12 - Biólogo marino
Adrián zarpó desde el puerto de ConfinaTown muy temprano en la mañana, rumbo al archipiélago confinatino, un conjunto de más de cincuenta islas situadas a apenas treinta kilómetros de la ciudad en el que la más grande era de tan solo tres kilómetros cuadrados. Utilizaba un pequeño velero propiedad de su padre que le había sido prestado durante la época del confinamiento para poder realizar sus estudios marinos. Gracias a su identificación como investigador profesional, el joven de veintiocho años tuvo la posibilidad de moverse a su antojo durante los diez años pasados. Adrián se había especializado en la rama de biología marítima, tomando como campo de investigación el archipiélago perteneciente a la capital del reino, uno de los que más llamaban la atención a nivel internacional dada la cantidad de especies aún sin identificar que albergaba y, lo más importante, porque era el protagonista de la leyenda de las escamas doradas.
Desde los albores de la humanidad, miles de leyendas acerca de la existencia de las sirenas se han propagado por todo el mundo: Algunos pescadores han asegurado haber sido embrujados con sus cantos tras intentar capturarlas; otros muchos mitos cuentan que estos seres se vuelven de piedra nada más salir del agua; en ocasiones se cuenta sobre algunas sirenas que han podido generar pies para encontrar a sus amados marineros, sin posibilidad de volver a recuperar la tan reconocible cola que les representan. En el caso del archipiélago confinatino, existe otra leyenda, no mucho menos importante que las anteriores pero igual de inverosímil por el hecho de no existir pruebas tangibles. Se trataba de la existencia de las famosas escamas doradas, unas diminutas placas generadas en la cola de las sirenas y que tienen una pureza de veintitrés quilates, lo que viene a ser casi oro puro.
El joven biólogo quería demostrar todo lo contrario, que aquel elemento tan preciado existía, y no abandonaría su objetivo hasta encontrar, aunque la vida le fuera en ello, al menos un trozo de una escama dorada de sirena y ya que estaba, si podía conseguir encontrar un ser vivo aún no identificado o conocido sería perfecto para sus objetivos profesionales y adquirir aquella notoriedad que tanto necesitaba para financiar sus proyectos.
Cuando llegó a la primera isla por orden de cercanía a la ciudad, llamada Mickey mouse, Adrián amarró el velero a uno de los mástiles que se encontraban disponibles para ello. No había muchos, en general dos para las islas más grandes y uno solo para las pequeñas, y en esta ocasión, no se veía ningún otro velero por los alrededores. Cada uno de los islotes del archipiélago estaba bautizado con los distintos nombres que formaban los personajes Disney. Las más grandes : Elsa, Mufasa, Ariel o Mickey Mouse eran a su vez las que formaban los cuatro puntos cardinales y entre ellas se situaban todas las demás. Como en general había poca distancia entre las unas y las otras, se habían dispuesto algunos botes individuales anclados en la playa de cada isla para poder desplazarse entre ellas.
Adrián conocía Mickey Mouse como la palma de su mano, cada palmera, cada roca que había en su interior, e incluso reconocía a algunos de los animales que habitaban en ella por un mote que él mismo les había dado. Era la que más le gustaba, por ser la más antigua e interesante de todas en materia geológica; Elsa era la más inestable meteorológicamente hablando; luego estaba Mufasa, siempre soleada y casi desértica; por último, Ariel, situada al este del archipiélago, era la que más le interesaba de todas, puesto que era la única que había sido señalada en avistamiento de sirenas.
Tras inspeccionar, como siempre lo hacía, un poco de tierra sacada del centro de la isla Mickey Mouse, utilizó una de las barcas para dirigirse a Ariel junto con su gran caja de utensilios preparados para recoger muestras, verificarlas y hacer pequeños experimentos si existía la necesidad. Para llegar desde Mickey Mouse hasta Ariel, Adrián tenía que rodear otros islotes, puesto que cruzaba por el centro del archipiélago. Se trataba de la ruta más segura, dado que le permitía quedar en interior, y no en mar abierto.
Mientras se encontraba a mitad de camino, el mar comenzó a encresparse. No era normal, en aquella zona, la superficie del agua debería de estar completamente llana, dado que las olas solían ser cortadas por las islas exteriores.
Varios tentáculos salieron del agua para rodear al biólogo y, tras ellos, la cabeza de un enorme pulpo gigante que hacía como cinco veces el tamaño de la pequeña barca que intentaba a duras penas mantenerse a flote.
—¡El Kraken! —se asombró Adrián.
Tras unos intensos e interminables segundos para el joven, aquel animal considerado mitológico volvió a sumergirse poco a poco en las profundidades, mientras dejaba a Adrián con la boca abierta y pensando en lo que acababa de contemplar.
Había escuchado innumerables historias sobre el Kraken. La más importante era sobre su misión de proteger a las sirenas y tritones. Se decía que el octópodo vivía en las zonas cercanas a donde se establecían las estos seres para evitar cualquier intrusión no deseaba. Sin lugar a dudas, ellos se veían beneficiados por la seguridad que daba tener un guardián de tales dimensiones y, según se contaba, el animal veía su vida alargada eternamente gracias a los poderes curativos de sus ahijados.
Una vez que asumió la experiencia vivida, Adrián decidió tenderse en la barca, sobre la lona que cubría la popa de la misma. Un pequeño gruñido de dolor se escuchó de entre la tela. El joven dio un pequeño salto del susto y se incorporó de un golpe, apunto de perder el equilibrio al hacer balancear ligeramente la barca. Tras observar el bulto escondido intentó adivinar de qué se trataba, Adrián se acercó poco a poco para retirar la cubierta.
Sus párpados se abrieron por completo. El joven biólogo no podía creer lo que se le presentaba, por segunda vez consecutiva en el mismo día, delante suya. Asustada, con marcas y ensangrentada, muy débil e incluso sin capacidad para moverse lo más mínimo, una sirena se acurrucaba entre las lonas de la barca.
Era preciosa a los ojos del biólogo, blanca como la nieve, con un pelo rojizo vivo y ondulado que destacaba sobre su cuerpo, desnuda hasta el ombligo y cubierta con una cola brillante de color azul-verdoso a partir de él.
Adrián vaciló durante un momento, no sabía muy bien lo que sería adecuado hacer con la figura que se encontraba frente a él. Con la intención de buscar un lugar más estable, el joven se dirigió a la isla más cercana a su posición, Nemo. Con algo de más de esfuerzo que de habitud, su cuerpo enclenque no estaba preparado para tirar de más de un pasajero con él, Adrián encalló la barca en la orilla de la isla. Habían pasado varios minutos desde que aquel cuerpo mitad humano mitad pez salió del agua, así que decidió que lo primero sería humedecerlo un poco. Inundó como pudo la embarcación y se quedó observando minuciosamente la figura que le acompañaba.
La sirena, que estaba dormida, abrió los ojos con timidez, y, al ver a Adrián, quiso arrastrarse asustada hacia el mar. Pero su cuerpo magullado se lo impidió.
—Tranquila. No quiero hacerte daño, solo intento ayudarte —dijo con la voz más pausada que pudo.
La sirena se acurrucó todo lo que pudo en ella misma, temblaba y sollozaba casi sin control, estaba desconcertada y no sabía qué hacer. El joven, por su lado, abrió su caja de utensilios intentando buscar algo. Se trataba de una especie de pinza metálica.
—¡No te me acerques!
—No te preocupes, solo es... ¿Hablas mi idioma?
Nada más salió de sus labios, la joven temía haber metido la pata.
—Me llamo Adrián. Esto que tengo en las manos es un simple utensilio que quiero utilizar para sacarte ese anzuelo que tienes clavado. ¿Me permites?
Poco a poco para no asustarla, el joven se acercó a una parte de la cola escamada que no estaba sumergida, intentando temblar lo mínimo posible, y, tras un pequeño forcejeo que apenas notó la paciente, consiguió retirar el anzuelo.
—¿Lo ves? Puedes hacerme confianza. Soy biólogo marino, mi trabajo es cuidar a todos los seres vivos que albergan estas islas. Si... no me equivoco, intentabas escapar del Kraken. ¿Cómo te llamas?
Sin dirigirle la palabra, la criatura marina acarició con su mano la zona herida. Dudaba de las intenciones que tenía aquel chico, pero, sin más remedio que aceptar su destino y haciendo una comparativa con el Kraken, decidió responder:
—Maya. Las sirenas hablamos todos los idiomas y nos comunicamos con todas las criaturas existentes —dijo de la manera más ruda que pudo.
Adrián quedó con la boca abierta, sus ojos volvían a brillar. En todos los años que llevaba trabajando como biólogo marino había descubierto piedras fósiles que albergaban la marca de animales extintos, había conseguido descubrir a media centena de animales no conocidos por la ciencia, muchos de ellos microscópicos y había estudiado la historia a través de las diferentes capas de sedimentos que se acumulaban en las islas confinatinas. Pero ninguno de esos avances que consiguió lo podía comparar con todo lo que había descubierto en aquel día. Dos seres mitológicos, jamás constatados por el ser humano, se presentaron ante él. El Kraken, y una sirena. En cuanto al cefalópodo, no pudo obtener pruebas de su existencia, aparte de lo que vio, pero debía conseguir algo propio de la ninfa para así poder convertirse en el investigador más excelente del planeta tierra.
—Lo siento, debo irme, no debería estar aquí.
—No te vayas aún, por favor. El Kraken no debe estar lejos. Además, tú estás herida, debo curarte.
—Si solo tuviera una escama dorada...
—¿Entonces es cierto? ¿Existen?
Maya temió haber hablado demasiado. A pesar de que aquel humano no parecía tener malas intenciones, no debía darle mucha información acerca de su mundo.
—Te propongo algo, quédate un tiempo que pueda curarte la herida y luego podrás volver al mar.
Para Maya, como era elcaso de la mayoría de las sirenas, solía ser muy difícil aceptar a alguiendesconocido en su vida. Sin embargo, poco tiempo bastaba tras el primer encuentropara empezar a considerarle parte de su círculo. Se podría comparar con unaarmadura de papel, estaba ahí, la gente la veía y no se atrevían a lucharcontra ella; pero en realidad, una vez se observaba de cerca, se podía apreciarla delicadeza y aceptación de un ser que no haría daño al más diminuto de losseres vivos.
Yassine, Rebeca y Elidroide hablaron sobre sus vidas y personalidad durante largos minutos. Resultaba muy interesante para Elidroide conocer a los humanos, y mucho más si se han convertido en amigos y se trata del único intercambio seguro que tienes en el planeta tierra. La extraterrestre pudo descubrir que su imagen no sería muy aceptada por los terrícolas, y se enorgulleció al haber pensado con anterioridad en los disfraces que podía utilizar para hacerse pasar por uno de ellos. Desde que llegó a ConfinaTown, Elidroide había, como decía Rebeca, «cogido un pedo que lo flipas», o lo que ella definía como reducir de manera notoria el uso de sus cinco sentidos; también había salido de fiesta en una discoteca en la que había conseguido estar en otro mundo gracias a la música y luces, o lo que ella definía también como reducir de manera notoria el uso de sus cinco sentidos; y para acabar, había dormido a la intemperie, bajo un cielo estrellado y el sonido relajante de las olas, o lo que ella definía más bien como aumentar de manera notoria el dolor de espalda.
Se sentía como en casa, a pesar de estar situada a cien años luz de ella, y es que los dos jóvenes le habían acogido de la mejor manera que ella podía imaginar. La extraterrestre dedicó un tiempo a explorar el piso mientras Rebeca y Yassine lo organizaban un poco. Era espacioso, se encontraba en una séptima planta por lo que tenía vistas a la mayor parte de la ciudad, y el interior estaba decorado con miles de figuras y posters de anime. Elidroide recordaba la reacción de los chicos cuando descubrieron el interior de su nave espacial, pero ella tenía la impresión de encontrarse en la misma situación en aquel momento.
—Me gustaría descubrir algo más sobre vuestra cultura y vuestro mundo. ¿No os gustaría salir un poco?
Rebeca se asomó por la terraza, decenas de policías acordonaban la zona sin dar acceso al exterior. Cabizbaja, y algo pesimista, la chica explicó a Elidroide.
—Todos esos policías que se ven ahí abajo están buscándote a ti. Si salimos y nos acercamos a ellos, estaremos perdidos.
—En ese caso simplemente hace falta dejarlos atrás.
—Es un poco más complicado de lo que parece, Eli —siguió Yassine—. Han creado un cordón policial, lo que significa que alrededor de un perímetro acordado, existe una especie de barrera que nadie puede traspasar sin dar explicaciones.
—¿También vigilan el cielo?
La pregunta dejó a los chicos con las palabras en la boca. Mientras Elidroide miraba el horizonte sin importarle lo más mínimo el ajetreo que se había creado en las calles cercanas al edificio, Rebeca y Yassine intercambiaban miradas de interpretación tras las palabras de la chica extraterrestre.
—Creo que no hemos entendido muy bien lo que has querido decir —preguntó Rebeca al fin.
Elidroide se acercó sin temor a la barandilla del balcón. Los chicos, asustados, hicieron amago de retenerla pero ella sacó una vez más la extraña piedra negra que ya había utilizado en una ocasión para teletransportarse. Tras observar el objeto sin apenas pestañear, Elidroide lo agitó de manera brusca. En esta ocasión no fue un sonido lo que salió de la piedra, sino una especie de explosión de luz verde que se expandió ligeramente para mantenerse al crear una esfera de alrededor tres metros de diámetro. Asustados por aquel leve estallido, Rebeca y Yassine saltaron para esconderse tras el sofá. Unos segundos más tarde, al ver que no existía un peligro aparente, asomaron de manera tímida las cabezas, curiosos por conocer el resultado.
Yassine temía haber perdido una buena parte de su apartamento, pero al alzar la mirada se dio cuenta de que todo seguía en orden. Elidroide estaba dentro de una burbuja gigante de color verde, sonriendo y apremiando a los chicos para que se introdujeran en ella.
—¿A qué esperáis? No os va a morder.
Los chicos se acercaron poco a poco, con algo de incertidumbre con respecto a la seguridad de aquel cilindro transparente. Rebeca fue la primera en intentarlo. Al principio introdujo la mano, esperando no perderla. Tras unos segundos de terror y algo asombrada por no encontrar diferencia de temperatura al interior de aquella burbuja, se atrevió a meter un pie. La sensación fue algo distinta, era como si pisara una superficie blanda y elástica en lugar del suelo de la terraza. Cerró los ojos, tomó aliento y se lanzó al interior de la circunferencia.
Seguía viva, por suerte. En realidad, sus pies no tocaban ninguna superficie, sino que levitaban a algunos centímetros del suelo. Podía respirar, sin ningún problema, pero el sonido, la visión e incluso la atmósfera parecían algo distorsionados. Se sentía protegida, aislada del mundo exterior. Al contrario de lo que podría haber pensado en un principio, estar en aquel lugar le daba buenas sensaciones. Yassine actuó de la misma manera. Exclamando un gran «Wow» una vez en el interior.
Con un leve gesto de cabeza, Elidroide alzó la burbuja con los tres en el interior, y unas macetas que también se encontraban dentro. Se elevaron por encima del edificio para dejarlo a varias decenas de metros por debajo de ellos. Los dos jóvenes se abrazaron con fuerza para evitar una caída que, si no fuera retenida por aquel círculo mágico, habría sido inevitable. Pudieron ver el cordón policial bajo sus pies, detrás de ellos, el parque central de ConfinaTown con el enorme óvalo negro que venía a ser la nave espacial de la extraterrestre. Observaron también la playa en la que durmieron la noche anterior, así como todos los lugares emblemáticos de la ciudad.
—Eli, me gustaría pedirte algo.
—¿Sería posible llevarnos hacia las nubes?
Elidroide no digo nada, tan solo hizo subir más a la burbuja verdosa hasta llegar a algunos cúmulos dispersos en el cielo. Se trataba de un espectáculo que jamás habían observado tan de cerca. Tenían la impresión de poder tocar la nube, pero ésta se deshacía a medida que ellos la traspasaban. El aire a esas alturas sería escaso y los jóvenes tendrían muchas dificultades para poder respirar, pero aquel círculo verde creado por la piedra parecía poseer una atmósfera totalmente independiente de la exterior. Mientras realizaba una especie de danza entre las nubes, Elidroide dibujaba un zigzag que deformaba con dulzura el cúmulus. Los tres tenían los ojos acuosos al ver tal espectáculo. Algunos pájaros volaban alrededor suyo y les acompañaban en su viaje.
—De verdad. Tenéis un mundo precioso, deberíais de estar orgullosos de ello —comentó Elidroide, también con algunas lágrimas brotándole de los ojos.
—Creo que no todo el mundo se da cuenta de ello, Eli. Mucha gente lo destroza incluso de manera voluntaria —respondió Rebeca con mirada triste.
—Una lástima.
Tras varios minutos de planeo en los aires, la bola cristalina bajó para aterrizar en una calle céntrica de la ciudad donde apenas había transeúntes. Tal y como había aparecido. La Burbuja verde se desintegró con una ligera implosión y la extraterrestre volvió a guardar la piedra negra en su bolsillo de marinera.
—Sin lugar a dudas esa piedrecita tiene muchos secretos que contar... —dijo Yassine.
—No creo. Hasta el día de hoy no ha dicho ni una palabra.
Yassine y Rebeca volvieron a reír con una fuerte carcajada. Les costaba adaptarse a aquellas respuestas tan sinceras de la alienígena.
—¡En marcha!, quiero conocer vuestra cultura.
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