4 - La religión elementarista
Elidroide daba vueltas por el centro de la ciudad sin tener destino alguno, borracha, zigzagueaba de un lado para el otro y contaba con una gran sonrisa en su expresión. Llegó a una zona bastante animada, con bares y discotecas aglomeradas en unos pocos metros de distancia. Eran las once de la noche, y la gente, ansiosa por reencontrarse y disfrutar, alborotaba las puertas de cada uno de los locales.
La felicidad, el alboroto y la música se dejaba sentir en la distancia. Había jóvenes que bailaban enloquecidos, algunos sin ritmo, otros bebían copas de colores muy extraños para Elidroide. Las luces le cegaban aún más si era posible, se sentía en otro mundo. No lo entendía, los años de estudios que pasó encerrada mientras intentaba comprender a la raza humana no habían servido casi absolutamente para nada.
—¡Hola! ¡Qué haces por aquí!
—Pues... hip
—Madre mía que palo llevas, hija. Soy Rebe. Anda ven, te presento a mi banda.
—¿Qué idioma hablas?
Rebeca levantó una ceja ante la extraña pregunta de la chica, haciendo caso omiso de ella y arrastrando a Elidroide del brazo hacia el interior del club.
—Juan, a tu derecha. Lucía a la izquierda, y Yassine en el centro, como siempre, liándola parda. cuidado con éste que muerde —Dijo en voz baja la última frase en el oído de Elidroide.
La extraterrestre se imaginó al chaval en un ataque mientras intentaba morder a todo el que se le cruzara por el lado.
—¿Cómo te llamas?
—Yo, Elidroide. Tengo 89 años y vengo de la galaxia Atomarviento.
Rebeca volvió a levantar la ceja. Dudaba si se burlaba de ella, o era efecto del alcohol que había tomado. Sin lugar a dudas, aquella joven extraña les ayudaría a hacer la noche muy interesante.
—Jajaja, bueno, lo dejaremos en Eli.
Tras las presentaciones, los cinco fueron a la pista de baile. Elidroide había aprendido varios tipos de danza antes de dirigirse hacia la tierra. El tango, las sevillanas, la salsa, el baile escocés o el hawaiano entre otros, pero de todos ellos, ninguno se asemejaba a lo que ella estaba descubriendo en aquel momento.
—No te preocupes por los pasos, siente la música, disfrútala —le dijo Rebeca.
Bailó sin parar, sin ritmo como aquellos jóvenes, copió algunos de los extraños movimientos y disfrutó del ambiente, se chocaba con ellos en ciertos momentos, saltaba en ocasiones, gritaba en muchas otras. Las luces de colores, el ruido, el movimiento incesante de sombras creadas por los demás chicos y chicas de la discoteca, el humo... se encontraba prácticamente en otra dimensión. Una dimensión creada de manera natural, sin artilugios sofisticados como en su civilización.
Duró horas, el cansancio se cebó con cada uno de ellos, los pies le ardían.
—¿Te apetece acompañarnos a la playa a descansar?
—Nosotros debemos irnos Rebeca —indicó Lucía, señalando a Juan.
—No pasa nada. Vamos, Eli, Yassine. ¡A la playa!
Asintió con ilusión, de todos modos, no tenía otra cosa que hacer, y aún quería seguir descubriendo más detalles sobre aquellos humanos y su modo de vida antes de irse a descansar en la nave.
Sobre la arena, se tumbaron y relajaron al escuchar las olas del mar. En contrapartida al ruido de la discoteca, aquel momento resultaba una melodía relajante con la espuma que burbujeaba en la orilla. Se veía el cielo con su característico color negro estrellado y se percibía una gran parte de la constelación.
—¿Cual es tu galaxia? —preguntó Rebeca, mientras miraba hacia arriba y con algo de burla con respecto a su presentación anterior.
—Aquella, la situada entre la Guaaaau y la Madremía.
Rebeca no pudo aguantar y una gran carcajada le hizo romper el silencio, seguida por Juan, Lucía y Yassine.
—Molas tía. ¿Sabes?, yo siempre he pensado que no estamos solos en el universo, que deben existir otras muchas razas ahí, en el espacio, en medio de toda esa inmensidad, y que desean contactar con nosotros.
—Tienes razón, Rebe, sin duda tú eres la extraterrestre madre —se mofó Yassine—. Aunque veo que ahora tienes competencia.
—¿Qué insinúas?, especie de zombi descarado.
—Yo al menos estaré vivo para siempre, tú te convertirás en polvo estelar.
—¡Te vas a enterar de lo que es polvo, ven acá!
Rebeca se levantó en busca de Yassine. El muchacho, por su lado, huyó como pudo para evitar ser atacado por la chica. Elidroide sonrió, se encontraba bien, contenta. No echaba de menos su hogar, había conseguido nuevos amigos y disfrutaba del descubrimiento de una nueva cultura, aunque no entendía casi nada. Estaba feliz.
Por primera vez desde hace diez años, Marc se preparaba para ir a la Catedral «Nuestra Señora de ConfinaTown» con la intención de escuchar la primera misa del día, a las nueve de la mañana.
Tenía veintisiete años, y vivía con sus padres desde el principio de la epidemia, cuidándolos y protegiéndolos de la mejor manera posible. Su padre, de casi setenta años de edad, sufría de raquitismo, una enfermedad que debilitaba los huesos del cuerpo por falta de calcio y fósforo, lo que lo mantenía muy a menudo anclado a la cama o al sillón, sin poder apenas moverse por sí mismo y hacer una vida independiente; su madre, por suerte, se encontraba en casi perfecto estado de salud, salvando su edad y los típicos problemas relacionados. Sin embargo, siempre necesitaba la ayuda de su hijo para, por ejemplo, apoyar a su padre en cada uno de los desplazamientos o hacer las tareas del hogar, que comenzaban a hacérsele complicadas.
En su familia siempre habían sido creyentes católicos, él incluso llegó a ser monaguillo de la parroquia de su barrio gracias a una muy buena relación conseguida con el cura y encaminando una vida mística; pero el virus, como ocurrió con el resto de habitantes de ConfinaTown, no le permitió llegar a sus objetivos, teniendo que esperar hasta este momento, para el que se había preparado desde su casa. En su cuarto, decenas de libros autobiográficos sobre los diferentes curas de la catedral de la ciudad se apilaban al lado de su cama, y presidiéndola, un enorme crucifijo.
Con un pantalón de pana y una camisa blanca, Marc besó a sus padres antes de salir a escuchar misa. De camino, muchas personas disfrutaban del día soleado en pareja, pero aún con el miedo de ser contaminados por alguien. Se notaba, a pesar del anuncio realizado el día anterior por el alcalde de la ciudad sobre la eliminación del virus en la ciudad, que los ciudadanos habían guardado los llamados «gestos barrera» y se mostraban reticentes a cualquier contacto humano con alguien no cercano a ellos. En algunas plazas había manifestaciones, decenas de personas que se rebelaban en contra de las medidas propuestas por el nuevo ayuntamiento, aún guardando la distancia de seguridad. Se veían carteles de «No al desconfinamiento» «El virus sigue vivo» o «Carlos demisión», mientras que por otro lado, otra marea de personas gritaba frases del tipo «Hemos vencido» o «Viva la Libertad». La población estaba dividida, más que nunca, y ese ambiente se podía percibir en todos y cada uno de los ámbitos sociales.
Al llegar a la catedral, Marc no se esperaba lo que se había creado allí. Recordaba el edificio como algo espléndido y gigantesco, y lo seguía siendo, pero el respeto que se le daba no era el mismo. Otra manifestación se creó frente al templo y, en este caso, contra la religión católica.
—¡Intégrense a la nueva religión, la verdadera! —gritaban en la plaza.
Con algo de rabia contra la gente que realizaba aquella llamada frente a la catedral, que él consideraba sagrada, pero curioso por saber qué nuevas ideas habían surgido entre la población, se apresuró en informarse.
—Hola, hermano.
—Buenos días, díganme, en qué consiste todo esto.
—Desde el inicio de la pandemia, nos hemos dado cuenta de que adoramos al Dios equivocado —explicó el joven, de no más de veinte años de edad.
—Dios solo hay uno.
—Puede, pero no es el Dios idealizado que las religiones clásicas nos hacen pensar, se trata de un Dios más humano, cercano a la población.
—Nuestro padre siempre fue cercano a sus hijos, y nos cuida desde el inicio de los tiempos.
—No pensamos de la misma manera, los elementarios aceptamos las demás religiones, sí, pero dudamos en aquel Dios que no está presente en nuestra vida.
—¿Los ele... qué?
—Los elementarios, es el nombre que hemosacogido aquellos que creemos en los dioses de la naturaleza, como reverencia alDios Corona, que hoy nos ha perdonado. La naturaleza está presente por todaspartes, en todos los momentos de nuestra vida. Nos protege si hacemos las cosasbien y nos castiga cuando pasamos los límites. Este virus es un castigo divino,enviado por los dioses de la naturaleza ante la vida de pecados que llevábamoshace diez años. Los elementarios adoramos a los cuatro Dioses mayores: El Diosdel fuego, de la tierra, del agua y del aire, que juntos conforman el DiosElemental, el de toda la naturaleza que rodea al planeta tierra y con el queestamos endeudados. El Dios Corona se considera un Dios menor, creado por uno ovarios de los Dioses mayores.
Toda aquella información y conceptos eran nuevos para Marc, ¿dioses de la naturaleza? ¿Agua, tierra, fuego y aire? ¿Juntos forman uno? Según recordaba, aquellas creencias provenían de las antiguas tribus americanas y formaban parte de las religiones o dogmas politeístas, que nada tenían que ver con las tres grandes religiones cristiana, musulmana o judía que se imponían entre los humanos desde hace siglos. ¿De dónde provenía toda aquella ola de nuevas creencias? ¿Quién las había comenzado?
—Me gustaría saber, entonces, cómo explican la creación del mundo, en aquel momento no había agua, tierra, fuego o aire
—El Dios Elemental no es ninguno de ellos, y todos al mismo tiempo. Fue él quien eligió estos componentes como esenciales para crear el mundo y todo lo que existe en él, y así pudo componerlo a partir de ellos.
Para Marc no tenía ninguna lógica. «Los humanos no sólo estamos constituidos únicamente de agua, fuego, tierra y aire, somos mucho más complejos. Nuestra sangre, nuestro celebro, los pensamientos e ideas, los sentimientos, el poder enamorarse, o sentir miedo. Todo aquello nos hacía únicos, y no podía formar parte de aquella imagen de mundo creado por 4 únicos elementos» se decía para sí mismo. «No entiendo cómo pueden caer en unas ideas tan primitivas y sin sentido. Todo esto acabará por transformarse en un apocalipsis si sigue así»
Decidió olvidar lo que había escuchado, y dirigirse a las puertas de la catedral, pero justo allí, casi impidiendo el paso a ella, se encontró con un grupo de antiguos compañeros creyentes que le interpelaron.
—¡Marc! ¿Cómo te encuentras, hermano? —Dijo uno de ellos
—¿Bien y vosotros? —En ese momento, el chico comprobó que ellos también hablaban con la gente para informarles de la nueva corriente religiosa—. ¿Vosotros también?
—Hemos abierto los ojos, querido amigo. El elementarismo es la verdadera religión, aquella que prevalece por encima de todas, los huracanes, los terremotos, los tsunamis, la pandemia que hemos pasado y todo aquello que vemos día a día y que nos rodea. Esa es la vía divina que hay que caminar.
Enfurecido, Marc entró en la catedral sin hacer caso a las palabras de sus antiguos compañeros, decaído porque todo aquello se había escapado de la normalidad. Ya no había control, la gente creía en cualquier cosa y seguían como rebaños a unas cuantas personas que, según él, tenían mucha imaginación.
En el interior del templo, apenas una decena de creyentes consiguieron pasar las pruebas de tentación impuestas por Dios. No podía dar crédito a aquella situación, no quería creer que todo aquello estaba ocurriendo realmente. Escuchó el sermón del párroco Don Guillermo, con los ojos cerrados, intentando que cada una de las palabras del cura entraran en su mente y llegaran hasta su espíritu. Vivió aquel momento esperado desde hace tanto tiempo y es que durante el confinamiento tan solo tuvo la oportunidad e realizar los rezos desde su casa.
Al acabar la misa, quedó sentado en el banco, en silencio y sin pensar en nada, tan solo disfrutaba de aquel momento mientras los demás feligreses abandonaban el lugar. Contempló la catedral, presidida por una gran estatua del señor Jesucristo, y se dirigió a él.
—Nuestro señor, protector de esta ciudad protagonizada por la pandemia que hace años se cebó con una gran parte de la humanidad. Hijo del único Dios existente. Sé que me escuchas, nos escuchas siempre a todos, y te lo agradezco con todo mi corazón. Hemos vivido momentos muy difíciles, nada simples y debo confesar que el pesimismo y el temor me llegaron a vencer, pero siempre te he sido fiel y he creído en tu poder. En estos instantes, el mundo está viviendo una situación que nunca antes había vivido y, en cierta medida, eso me llena de rabia e indignación. No sé cómo debo afrontarlo, quiero ayudar para recuperar a aquellas personas que se han desviado en las últimas semanas, pero sé que no es mi deber hacerlo. Por favor, dame una señal en el caso de aceptar mi ayuda, dime si puedo o debo incitar a la gente a retomar el buen camino.
De repente, como si viniera realmente de una señal divina, una ráfaga de viento le acarició la nuca. Él la sintió como si fuera algo que viniera del cielo. Sonrió. La puerta de la catedral se abrió y por ella entró un hombre barbudo, de una edad avanzada y la piel blanca como la nieve. Aquella persona avanzó por la nave central en dirección a la primera banca, donde se encontraba Marc sentado, y se posó al lado del muchacho.
—¡Don Ricardo! ¿Cómo se encuentra?
—Ya me ve, en plena forma —El obispo imponía respeto con su presencia. Mucho más corpulento que el joven, don Ricardo hacía fidelidad a su figura con un traje negro y elegante. Miraba con parsimonia la estatua del cristo crucificado que se presentaba frente a ellos—. Es una belleza, ¿verdad? —dijo mientras observaba la imagen—. Hace tiempo que no he podido contemplarla, durante el confinamiento he venido aquí únicamente para lo necesario, no me parecía correcto disfrutar del esplendor de esta construcción teniendo en cuenta que nadie en la ciudad podía hacerlo. Todos debemos ser iguales ante los ojos de Dios.
—Le admiro, Don Ricardo, yo habría venido todos los días.
—A veces, hay que saber controlar las tentaciones.
—Hablando de eso, me preguntaba... Imagino que ha pasado por la plaza de la catedral. Ha tenido que ver lo mismo que yo.
—Exacto, Marc, lo vi. Y lo acepto.
—¿Cómo puede aceptarlo? ¡Ha escuchado aquellos herejes!
—La religión no es algo que se deba imponer, al menos, no es mi trabajo hacerlo. Yo enseño la palabra de Dios, de la mejor manera posible a aquellos que han decidido seguirla. Debe ser una elección propia, personal a cada persona.
—Estoy confundido, Don Ricardo, no sé qué debo hacer. Tengo miedo de que aquella nueva religión tome intensidad y acabe haciendo sombra a la verdadera.
—Solo Dios sabe lo que hace, los humanos debemos aceptar su verdad, quizás, nos envía esas creencias para hacernos más fuertes en el futuro o quizás, lo haga para darnos un escarmiento y castigarnos por nuestros pecados. No lo sé. No sabría decírtelo, pero hay que hacerle confianza.
Marc pensó en las palabras del obispo, tenía razón, pero no se quedaría tranquilo si no lo intentaba, valdría la pena, lo hacía por Dios. Tras despedirse de Don Ricardo, Marc volvió a pasar por la plaza de la catedral, aquella repleta de creyentes en la nueva religión, con la intención de intentar convencer a todos aquellos que habían cambiado de vía para volver a la del cristianismo. Tomó aire, cerró los ojos.
—¡Marc! —Era Elvira, su mejor amiga de infancia—. Sabía que estarías aquí, ven, por favor, te quiero presentar a unos amigos.
Pensando que quizás podría ser otra señal divina, Marc siguió a la joven para conocer lo que ella quería enseñarle. Atravesaron la plaza, y fueron hacia un local situado un par de calles más lejos, se trataba de un garaje completamente vacío, con tan solo unas cuantas sillas plegables arrinconadas en una de las paredes. En el interior, una decena de personas los esperaban mientras hablaban.
—Buenos días hermanos. Creo que todos vosotros conocéis ya a Marc.
El chico dudaba de lo que pretendían todas aquellas personas, con edades no muy alejadas de la suya, metidas en aquel garaje desolado, y a las que, a pesar de lo que Elvira decía, él no conocía en absoluto.
—Desde hace varios días, antes incluso de que el alcalde de ConfinaTown declarara el final de confinamiento, estos jóvenes y yo nos hemos juntado aquí para realizar nuestras plegarias.
—¿Os estáis escondiendo para rezar?
—No exactamente, hemos descubierto gracias a Lucas, el de las gafas en el fondo, que el párroco de la catedral va a aceptar ofrecer el templo a las personas de culto elemental. Nosotros estamos aquí para impedirlo, vamos a retomar el control del cristianismo y defenderlo como podamos.
—¿Qué? No entiendo nada.
—Hay otros grupos como nosotros, planeamos ir mañana por la mañana a la catedral y asentarnos allí, impedir esa ofrenda que, sin duda, creará actos de paganismo.
—¿Queréis hacer una manifestación en el interior de...? ¡No! —sentenció—. No formaré parte de ese atentado contra la tranquilidad del templo.
—Te necesitamos, muchos te conocen en el ConfinaTown por tus labores con el párroco, te seguirán. Podremos recuperar el cristianismo tal y como lo conocemos. Marc, confiamos en ti, nadie más puede ayudarnos a hacerlo.
—¿Os dais cuenta de lo que me estáis pidiendo?
—Piénsalo, consúltalo. La cita será mañana a las 9h00. Si tu no vienes, perderemos a alguien que nos podría dar mucho valor y confianza en el acto.
Marc salió del garaje con la con sus pensamientos alterados. ¿Debería ir?, dudaba. ¿Debería hacer confianza a aquellos chavales que le esperaban con ilusión?. ¿Qué daría él que no pudiera dar cualquier otra persona?
Pasó todo el día dándole vueltas a aquella idea descabellada que le habían metido en la cabeza. Mientras ayudaba a su madre con la cocina, mientras limpiaba. No había momento alguno en el que no pensara en ello. Por un lado, dudaba que hacer un asentamiento en la catedral de la ciudad fuera la manera más adecuada para conseguirlo. Era la casa del señor. Sin embargo, le alegraba saber que había gente, al parecer bastantes personas, como él, dispuestos a proteger su religión pese a la situación actual. No podía dejar profanar el templo bendito, y si no tomaba medidas era lo que iba a ocurrir.
Por la noche, ya en lacama, rezó como de costumbre pidiéndole a Dios ayuda y preguntándole qué debíahacer. Sin esperanza de encontrar una respuesta, aceptó que la decisión debíaser tomada por él mismo. Se durmió.
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