CUARTA PARTE - CAPÍTULO 37
Rebeca había sido mucho antes de llegar a estos días, una mujer más en una de miles de marchas. En plena manifestación me la acerque y dijo en televisión "nos quieren mandar a trabajar y no es justo" y se hizo viral por las razones equivocadas, razones de que para muchos era una vaga. Fuí a visitarla a su casa y supe más de su vida de lucha.
El jueves 14 de julio fuí, como casi todas las semanas, a cubrir la marcha piquetera femenina en el centro de la Ciudad de Buenos Aires. Nada nuevo para los porteños que ya viven acostumbrados a esta postal cotidiana.
Esta vez, sin embargo, fue diferente. Hace tiempo que se venían cubriendo marchas, pero no dejo de sorprenderme a cada paso que daba cada vez que iba. En cada cuadra, en cada mirada, hay una realidad argentina más cruda y más empobrecida. Una Argentina que (me) duele.
Además de que me había encontrado con cientos de chicos de distintas provincias que estaban de vacaciones "intentando pasear" por Buenos Aires, en la larga fila de manifestantes encontré a Rebeca, mucho antes de que la viera en aquella charla de libros.
Ya venía entrevistando gente que eran una historia en sí misma, pero percibí que la de Rebeca no era una más. Hubo una escena que se impuso en mi visual y ya no pude dejar de mirar:
Eran las 5 de la tarde cuando vi a un cachorrito profundamente dormida sobre una caja de cartón. Estaba tapada con una campera y con su cabecita apoyada en la mochila del jardín. Sentí un escalofrío y me fue inevitable no imaginar en ese lugar a millones de niños por alguna razón.
Con los ojos vidriosos, pero con la fortaleza que da ser periodista, me acerqué. Tenía la responsabilidad de dar a conocer qué había detrás de esa triste foto.
"¿Viniste temprano? ¿Se te durmió el gordito?", fue lo primero que dije para chequear si era efectivamente su perro. Mi percepción no falló, seguí con la entrevista sin prejuicios. Quería saber por qué estaba ahí, con su perrito, que parecía de raza yorkshire terrier, muy pequeñito.
Inmediatamente después, lanzó la frase que la condenó durante 48 horas en las redes sociales: "Vine muy temprano, con mi chiquito. Hay que venir igual, qué vamos a hacer, si la plata no alcanza para nada. Los planes sociales que están cerrando, y que quieren que trabajemos de 8 de la mañana a 5 de la tarde por la misma plata que nos pagan. Nos quieren mandar a trabajar a la calle y esto no es justo, si toda la vida vivimos trabajando de esto, ¿Qué quieren ahora?".
Yo sentía que algo de lo que decía no estaba bien formulado. Fui por más, para ver si era posible aclarar el panorama, y Rebeca se explayó: "Toda la vida subsistimos con esto, y muchos hacen ollas populares para la gente, para que las familias se puedan llevar un plato de comida, y haciendo 'el roperito'" (una suerte de feria americana que reúne ropa de todas las edades para repartir entre los que menos tiene).
Con los años aprendí, entre muchas otras cosas, que estar cerca de la gente y escuchar su realidad me hace no perder el foco de dónde está la noticia y qué necesitan las personas de nosotros, los periodistas. Así voy por la vida: haciendo visible lo que para muchos, por repetición, hartazgo, prejuicios, ya es invisible.
Recuerdo que la charla con Rebeca avanzó, empatizamos. Ella se sintió lo suficientemente cómoda para contarme a mí, un desconocido hasta ese entonces que solo se cruzó en la calle, todo lo que había padecido desde chica: su mamá murió cuando ella tenía 9 años; su papá nunca la reconoció y terminó en un orfanato porque su tío, con seis hijos, no podía hacerse cargo de ella, pero sí de su hermana.
Rebeca no eligió nada de todo eso. Fue lo que le tocó (sobre)vivir. Por supuesto que no le fue fácil, pero aprendió a seguir como sea. Lo que más le duele es no haber podido terminar el colegio. Sola, sin apoyo de nadie, logró llegar hasta octavo año cuando más que antes, fue necesario que ella salga del aula para intentar ganarse el pan.
Así transcurrió la nota. Nos miramos todo el tiempo como viejos conocidos que se juntan a charlar de la vida. Hablamos de todo y nada me hizo ruido. Pero reafirmé, una vez más, lo injusto que es este país, y el enorme nivel de desigualdad social que hace cada vez más ancha la brecha entre los que pueden gozar de derechos básicos y aquellos que, como Rebeca, no.
Rebeca nunca tuvo un trabajo en blanco. Su mamá y su tío tampoco. Hizo lo que pudo, con lo poco que le enseñaron y lo que logró aprender por su cuenta.
Por eso me quebré al aire cuando nuestra charla terminó. Mi compañero Pepe Gonzo Vidal, que me conoce mucho, se dio cuenta de lo que me estaba pasando y me ayudó a sobrellevar la situación.
La charla con Rebeca duró casi 8 minutos. Se viralizaron unos pocos segundos. Mientras yo sentía que ella era una víctima del sistema que cada vez deja más gente al margen del margen, en las redes con un relato sesgado, ya la habían sentenciado.
Todos vieron esos segundos en sus teléfonos. Muchos otros retuitearon; otros tantos, lo aprovecharon a su favor; y algunos condenaron.
Confieso que cuando vi lo que se viralizó, me sentí muy mal. Esos segundos lejos estaban de representar el sentido de nada. Yo sabía que Rebeca no había querido decir eso que recortaron, y ella logró explicar mejor su idea cuando le di tiempo a que cuente su historia.
Quienes cortaron ese testimonio sabían que mostrarlo completo no hubiera tenido tanto impacto. De eso se trata la mala intención, la manipulación de la información y la construcción de un relato. Pero les faltó un detalle: en mis redes, en las de TN y en la web estaba el video completo. Solo era cuestión de chequear la fuente.
Pasé el fin de semana pensando en ella, y preguntándome que más podía hacer. El daño a su imagen ya estaba hecho y por eso fuí a buscarla, para averiguar y quizás contar la segunda parte de su historia.
A Rebeca la encontré en el merendero Sonrisas Contagiosas, en Merlo. Nos vimos y yo me disculpé, pero me retrucó con una autocrítica: "Yo fui la que me expresé mal".
Me mostró cada rincón de su casa, cómo fue comprando chapa por chapa y hasta cuánto le salió el lavarropas que estaba en el baño. "Para que nadie piense que soy rica", dijo. "Se lo compré a una señora por $1000, le arreglamos la puerta y ahora anda fenomenal".
Rebeca ante todo es madre. Este segundo encuentro que tuvimos fue interrumpido varias veces porque estaba atenta, por ejemplo, a que su perro y hijo vuelva, ya que se le había escapado cuando entré en la vivienda.
Cuando el cachorro volvió sentí como si corazón se estuviera derritiendo. Ahí estaba ese pequeño animalito que me conmovió el corazón cuando la vi acostada sobre un cartón en la calle y porque él fue quien empezó mi reflexión. Por suerte poco se dio cuenta de lo que pasaba, y espero que cuando pueda entender todo, su realidad sea muy distinta a la de ahora.
Con tiempo y tranquilidad, en su casa y no en la calle, Rebeca contó que a su hermana le enseñaba que debía de estudiar para "ser alguien en la vida, para no terminar yendo a lar machas a reclamar por un plan social".
Su hermana en el colegio era brillante, además de ser su orgullo y su gran revancha en la vida.
La historia de Rebeca nada tiene que ver con la vagancia o el aprovechamiento de los planes sociales. Pero claro, entiendo. No todos se permiten conocer la verdad.
Un día, Rebeca resivió un llamado con el que no aguantó más y se largó en llanto. Su única hermana de 12 años, había tomado la decisión de suicidarse arrojándose desde un tercer piso.
Lo dejó todo preparado. Siendo comedida, ella misma hizo la cena. Se la dio a su tío, a su tía y a sus demás primos. Los acostó. Luego esperó a que todos estuviesen dormidos. Y entonces se puso a escribir una carta a mano en la que se despedía de ella, le pedía que no estuviese triste y le reclamaba tres cosas.
La primera cosa que le reclamaba era que cuidara a Orejón, el perrito que Rebeca tenía. La segunda era que no le contase a él que ella no iba a volver a verlo. Y la tercera -sobre todo y por encima de todo- era que jamás permitiera que a ningúna otra niña le pasara lo que a ella le pasó.
Lo que a ella le pasó cabe en una sola línea. Pero ocupa una vida entera: fue violada casi diariamente por su tío hasta que cumplió los 12 años.
Amaneció al día siguiente en aquel tercer piso. Laura no se había suicidado. A cambio cogió un cuaderno y se puso a escribir un diario donde contó su historia.
Es una historia extrema y sórdida. A ratos desagradable. Yo he retocado ciertos datos biográficos para preservar su identidad -Laura no se llama Laura- y he omitido otros por innecesarios.
Es la historia de una infancia devastada y de una adultez que no sale de aquel sofá rojo, dónde Rebeca y su hermana miraban el televisor. La de una mujer, tímida, insegura, desconfiada y vulnerable que, tuvo que recibir tratamiento psicoterapéutico en el Centro de Atención Integral a Mujeres Víctimas de Traumas de la Provincia de Buenos Aires. Con la intención -leo los informes- de «restablecer progresivamente sus propios mecanismos de adaptación y autorregulación» y de devolverle «su autonomía y equilibrio personal».
Es la historia de Rebeca es algo complicada, ella tenía solo como apoyo psicológico a una hermana de 12 años y un perrito, con un trabajo mal pagado y padres ausentes o fallecidos. Fumadora y con varios tics. Medicada por sus problemas de ansiedad. Por su tío. Él jodió su vida por completo, aquel hombre, lo había hecho.
El libro de Laura, comienza así: «Todos mis recuerdos de la infancia son de abusos, no recuerdo jugar con muñecas o cosas así. Es como si todo se hubiese borrado y solo quedasen penes».
«Era pequeña. Si quería jugar con mis muñecas, me tenía que dejar hacer algo por él... Sólo recuerdo que siempre me lo hacía por detrás y casi siempre con la boca tapada. Creo que utilizaba algo. Me hacía daño. Yo trataba de defenderme con las piernas, le arañaba, pero me inmovilizaba y no podía hacer nada».
Ocurrió durante años. En una familia de clase media. Generalmente por la tarde, mientras Laura tenía que hacer los deberes y su tío echaba el pestillo de la habitación con la excusa de ayudar a la pequeña.
Es como si todo se hubiese borrado. Todo menos aquello, claro.
La mancha de sangre en la cama de la abuela, cuenta.
La grabadora: «A veces se conformaba con que jadease. Y entonces no me hacía nada».
La escena de la ducha: «Una vez mi tía nos pilló desnudos en la ducha. Le creyó a él cuando dijo que tenía miedo de ducharme sola. Yo estaba desnuda y temblando. Y no me salían las palabras».
El conato de rebelión: «Le decía que me dejara, que me hacía mucho daño, que se lo iba a decir a Rebeca y a la tía. Él me contestaba que no me iban a creer».
El resto de los días.
Su amiga Sara lo sabía todo desde primer grado, pero no fue hasta séptimo grado-curso en que le vino la regla a Laura-, cuando decidió contárselo a una profesora.
«Sólo tenía una buena amiga en el colegio. Un día, al verme llorar y preguntarme, le conté. Con el tiempo, ella fue a hablar con los profesores y éstos llamaron a mis tíos. La que se armó... Mi tío era muy recto. Mi tia era de ir mucho a misa. Imagina... Me reafirmé en todo. Mi tío me dijo que no se podía saber, que a lo mejor yo había hecho algo también, que lo dejara en sus manos... ¿Qué sucedió? Mi tía me mandó al psicólogo. A mi tío no le dejó un mes sin salir con los amigos. Así fue como arreglaron el asunto en casa».
Solía ser en la habitación. También en la casa del pueblo. Casi siempre era por la tarde. Alguna vez, por la noche. Como cuando mi tía salía de paseo con sus primos y Laura, recuerda, intentaba irse con ellos sin que la dejaran.
«Cuando se enteró de que tenía la regla, mi tío me lo dejó de hacer. Ya estaba con la que ahora es su mujer, mi tía lo dejó. Ahora es ingeniero. Tiene una niña. Y es de la edad que yo tenía cuando empezó todo».
Bárbara Zorrilla Pantoja es psicóloga experta en violencia contra la mujer.
«Lo primero que se destruye es lo más íntimo, la identidad... Es habitual que estas víctimas recurran a sustancias, tengan comportamientos compulsivos, trastornos alimentarios, problemas en su sexualidad... Que también tengan dañada su asertividad: la capacidad de poner límites», señala. «El 80% de los abusos proviene del entorno familiar y más cercano. Esto genera una confusión tremenda en los niños y una ambivalencia emocional. Es algo inenarrable para una niña: el que supuestamente te quiere te está generando el daño. Con lo que eso no te cuadra y acabas creyéndote culpable... Luego hay otra cuestión: a estas víctimas les cuesta mucho más denunciar. Porque no sólo sienten miedo. También sienten vergüenza».
Hoy veo que Laura tenía una caligrafía agradable y clara. La que tenía cuando empezó a escribir lo que le estaban haciendo no lo sabremos nunca: un día, cuando abrió el cajón para seguir con sus anotaciones, vio su diario ultrajado. Habían roto el cierre metálico y arrancado muchas hojas. Justo las que contaban lo que nadie tenía que saber.
No habrá sido fácil volver a retomar la escritura. Laura lo hizo hace unos años. Cuando eligió unos bonitos cuadernos para escribir algo tan feo.
Tiene escritos un montón de estos pasajes horribles de su vida.
En sus páginas cuenta que, cuando acabó segundo grado, se puso a buscar sexo de una forma demencial: «Pensaba que si era yo quien lo buscaba, a lo mejor no me hacían daño. Luego supe que esa forma de actuar no es algo tan raro en personas que han sufrido lo mismo que yo».
Que trató de buscar justicia durante su estancia en el colegio de monjas al que fue después: «Le decía a mi tío que iba a denunciarlo. Él me contestaba que, siendo menor, no podía ir sola a la comisaría. Y no me lo permitió».
Que a los 15 años dejaría de estudiar.
Que a los 17 conocería al que terminó siendo su esposo.
Que a los 23 se podría por fin independizarse.
Que a los 27 se casaría.
Y que todavía, de vez en cuando, a Rebeca aún le sigue temblando el pulso al pensar en Laura.
«Empecé a no dormir. Vinieron las pesadillas. Una vez me bloqueé mucho y terminé en el hospital con una crisis de ansiedad. Recuerdo que, cuando llegó mi tia a verme, le dije: 'tia, por favor, sácame de aquí, a mí lo único que me pasa es que vuelvo a tener pesadillas con él'. En vez de calmarme, me soltó: 'Tú calladita, aquello ya pasó, a ver si hablamos, porque tu tío está muy arrepentido'».
Donde acabó después de otros ingresos fue en terapia. El principal centro de atención integral por este tipo de violencia en el país fue creado en 2009 y atiende anualmente a más de 600 mujeres (muchas de ellas menores) en una tesitura parecida a la suya. «El volumen de mujeres que piden ayuda es cada vez mayor», dice una portavoz del centro. «La sociedad está más sensibilizada con este problema que no cesa. Solo en los dos primeros meses de 2019, el número de mujeres que han necesitado terapia se ha disparado».
Fue justo hace tres años. Rebeca entró al límite. Sus problemas psiquiátricos se habían acentuado por lo que le había ocurrido a su hermana y tenía ideaciones autolesivas. «Allí recompuse mi vida. Todo tenía sentido: lo que me pasaba era normal teniendo en cuenta lo que me había sucedido a mí y a Laura».
Empezamos estas líneas con una mujer al borde de una ventana dándole vueltas a la cabeza. Terminamos imaginando a su hermana pequeña sentada al borde de una mesa, sonriente, dándole vueltas a una chocolatada, como todo niño feliz.
Hay buenas noticias. Hace unas semanas, Rebeca que ha vuelto a tener un empleo después de seis años sin él. Le han quitado las últimas pastillas que tomaba. Ella vuelve a sonreír en todas las fotos del salón. Hace más de un año que no ve a su tío en ninguna reunión familiar. Está leyendo Instrumental, de James Rhodes. «Me está encantando». Y yo estoy contando su historia.
-¿Por qué?
-Porque habrá mujeres que hayan pasado por lo mismo. Y compartir esta mierda ayuda. De lo que me arrepiento es de no haber podido ayudar a Laura a denunciar en su día. Tengo miedo de que Rebeca decaiga en algún momento.
-¿Serviría de algo denunciar en aquel tiempo?
-Lo he pensado. Pero no sé si ella hubiese podido aguantar lo que vendría después...
El último diario es de tonos pastel. El diario como altavoz. El diario como muro de grafitera. El diario como sumidero. Ese diario, esa entrevista, ese diario que empezó a escribir cuando decidió que, a pesar de todo, iba a dejar sus razones para no vivir más, para contarlo todo y extrañar mucho a su perrito, Orejón.
A veces, estoy seguro de que a Rebeca le asaltan recuerdos de cosas que ocurrieron y que había olvidado. Como un latigazo. De niña. Y se lleva la mano a la herida y también a la cara. Cuenta que su tío le ha mostrado su arrepentimiento varias veces. Que uno de sus primos también sabía lo que le hacían a Laura y calló, y que por eso ha hecho lo mismo. Y que su tía le ha dicho que le perdone, que «ya ha pasado mucho tiempo».
El informe oficial concluye que la sintomatología postraumática de Rebeca «ha dificultado las actividades de su vida diaria».
Aquí van solo las más evidentes: tiene miedo a los sitios muy concurridos, siente ansiedad cuando alguien la mira, en casa no consiente que haya una puerta cerrada, sufre con las relaciones íntimas. «Y también me pongo enferma cuando un niño y una niña están juntos en el baño».
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