba a encontrarlo aquí, majestad.
—No, no me expresé bien... —Me mira—. Los pensamientos que te desvelan tanto como para traerte a este lugar, ¿están relacionados conmigo? ¿Con el trato que te he dado?
Mis cejas escalan por mi frente sin que pueda evitarlo.
—¿Es consciente del trato que me ha dado?
—Demasiado, estos últimos días —reconoce y baja la cabeza a las hojas del monumento—. No todo era tan fácil de... interpretar, pero otras personas se encargaron de hacerme ver en todo lo que he fallado.
¿Por qué me dice todo esto? ¿Por qué a estas alturas?
—Dicen que no te pida disculpas —agrega, para mi sorpresa—. Pero, si realmente tu corazón está tan herido como me hicieron ver, supongo que tienen razón...
Sus pies se mueven para modificar su posición, poniéndolo a él delante de mí.
—No te pido disculpas, Freya. Te pido que me perdones por el desprecio. Nunca tuve intención de hacerte sentir así.
—Si hubiera tenido intención, me mata.
No debí decir eso en voz alta.
A él no parece ofenderle, aunque tampoco lo toma a broma.
—Freya, eres una persona muy bonita. De hecho, eres mucho más que bonita y creo que lo sabes. Nunca te dejaste acomplejar por mis... actitudes. Cuando dimos nuestro primer paseo, en un jardín distinto a este, antes de la boda, me dijiste «yo también estaría furioso si no pudiera besarme».
No puedo evitar reírme con esa imagen mental. Puede que me haya pasado esa vez.
—No estaba acostumbrado a mujeres tan conscientes de sus atributos.
—O tal vez sí, pero dichas mujeres prefirieron jugar a la carta del menosprecio para darle a usted el poder de los halagos. Es una clásica manipulación del ego masculino.
Eso lo envara, aunque pretenda disimularlo. Él jamás lo había considerado, al parecer.
—¿Tú no... buscabas manipularme?
—No, ¿para qué? Solo anhelaba que pudiéramos llevarnos bien.
—Lo lamento, Freya.
Eso ya lo dijo. No tengo nada qué agregar.
—En ese caso, supongo que no hace falta que yo te aclare que siempre me pareciste tan hermosa como eres. No creas que era ciego, aunque habría preferido serlo. Te deseé desde el instante en que te vi llegar a esa primera reunión, con tu vestido color ladrillo y tu cabello despeinado por el vuelo. Pero desearte fue el peor peligro. Debí... Debí escoger a la Cygnus que me gustara menos, pero tú... Te vi y te quise.
Es muy extraño todo esto. Desde escucharlo decir tantas palabras seguidas, hasta que esas palabras sean «estas».
—Dices que te habría matado si «hubiera tenido intención». Si hubiera sido indiferente al daño que podrías sufrir, te habría besado esa primera vez. Te habría... desvestido esa primera noche.
—¡Majestad! —digo conteniendo la risa.
—Querías transparencia.
—No tanta como para que me quite la ropa en la conversación de bienvenida.
Por su cara, supongo que no ha entendido el chiste, así que se lo aclaro:
—No estoy ofendida, solo bromeaba. Puede proseguir.
—Te explico estas cosas para que entiendas. Cuando evitaba besarte, o me escapa de tu lado, era por el deseo que tenía de ti. Un deseo que no debía existir. Freya...
Pone sus manos detrás de su espalda, y empieza a caminar de un modo que evoca la imagen de una persona nerviosa.
—Dígame —insisto.
—Yo...
Ni siquiera hace contacto visual.
—Soy consciente de que fue malo.
¿Se refiere a ahorcarme? Porque sí.
No puedo hacerle esa pregunta, así que le digo:
—¿Qué fue malo?
Entonces sí me mira, y ahí noto el matiz que me faltaba. No está nervioso, está avergonzado.
—Nuestra noche de bodas. Creí que no lo notarías porque no habías tenido experiencias previas, pero... Tú tenías razón. Fue «bueno», pero no es así como debe sentirse. Debe ser extraordinario.
Eso me deja por completo petrificada.
¿Israem está admitiendo la barbaridad de primera vez que me dio? Porque decir que fue «bueno» es un eufemismo.
Entonces hace algo que me deja todavía más conmocionada: se ríe.
Se ríe, y mientras esa risa se extiende sus manos van hasta mi cintura. Me sostiene, quedando tan cerca de mí que solo el cubrebocas impide el riesgo de un beso.
—Tenías razón cuando decías que debía durar más. Te aseguro que puedo ser mucho mejor que eso. Te aseguro que puedes disfrutarlo más. Debes entender que tenía miedo. En experiencias pasadas, las experiencias que no incluían besos pero sí un deseo de mi parte... las chicas siempre quedaban... medianamente calcinadas.
—Ah. —Ya me imagino la razón—. ¿Y las que sí incluían besos? ¿Qué pasó con esas mujeres?
Calla. Y ahí, mi interpretación es que no hubo «mujeres» besadas, solo una.
—Puedo hacerte sentir... —Sus manos se deslizan de mi cintura en ascenso, adentradas en la túnica, solo separadas de mi cuerpo por el camisón y sus guantes—. Puedo hacer que sientas mucho más de lo que jamás has sentido.
«Si supiera...».
—Me conformo con que me haga sentir segura, majestad.
—Ya no hará falta que me llames así.
Se arranca el cubrebocas, dejándolo en el suelo como si no considerara volver a necesitarlo.
Sus manos ingresan a la túnica hasta alcanzar mis hombros. Con delicadeza, se deslizan por mi brazo hasta aferrarse a una de mis manos, que sostiene con delicadeza.
Mi ceño se frunce, mi corazón trastabillea.
No creo que vaya a...
Las piernas de Israem se flexionan, su tamaño disminuyendo a la vez que su rodilla se hinca sobre la piedra del monumento.
Una de sus manos me suelta, yendo al interior de su capa, de donde saca...
No.
Un nuevo anillo se muestra ante mí. La forma y el acabado es idéntico al que ya llevo en mi mano, pero la piedra central es azul en lugar de amarilla.
—Freya, te pido aceptes este nuevo anillo de mi parte como muestra de mi compromiso a ser el esposo que te mereces. Quiero que seas mi reina, y este es el primer paso para demostrártelo.
Impulsivamente, empiezo a agitar la cabeza, lo que hace que él frunza el ceño.
—¿No, qué?
Que siga de rodillas es extraño. No acostumbro a verlo desde arriba.
—No me quite mi anillo, majestad.
—No te quedarás sin anillo, voy a cambiarlo por uno que no sea ofensivo para ti.
—Si sabía que era ofensivo no debió dármelo en primer lugar.
Su expresión es de sorpresa absoluta, sus dedos liberando mi mano.
—No quiero un nuevo anillo —aclaro—. Me he acostumbrado al que tengo. Tampoco quiero más rosas, me ha regalado tantas como para empezar mi propio jardín. No quiero que me diga que es consciente del daño que me ha hecho, quiero que actúe para enmendarlo.
—¿Y no es lo que estoy haciendo?
—Usted puede comprar mil anillos con solo chasquear los dedos. Para demostrar compromiso deme algo que le cueste realmente.
—¿Que me...? —Su rostro se echa hacia atrás, sus manos cayendo sobre sus piernas—. ¿Qué más quieres de mí?
—Que me confirme que me desea ni siquiera estaba en la lista.
—¿Entonces?
Me encojo de hombros y señalo todo lo que nos rodea.
—Tengo proyectos y ambiciones que no afectan a nadie. Apóyeme, en lugar de limitarme.
—¿Qué clase de apoyo necesitas? Ya te doy todas las comodidades que alguien podría aspirar. Ya me encargo yo de los asuntos complicados que generan estrés.
—¿Qué cambió?
Él echa la cabeza hacia atrás como si así pudiera verme mejor.
—¿Cómo dices?
—Antes de que me raptaran tenía una actitud por completo distinta hacia mí. ¿Qué cambió?
—Freya...
—Este es el nivel de transparencia que necesito. Vamos, dígame.
—Por favor, confórmate con saber que he terminado con todo lo que competía contra ti. Antes dije que no seguiría obligando a mi corazón a amarte. Tengo derecho a cambiar de opinión, ¿o no?
—¿Me está diciendo que va a seguir «obligándose» a quererme?
—Freya, por favor.
—¿Por favor, qué? —Cruzo mis brazos bajo mi pecho—. Responda, le hice una pregunta sencilla.
—No creo que haga falta obligarme. Los primeros pasos están resueltos. Sé que puedo amarte. Eventualmente. Por favor no me crucifiques por no sentirlo a primera vista.
—Dijo que terminó con mi competencia. ¿A qué se refiere?
—No cruces mis límites.
Bufo, inevitablemente.
—Como usted ordene. —Le hago una reverencia como broche a mis palabras.
—¡Freya!
—¡¿Qué?!
—Quiero que seas tú, ¿por qué no puedes entenderlo?
—Tal vez porque antes me dijo que estaba enamorado, y fácilmente quise creer que hablaba de mí. Tal vez porque todas las verdades que me ha dicho han sido, cuando mínimo, tergiversadas con el fin de engañarme. ¿Le sorprende en serio mi desconfianza?
—Pero eso acabó, Freya. Acabó. Nada se interpone en nuestro matrimonio, y por nuestro hijo tenemos la obligación de ser la familia que merece. Un matrimonio unido, un hogar de amor, no uno donde sus padres se insulten, golpeen y su único refugio sea una maldita bestia enjaulada.
Doy un repingo y contengo la respiración. No por lo mucho que ha alzado la voz, no por cómo se le ha quebrado como si quisiera llorar. Ni siquiera por cómo todo su rostro se ha pigmentado de un rojo preocupante. Sino por la sorpresa de escucharlo expresarse sobre su pasado delante de mí.
Se supone que yo no sé nada al respecto, así que me tomo un momento para medir cada una de mis posibles respuestas. No quiero trastabillear, no quiero que intuya que Nukey ya me ha contado algo.
—¿Está hablando... de una experiencia propia?
—Mi dinámica familiar no ha sido ideal.
—¿Quiere...? —Carraspeo—. ¿Quiere hablar de eso?
—Ven aquí, por favor.
Se deja caer en el suelo y sus brazos me extienden su invitación. Lentamente, como si caminara sobre arenas movedizas, voy avanzando hacia él hasta que me rodea y me siento sobre su regazo.
Lo abrazo, aunque cohibida. Supongo que lo necesita.
—Estoy defectuoso, Freya. Quiero ser mejor, intenté ser mejor para otras personas, pero... ella siempre me decía que la culpa era de mi padre. Por su ausencia, porque tomó decisiones cuestionables. No importa por qué soy como soy, solo que no puedo ser la causa de que mi hijo también crezca defectuoso.
En algo estamos de acuerdo, y es en que mi hijo no será una versión calcada de él.
—Majestad, ¿no creció en el castillo junto al viejo rey? ¿Por qué dice que fue un padre ausente?
—Crecí en el castillo pero no por eso con mi padre presente. Esto va a ser difícil de creer, pero las primeras visitas que recibí de mi padre fueron para tomar mi sangre. Eventualmente, incluso esas acabaron. Empezó a enviar sirvientes.
—¡¿Su sangre?!
Israem asiente, y por sorprendente que sea no hay un solo rastro de enojo en su rostro. Solo tristeza.
—Necesitaban mucha, así que al mismo tiempo me hacían una transfusión para que no muriera. No podían perder la fuente.
—No lo entiendo... ¿Por qué querrían la sangre de un niño?
—No de un niño. Desde mi nacimiento hasta mi muy avanzada edad siguió sucediendo. Cuando me visitaba, solo recuerdo que yo tenía... tantas preguntas. Pero no sabía expresarlas en palabras así que nunca se las pude comunicar. ¿Qué hice mal? ¿Qué me faltó? ¿Por qué no puedes amarme?
Mis manos pierden la tensión, mi cuerpo la aprensión que sentía mientras me abrazo más fuertemente a Israem. Haya hecho lo que haya hecho, este abrazo es para el niño que no merecía la desgracia que le hizo pasar su padre, y que se culpa a sí mismo por ella.
—No estuve ahí, pero estoy segura de que no le faltó absolutamente nada.
Él desvía el rostro y niega con la cabeza, rechazando lo que digo.
—Pero, majestad...
—Israem —me corrije llevando su rostro hacia el mío, y acariciándome con su nariz.
Le sonrío.
—Israem. ¿Por qué estaba su padre interesado en su sangre?
—En este mismo lugar, Elius te contó una historia que forma parte de la cultura de nuestro reino.
—La Noche de las hojas rojas.
Él asiente.
—Te contó de una doncella destinada a dar a luz el hijo del falso Ara. ¿Recuerdas esos detalles?
—Para mi desgracia o maldición, jamás olvido, Israem.
Él me sostiene la mirada, como si hubiera notado los matices de mi voz, pero termina por decidir continuar su relato.
—Te comento al respecto porque, aunque sé que ya lo intuías, esa doncella era mi madre. La pintan más rubia y con ojos azules porque en ese entonces esas eran sus características físicas, solo que se le prohibió seguir mostrándolas libremente... Por su seguridad. Matar a un dios no es un crimen del que puedas presumir abiertamente y quedar impune.
—Pero era un farsante, no un dios. ¿O me equivoco?
—Era... tan dios como puede denominarse a alguien que es hijo de uno... o un par de ellos.
Mi corazón se contrae, como si un puño cósmico lo presionara. ¿Israem al fin va a revelarme ese secreto? ¿Era el falso Ara uno de ellos?
—Necesito que se explique mejor.
—Ese hombre era el mismo tipo de ser que yo, y esa compatibilidad fue lo que terminó por condenarme. Su sangre era usada para bañar a la doncella, y gracias a esos baños, ella se mantenía joven, congelada en el tiempo. Cuando ocurrió la Noche de las hojas rojas, antes o después, no estoy al tanto, la doncella le reveló todos los secretos del hereje al rey. Así que, para cuando nací y mi padre se enteró de lo que era, aprovechó los conocimientos sobre mi especie. Y, aunque no me aceptaba como hijo, aunque me lanzó a morir nada más conocerme, sí se benefició de mi sangre para mantenerse longevo a él y a su nueva esposa: mi madre.
Siento náuseas nada más imaginarlos a ambos bañándose en la sangre de su hijo cautivo.
—Israem, tu madre sigue viéndose igual de joven. ¿Ella todavía...?
—No, ya no. Luego de que se descubriera la cura de la azir, pudo prescindir de mi sangre y usar el antídoto como inyecciones periódicas que sirven igualmente para mantenerla joven.
—¿Existe cura para la azir?
—No puedes decirle a absolutamente nadie, Freya. ¿De acuerdo? Es un recurso limitado y de un precio alto. Muy alto en moral.
—¿Puedo saber?
Israem mueve la cabeza de forma dubitativa.
—También tiene que ver con mi sangre, pero no en la cantidad en que se necesita para un baño. Con una simple muestra basta, porque lo que se busca es separar un compuesto al que llaman Hemato-X para poder formularlo y sacar la cura. Lo complicado es que ese compuesto solo aparece en mi sangre las primeras horas luego de haberme... alimentado.
Un frío me recorre todo el cuerpo.
—Alimentarse... ¿Cómo?
Él abre su boca para mí, sus colmillos una ilustración a lo que no necesita palabras.
Debe sacarle el alma a una persona para poder conseguir el compuesto con el que hacen la cura.
Trago en seco justo cuando su brazo se aferra alrededor de mi cuerpo, un nivel de posesividad que me inunda en nerviosismo. Se inclina hacia mí, como si quisiera besarme.
—¿Te doy miedo, Freya?
Niego lentamente, y él se aproxima más, buscando el beso...
La neblina que nos rodea se carga con una estática que me provoca un respingo. Esa reacción de mi cuerpo sucede al unísono que el viento sobre nosotros colisiona formando un relámpago ensordecedor, como si el cielo desaprobara nuestro acercamiento.
Israem escudriña el cielo con el ceño fruncido, el desagrado legible en la mueca de sus labios. Y en un instante se queda mirando a una distancia no demasiado lejana del jardín, donde la copa de los árboles parece fusionarse con el verde de la noche.
—Majestad. Ehh... Quiero decir... Usted me entiende. —Hablo para atraer su atención hacia mí. Lo que sea que haya en la copa de esos árboles, lo quiero bien lejos de la mente de Israem—. ¿Puedo preguntar cómo supo su padre apenas en el momento en que usted nació, que pertenecía a la misma especie que el falso Ara? ¿Tienen una marca de nacimiento o algo así?
—Lo supo por los astrólogos. Cuando me dieron nombre, también le hablarón de mi identidad, maldición y destino según lo que leyeron en las estrellas. Mi padre lo confirmó al ver mis dientes. Hay dos versiones de lo que pasó ese día. Mi padre dijo que me transformé en bestia y convertí a las parteras en sirios. Mi madre difiere, dice que mi padre se alteró tanto que terminó por alterarme a mí, y que cuando las parteras intentaron calmarme las mordí en defensa... La conclusión es la misma: acabé por convertirlas es recipientes vacíos de alma y consciencia humana.
—No fue tu culpa.
—Ojalá hubieras estado ahí, para decírselo a él.
—Israem...
Él, tomándome por sorpresa, se apodera de mi rostro y me roba un profundo beso que tardo en corresponder por lo sorpresivo que me resulta. Cuando empiezo a adaptarme a sus labios y él se aferra a mi cintura, recuerdo el peligro qué sus dientes representan.
—Cuidado —digo apartándome ligeramente de él.
Asiente, comprensivo.
—¿Qué quieres? —pregunta—. Si no es el anillo, ¿cómo puedo demostrarte que puedo ser el esposo que mereces?
Empezando por decirme a dónde ibas cada vez que desaparecías al comienzo de nuestra relación, decirme qué hiciste mientras no estuve a tu lado, sino secuestrada por criminales. Por qué te importé tan poco entonces, que ni negociar mi vida quisiste hasta creer que estoy embarazada. Puedes, si es que eres tan amable, quitarme el estúpido título de Consorte y declararme como tu igual.
Pero como no quiero presionarlo ni perder la ventaja de este momento, decido decirle mejor:
—Apoye mi proyecto. Déjeme trabajar libremente para mi pueblo, no me limite. Apóyeme libremente para que otros nobles me patrocinen. Deme acceso a mi fondo monetario y, si se siente generoso, también financie las causas que están fuera de mi alcance. ¿Podría hacer eso?
—Encantado podría —dice, y mi cerebro inmediatamente se inclina a la desconfianza. Ese «podría» es una especulación más que un compromiso. ¿Significa que no va a hacerlo?—. Mi hijo... Elius, insiste en que eres una mujer que cualquier hombre mataría por tener. No lo he querido ver, me he negado en rotundo a hacerlo. Pero ahora... Estoy intrigado, Freya. Déjame conocer la reina que puedes ser, yo estaré encantado de verlo.
Eso... Eso llena de tambores mi corazón.
—Solo te pido una cosa a cambio.
Claro, imagino que ahí viene la trampa.
—Le escucho.
—Deja de tratarme con respeto.
Mi ceño se frunce. No doy crédito a lo que escucho.
—No más majestad, no más trato de usted. Al menos en privado. Quiero que seas tan libre conmigo como quieras serlo, que me trates con todo ese amor que tienes para dar. Que me toques cuándo y dónde desees, y... que me permitas hacer lo mismo.
—Majes... —Finjo una tos que cubro con mi mano—. ¿Está... seguro?
—Por seguridad de nuestro hijo tal vez debamos prescindir del coito, pero... todo lo demás está a nuestro alcance. ¿Te parece bien eso? Y no me respondas con modales, por favor.
Este hombre no tiene idea de qué tipo de respuestas puedo dar cuando no median los modales.
Así que solo le muestro mis pulgares en señal afirmativa.
Es lo más informal que se me ocurre.
—¿Quieres dormir conmigo esta noche?
No, no quiero.
—Me gustaría dormir con mis hermanas mientras sigan aquí. Pero, antes de que se... te vayas, quiero hacerte otra pregunta. La dejaría para luego pero siento que tiene una urgencia que no podemos ignorar.
—¿Qué sucede?
—Es sobre Elius. Me parece que esta conversación ha dejado claro que no haremos caso omiso a su existencia y parentesco contigo. Así que... si me permites opinar...
—Claro, comunícame lo que sea que te inquiete y veré si puedo resolverlo.
—Sé que le has estado pidiendo a Elius que regrese al puesto como tu mano derecha. ¿Puedo pedirte que por favor no insistas más? Él no quiere volver, y... tengo miedo de que lo haga. Él me habló de... cosas terribles que podrían suceder si alguien descubre que es tu hijo.
—Nadie, escúchame bien, Freya, nadie lo sabrá jamás. Mentiría, aunque perdiera mi alma en el proceso, mentiría ante Ara si hace falta, pero jamás pondría en peligro la vida de Elius de ese modo.
Son esas palabras las que hielan mis manos y hacen que se deslicen de su cuerpo.
Israem no obliga a Elius a mantenerse incógnito porque no lo aprecie, lo hace porque lo ama tanto que quiere protegerlo del destino que le espera a su heredero.
Entonces, ¿qué es mi hijo? ¿El siervo que entregará en ofrenda para pagar la profecía?
Tiene tanto sentido... Elius, a fin de cuentas, es el hijo de la mujer que él ama.
—¿Freya?
Me recompongo de inmediato, fingiendo una sonrisa enternecida.
—Lo amas.
—Ya te lo había dicho, claro que lo amo. Es mi hijo. Lo amo más que a mi vida.
Mis manos están temblando, así que me veo obligadas a enlazarlas entre sí.
—En ese caso, sigo insistiendo. No le ofrezcas más el puesto de tu mano. Él no lo quiere.
—Lo conozco, Freya. Si quiere el puesto, anhela regresar a la corte, detesta no estar enterado de lo que pasa y no formar parte de ella. Solo... te tiene cariño, a su pesar, y no quiere ser motivo de molestia o peligro para ti. —Entonces besa mi frente—. No habrá peligro, quédate tranquila. No lo habrá porque jamás revelaría que él es en realidad un Corvo, sangre de mi sangre.
»¿Nos vamos? Te acompaño con tus hermanas.
—No todavía, por favor. Ve tú a descansar, cariño. Me has dicho tanto que tengo mucho en qué pensar. ¿Podrías dejarme estar otro rato aquí?
—¿No te da miedo estar sola al aire libre?
La sonrisa me sale natural.
—Le tengo más miedo a estar encerrada.
—Está bien. No me gusta la idea de que te desveles en tu estado, ni que estés sola, lo admito. Pero te prometí cambiar para mejor, y si lo que quieres es este espacio y este tiempo, te dejaré sola y me iré a dormir. ¿Está bien?
—Sí, muchas gracias —culmino cuidando de no mirar en la dirección a la que inevitablemente acabaré acercándome.
La sola idea de lo que estoy por hacer me tiene el corazón latiendo en la boca.
Nota: No tengo nada para decir, díganme ustedes. Lo que viene... Uff.
¿Les parece si dejamos una meta para el siguiente capítulo?
2k comentarios y continuamos con el chisme. Sé que les va a encantar.
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