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CAPÍTULO 2

Coincido con Rebeca un mes más tarde, en una mesa cuadrada sobre «Nuevos retos del feminismo». En general, la gente es muy torpe poniendo títulos, y seguramente ese es el motivo por el que apenas sumamos docena y media de personas. Rebeca no me reconoce. Solo hay otro hombre en la sala. En el estrado, una señora con el pelo corto y algo encanecido repasa cuidadosamente diversas situaciones a las que las mujeres se están enfrentando hoy en todo el mundo: negación del derecho al asilo por no reconocerlas como minoría, granjas de fecundación forzosa en Tailandia, arrestos por tener un accidente durante el embarazo, brecha salarial, trata, discriminación, humillaciones en televisión, objetualización, hipersexualización. Soy incapaz de seguir el hilo. Refrenda sus palabras con gráficos, estadísticas, fotografías, fragmentos de vídeo, diagramas. Por acumulación, todo lo que dice parece una broma, el monólogo de una comediante. Tengo ganas de reírme y aplaudir, o viceversa. Me planteo contar un chiste machista en la ronda de preguntas, algo discreto, para ver cómo reacciona: «¿Por qué las mujeres dejan de tener la regla a los cincuenta? Porque les hace falta la sangre para las varices». Dicen que saber reírse de uno mismo es señal de madurez. Cuando termina el acto veo que Rebeca se marcha, y corro hacia ella. Tengo una mala sensación de déjà vu, pero no intento analizarla.

—Me leí los libros —le digo.

Ella me mira con desprecio.

—¿Qué libros?

—Los que me recomendaste. En la conferencia de Dora. Agnieszka Graff y Nadia Khalil.

Ahora sí. Me sitúa.

—Ah. Me acuerdo. ¿Y qué tal?

—Bueno. Graff es más fácil, más de ahora, claro. Hasta yo conocía algunos temas de los que habla. Fue una buena recomendación para alguien con mi nivel. Pero Nadia… Nadia es otro tema; empieza bien, con lo de Feminismo socialista y eso, pero luego es un poco árida. Y el libro es largo. Se me hizo un embole.

—No me digas.

—Creo que yo también hago eso de explicarle cosas a las mujeres. Con mi madre, sobre todo. Ahora sé por qué la enojo tanto.

—Pues qué suerte. Yo no entiendo qué le pasa a la mía.

—Será que no hablas con ella lo suficiente. Perdona: ¿lo ves? Ya te estoy explicando cosas.

Oigo algo parecido a una risa ahogada y siento que estamos acercando posiciones. La acompaño hasta las escaleras. Sigo hablando.

—¿Tú crees que los hombres podemos ser feministas?

—¿Tú crees que puedes ser feminista?

—No lo sé, por eso te lo pregunto.

—¿Para qué quieres ser feminista? ¿Para darle lecciones a tu madre?

Nos reímos. Me duele el hígado, pero nos reímos.

—No tengo claro, de todos modos, lo que dice Nadia.

—¿Qué cosa?

—Que todo sea una construcción cultural. Que no haya diferencias esenciales entre hombres y mujeres. Aparte de lo obvio, como la maternidad, quiero decir.

Me mira como un boxeador a punto de explicarle a un rival más débil quién es el campeón y por qué, a veces, es necesario dejar constancia.

—¿Crees que sí las hay?

—Bueno, además de la regla y eso…

—Dale. Sin miedo. Cuéntame.

Pienso en cajetas sonrientes.

—A ver. Ustedes generalmente son más amables. Menos violentas. Más comunicativas. Más discretas. Menos ruidosas.

Lo que me callo: «No las imagino pasándose un vídeo porno, conmigo de protagonista, grabado sin mi consentimiento».

—Entiendo. Y nuestra inclinación natural son los cuidados, ¿verdad? Y evitar la confrontación. Y cuando dices «comunicativas», en realidad quieres decir «habladoras».

—Hay excepciones, seguro.

No quiero decir la palabra loro. No quiero pensar en la palabra loro.

—¿A qué te dedicas? —me pregunta.

—Soy periodista. De los malos. Lo que hago podría hacerlo un… ¿Y tú?

—Estoy preparando mi tesis. Pero los fines de semana, a la lucha libre.

Me río. Ella no.

—¿No me crees?

No digo nada.

—¿Crees que porque soy mujer no me gusta dar piñas?

—No he dicho eso. Pero creía que…

Me corta. Saca el teléfono. Busca en su galería. Me enseña una fotografía: es ella ataviada con un vestuario estrambótico en un gimnasio. Lleva capa y botas de colores.

—Increíble —digo.

—Tienes que quitarte muchas ideas preconcebidas de la cabeza.

—Ya veo. ¿De qué va tu tesis?

—De agentes dobles en la Guerra Fría. Pero no de los hombres. Bastante se ha escrito ya sobre el famoso Guillermo Gaede.

No sé quién es Guillermo Gaede, pero no le discuto lo de «famoso». Ya lo buscaré después en Wikipedia. Seguimos hablando mientras salimos, y todavía un rato más, junto a la puerta. Detecto un patrón: si no introduzco cuestiones personales, la conversación fluye; si lo hago, se atasca. Intuyo que ella sabe que lo sé. De acuerdo: juguemos con el subtexto. Decido hablar sin parar hasta vencer su resistencia por la vía del agotamiento, provocar su respuesta, hasta que tenga tanta sed que necesite tomarse una cerveza. Le pregunto por todos los temas que aparecen en los libros: postfeminismo, falacias viriles, discriminación positiva, cuotas. Uno detrás de otro. Le confieso mis dudas y le digo la verdad: me parece un laberinto. Mi sinceridad parece gustarle. Se lo piensa. Me arde la garganta. A unos metros veo a un hombre sentado cómodamente en una silla de mimbre, en la terraza de un bar, con el bigote blanco de espuma del primer trago, y salivo. Calculo que las probabilidades están 50/50.

—¿Quieres una cerveza? —pregunto.

Ella acepta y, cuando nos sentamos, se quita los lentes.

Eso es una metáfora. Pero yo no la entiendo, al menos en ese momento, porque tiene que ver conmigo.

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