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56: "Ha muerto"

Con bisturí oxidado habían abierto su vientre, un canal poco ortodoxo para que el cuervo transitara y anidara un hogar en su corazón. Habitó ahí, anestesiando a la doncella mientras lentamente lloraba desde la herida abierta e ignorada. La pérdida de sangre heló su piel, y mientras más lejos estaba de la vida, más se quejaba el cuervo del gusto de su corazón, tildándolo de incómodo para ser habitado.

El cuervo graznó ofensas, mientras señalaba que todo era culpa de la doncella. Luego la abandonó, suturando sobre su vientre una cesárea para simular que jamás había estado ahí. Pero su marca en la piel, horrenda y maltratada, era un recuerdo constante de su estadía.

Isidora se preguntó si el cuervo no se habría olvidado algunas plumas dentro de las costuras, de lo contrario, no se explicaba cómo, con todos los años vividos, seguía sin sanar.

Hacían 548 días desde la última vez que alguien la tocaba.

Ni con amor, ni con amabilidad, ni con lascivia. Nadie tenía permitido poner siquiera una mano en su hombro.

Era el efecto colateral, su lado menos favorito de la restitución de su hijo Israem Corvo Belasius como el primogénito legítimo y príncipe heredero de la corona de Jezrel.

A los cincuenta años de la criatura, Abraham al fin se dio por vencido. Perdió la fe en que su mujer pudiera dar a luz otro niño vivo...

El dolor atenazó el estómago de Isidora con ese recuerdo, haciendo que trastabillara a mitad del pasillo.

Ella sí había podido concebir luego de tener a Israem. Un bebé sano, sí. Solo que no era...

Disimuló su tropiezo arreglando el plisado de su falda. Se enderezó, mentón en alto y mirada estoica, y volvió a andar sin debilidad aparente.

Ya no valía la pena pensar en eso. Había aprendido con las décadas que un cuerpo puede mantenerse longevo con medicina alternativa, pero una mente no; así que debía cuidarla, porque era la única arma que no podían arrancarle de las manos. Nunca es sano pensar en aquello que no tiene arreglo, y ese bebé ya no existía.

Ya era libre de ese compromiso. Eso era lo único importante.

Por consenso en su matrimonio, Abraham entendió que el tiempo se les agotaba para hacer las cosas bien. Y lo asumió con valentía y una previsión admirable, dado que hacía cincuenta años que ambos habían dejado de envejecer.

Del cese de los intentos por concebir del matrimonio provino un acuerdo de paz en la pareja.

Más que paz, volvieron a ser todo lo felices que podían ser juntos dos reyes malditos.

Las plumas del cuervo seguían ahí. Flotaban en una habitación austera, antaño oscuro, donde una vez las ventanas fueron abiertas los haces de luz disiparon los gritos.

Pero ahí seguían, oscuras cual cenizas del fuego con el que habían combatido el uno contra el otro durante todo el matrimonio.

Solo que ya no debía preocuparse por ellas.

Ahora Abraham era un esposo digno, un rey ejemplar y un padre orgulloso.

Presumió a Israem como su heredero, revelándolo ante el reino como a una victoria premeditada. Y a partir de entonces, cuando al fin aceptó lo que tenían, empezó a tratar a Isidora como a la mujer de sus sueños.

Con citas, obsequios y ese nivel de respeto y adulación que suele caducar luego del cortejo.

Habían acordado dormir en camas separadas y jamás tenían más contacto que el visual. No porque no se amaran. En ambos coexistía, aunque velado en sombras largas y sinuosas, el deseo que una vez se tuvieron, la admiración desproporcionada al físico del otro, y la pasión por cada mirada que la vida les permitía intercambiar. Sin embargo, justo en el punto en que sus criterios convergían, ambos entendieron que todo acto carnal solo traería de vuelta a sus sueños los llantos de los bebés moribundos.

Al menos se toleraban. Incluso podían desvelarse en conversaciones interesantes donde el rey la colmaba con uno que otro eligio.

Y esa era llama más que suficiente para Isidora.

Los verdaderos años dorados de su amor, esos que ella atribuyó a que el rey ya se había curado de su paranoia.

Pero claro, ese acuerdo de no contacto implicaba que nadie más la podía tocar. Absolutamente nadie, ni siquiera sus custodios.

Una vez, un guardia fue azotado porque el rey lo descubrió mirando por un minuto entero los labios de la consorte sin parpadear. Y antes que ese, otro perdió la mano por ayudarla a levantarse del suelo cuando sus esclavas estaban disponibles.

Ella, una que otra vez, sentía el roce de un dedo torpe de sus esclavas en tanto la peinaban o vestían, pero era fugaz y tan rutinario que ya le resultaba imperceptible.

Ese día se cumplían 548 desde la última vez que fue tocada, y esa última vez ni siquiera había sido tan significativa como para que contara. Solo había sido un súbdito, inusualmente agradecido, que le sostuvo la mano por un par de segundos mientras la bendecía y le deseaba muchos más años de los que ya tenía.

A veces hacían eso. No conocían de convencionalismos ni normas de ética de la corte, comp tampoco se dejaban intimidar por los rumores de que era sagrada e intocable; por ello no se les culpaba cuando alguno cruzaba esa línea.

Fue el motivo de que a Isidora le empezaran a apasionar las causas benéficas pese a no ser fanática de la caridad.

Siempre discutía con su esposo al respecto. El enfoque de ambos era el mismo que cada uno tenía con respecto a la ciencia. Como que Isidora estaba consagrada a la causa de encontrar una cura para la azir, mientras que Abraham alegaba que ya tenían tratamientos suficientes.

¿Tratamientos suficientes? Aliviar una dolencia no es ni equivalente a una cura ni un aceptable sustituto a esta. Que el reino ya contara con medios para prevenir la azir no restaba importancia a la búsqueda de un modo de exterminar la enfermedad una vez contraída. Debían estar preparados para toda posibilidad, la alternativa era una catástrofe en sí misma.

Esa era la crianza que quería dar a su hijo: no basta con prevenir, hay que vivir asumiendo que puedes perder, y preparado para hacer control de daños.

Por desgracia, ese hijo contaba con un déficit de cincuenta años, y una edad mental de apenas veinte pese a que biológicamente tenía ya setenta.

Los curanderos le habían dicho que sería muy difícil, sino imposible, convertir a Israem en una persona socialmente estable. Los años más importantes donde se formaría su personalidad y sus conexiones neuronales eran los primeros, y cincuenta de esos habían sido desperdiciados bajo la crianza de una bestia.

La peor parte no era el trauma. De hecho, el niño tenía toda su voluntad puesta en el deseo de progresar en su camino a la corona, al menos para integrarse en la corte de momento. El problema era su comunicación tan... ¿Abierta?

Israem, aunque pusiera todo su empeño en ello, era incapaz de decir una verdad que no lo representara. Podía engañar, y se estaba volviendo un experto en ello, pero jamás mentir. Y esa discapacidad enfurecía tanto a su padre como a todos aquellos que financiaban su corte. Estaban haciendo de su hijo un estafador, y lo trágico era que no podía ayudarle ya que, cuando anteponía la honestidad, siempre intercedía alguna esclava a golpearlo.

Órdenes del rey. No tomaba el castigo por su propia mano para no dañar su reputación como el padre preferido.

Porque sí. Aún con todo lo que había hecho, Israem lo prefería. Lo prefería, porque Isidora había sido una constante en su vida en la jaula. Lo prefería, porque todo ese tiempo junto a Scarell'Azar, siendo visitado por su madre bajo la promesa de algún día ser liberado, solo tenía un anhelo en su corazón más grande que el deseo de ver abierto el candado: que lo que sea que estuviera mal en él desapareciera para que al fin su padre pudiera amarlo.

Así que, cuando a sus cincuenta años Abraham lo recibió con lujos y los brazos abiertos, Israem decidió que ya era digno, y por ende ya podría ser feliz.

Desde entonces, padre e hijo formaron un vínculo irrompible. Abraham enseñó a Israem a volar en gripher, y a montar en tierra como todo un aristócrata. Le dio clases de oratoria, lecciones personales de historia donde amanecían comentando la historia familiar. Jugaban a ser caballeros e incluso hacían duelos; pese a que Israem nunca fue afín a la espada y prefería pelear con cadenas, hacía el intento por él, por el padre que al fin lo había amado.

Su padre le enseñaba las artes del cortejo, lo llevaba a conocer jovencitas de todas las castas para que él, como futuro rey, probara de cada una para que refinara su paladar. Escogían la ropa a juego, siempre con el azul y el negro tan representativo de la casa Corvo.

Abraham hizo en veinte años lo que Isidora no pudo en cincuenta: acceder al corazón de su hijo.

Y ese era el gran miedo de ella. Temía que al final ese amor tan ciego, esa admiración idealista, acabara por volver a Israem en un reflejo de su padre.

Y a ese niño debían convertir en un rey.

Atravesó la última hilera de escalones hacia el salón de erudición medicinal. Ella pidió que le asignaran un espacio propio para sus estudios, pese a las sugerencias del consejo y su marido: «No hace falta que trabajes con los sabelotodo». «Su ayuda nos vendría mejor en otros ámbitos». Y su comentario favorito: «Está malgastando los recursos del reino en un capricho».

Que así fuera. Si su familia podía beber hasta perder la conciencia, hacer un banquete cada dos lunas llenas y un torneo cada día festivo, era indicativo de sobra de que había suficientes recursos que derrochar.

Antes de alcanzar su despacho privado tuvo que pasar junto a los cubículos de otros profesionales quienes, para su mala suerte, habían escogido ese día para ofrecer un paseo a un matrimonio de nobles.

La pareja no podía importarle menos, pero tenía que fingir que no notaba cómo murmuraban sobre ella.

Isidora tenía la reputación de ser... Una perra. No hay palabra menos malsonante ni igual de adecuada para la descripción.

¿Tenía malas actitudes? Tal vez. No se conformaba con las primeras opciones, y refutaba abiertamente todo aquello que le parecía incorrecto, incluso si «aquello» era la presencia de una persona.

Pero, ¿era mala?

Depende de a quién se le preguntara, así como depende de qué le haya hecho esa persona antes a Isidora, incluso si lo «hecho» era tan sencillo como «estorbar».

Sin embargo, ¿era realmente merecedora de todas las cosas que se decían sobre ella?

Era difícil, inaccesible, inconforme y ambiciosa, pero normalmente nadie tenía la oportunidad de conocer esos matices de ella antes de empezar a repetir barbaridades sobre su persona. Y todo por un único motivo aceptado por consenso en toda la nobleza: su perenne expresión.

¿Era asco? ¿Era altivez? ¿Era una ira constante? Nadie sabía describirla. Solo convenían en que era dura y desagradable, y por ello ya merecía todos los apelativos por los que era llamada.

Muchos iban más lejos como para creer, solo por su rostro, que ella les profesaba una rencilla o aversión personal. Cuando no podían importarle menos. Esa era, sencillamente, su cara de «mírame todo lo que quieras, pero jamás podrás tocarme».

¿Qué había de diferente en ello a esos soldados que jamás se quitaban el yelmo? ¿Por qué en un hombre era alabada esa rudeza, y en ella tan mal recibida?

Para hallar esa respuesta, tal vez debería implicarse un poco más en la problemática. Cosa que, como ya habrás adivinado, no podría importarle menos.

Llegó a su despacho. Una salita de madera construida dentro del salón cilíndrico hecho de grandes piedras distribuidas.

Había una especie de tragaluz sobre ella por donde dejaba entrar las tonalidades verdosas. Las luciérnagas a veces le hacían compañía, creando diseños abstractos sobre las paredes desnudas de arte, pero tan llenas de información.

Porque por todo lo largo y ancho del despacho, Isidora había clavado carteles con avances en la medicina en las últimas décadas, recortes de periódico relacionados a la pandemia, además de un conteo de muertes y "recuperaciones" -o su equivalente más próximo- escrito a mano sobre una pizarra polvorienta. Había notas al pie con citas bibliográficas, y garabatos referentes a la anatomía humana. Archivos, libros y ensayos atriborraban sus anaqueles.

A esas alturas, ya podían tildar de obsesión lo que para ella era un compromiso.

Había una manera de curar la azir, y ella estaba decidida a encontrarla.

Llevaba años estudiando a fondo la enfermedad, sus síntomas previos, cómo afectaba a cada individuo, qué factores garantizaban y cuáles prevenían el contagio, y cómo progresaba la azir dependiendo de cómo había sido contraída (¿por las toxinas del aire?, ¿por contacto directo con la podredumbre?, ¿por la proximidad a un infectado?).

No eran sus estudios directos, puesto que no sería prudente arriesgar su salud sin importar con cuánta regularidad se vacunara y tomara sus vitaminas. Pero sí se dedicaba a escuchar por horas a los expertos colaboradores y a memorizar la literatura disponibles sobre la enfermedad.

Se puso su cubrebocas, sustituyó la seda por guantes de cuero y abrió su diario. Un tomo gigantesco de hojas curtidas, lleno de anotaciones y garabatos a pie de página, además de una religiosa bitácora que documentaba todo el proceso de su investigación.

Los experimentos no se realizaban en ese espacio, pero ella los proponía y supervisaba. De hecho, cada una de las mente que trabajaba en su proyecto debía rendirle cuenta de los avances y desaciertos al finalizar el día.

El crujido de las hojas llenó la habitación, atrayendo a las luciérnagas tras la nube de polvo que levantaba. Pasó una de sus páginas especialmente garabateadas con fórmulas y tachones, sintiendo la sombra de una buena sensación pasearse por sus labios. No acostumbraba a disfrutar de nada; una vida de supervivencia condimentada con ambición pocas veces daba el descanso suficiente para formar una sonrisa; pero en esos instantes de autonomía, cuando abarrotaba su mente con información para no permitir el tránsito libre de sus pensamientos, siempre había un fugaz instante en el que, simplemente, el tiempo se relentizaba y ella entendía que estaba siendo todo lo feliz que podía ser.

En tales momentos de concentración, cuando su mente está absorta en la información y el análisis, experimentaba una pizca de satisfacción con una constante plenitud. Es en esos breves instantes cuando comprende que está alcanzando su máximo potencial, es cuando vuelve a ser Isidora Belasius, y no la consorte de Corvo.

Las luciérnagas más audaces se posaron en sus mejillas. Daban la apariencia de ser pecas escarchadas, atraídas por sus emociones... si es que se puede llamar así a algo que no se expresa, que no hace ruido, que simplemente está, y que es positivo sin ser ostentoso.

Alcanzó la página del financiamiento. No había de qué preocuparse. No solo provenía de una familia especialmente rica gracias a la afluencia de diezmos que recibieron durante décadas, sino que aquel trabajo contaba con la colaboración global del reino de Jezrel.

Al fin y al cabo, nada une tanto a distintas clases sociales, políticos discordantes, y hombres con credos que se contradicen entre sí, y fanáticos de la ciencia como una plaga que amenace con la extinción.

Entonces llegó a la última bitácora del experimento.

No tenía motivos para estar en el despacho, salvo esa bitácora y su relectura religiosa. No había más que se pudiera hacer mientras esperaba los resultados del experimento.

Y lo de quedarse en su habitación a esperar noticias no se le daba especialmente bien.

Entrada número 1095 del diario de estudio de Isidora Belasius escrita en el día quince del mes de Aries del año 1540.

Experimento para el descubrimiento de una cura definitiva para la azir en sus fases 2 y 3, considerando la fase 4 como sentencia de muerte.

Propósito: Evaluar el efecto del compuesto hemático-9 en la evolución de las células autofágicas en la piel del sujeto Z.

Procedimiento: Se indujo la azir en el sujeto Z para utilizar su sangre como cultivo de las células autofágicas.

La cosecha de células autofágicas se separó en diez muestras de estudio distintas que se trataron con diferentes concentraciones de compuesto hemático-9 durante intervalos de 10, 16 y 24 horas.

Se recopilaron datos y se repitió el proceso agregando a cada muestra el compuesto hemático-9 más una variante.

Observaciones:

- Catástrofe en el 99% de las pruebas.
- Pérdida de paciente.
- Necesidad de un sujeto Z1 para próximas pruebas.

Se observó por primera vez una disminución significativa de células autofágicas en las muestras tratadas con una de las variables agregadas al compuesto hemático-9, específicamente aquella a la que se le agregó un mínimo de compuesto Hemato-X. Sin embargo, también se dio pérdida total de vida en este experimento.

Análisis de datos: Los resultados sugieren que el compuesto Hemato-X podría ser nuestro eslabón perdido.

Propuesta:

Realizar nuevos análisis experimentando con diferentes concentraciones entre el compuesto hemático-9 en combinación con el Hemato-X hasta alcanzar el equilibrio óptimo.

Probar la extracción de la muestra de diferentes tejidos del sujeto Z-1 para obtener mayor variedad de resultados.

Ni siquiera había terminado de leer su propia bitácora cuando un rostro conocido ingresó al despacho.

Cephraim Hadar. O, como todos lo conocían, Cedric; el comerciante de los secretos del reino.

-Cephraim. No te esperaba hoy. ¿Noticias o chismes?

-Ambos. Ninguno.

Isidora frunció el ceño. El hombre rara vez se mostraba menos que en completo dominio de cualquier situación, pero entonces se mostraba turbado. Sus manos temblaban sobre un estuche de cuero, vacilando entre si quedárselo o extenderlo hacia la reina.

-Me estás... poniendo nerviosa.

-Y eso es demasiado decir de ti.

En ese momento, extrajo un códice de pergaminos de su estuche de cuero y lo extendió hacia la reina.

-¿De qué se trata? -inquirió ella sin pretender controlar su nerviosismo en tanto aceptaba el códice.

-Léelo.

Con un movimiento de su brazo, ella apartó todo lo demás para despejar el espacio y extender las hojas del códice sobre su escritorio.

Ávida de la información que contuviera, Isidora pasó su dedo a gran velocidad sobre las marcas de tinta mientras saltaba de un párrafo a otro buscando palabras relevantes para armarse un contexto.

Hasta que su dedo se congeló en una oración, su cerebro olvidando ordenar a su corazón que latiera.

Con su dedo todavía sobre el pergamino, sus ojos se alzaron hacia la mirada de Cephraim, llena del verde de la aurora del cielo, tan brillante como las luciérnagas del despacho.

-¿Lo conseguimos?

-Lo conseguimos.

Isidora se llevó la mano a la boca, las lágrimas agolpadas en sus ojos como si cada una de ellas quisiera presenciar el momento.

-Tú tienes razón, Isidora. En la sangre estaba la cura.

Se levantó como si un resorte hubiera accionado debajo de ella, y aterrizó en los brazos de Cephraim Hadar, estrechándolo con tal fuerza que las lágrimas al fin brotaron y una sonrisa se unió a la inundación de su rostro.

Él tardó en reaccionar, como si una estampida se hubiera estrellado contra su cuerpo y no estuviera preparado para levantarse. Sus manos se movieron vacilantes mientras el calor de Isidora se extendía por su cuerpo, hasta que encontró la capacidad para corresponderle, lentamente posando sus manos en torno a la cintura de la reina.

Y fue ese detalle lo que la arrastró a la realidad de lo que había hecho.

Sus 458 días sin ser tocada acababan de borrarse.

Una buena noticia sumándose a otra todavía mejor, pero era un riesgo. Un gran riesgo, en especial para Cephraim. Si su marido se enteraba...

Así como fue su arrebato lo que los unió en ese abrazo, también fue su voluntad la que los separó.

No demostró vergüenza ni arrepentimiento. Estaba muy complacida del momento compartido, y no rendiría cuentas por ello, ni siquiera al mismo Cephraim.

-Hay algo más -dijo él.

-¿Así de bueno?

Él negó de un modo que barrió la sonrisa del rostro de Isidora.

-¿Qué sucede?

-El experimento ha sido un éxito, pero para que la cura se apruebe y se comercialice hacen falta muchos pasos más...

-Eso lo tengo asumido, no tengo problema con ello.

-Tú no, pero tu marido sí.

Fue como un golpe directo al vientre.

-¿Qué hizo? -inquirió. Sus manos se habían apretado con tanta fuerza que las uñas se le estaban clavando en la piel.

-Retiró todo el financiamiento de este proyecto. Y... es posible que le dé el caso, y todo el mérito, a uno de sus colaboradores.

-¿Es posible?

Cephraim se mordió la lengua un rato, pero finalmente fue inútil. Tenía que contestar.

-Hoy firmó el decreto. Quedas totalmente fuera del caso.

Las manos de Isidora golpearon el escritorio con una fuerza que no era ni el eco de la frustración que sentía en su interior. Su arduo trabajo de años, su investigación, había dedicado incontables horas, noches de desvelo injustificadas y recursos de todo tipo... ¿Y todo para qué?

¿Cómo había sido tan ingenua? ¿Cómo después de tanto tiempo creyó que su marido le permitiría tener un logro, por mínimo que fuera, sin sentirse tan amenazado por ella como para decidir destruir su mérito e impedirle tener una reputación aceptable?

Isidora fue tocada por segunda vez ese día, mientras los brazos de Cephraim la sujetaban, tratando de contener el torbellino de emociones que la tenían gritando y arrancando hasta el último de los papeles de las paredes.

Lloraba, con su garganta desgarrada por los gritos. Estaba tan enajenada que no medía lo que decía.

-¿Por qué no te mueres de una vez? ¡¿Por qué no puedes dejarme en paz, maldita sea?!

Con gran esfuerzo, Cephraim logró contenerla y evitar que siguiera moviéndose por la habitación, pero no pudo detener su llanto.

Al final, ella cedió, dejándose vencer entre sus brazos.

Y fue cuando una segunda persona ingresó en la habitación.

-Oh -dijo al verla tan llorosa y al afamado lord Cedric todavía asido a ella-. Veo que ya le avisaron.

-¿Avisarme qué? ¿Usted también se enteró de la gracia que él hizo?

-¿Quién, majestad? No importa, no hay tiempo. Tiene que saber que ha muerto.

-¿Muerto? ¿Quién ha muerto? -dijo la reina reponiéndose por la helada que provocaron esas palabras, el dorso de su guante limpiando sus lágrimas.

-El rey, majestad. Abraham Corvo ha muerto.

-No puede ser... -dijo Isidora en un hilo de voz.

Algunas palabras intercambiaron los lores en la sala, pero Isidora no escuchó ninguna. Su cerebro estaba demasiado ocupado trabajando, y lo hacía a tal velocidad que no había cabida para sentir, ni pérdida ni alivio, así como tampoco había espacio para preguntar las razones del deceso.

Ya habría tiempo para cada cosa. Más tarde.

-Preparen todo, convoquen al reino. Hay que coronar a Israem.

Ambos hombres en el despacho la miraron como si hubiera perdido la razón.

-Isidora... Majestad -se corrigió lord Cedric-. No creo que haya tiempo para eso. El consejo ya se encargará cuando llegue el momento.

-Hay tiempo de sobra. Haremos la coronación esta misma noche.

-Pero... El consejo querrá deliberar -dijo el otro lord.

-En ausencia del rey yo soy la regente, ¿no?

No era una pregunta, era un implacable recordatorio.

-Solo por veinticuatro horas, luego el consejo tiene el poder de elegir un nuevo regente, uno que encuentren más... estable.

Era evidente que ese hombre creía que Isidora había perdido la razón.

Cuando no era así; de hecho, la había recuperado.

-En ese caso, apresuremos todo. Hay que coronar a Israem en menos de doce horas. No escucharé una sola objeción del asunto.

Nota: Imágenes del cosmo de Freya en su versión de poder. En el siguiente capítulo dejaré imágenes de Eva Cósmica en su versión más corpórea (no humana) como se supone que le apareció a Freya en el cap anterior.

Ahora, cuéntenme TODO. ¿Qué opinan de Isidora, de Abraham, de Israem y de todo lo que ha sucedido y lo que creen que va a pasar?

Si llegamos a 1k de comentarios, subo el siguiente capítulo

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