CAPÍTULO 8
Hace tiempo que no llamo cuando voy a casa de Rebeca. Antes lo hacía, incluso después de que me regalara el juego de llaves, porque me parecía abusar, en cierta manera, de su confianza. No es «nuestra» casa, sino la suya; con sus normas, su distribución, sus rutinas y costumbres. Sin embargo, al poco tiempo, ella me pidió que dejara de sentirme como un invitado, que no era necesario anunciar mi visita, que ya formaba parte de su vida y que tenía derecho a ir y venir como prefiriera, siempre que respetase tres condiciones:
1) La convivencia no implica estar juntos todo el tiempo. Ella necesita su espacio, no solo para trabajar, sino para existir. Se sobreentiende que yo también. Se permiten las frases estándar de saludo y despedida, pero una puerta cerrada es una puerta que no debe abrirse sin el consentimiento del miembro de la habitación.
2) El baño, la cocina y la sala son espacios comunes. Dado que solo hay un televisor, si alguien quiere hacer uso de ella tiene derecho a verlo por encima del que ocupa el mismo espacio para otras actividades. Por ejemplo, leer.
3) Excepto en la habitación, donde ella dicta los tiempos y conserva la prerrogativa de gestionar el desorden, para las tareas de limpieza se aplica el sentido común, y no un estricto calendario de rutinas administrativas.
Entro en casa y oigo gemidos.
En realidad, no oigo solamente gemidos. También gritos, y golpes.
Todas las luces están apagadas, menos la de la habitación. De acuerdo con la primera norma, si la puerta de la habitación está abierta puedo entrar en ella sin solicitar un permiso especial. Soy un intruso con acceso ilimitado. Me acerco despacio, sin hacer ruido. Ella no me ha oído llegar, creo, pero entiendo que sabe que lo puedo hacer en cualquier momento.
Me asomo. Quiero darle una sorpresa, o un susto. Me comporto como el fantasma más silencioso del barrio. Mi verga se despereza.
Rebeca está tumbada en la cama, boca arriba, con las piernas abiertas y las manos dentro de las bragas. Se masturba viendo porno lésbico. En la pantalla, una chica amordazada, con los brazos atados a un poste y las piernas separadas por un rectángulo de madera, tal vez una banqueta, recibe latigazos de otra chica. Ambas parecen rondar los veinte, veintidós años. El culo de la primera está lleno de marcas rojas y moradas. Veo que Rebeca se retuerce y cierra los ojos, y decido esperar a que tenga el orgasmo antes de hacerme notar. Se estira. Saca las manos de las bragas, pero sigue mirando el vídeo.
-Hola, amour -le digo.
Apenas se inmuta. Gira la cabeza hacia mí, con una sonrisa plácida, y con los brazos me sugiere que me acerque y la bese.
-Holaaaaaa -me dice.
Parece drogada, pero no lo está. Le sucede siempre que se corre muy fuerte. La escena me excita, y al mismo tiempo que la beso me desabrocho el cinturón y los pantalones. No creo que haga falta ningún estímulo preliminar, aunque debo decir que ella no suele estar interesada en esos juegos de caricias previos al contacto. Me quita la camisa y me acaricia el pene por encima de los calzoncillos. Yo aparto el ordenador portátil con cuidado, a pesar de las ganas que tengo de arrancarle la ropa. Es un Mac. Luego me centro en su concha.
Al cabo de unas cuantas posturas de conservatorio y un par de orgasmos clitorianos, me pide que le pegue. No es la primera vez que lo hacemos. Se da la vuelta, hunde la boca en la almohada y levanta ligeramente el culo.
-¿Con la fusta o con las manos?
-Con las manos -respira.
La fusta deja unas marcas terribles, y estoy seguro de que el dolor es proporcional a esos dibujos. No es un juguete para usar de forma habitual. Ella elige. Por lo tanto, con las manos.
Me quito los tres anillos: dos en la izquierda, uno en la derecha.
Y empiezo.
La intensidad y la duración de la paliza no se negocia, funciona de forma intuitiva. Tengo que estar atento a su respiración, a sus gritos y al movimiento de su cuerpo. Generalmente soporta dos o tres golpes en cada lado, pero no es una ciencia exacta. A veces quiere que pare; a veces, que siga. En todos los casos, me lo dice.
Suelo terminar con las manos hinchadas, doloridas. He llegado a no poder volver a ponerme uno de los anillos, por la inflamación de las falanges. Me tomo cada golpe como un procedimiento científico: levanto la mano, calculo el ángulo, fijo el lugar del impacto, amago y decido la fuerza. No es lo mismo usar la palma que el dorso. No es lo mismo cerca del coxis que en la zona blanda, con más carne. Mi erección es mayor cuanto más grita y cuanto más la veo convulsionar sobre la cama. No siempre llego hasta el final: determinados gestos me espolean y dejo de pegarle, la abro de piernas y le hundo la polla de repente, hasta donde llego a meterla. Normalmente no vuelvo a destrozarle el culo después de penetrarla, salvo que ella lo pida. Ambos asumimos tácitamente que a mí me excita siempre, y por lo tanto queda a expensas de su deseo el tipo de sexo que llevamos a cabo.
Le digo que quiero eyacular en su boca. Ella asiente.
Cuando terminamos estoy exhausto. Me tumbo boca arriba, mirando el techo, tratando de recuperar el aire y bajar mis pulsaciones. Noto cómo palpita mi mano izquierda e imagino su culo en la mañana, amorotonado, deforme, imposible de mostrar en una playa. Es una visión que no me hace feliz, aunque sé que todo está bien entre nosotros. Me siento aturdido.
Más tarde, fumando un cigarro en la cocina, porque no nos gusta fumar en la habitación donde dormimos, le cuento la visita a mi madre y le expongo mis dudas. Ella se lo piensa, no lo tiene claro. Aprovecho la guardia baja para interrogarla sobre algunas paradojas que no se me han escapado.
-Te gustan los tacones, que son un símbolo histórico del control del cuerpo femenino. Te gusta el porno lésbico sadomasoquista; de hecho, te gusta que yo mismo te pegue. Te gustan los anillos de boda, un residuo vintage del amor romántico, que puede evocar incluso el imaginario de la esclavitud. Te gusta el reggaeton y la cumbia, llenos de crímenes machistas o mujeres traidoras o solteronas lúgubres. Te gustan los escotes voluptuosos. A mí también me gustan, pero estoy empezando a sentir asco, o vergüenza, por todas estas cosas, y soy solo un becario. Me jode que se me ponga dura cuando te doy con la fusta, pero no puedo dejar de pensar en los cómics que leía de joven, las mujeres atadas, los azotes... ¿Me ayudas? Tengo una contradicción en la cabeza.
Ella da una calada, se toma su tiempo. Exhala.
-Yo no soy dueña de mi deseo, a tí te gustan los cigarrillos, y el cigarrillo es un símbolo fálico que evocaba el poder dominante de los hombres sobre las mujeres -dice.
Ahora soy yo el que fuma. Sus gafas están sobre la mesa. Continúa.
-Lo que elijo no lo elijo con libertad. Me han enseñado a querer los tacones, y los reggaeton, y los anillos. He descubierto que el dolor me ayuda a sentirme viva, y que ver cómo otras mujeres reciben trompadas me excita. La primera cuestión que debes tener en cuenta es que soy consciente de esto. Sé que soy el resultado de una época y de unos patrones que delimitan y configuran mi deseo. Sé que no soy libre.
Intento ordenar su razonamiento dentro del complejo sistema arquitectónico que llevo meses construyendo.
-¿Y la segunda?
-Que hay una diferencia entre la esfera pública y la privada. Que no es lo mismo estar delante de un micrófono, participar en una conversación entre amigos o escribir un artículo que mi vivencia personal, mi intimidad. Yo estoy podrida, aunque he tenido la suerte, o la capacidad, de darme cuenta. No puedo renunciar a mi deseo. Pero sí puedo denunciar la ideología que permite que exista gente como yo. O como tú, que se te pone dura cuando me pones el lomo rojo. ¿Nunca te has parado a pensar que igual va más allá de las revistas eróticas que leías de niño? Pregúntate de dónde nace todo eso, en lugar de preguntármelo a mí, puto. Tus pajas no vienen de las grabaciones de la presentadora del noticiero por la mañana: vienen de la idea de control, incluso antes de que supieras lo que es el control. No te pone pegarme. Lo que te pone es imaginar que eres tú quien decide cuándo parar de hacerlo.
Se me quitan las ganas de fumar: me pregunto si, de no haberla conocido, yo habría tenido la capacidad de darme cuenta de tantas otras cosas. Y si la respuesta es no, ¿qué clase de persona soy?
-Me encantan los tacones, pero si tengo una hija nunca le diré que está más linda con ellos -dice.
Miro sus gafas. Están justo en el centro de la habitación.
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