PARTE ÚNICA
Caigo, y el suelo se rompe en pedazos debajo de mi cuerpo. Abro grietas, expandidas en forma de raíces alrededor de mí. Las puntas terrosas hacen arder la piel expuesta de mi espalda, mi cráneo rebota contra una roca que resistió el impacto de mi peso y no se quebró. De mi armadura despedazada gotea sangre, no hay lugar en donde no tenga cortadas profundas. Todas mi extremidades se sienten desgastadas, y cada latido de mi corazón me deja un poco más débil.
Muerdo un alarido al ser presionado hacia abajo, empujado por otro puñetazo mortífero de mi contrincante. Cada segundo de este enfrentamiento es inútil para mí, no soy rival para el indestructible demonio rosado. El reiterado recordatorio de mi inferioridad duele más que cualquiera de los ataques sanguinarios que he recibido de su parte.
Puedo escuchar la carcajada malévola y petulante del pequeño Buu frente a mí, crispándome los nervios, pero mi cabeza colgada hacia atrás me impide verlo. En cambio, cuando abro los ojos, en mi nebulosa vista alcanzo a distinguir tu figura. Tus brazos están elevados hacia el cielo azulado, sosteniendo en tus palmas una luz de energía que crece a niveles inconmensurables. Sonríes porque comienzas a recibir el poder de aquellos terrícolas que están actuando para proteger la Tierra, tal y como lo has querido, y te ves orgulloso. Sonríes como lo haces siempre, abierto, resplandeciente. Has gastado tus últimas energías y has usado tu cuerpo al límite de desvanecerse, y maldición, Kakarotto, sólo tú puedes lucir poderoso en esta situación.
Sonrío con sangre que rebasa de mi boca y me muevo, crujen los huesos rotos de mis brazos y tiran mis músculos desgarrados. Es absurdo el esfuerzo que hago sólo para burlarme de la expresión atónita de Buu en el momento en que te nota. Tiembla pero sé que no teme, sé que aprieta los puños y estrecha esa mirada de oscuridad infinita sólo porque conseguiste enfurecerlo, lo has desafiado. Conozco el sentimiento, has hecho lo mismo en combate conmigo incontables veces, pero desde aquí, no es otra cosa más que divertido.
—¡Arrójala, Kakarotto! —te grito luego, cuando te veo titubear, cuando ambos nos damos cuenta de lo mismo: tendré que morir, y no es un problema para mí, pero sí parece serlo para ti, que no obedeces mi orden y buscas con tu mirada alguna otra solución, otra alternativa que no existe. Buu no tarda en aprovecharse de tu indecisión, y te maldigo nuevamente.
El bastardo astuto se acerca a mí y me hunde en la tierra con su pie, sabiendo bien que mientras me tenga cerca estará protegido de tu ataque. El potente ardor de su energía maligna escuece en mi piel, ajena y contraria a la mía. Tenso la mandíbula por su peso insostenible sobre mi columna, que se estira y truena, punza a través de todo mi cuerpo. Pero él no puede hacerme bajar la cabeza, y yo no puedo dejar de mirarte.
Kakarotto, no me asesinaste ni siquiera cuando debiste hacerlo. Estúpido, ¿por qué tenías que ser tan obstinado? ¿Por qué tenías que dejarme ir, aún cuando sabías que te perseguiría hasta encontrarte y vencerte, sin importar a quien tuviera que matar en el proceso? Tienes la misma expresión de aquella vez en la que me perdonaste la vida, ignorando la petición enfurecida de tu mejor amigo. Ahora me ignoras a mí, y en lugar de una prometedora alegría detrás de tu determinación, puedo ver un destello del sufrimiento que te provoca tu propia terquedad. Me recuerdas tanto a mí mismo y mi orgullo imbatible. Eso me hace preguntarme hasta cuándo tus decisiones tendrán finales triunfantes, y cuánto de la naturaleza Saiyajin realmente has mantenido contigo. Sabes que lo que estás haciendo te va a costar demasiado caro, y puedes ser muy estúpido, pero incluso tú debes imaginar que no lo valgo, no esta vez.
Me obligas a rogarte por que lo hagas —arrójala, termina con esto, termina conmigo— mientras soportas los ataques despiadados del que fue creado para matar —ya di mi vida, quítamela ahora, sacrifícame y dame valor—. Pero sigues defendiéndome, agonizando por priorizarme. Me alcanza la aterradora comprensión de que no lanzarás la Genkidama hasta que yo me encuentre fuera de peligro, porque para ti no sólo estaría muriendo, sino que tú me estarías asesinando. No es algo con lo que quieras vivir, ¿eh?
Tu decisión es crítica y tu razón es mezquina, porque me resulta imposible huir. Estúpido, sabes que no puedo salvarme. Sabes que no puedes salvarme, y yo entiendo que morirías y arrastrarías millones de vidas contigo por hacerlo. Moriremos todos, entonces. Moriremos y yo subiré al cielo sólo para golpearte.
Algo que aprendí durante los años en los que te he conocido es que la suerte siempre está de tu lado, como todos nosotros. Esta parece ser la excepción hasta que Majin Buu se levanta de un cráter, lleno de coraje, y retiene en sus brazos a su contraparte maligna, permitiendo segundos de provecho al zángano de Mister Satán para apartarme de su lado, liberándote a ti de la aniquilación, y arrastrando mi cuerpo hacia un lugar seguro.
Con mis últimas fuerzas, sostenido por el débil y temeroso agarre del cobarde humano, levanto la cabeza porque prefiero mirarte a ti antes que a cualquier otra cosa. Te encuentro, arrojando tu poder y fuerza por completo sobre aquel que todo lo destruyó. Buu deja su vida para soportarte, libera con un grito infernal un torrente de energía maligna que acumula en sus palmas y amortigua tu ataque. La colisión de sus poderes es magnífica. Él camina hacia ti, forzando en tu contra la Genkidama que intentas pero no puedes controlar. Es lógico, lo único que te queda es la voluntad, y en esta ocasión, no alcanza. Deberías haberte preparado, idiota, deberías haber estado listo para cuando no alcanzara.
Me desespero cuando comienzas a retroceder y golpeo a Mister Satán para que deje de tocarme. Le exijo al hombre que les pida más energía a los humanos, y la osada negativa de Kaiosama hace estallar mis vértebras de frustración animal. Mis propias piernas no pueden sostener el peso de mi cuerpo, y mi corazón no puede contener la inmensidad de mi dolor. La ira me abruma cuando pienso en todos los dioses que jamás respeté porque nunca me dieron razones para hacerlo, los que ahora sólo pueden limitarse a observar mientras tú dejas hasta tu último respiro para salvar el universo que les pertenece. A mí no me importan los seres que dependen de tu victoria, sólo quiero verte ganar. Quiero que sigas con vida. Lo quiero más de lo que he querido dominar los mundos, más de lo que he querido venganza con el tirano que exterminó a nuestra gente y se robó mi dignidad. Más, mucho más de lo que he querido superarte. No tengo tiempo de sorprenderme al notar que se trata de mi más grande deseo.
Entonces mi respiración es demasiado profunda para sostenerla, y grito a Dende temblando por mi propia fuerza. El tercer deseo de Polunga.
El dios dragón toca con su magia celestial sobre ti, y recuperas tu poder en un segundo. El incremento es brusco, la pulsación de tu energía llega a mí y casi me pone de rodillas.
Demuestras regiamente que eres un guerrero Saiyajin, el mejor alguna vez nacido, y en tu corazón late la razón por la que lograste ser la leyenda que siempre se susurró en nuestra tierra. Uno entre mil, te reconozco como si formaras parte de mí, abrazo el flujo de energía que desatas con el despliegue de tu fuerza, y es demasiado tarde para contener lo que me provocas.
Un enorme estallido de luz anuncia la destrucción definitiva de Buu. Incluso aunque soy consciente de que su Ki ha desaparecido en cuanto la Genkidama lo consumió, me cuestan algunos minutos de vasto silencio el abandonar el estado de alerta que mantuve desde que supe de su existencia. Una vez seguro, caigo otra vez, sobre mis manos y rodillas, y me quejo porque últimamente he caído muchas veces. He muerto y he vuelto a la vida por ese monstruo, y sólo lamento no haber podido ser capaz de acabar con él con mis propias manos.
Frente a mí veo tus pies, recién aterrizando con un sonido corto y seco sobre el suelo resquebrajado. Levanto la mirada una vez más, y también podría quejarme por eso, porque últimamente te he buscado muchas veces. Estás aquí, mirándome desde arriba con una sonrisa tranquila, cansada y satisfecha, coronado por las estrellas titilantes de un cielo agradecido. Suspiro porque todo mi ser reacciona ante tu rostro, el rostro de la salvación. Estoy curado con sólo eso, aunque mi cuerpo sigue sangrando.
No hablas y una parte impaciente de mí pide escuchar tu irritante voz. En cambio, levantas el pulgar para mí. Y yo pienso en que eres un idiota, el más grande de todos, pero te devuelvo la seña, porque también me siento un poco idiota, tal vez el más negado de los idiotas.
Habrán sido los constantes y fatales golpes de Buu sobre mi cabeza, pero puedo ver a los planetas orbitar a tu alrededor, venerándote, festejando el día en que naciste, y yo no puedo dejar de mirarte y proclamarte como héroe. Es una voz inaudible la que me lo dice, susurra en mis oídos reventados y se sobrepone a las verdades del universo. Es una emoción vertiginosa la que termina por desequilibrarme y arranca de mi pecho una risita tonta, ya sabes, como las tuyas. Sé que en mí debe de lucir ridícula pero eso no me detiene. Kakarotto, ni se te ocurra burlarte, pero creo que la aprendí de ti, porque es la primera vez en la vida que la escucho en mi voz sin malicia ni crueldad.
Sorprendentemente estoy llorando, sin sollozos pero con lágrimas espesas llevándose la sangre y el polvo de mi rostro. No puedo entender bien la razón. Quizás fue la frustración anterior, el miedo desgarrador por haber estado a punto de perderlo todo, los tardíos síntomas de los golpes que estuvieron a punto de matarme, el reconocerte como el héroe con el que siempre he soñado. No lo sé, nunca fui bueno para lidiar con las revelaciones, y estoy seguro de que mi cráneo está un poco abollado, por lo que no puedo exigirme ninguna reflexión sensata, sólo dejo que suceda. El llanto lejos de ser humillante, se siente liberador.
Tu sonrisa se vuelve pequeña al verme hacerlo, como si pudieras entender lo que yo no. Eso me hace querer gritarte, o esconderme de tu mirada. ¿Qué puedes entender tú, insecto?
—Oh, Vegeta —dices, y por un momento creo que ese no es mi nombre, no, mi nombre jamás ha sonado tan limpio y dulce. Te agachas sólo para levantar mi cuerpo del polvo, cuántas veces lo has hecho antes, no las recuerdo, pero una vez que te toco, la familiaridad de tus brazos me responde que muchas, demasiadas. Cerca de ti, me atraganto con una queja inútil, con mis propias ganas de tocar la extensión cálida de tu piel, con el maldito y lastimero llanto por lo mucho que te quiero así, alrededor de mí, humeando los restos de tu transformación, compartiendo una victoria, nuestra victoria. En tus brazos me quiebro y me vuelves a armar, tú entre todos, tú como nadie. Relampaguea en mis yemas la energía aún fluyendo en tus músculos, dándome más vida de la que alguna vez tuve. Tu ropa tan harapienta como la mía casi se desintegra en cuanto la aprieto y la tironeo, porque me urge luchar contra tu abrazo, o contra la inminente rendición que cae sobre mis hombros con la brutalidad con la que he caído al suelo en la batalla, y me instiga a ceder, a soltarme de donde sea que mis manos se estén sujetando, y confíe. Entregarme a ti es lo único coherente que puedo pensar, y a la vez lo más estúpido que alguna vez cruzó por mi cabeza. ¿Son estos los deseos pueriles que tienes tú, que te hacen tan único? ¿Es así como te sientes luego de una victoria?
Kakarotto, hemos traído paz, y me has dado respuestas para preguntas que nunca me atreví a formular sin siquiera decirme una palabra, pero hay una incógnita que persiste, terca e irrefrenable, superior a todas. ¿A quién le confieso que agradezco volver a vivir sólo porque estarás conmigo?
—Hemos vencido, Vegeta —hablas muy cerca de mí, y yo me debato entre seguir llorando o golpearte. Guardo la segunda para cuando mis manos vuelvan a responderme, y creo que ya no me queda fuerza para la primera. Me desmayo, y como lo hago en tus brazos, es lo más cercano a la entrega que alguna vez recibirás de mi parte.
Te veo, en mi sueño, con grandes y blancas alas, agitándose armoniosamente en el aire, volando lejos de mí. Me miras de la manera que siempre lo hiciste, honesto y prístino. Tu cabello brilla por el sol, hacia donde te diriges. Puedo verlo deslumbrar en dorado, y en un segundo volverse negro, y tus ojos tienen el azul del más hermoso cielo abierto, y la oscuridad del universo tan codiciado. Con los pies firmemente puestos en el suelo y los dedos cosquilleantes, te sonrío, y una de tus plumas cae y toca mi nariz. Estornudo y desapareces, dejas tras de ti un paraíso brillante, pero no hay luz como la que te rodeaba. Sólo entonces tu nombre escapa de mi boca en un jadeo ambicioso. Te llamo de la manera en la que lo hacen aquellos a los que amaste y protegiste desde tu primer día, con el nombre con el que fuiste bautizado en el mundo que debiste destruir.
—Gokú...
Confieso al hermoso cielo el sentimiento humano que nunca podré profesarte, en ninguna de las vidas que puedas regalarme, y creo en que las estrellas guardarán el secreto.
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