Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

36: Cazar a la reina

El bosque se extendía ante el rey de los cuervos, un mar de pasto reseco y amarillento que crujía bajo cada paso. El aire estaba cargado con el aroma terroso y ligeramente acre de la vegetación marchita, mezclado con un toque de polvo que se levantaba con la brisa.

El aullido del viento arrastraba consigo los secretos del otro lado de la frontera, donde el bosque se llenaba de escarcha y abría paso al reino helado.

Israem no llevaba arco. No lo necesitaba para cazar. Pero en lo que respecta a su mano, lord Elius, al alto lord de Polaris y a lord D'Gian, todos llevaban el suyo a la mano. Las hermanas, Jane y Elenna, los seguían con precaución cada una subida en un gripher; Elenna en el de su marido, una criatura marrón sin melena, y Jane sobre la montura de Scarell'Azar, grácilmente agarrada a sus cadenas para no tambalear con el ímpetu de sus sacudidas.

El sol, implacable en su descenso, bañaba el paisaje con una luz dorada y cegadora, intensificando los tonos amarillos y marrones del pasto. Se sentía el calor en la piel, una sensación abrasadora que invocaba al sudor. La sequedad del aire raspaba la garganta con cada respiración, y podía saborearse el polvo en los labios.

—Hay que avanzar más a la frontera —decía Elius en nombre del rey—. Hay mejores bestias y el aire es más fresco.

Recogieron las aves y roedores que habían cazado y las dejaron todas en manos de Atticus Belasius, que hacía de escudero del rey.

Emprendieron la marcha para aproximarse a las fronteras del bosque congelado, cuando el ruido de una rama al partirse detrás de ellos los hizo voltear alarmados y en guardia. El sonido no era discreto, otras hojas empezaron a crujir de entre un cúmulo de arboles.

—Son pasos, majestad —avisó el joven Atticus tragando en seco.

Su nerviosismo exhumaba por sus poros, pero el rey de Jezrel no mostraba nada semejante. Alzando su mano lo tranquilizó, y luego llevó el cuero de sus guantes a la máscara en su boca para pedir silencio. Aguardó, interesado como un felino en una presa que significara una divertida persecución.

Pero lo que vería atravesar esos árboles lo dejaría helado en su piel, y encendido en su pecho. Un torbellino martilleaba en su corazón al ver a su esposa y consorte, Freya Cygnus.

Se presentó con el cabello suelto e indomable, lleno de leves ondas que se fusionaban con el viento y le daban un aura feroz en compañía del ímpetu de su mirada grisácea. Una armadura entallada remplazaba sus accesorios de reina. No era una pieza habitual, pues hábilmente cubría su torso con placas de oro pulido que se ajustaban a su figura. Cada placa había sido colocada en su lugar por un motivo estético y de protección, cargadas de ornamentos para dar la ilusión de ser un corsé alternativo.

Los hombros estaban protegidos por hombreras ornamentadas que se unían a las mangas hasta acabar en muñequeras de oro, y el escote de la armadura se abría en un elegante diseño bordeado con filigranas que resaltaban el busto.

La parte inferior de la armadura se fusionaba armoniosamente con un vestido ligero y vaporoso, creando un contraste perfecto con la rigidez de la armadura y aportando feminidad a aquella mujer que parecía lista para librar una guerra.

Israem solo había visto a Freya más hermosa en una ocasión: el día de su boda.

Un ave graznó sobre ellos antes de que todos recuperaran el habla.

—Eso sí que es una reina —suspiró Atticus maravillado.

Entonces Israem cayó en cuenta de lo que sucedía. Freya estaba ahí, a pesar de sus órdenes, a pesar de todo. Le había desobedecido, se había escapado del castillo quién sabe cómo y de alguna forma los había seguido hasta allí.

Debía haber consecuencias.

Ella sonreía, al principio, pero no mirándolo a él, sino en dirección a Atticus y Elius.

Esa expresión se desvaneció al notar quién iba subida en Scar.

Aunque con cierta seriedad, Freya tomó la iniciativa y alzó su mano, sacudiéndola en un saludo amistoso hacia lady Jane. Un saludo tan informal como impropio de una reina.

Israem hizo ademán de ir tras su esposa, pero la mano de Elius se aferró a su codo.

Volteó a verlo, anonadado por el atrevimiento, pero este ni siquiera se molestó en mirarlo de vuelta, centrado en recibir a la reina con una sonrisa.

—Ni siquiera se moleste en iniciar el sermón —dijo la reina al plantarse frente a su marido. Atticus y Elius se crisparon al ver cómo esta desenvainaba una espada ante sus ojos—. No estoy aquí por usted.

Atticus y Elius contuvieron la respiración con pavor, en tanto Freya clavaba la punta de su espada en la tierra, un golpe seco y determinante, para luego descansar sus brazos del pomo.

Detrás de ella accedieron casi corriendo otras dos personas de la corte. El embajador de Deneb, para la protección de la reina, y, por algún extraño antojo del destino, también lord Cedric.

—Día de caza —canturreó Cedric—. Mi día favorito en la vida.

Elius arqueó su ceja y, mientras, miraba directamente a Freya, como preguntándose qué explicación tenía todo eso.

Todos se quitaron de encima los saludos y presentaciones correspondientes, hasta que llegaron a la presencia del rey.

—El rey quisiera saber a qué debe la sorpresa de su presencia en estos parajes —preguntó Elius a lord Cedric. 

—He oído que es temporada de jabalí, y nos hacen falta algunos extras en las cocinas del reino. —Lord Cedric agregó una reverencia en dirección al rey—. Su majestad.

Israem dio un paso hacia Cedric, y en consecuencia Elius le apretó mucho más el brazo, tanto como para que el dolor lo espabilara.

—Debo decirle, majestad —siguió Cedric—, que tiene una reina sorprendente. En tanto demostró sus habilidades con la espada, y dada la coincidencia de que conozco a un sastre que podía adaptarle una armadura a tiempo, la reina madre estuvo de acuerdo en que Freya Cygnus me sirva de escolta y seguridad por esta tarde.

—No. 

La negativa de Israem atronó de un modo que podía sentirse vibrar en el suelo.

—Lo que el rey quiso decir, es que les desea una divertida cacería, y que pueden unirse a nosotros si gustan. Ahora, pido nos disculpen un segundo.

Elius no permitió que Israem respondiera y lo apartó hasta que ambos estuvieron inmersos en el espesor del bosque.

—Israem —dijo Elius con seriedad. Mantenía su voz al límite del respeto, pero justo al límite—. Te pido por favor no dejes que tu naturaleza te domine en esta tarde. Tengamos una cacería feliz.

Pero el azul de los ojos del rey ardía con una llama inagotable. No estaba para escuchar, mucho menos para tolerar ser aconsejado al borde de un regaño. No quería dar espacio a la razón, no con la ira que lo persuadía.

—Tendremos nuestra cacería una vez me haya encargado de mi esposa.

Elius juntó sus manos a modo de rezo, aunque temblaban por los sentimientos que contenía.

—No lo hagas, te lo aconsejo y te lo imploro. Encontrarás más placer en disfrutar de este momento con tu compañera de vida que castigándola injustamente.

—No me hables de injusticia cuando ella ha venido aquí desafiándome. Mis órdenes las ha ignorado. Pasó por encima de mi autoridad y escupió en ella...

—Aun así, es tu esposa. Y una esposa debe ser honrada y consentida en igual medida. —Las manos que antes se juntaron suplicantes, ahora se movían para enfatizar las apasionadas palabras de Elius—. Trátala con el cariño que se merece, dale su puesto como tu reina. 

—¡¿Que se merece?! —Gruñó—. No parece que hayas escuchado ni una de mis palabras. Lo que merece es un castigo.

—¡No! Freya no es tu hija, Israem, no puedes castigarla.

—Yo soy el rey...

—¡Y ella es tu reina!

Esas palabras afectaron al rey, golpeándolo con tal fuerza como para retroceder un paso.

—No toleraré más esta conversación —zanjó—. No aceptaré consejos matrimoniales de ti. Ni de nadie.

—¿No quieres consejos matrimoniales? —En el semblante de lord Elius se leía la cólera que desbordaba—. Te daré uno político: aunque lo olvides, Freya es la reina. Fuera de tu matrimonio, tiene poder, y aliados poderosos. No te casaste con una plebeya, Israem. No. Molestes. A las Cygnus.

Al no poder responder a eso, Israem torció el tema a su antojo.

—No me digas que le has agarrado un cariño genuino.

Su majestad parece ser el único imbécil que se rehúsa a ello. Ni escogiéndola yo encontraría mejor reina que ella.

Le estaba escupiendo en la cara a su rey, y este solo lo miraba como si pudiera esperarlo de cualquiera, menos de él.

—Quiero... que cierres tu boca. Quiero que calles, y que no vuelvas a hablar hasta que a mí así me plazca.

—No. —Elius tenía entonces una sonrisa de impotencia—. No hasta que me prometas que te vas a comportar con ella. Y quiero que lo digas, que salga de tus labios ese compromiso.

—Elius, si dices una palabra más te dejaré fuera de mi corte...

—No te molestes. —Elius se arrancó el broche de cuervo que tenía en su gabardina—. Yo renuncio a ser tu mano. Búscate otra persona que hable por ti, tus palabras ya no me representan.

—Elius, te lo advierto. Si te atreves a irte...

—¿Qué? ¿Qué vas a hacerme? ¿Me matarás como tu padre a sus hermanos?

Elius tiró el broche a los pies de Israem, dando media vuelta y uniéndose al resto del grupo.

Quien no se unió en ningún momento sino que se mantuvo en su escondite en la espesura del bosque, fue el rey.

           Lady Jane se acercó subida en Scar hasta llegar a la altura del grupo de Freya. Con el sol sobre ella, bañando su armadura y revitalizando su espada, Freya parecía digna de ser retratada como el tapiz de una leyenda. Jane pensó que, con el artista correcto involucrado, hasta podrían superar el cuadro de Siderófaga.

Desde la altura de su montura, lady Jane le sonrió. Y la reina no perdió la oportunidad de demostrarle su inconmesurable amabilidad con un cumplido a la cumpleañera.

—Me complace ver que disfruta del transporte público en su cumpleaños, lady Jane. 

La joven bajó la mirada con visible vergüenza, e inmediatamente pidió ayuda a su cuñado para bajarse de la montura del rey.

Se mantuvo recluida un rato, sin interactuar ni parar de mirar en dirección a la reina. No fue hasta que la vio ayudando a Atticus Belasius con su arco y flecha, que decidió unírseles.

—Su gracia, ¿podría hablar con usted?

Freya la miró con un pronunciado arco en su ceja, pero no halló motivos para negarse, así que la acompañó en privado.

—Hermoso anillo, majestad.

Freya miró su mano. Su mirada no decía nada en lo absoluto, y en su expresión había un muro de hielo. Pero su corazón no era inmune a la cólera, ni a la humillación, de sentir que todo el mundo estaba al tanto del origen de esa joya.

—Tal vez el rey le regale uno idéntico, lady Jane —dijo la reina—. Debería sugerírselo.

Lady Jane se mostró todavía más avergonzada.

—Justo por esto le he pedido hablar, majestad. Quisiera disculparme. No disfruto de aceptar, ni alentar, las atenciones del rey. Mucho menos siento paz al ofenderla...

Freya negó levemente con su cabeza, incapaz de creer lo que oía.

—Entonces reconoces ante mí que coqueteas con mi esposo, el rey.

—Majestad... Él es el rey. Más allá de las sugerencias y exigencias de mi familia, le juro que no está en mi naturaleza... todo esto. Pero no puedo arriesgarme a ofender a su majestad una vez ha puesto sus ojos en mí.

Freya exhaló, cargada de ironía.

—No me tienes el más mínimo respeto si vienes ante mí a decir estas barbaridades, buscando lavarte las manos ante lo que pretendes con un hombre casado. Parece que olvidas que yo soy tu reina.

—Quien ha jurado amarla y respetarla, ¿no ha sido él? Creo que enfoca su frustración, y desconfianza, en la persona incorrecta. Empiece por pedirle respeto a su marido, majestad, luego puede jactarse de ser la reina. Con permiso.

Lady Jane intentó escaparse de la conversación, pero la voz de la reina se impuso.

—Detente.

Lady Jane así lo hizo, petrificándose a mitad de un paso. Luego, Freya caminó por delante de ella, dejando atrás a todos los demás.

—No me esperen.

Freya decidió inmiscuirse entre los árboles a paso acelerado, sosteniendo la falda de su vestido para no enredarse y caer.

A medida que avanzaba, el suelo se volvía más irregular, con raíces expuestas y piedras que sobresalían, obligándola a mirar constantemente hacia abajo para no tropezar. La sensación de desolación y abandono era palpable, como si el bosque reflejara las emociones de Freya.

Perdió la noción del tiempo y el espacio, adentrándose en las profundidades del bosque hasta casi rozar la frontera. Pese a la sensación de desorientación, confió en que sabría cómo regresar. Después de todo, en su tiempo como caballero recorrió el bosque congelado hasta perderle el temor a la naturaleza.

Pero no había dejado de temerle a lo desconocido.

Un aullido la paralizó.

¿Qué había hecho? Estaba sola, aislada, sin nadie que supiera su paradero o pudiera defenderla en caso de una emboscada, o...

Desenvainó su espada, adoptando una posición firme y defensiva.

Su corazón parecía latir desde la mariposa en el cinturón de su vestido: el broche que le obsequió su hermana.

Frente a ella, se bosquejaba la figura de un león dorado. Lentamente, la criatura movía sus patas en su dirección, sin quitarle la mirada de encima.

Entonces se desnudaron sus alas. Velludas y despeinadas, llenas de tajos y restos del bosque.

No era un león. Era un gripher salvaje.

«Gracias, Ara», pensó Freya. «Esto era justo lo que le faltaba a mi día».

Aunque no me corresponde a mí desvelar las intenciones de las estrellas, aquellas que estaban al tanto del acontecimiento parecían pensar que, de hecho, al día de Freya no le vendría mal una emoción semejante.

Con una mano delante en un intento inútil de contener quién sabe qué, Freya le habló al gripher:

—Tengo amigos que se parecen mucho a ti, por favor no me lastimes...

La voz de Freya pareció detonar la parte más primitiva de la fiera, que con un rugido se lanzó hacia ella.

De todos modos, ¿qué esperaba ella? Si su supuesto grupo de amigos griphers está conformado únicamente por Scar, y es la misma criatura que le fracturó el cuello nada más conocerla.

Freya no corrió. Lanzó su espada a desplazarse por el suelo y rodó hacia adelante sobre su cabeza, dejando que la bestia pasara por encima de ella sin esperar la maniobra tan arriesgada.

Freya aterrizó junto a la espada y la tomó, recuperando su posición en guardia.

Nunca se destacó como caballero, pero Deneb tenía estándares demasiado altos para su guardia. Confiaba en no ser tan pésima como para morir ahí, sola, enojada y sin poder vengarse del imbécil de su esposo.

—Por favor —insistió mirando a la criatura. La verdad es que no quería tener que hacerle daño. Había visto sangrar a Scar, y aunque el desgraciado no le agradaba, tampoco lo había disfrutado—. Insisto. No he de tener muy buen sabor, lo juro. Ni mi marido quiere comerme.

Las alas del gripher se desplegaron, creando un viento que hizo temblar las hojas y levantó una nube de polvo. El león avanzó, sus garras afiladas dejando marcas profundas en el suelo del bosque.

Freya no retrocedió.

«Ara, perdóname por esto, pero no puedo morir».

Cegándose a la conciencia, se lanzó hacia adelante, su espada trazando un arco brillante en el aire.

Garras y espada chocaron, y el impacto resonó como un trueno que lastimó sus dientes.

Nunca había considerado la magnitud de la fuerza de esas criaturas, incluso teniendo en cuenta que se fracturó el cuello solo por el aterrizaje de una.

Evitando el duelo de fuerza entre sus garras y la espada, el gripher voló sobre ella y aterrizó del otro lado.

Y ahí comenzó a atacar, lanzando dentadas y zarpazos indiscriminados, su naturaleza salvaje sentándose en el trono de sus instintos.

Por mucho que Freya quisiera evitar el conflicto, al igual que una inerte mariposa una vez es molestada, se encontró sin más opción que reaccionar.

Acostumbrada al peso de la armadura, se movía con agilidad al esquivar los ataques. No buscaba la ofensiva aunque tuviera la oportunidad, porque tan solo el concepto de dolor, e imaginar que podía causarle herida semejante a la criatura, le resultaba nauseabundo.

Incluso siendo atacada, soportando rasguños y temibles gruñidos que la hacían trastabillar desde los cimientos, en medio de una batalla a desgaste que estaba destinada a perder, no opacaba la plegaria de su corazón: en la medida de lo posible, anhelaba evitarle el sufrimiento al gripher.

Pero estaba subestimando a la bestia. En medio de una de sus evasivas, la criatura abrió sus fauces y se encajó en el costado de Freya.

—¡NO!

El alarido de dolor fue incontenible por la letalidad de la mordida. Y aunque la armadura protegió a Freya de que los dientes penetraran en su piel, tal era la fuerza en las mandíbulas de la bestia que el oro se estaba combando. Uno de los ornamentos se había fracturado y lentamente se clavaba en su piel.

Freya jadeó, cerrando los ojos e intentando contener el dolor. Pero sabía que solo era cuestión de tiempo hasta que la mordida de la criatura ganara.

Inspirando profundo, alzó la espada con sus dos manos y con toda la fuerza de su miedo, ennegrecido con la agonía, blandió un golpe que le arrancó las alas al gripher. El tajo los bañó a ambos de un diluvio de sangre, y al bosque con el rugido enlutado de la bestia.

Freya cayó al suelo mientras el gripher se retorcía en su lamento, incapaz de procesar lo que había sucedido a su cuerpo. Miraba las alas del suelo como si fuera un animal terrorífico, mientras la sangre corría manchando su pelaje dorado.

Freya se sintió inhumana, maldita incluso. No pensó en ningún momento que, incluso imprimiendo toda su fuerza en aquel tajo, le causaría más que un rasguño a la bestia para que la soltara.

Había sido el momento idóneo para escapar, con el animal desorientado e incapacitado. Pero ella estaba tan horrorizada y arrepentida, que compartía su estupor.

Fue cuando el gripher pasó del dolor a la venganza, y se abalanzó sobre ella, derribándola al suelo. La espada de Freya cayó a unos metros de distancia, y la criatura aprovechó para inmovilizarla con sus garras.

En ese momento, Freya sintió el aliento, cálido y desbocado, en su rostro.

—En serio lo lamento.

Con un esfuerzo supremo, logró liberar una mano, arañándose con las garras la parte de su brazo que solo era mangas, y así sacar el broche oculto en su cinto. Con precisión, lo clavó justo en el costado del gripher, que rugió y retrocedió.

Se arrastró en retroceso, respirando con dificultad, creyendo que la batalla había terminado. Pese a su agotamiento, no entendía cómo había aguantado tanto. Parecía tener más energía de lo normal, reaccionando a la adrenalina como si fuera carbón para su incendio.

Se volteó para recoger la espada justo cuando el gripher, con su último aliento, lanzó un ataque desesperado. Sin tiempo para reaccionar, Freya jadeó y cerró los ojos.

No vio lo que sucedía, no ella.

Ocurrió en la fracción de un segundo, en la eternidad de un instante cósmico.

Del bosque emergió una bandada de mariposas, todas chocando contra la espalda de Freya como abejas a la miel. De aquel cúmulo de insectos, emergió una forma. Se agruparon en un orden instintivo con el efecto visual de parecer alas para la reina. Alas hechas de alas que se movían en disonancia, pero trabajan en armonía. Toda esa bandada de mariposas brillantes aleteó hasta levantar del suelo justo a Freya, arrastrándola unos pasos hacia atrás a tiempo para evitar las garras del león.

Freya abrió los ojos al sentir el tirón de la gravedad, pero ya estaba de nuevo en el suelo, y las mariposas formando una nube dispersa sobre ella.

Con una última mirada, el gripher sucumbió a la pérdida de sangre, cayendo frente a sus ojos.

Freya se arrodilló y agradeció al destino que apostó por ella, mientras pedía paz para la criatura a la que acababa de dejar sin vida.

Algo más sucedía a su alrededor. Podía sentirlo en la inquietud de su piel.

Se levantó, dejando atrás el cadáver del gripher.

No había avanzado mucho cuando lo vio, aunque a distancia. Una segunda criatura que pasaba volando sobre los árboles, un destello de plumaje blanco y gigantescas alas que parecían cubrir el cielo y su eternidad.

Freya se preparaba para una segunda emboscada cuando una sombra atravesó el viento a una velocidad inexplicable, y la arroyó con tal fuerza que terminó pegada al tronco de un árbol.

«¿Hasta cuándo, Ara?», se preguntó con ironía.

Pero no era a Ara a quien tenía al frente.

Era el hombre con más enigmas y pecados alrededor de una sonrisa.

La adrenalina volvió a explotarle en el pecho a Freya al reconocerlo.

El mechón blanco de su cabello ondeaba con el viento, golpeando ligeramente el rostro de Freya, manchándose con las salpicaduras de sangre.

Una de las manos del hombre sostenía con firmeza el cabello de Freya, evitando que fuera capaz incluso de esquivar su mirada. La otra mano estaba libre, pero pronto la aferró a las mejillas de la reina.

Había ido a amenazar, no a saludar.

Tal vez, hasta había improvisado demasiado la visita, porque no se molestó en llevar la máscara.

—¿Dónde está tu doncella? —interrogó.

—¿Qué doncella?

El enmascarado ajustó la fuerza con que sostenía su cabello, para demostrarle que no había ido a jugar.

Freya estaba sola, agotada y vulnerable, arrinconada por el asesino más buscado de todo Jezrel, o al menos el más temido, y que ya la había marcado para volverse su pesadilla.

Entendía que no debía ser impertinente ni jugar con la paciencia del hombre.

—No sé dónde está —contestó.

—Desapareció, entonces. De la nada y sin dejar rastros. Si tú o tú desgraciado marido atrevieron a tomar la vida de Eva...

Freya negó repetidas veces. Ni siquiera se sentía intimidada, simplemente entendía la desesperación. Un rasgo de empatía, aunque irracional, predominó en ella.

—No miento, lo juro. No sé dónde está, pero sí sé que está a salvo. Huyó por su propia voluntad y para su refugio.

Él frunció el ceño. No confiaba con facilidad, pero no sentía ninguna inclinación a tomar las palabras de Freya por mentira. Lentamente fue cediendo la presión en el agarre sobre el cabello de ella, a medida que la ira y desesperación se aplacaban. Bajó la mano hasta dejarla reposar sobre la nuca de ella.

En cambio, la otra mano empezó a deslizarla por por las mejillas de Freya, la segunda Cygnus y ahora reina de todo Jezrel. La sintió tensarse y contener el aliento, y en reflejo su propio cuerpo reaccionó, aunque de manera menos notoria.

Deslizó sus dedos por el rostro de Freya con una mezcla entre la tentación y la curiosidad, regando las salpicaduras de sangre por la piel tersa. Y al llegar a la comisura de sus labios, mantuvo la distancia, sin avanzar, aunque la atención de sus ojos se estacionó ahí, en esa boca entreabierta.

—No me temes —señaló él en un murmullo que se llevó el viento hasta los vellos de ella. La mano en su nuca lo aprovechó, jugueteando con esos cabellos más cortos.

Aunque solo la estaba tocando a través del guante, Freya tuvo que luchar en contra del escalofrío. Resistió lo suficiente para negar con la cabeza.

—¿Estás segura de que no quieres gritar por auxilio?

—La única forma de que empiece a gritar ahora es que alguien se aproxime y me descubra tan cerca de usted.

—No es la única forma. Podría mostrarte otras, si así lo deseas.

Freya vio en los ojos del asesino cómo el rojo se intensificaba, tanto como para volverse vino. Ya sea que sus palabras tuvieran un trasfondo violento o de otra índole, no habían sido dichas en broma. Ella había visto esa mutación en otros ojos, una vez hambrientos, lo que la llevó a pensar en si tal vez habría otras similitudes.

—Usted no tiene colmillos, ¿o sí?

El asesino sonrió, una media luna dibujándose en su boca.

—Los tengo en el tamaño estándar, pero lo compenso con las pulgadas de otra parte de mí.

Ella no iba a darle pie una conversación tan desviada, aunque se tratara de una broma.

—¿Cómo? —interrogó ella sin corresponder al comentario anterior.

—Deberás ser más específica.

—¿Cómo consigues esconderte a plena vista, alcanzarme incluso en los rincones más altos, y desaparecer como si jamás hubieses estado ahí?

Freya no creía que él fuera a responder ni una sola de esas preguntas, pero él con notorio deleite le dijo:

—Por el viento, tu olor, y Mizar.

—¿Qué es Mizar?

—«Quién», hermosa, no «qué». Mizar es el nombre de mi gripher.

¿La había dicho que era hermosa? Y, de ser así, ¿por qué con tal despreocupación? Como si no le pesara admitirlo, como si fuera natural creerlo y profesarlo en voz alta.

Freya tardó en conscientizarse sobre su silencio. Temió que su rostro reflejara su desconcierto.

—A menos que me digas que eres incapaz de mentir, no creo una sola palabra que salga de tu boca —dijo ella.

—Freya, algunos decimos la verdad solo porque escogemos hacerlo.

Él sabía, y ahora Freya sabía eso. A menos que fuera mera coincidencia... Podía preguntar. Sintió que, si lo intentaba, podría sacarle información al asesino. No parecía propenso a guardarse nada.

Freya, inconsciente, se estuvo echando tanto hacia atrás en medio de sus nervios que acabó tropezando y casi cayéndose a un lado del tronco. Fue solo un instante de torpeza, porque el brazo del enmascarado sostuvo su cintura.

Ella lo miró, agitada y, para su sorpresa, no desagradecida.

Él se quedó mirándola, sus ojos ligeramente entornados en su escrutinio.

—Ya no ocultas tu rostro —dijo ella.

—Ya me has visto sin la máscara, no hacía falta que la usara otra vez contigo.

—Entonces sí eras tú. En el banquete... —El enmascarado la ayudó a enderezarse, poniéndola de pie otra vez contra el árbol—. ¿Por qué? Eres fácil de reconocer. Ni siquiera ocultaste tu cabello...

—Precisamente, la idea era que me reconocieras. ¿Por qué ocultarme?

—Pero...

Él río por lo bajo.

—Creo que tienes una idea formada de mi profesión, y reputación, basada en la frecuencia con la que te visito. No suelo dejar sobrevivientes, Freya. Lo único que se sabe de mí, es lo que quiero que se sepa: la máscara, y la pluma como firma.

Freya tragó en seco, pero él no sintió su miedo. Porque no era eso lo que sentía.

—Pero Israem te ha visto, podría reconocerte...

—Qué linda eres cuando rebosas de tu ingenuidad.

Ella no se detuvo en esas palabras, las dejó pasar junto al viento y repuso:

—Quiero saber. De los mensajes, quiero saber por qué, y qué significan.

—Hoy... —Él la miró con ojos entornados, primero con algo de recelo, que pronto mutó en una sonrisa apenas contenida—. Hoy pareces querer hablar. ¿Te he hecho falta? De ser así, me disculpo. Estaba ocupado sintiéndome ofendido.

—No es de mi incumbencia lo que hagas o sientas —reaccionó ella, tal vez extrapolando las palabras del enmascarado a su relación con Israem—. Naturalmente quiero hablar. Tengo preguntas.

—Si acepta tomar un paseo en barco conmigo, le respondo hasta el origen del universo, mi reina.

Ella se rio con cinismo, al borde de una carcajada.

—No saldré con usted ni a tomar el aire.

—¿Y qué es lo que hacemos entonces, Freya?

Freya puso su mano contra el pecho del enmascarado, y aunque su intención era empujarlo, la estática insólita de la fricción entre ambos la dejó paralizada. Con la boca entreabierta, miró al asesino, como si naufragar en sus ojos le daría la respuesta.

Él se inclinó más cerca de ella, su cuerpo presionándose más contra la mano, para susurrar:

—Hoy no parece preocuparte que él pueda olerme en ti.

—Si eso lo hace enojar, en cierta medida hasta lo deseo.

El asesino formó un arco en su ceja.

—Si lo que quieres es molestar a Israem tengo en mente mejores partes de ti que podría tocar.

—Ni siquiera se atreva a soñar con ello.

—Qué tarde me ha llegado la advertencia...

Ella le dio tal puñetazo en el pecho, que él siseó de dolor. Había impactado con fuerza en su esternón, y la armadura se enganchó a la gabardina color burdeos qué él usaba.

Él era un rufián, pero la delicadeza de sus manos al tomar la muñeca de Freya mientras se reía del golpe y desenganchaba la armadura, a ella le pareció digno de una nobleza superior.

—No deberías seguir golpeándome.

—Ni usted siguiéndome.

«Mientes...».

Y él parecía saberlo, porque, con el rostro enfocado en el trabajo de sus manos, alzó la mirada hacia Freya, su ceja en un arco inquisitivo, la medialuna en sus labios una burla a su ternura.

—Nukey.

—¿Qué maldición es esa?

Él sucumbió a una risa cargada de chispas contagiosas antes de contestar.

—Mi nombre, su majestad. Se lo dejé en el libro.

—Su... nombre. Pero... ¿Por qué escribirlo al revés?

Él se encogió de hombros, pero ella no le creyó su indiferencia.

Entonces abrió sus ojos anonadada, y su boca perdió la curva que tenía.

—¿Por qué me ha dado su nombre? ¿En serio me ha condenado? De ser así, me gustaría saber cuánto tiempo me queda antes de que pretenda matarme.

Él puso los ojos en blanco, y limpió la sangre de las manos de Freya con su gabardina.

Luego, se quedó con una sola de esas manos y la examinó, desde la palma hasta la punta de sus dedos. Ahí, todavía lucían frescos los arañazos de las espinas, recuerdos de la noche que ella pasó recolectando las rosas de Israem.

Él se acerca la punta de los dedos de ella a los labios, como si quisiera besarlos.

Pero se quedó mirándola, como esperando alguna instrucción, o insulto.

Al no recibir nada, bajó cada uno de esos dedos hasta llegar al anular, que lentamente acercó a su boca. Rozó la punta con sus labios, inspirando casi tanto como Freya contenía la respiración. Lentamente, introdujo el dedo a su boca y lo deslizó por su lengua. La lentitud del acto le permitía a Freya gritar, huir, maldecir, pero, ¿quería hacer cualquiera de esas cosas? Porque sentir los labios del enmascarado alrededor de su dedo creaba ondas de calor, como un manto de lava que goteaba por su abdomen hacia muy abajo.

Freya sentía su pulso latir en el lugar equivocado de su cuerpo.

Mirándola fijamente a los ojos, el enmascarado mordió el metal de la sortija de Freya y lo deslizó hacia afuera, una sonrisa impía formándose en su rostro.

Con el anillo entre sus dientes, le dijo:

—Si lo pides me la trago, y que lo venga a buscar él si tanto lo quiere.

Freya parpadeó. No daba indicios de entender una sola palabra, o recordar su propio nombre.

Sí. Quería que se tragara el maldito anillo, quería quemarlo y fulminar sus cenizas. Pero no le correspondía al enmascarado liberarla de esa alianza. Era un asunto entre ella y su esposo.

Ella extendió la mano frente a él con la palma hacia arriba, y él depositó con su boca el anillo en ella. Luego, se quedó mirando a la reina.

—¿Por qué me permites tocarte, Freya?

—No sabía que podía poner límites a un asesino.

—Antes que asesino, soy un caballero.

—Muy caballeroso de su parte poner en duda mi honor el día de mi boda.

Una expresión arrogante se alojó en el rostro del enmascarado.

—Con los inútiles defensores que tienes a tu lado, si cualquier otro hubiese luchado en mi lugar, hoy estarías muerta.

—Imagino que debo agradecerle, entonces —espetó ella cruzándose de brazos.

—Con otra de sus bofetadas me daré por satisfecho, mariposa.

—Eres un hijo de Canis.

—Es curioso que lo digas —dijo él, su sonrisa afilándose.

Ella extendió una mano hacia él, tomándolo por sorpresa.

—Ha sido un horror conocerle, Nukey. Espero no vuelva a desear cruzarse en mi camino hasta que se decida entre tomar mi vida y dejarme en paz.

Él estrechó su mano, tomando con total seriedad el saludo.

—Y si decido, majestad, que lo deseo tomar de ti no es tu vida, ¿igual podría visitarte?

—Igual podría irse a la mierda.

Él sonrió, y con una reverencia le señaló el camino para que se alejara, lo cual ella hizo de inmediato.

—Freya.

Ella giró en su dirección. Ahora, él estaba recostado del árbol donde antes la tenía arrinconada.

«Es enorme...».

—¿Sí? —inquirió ella.

—¿Quieres que te lleve?

Nota: AAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH

Ya, me calmé. Ahora díganme ustedes y comenten como si no hubiera un mañana.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro