CAPÍTULO 9
Ver el mundo desde esta nueva perspectiva es abrumador.
Detecto micromachismos en todas partes, a todas horas: en las películas, con líderes siempre masculinos y mujeres que siempre los apoyan; en los comentarios inocentes de mis amigos, que «ayudan», ese verbo, con la casa y con su descendencia; en la radio, en internet, en artículos de opinión escritos por periodistas que respeto; en la forma en que la gente se sienta en los bancos de la plaza, en la relación entre comerciantes y clientes, en el trato que me dispensa la operadora. En el trabajo es aún peor: un par de conversaciones junto a la máquina de café y una serie de artículos sobre el techo de cristal de las mujeres en el ámbito del periodismo colman mi paciencia. Empiezo a mirar al jefe como si fuera un tirano, y decido pillarme una baja antes de que se me vaya la cabeza y cometa un crímen. Dado que siempre me he sentido un tipo optimista, con buen carácter, el clásico protorrevolucionario que sueña con un mundo mejor, más justo, descubro una sensación insólita: vivir permanentemente cabreado.
Leo un hilo en Twitter que explica por qué el feminismo no persigue en puridad la igualdad entre hombres y mujeres. Me cuesta entenderlo, por la condensación que implica ese formato, pero algo se me queda: la igualdad es utópica porque no basta equiparar derechos cuando ellas arrastran siglos de castigo, generaciones enteras aplastadas. Son hojas de colza: con su aceite hemos podido lubricar la maquinaria. Por eso todavía necesitamos compensar con cuotas, con discriminación positiva, con leyes específicas. Alguien menciona a Iris Marion Young y su teoría sobre las injusticias estructurales y la responsabilidad compartida para remediarlas. La busco en internet. La igualdad será una consecuencia lógica en la medida en que pulvericemos ese lastre de piedras, pero todos debemos hacernos responsables. Reinterpreto a mi manera: el que no quiera legislar en positivo, o es imbécil o viene del futuro.
Retuiteo.
Me pica la cabeza. Creo que es el estrés. Dibujo vaginas con bolígrafos de colores y las cuelgo en sitios estratégicos, para que mis compañeros de piso las vean: en el espejo del cuarto de baño, en la cara interna del armario, en la parte de atrás de la televisión, junto al HDMI. Lo hago porque, según Freud, los hombres tenemos un miedo atávico a esa parte del cuerpo femenino. Rebeca me contó una leyenda sobre un pueblo bárbaro que enarbolaba banderas con el dibujo de una vagina cuando entraban en combate, porque la imagen resultaba tan aterradora para sus adversarios que los paralizaba. No sé si es verdad, pero me apropio del concepto. Mis compañeros arrancan los dibujos todos los días. Yo los repongo de madrugada
Con el paso de las semanas dibujo mejor, con más matices. Tonteo con el hiperrealismo. El hiperrealismo los hace gritar.
Las noticias diarias cada vez me parecen más absurdas, menos interesantes. Soy una esponja inconformista. He enlazado el bajón por mi falsa gripe con la baja por mi falso esguince de muñeca, así que tengo mucho tiempo libre. Leo sobre la guerra entre Oriente y Occidente, sobre la lucha obrera frente al capital, sobre las manifestaciones a favor y en contra de una serie de presos políticos. El mundo es una distopía y me aburre soberanamente. Mi guerra es otra.
A mis compañeros de piso les falta creatividad. Si fuera ellos, contraatacaría con dibujos de penes enormes, llenos de venas, peludos. Incluso más: tritesticulares, con bigote y pipa, como señoritos. Su estupidez me obliga a redoblar mis esfuerzos. Los empapelo con vaginas extraordinarias, fuera del canon, estéticamente subversivas. Consigo que den un paso adelante: ahora no solo arrancan mis dibujos, sino que dejan un montón de cenizas delante de mi puerta. Su iniciativa es ridícula por infantil.
Leo sobre feminicidios en Argentina. Sobre violencia machista en Europa. Sobre discriminación hacia las mujeres en el mundo árabe. Las cifras me aturden. Interiorizo términos habituales de la neolengua para poder defenderme en los debates. Mansplaining: cuando un hombre considera que tiene que explicarle algo a una mujer porque, al ser mujer, no puede saberlo. Manspreading: cuando un hombre se abre de piernas y ocupa un espacio que no le corresponde. Manattributing: cuando una mujer dice algo en una mesa redonda y luego otro ponente, al repetirlo, se lo atribuye a un hombre.
Yo, el documentalista.
Rebeca y yo seguimos acostándonos y hablando. Me descubro defendiendo una idea elemental: la única batalla trascendente en el siglo XXI es la de las mujeres. Esa es la herida. Lo tengo tan claro que me asusta. El siglo XIX fue el siglo de la lucha de clases; el XX, el de las minorías étnicas. Por supuesto, todavía estamos intentando ganar aquellas guerras, pero ningún gobierno occidental, hoy por hoy, se atrevería a cuestionarlas. Rebeca se sonríe: percibe el contagio.
Tomo una decisión inapelable: convertirme en trol.
Mi apodo en redes sociales es @femmenisto. Como juego de palabras no es brillante, pero me permite desdoblarme y gozar de cierto anonimato. Me planteo si usar mi propio nombre. Llego a la conclusión de que el personaje tendrá más fuerza si la gente no conoce su sexo, ni su edad, ni su clase social, ni sus estudios. Tampoco quiero sentirme censurado por la posibilidad de perder mi trabajo, porque quiero ser cruel, feroz, un auténtico vándalo. Aunque empiezo a temer que, con los días que llevo sin acudir a la oficina, ya me estén buscando sustituto. Al pensar en ello descubro que no me importa. Tengo ahorros. Puedo permitirme dedicarme a opinar en redes una temporada.
De hecho, ni siquiera quiero opinar. Quiero hacer daño.
Mi primer tuit es sutil:
@femmenisto
Hombres, ustedes no lo saben, pero estamos en guerra. Las mujeres quieren sus putas cabezas de pito en una estaca.
Para que me hagan caso y lograr alguna trascendencia, sigo indistintamente a feministas declaradas, periodistas de izquierda y de derecha, machos ibéricos de prestigio, humoristas, intelectuales y escritores de ambos géneros, nazis, jugadores de fútbol. Sé que esto es una carrera de fondo, y me obligo a tuitear una media de cincuenta veces al día. Insistir por acumulación.
@femmenisto
Si solo les da pena las mujeres cuando están muertas como un perro es porque la necrofilia y la zoofilia no les exita.
@femmenisto
La pija va a cambiar de sexo.
@femmenisto
En lo que a mí respecta, mi síndrome premenstrual dura 12 meses al año. Vayanse fijando.
Poco a poco, empiezo a recibir los primeros insultos. La perseverancia es un arte. Paso de cinco seguidores a cien, y de cien a mil, en una semana. También me insultan las mujeres, pero contaba con ello: la mitad de mis tuits están más cerca del hembrismo que del feminismo, ignoro completamente el universo y soy un personaje desagradable. No sé si ayuda a la causa, pero me permite atacar sin contemplaciones a un montón de machistas de extremo centro. Por probar, sigo a todas las mujeres de mi familia, aunque lo disfrazo siguiendo, también, a un centenar de personas que no conozco. A veces, las etiqueto. Una de mis primas me bloquea. Mi madre, sin embargo, aunque nunca dice nada, me retuitea. Especialmente cuando soy muy bruto.
@femmenisto
Menos tetas grandes en el porno y más penes pequeños. Realismo sexual.
Rebeca no sabe lo que estoy haciendo, aunque es uno más de mis tres mil seguidores. Recibo unas cincuenta amenazas al día, incluyendo el asesinato, la violación y la muerte súbita. Los personajes públicos me han bloqueado, en su mayor parte. Supongo que juego en una liga difícil. Algunas mujeres me escriben mensajes privados pidiéndome, amablemente, que rebaje la vehemencia de mis comentarios, que no estoy ayudando a la lucha feminista; otras, en cambio, celebran mi ingenio y mi maldad, y me animan a seguir con la pelea. Un blog me ha pedido una entrevista, que he declinado.
Mis compañeros de piso me han dejado una carta en la habitación. Dicen que no quieren seguir viviendo conmigo y que tengo dos opciones: marcharme, en cuyo caso ellos se harían cargo de mi siguiente aportación mensual y me devolverían la fianza de su propio bolsillo, o permanecer en el piso, tal y como me permite el contrato, y quedarme solo, en cuyo caso no abonarían el importe del último alquiler ni de los gastos comunes. Mi respuesta ha sido reemplazar las vaginas por sangre menstrual. En realidad no es sangre menstrual, sino tampones manchados de pintura roja, que he ido depositando, indistintamente, en el fregadero, la taza del váter, el cajón de los cubiertos y el sofá. De marca blanca. Los que anuncian por la tele son, desde el punto de vista de mi cuenta corriente, carísimos.
No soy un salvaje: he esperado a que la pintura estuviera seca para no dejar mancha.
Tengo cinco mil seguidores y uno de ellos ha denunciado a mí cuenta con un tuit que he recibido, en el que exigían para mí una violación seguida de un baño de ácido. La web ha contactado conmigo y me ha dicho que quizá estoy siendo demasiado agresivo, y me ha preguntado si deseo presentar una reclamación. Su denuncia ha utilizado esa palabra, agresiva, en femenino, y me ha sorprendido porque he tenido extremo cuidado de no escribir un solo tuit que me definiera como alguien que se considera mujer. Asumo, por tanto, que todo el mundo cree que @femmenisto es una mujer.
Ese mismo día hago una encuesta:
¿Un hombre puede ser feminista?
a) No.
b) Sí.
c) No, pero puede apoyar la causa.
La opción a) gana por un 83 %.
Dejo de tuitear durante veinticuatro horas.
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