CAPÍTULO 10
Desde que tengo memoria, la palabra "peronismo" resonaba en el hogar familiar. Durante las celebraciones de Año Nuevo y Navidad, así como en los cumpleaños, la política siempre se colaba en las conversaciones durante la comida y la sobremesa. Perón era la figura central, el hombre que, según se decía, "hizo algo por los pobres en la Argentina del 46'". Sin embargo, hoy, levanto el puño y decido no votar por nadie.
Mi abuelo, un obrero metalúrgico, y mi abuela, dedicada a la costura con su máquina, lograron construir su propio hogar, gracias a las horas extras remuneradas y a la posibilidad de tomarse vacaciones. Mi padre solía contarnos historias sobre su padre y sus tíos, rememorando la época previa al gobierno de Perón, cuando caminaban con zapatos agujereados en busca de trabajo, y regresaban a casa con apenas unos centavos en el bolsillo.
Desde pequeños, mis hermanos y yo escuchamos a nuestro padre hablar sobre ese hombre que, según él, había transformado la vida de los argentinos. Para nosotros, el General Perón y su esposa Eva eran los responsables de devolverle la felicidad a la clase trabajadora. Y es que, ¿qué mayor logro podría haber que la felicidad?
No es de extrañar que, con mi inclinación natural hacia la lucha contra la injusticia, me haya identificado con el peronismo. Conocía cada detalle de la historia gloriosa que vivió la clase trabajadora desde el 43' hasta el 55', año en que tuvo lugar la mal llamada Revolución Libertadora. Para mí, no fue una revolución, sino el resultado de la fuerza impuesta por una minoría privilegiada, representada por los habitantes del Barrio Norte y la Sociedad Rural, sobre aquellos que menos tenían, sobre "los negros", ese sector humilde de la sociedad del cual me sentía parte.
Cuando era preadolescente, en plena era del gobierno de Menem, llevaba en mi carpeta escolar una figura con su rostro, redonda y llamativa. Recuerdo vívidamente el día en que un profesor algo desaliñado me preguntó: "¿Te gusta?" y yo, contagiado por su sonrisa, asentí. Pero ahora me pregunto, ¿se habrá dado cuenta ese maestro de que Menem no había venido a traer la tan aclamada "justicia social"?
Mis años de adolescencia transcurrieron en una sociedad donde la política parecía un tema ajeno. Mis amigos y amigas rara vez hablaban de ello, al menos en mi experiencia. A veces recogía algún folleto de izquierda tirado por ahí, que llevaba a casa para burlarnos con mi padre (aunque secretamente me intrigaba lo que decía), mientras seguía siendo un ferviente seguidor de la doctrina peronista.
Cuando llegó el momento de empezar a trabajar, me encontré con la cruda realidad de la falta de oportunidades. En la universidad aprendí a hacer artesanías para sobrevivir. Pero había algo que no podíamos ignorar: la presencia cada vez más visible de los "cartoneros", una señal del deterioro social que nos rodeaba. Trabajé en ventas temporales, pero era como perder el tiempo. Nuestra generación se encontraba en un momento crítico, con muchas familias perdiendo sus empleos y pocas esperanzas de un futuro estable. Sentíamos la necesidad imperiosa de un retorno al "peronismo auténtico", aquel que cuidaba a su pueblo como un padre a su hijo, brindándole todo lo que necesitara.
Llegaron las elecciones, y entre los candidatos se encontraba nuevamente Menem (visto por algunos como un traidor y por otros como un mesías), junto a un desconocido llamado Kirchner, que terminaría siendo el ganador.
Recuerdo claramente el día en que Kirchner bajó el cuadro de Videla. Fue como un rayo de esperanza en medio de la oscuridad, un gesto valiente que me hizo pensar: "¡Este tipo es increíble!". Y luego, usó las reservas del Banco Central para pagar la deuda externa. En ese momento, mi inocencia era inmensa; creía que al fin éramos libres, que habíamos recuperado nuestra soberanía.
Poco después, conseguí un trabajo estable como cajera en un supermercado. No fue fácil llegar hasta ahí. Al principio, pasé seis meses trabajando a través de una agencia laboral, hasta que finalmente me contrataron de manera directa. Me independicé de mis padres, alquilé mi propio lugar y comencé a mantenerme por mí misma. Todo parecía estar en orden, el peronismo estaba de vuelta y yo estaba feliz.
Durante años, defendí fervientemente al Gobierno kirchnerista, un peronismo con matices de izquierda. ¿Y qué pasó con la izquierda? Aunque me gustaban sus ideas, seguía siendo leal al peronismo. Después de todo, según mi perspectiva y la de muchos otros peronistas y kirchneristas, la izquierda solo criticaba sin ofrecer soluciones.
Aunque en mi mente adolescente la idea de la izquierda era algo lejano, casi utópico, recuerdo las palabras irónicas de un amigo: "Cuanto más grande sos, más conservadora te volvés". Yo rechazaba esa idea, defendía mi postura reformista y negociadora. Pero con el tiempo, comprendí que mi amigo tenía razón. Me convertí en una reformista cautelosa, consciente de la complejidad de las decisiones políticas y de los intereses en juego.
Tras la presidencia de Néstor Kirchner, llegó el turno de Cristina Fernández (avanti morocha). La voté convencida, ¿a quién más iba a votar? Prefería a Cristina antes que a los oligarcas que solo defendían sus propios intereses. Sin embargo, la vida no me sonreía. Perdí mi trabajo, el sindicato no me respaldó, y luché por encontrar estabilidad laboral en condiciones paupérrimas. Me revelaba contra la injusticia y la opresión, crecía la indignación.
Durante los años del gobierno de Cristina, me dediqué a cuidar de mi primer hijo y a seguir de cerca la política por televisión. Las elecciones se acercaban de nuevo, y aunque las cosas no iban bien con el Gobierno, estaba convencida de que los aliados al Fondo no ganarían. Sin embargo, la realidad fue una bofetada. Observé el rostro de Cristina al votar y percibí la preocupación en sus ojos. Cuando se anunciaron los resultados, la incredulidad me invadió. Habíamos elegido a un empresario como presidente, Mauricio Macri, un derechista que vació los organismos estatales y sumió al país en una crisis sin precedentes.
Ansiaba con fervor el reportaje exclusivo que el periodista Navarro de C5N iba a hacerle a Cristina Fernández de Kirchner. Pensaba que, por fin, se revelaría toda la verdad. Imaginaba que Cristina explicaría por qué ocurrieron las cosas, que estaba bajo amenaza, que se vio obligada a permitir el fraude, que todo era una farsa y que ella sola no podía hacer nada al respecto. Pero al terminar la entrevista, una sensación de vacío y desconcierto se apoderó de mí. No dijo nada, absolutamente nada.
Durante los cuatro años del gobierno de Macri, mientras lo criticaba sin piedad en Facebook, sentía que todo empeoraba y que aquellos que esperaba que tomaran acción no lo hacían. Era el momento de levantar la voz contra las atrocidades de este hombre, pero La Cámpora brillaba por su ausencia. No estaban en los hospitales desmantelados, no estaban junto a los docentes en huelga, no se veían en las protestas de los trabajadores explotados y despedidos. Sin embargo, vi con mis propios ojos una bandera del PTS en la puerta del hospital Posadas. ¿Qué hacían allí? Estaban apoyando la lucha contra los despidos, exigiendo la reincorporación de los trabajadores. El PTS, donde militaba mi hermana, con quien discutía acaloradamente sobre estos temas.
Mientras ellos enfrentaban la represión en las protestas, Cristina se mantenía en silencio y La Cámpora brillaba por su ausencia, salvo para respaldar la gran farsa que era Cristina Fernández de Kirchner, amiga de Bergoglio. El movimiento feminista, en pleno auge, me impactaba profundamente. Pero Cristina también lo hacía, en sentido contrario, al sugerir una unión entre verdes y celestes.
Ella estaba tejiendo su nuevo salto al poder, junto a Massa, Alberto Fernández, etc. Ya no podía tolerar tanta hipocresía. Mi decisión fue firme a partir de ese momento. Me di cuenta de que la rabia que sentía, la decepción que me embargaba, estaban justificadas.
Cuando lograron regresar al poder, de la mano de Alberto Fernández, yo ya había depositado mi voto en aquellos que realmente se preocupaban por los más necesitados, había votado a la izquierda. Ellos denunciaban las maniobras que ocurrían tras bambalinas, como recordaré siempre a Nicolás del Caño alzando la voz en el Congreso, revelando que mientras se discutía la ley por el aborto seguro, legal y gratuito, en el Senado se cocinaba otro ajuste brutal a los jubilados. Una verdad incuestionable.
Me di cuenta de que todos los gobiernos, el de Macri, el de Cristina Fernández, el de Néstor Kirchner y ahora, el de Alberto Fernández, absolutamente todos, negociaban y negocian con los grandes capitales, constantemente. Durante la pandemia, las empresas cosechaban ganancias exorbitantes, mientras la clase trabajadora perdía empleos o dejaba de percibir ingresos por no poder trabajar durante la cuarentena. Hoy en día, seguimos ajustando para pagar una deuda fraudulenta e ilegítima que ni siquiera es sometida a investigación. La precarización laboral sigue en aumento.
Los únicos que alzan la voz contra estos abusos y siguen haciéndolo hasta hoy son los líderes del Frente de Izquierda Unidad. El FITU ha logrado consolidar su apoyo con más del 80% de los votos. Son los únicos que presentan soluciones reales a los problemas sociales, desde el sector de la salud hasta la educación, pasando por la vivienda y los derechos de la clase trabajadora en general. Son los únicos que enfrentan la represión, no solo del gobierno de Macri, sino también del actual gobierno peronista.
Después del golpe sufrido por el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner en las recientes elecciones primarias, se han inclinado aún más hacia la derecha. Han nombrado a Manzur como jefe de gabinete, a Aníbal Fernández como ministro de seguridad, quien no duda en ordenar la represión de las protestas, y a Julián Domínguez, ex menemista y duhaldista.
Para mí, abrazar la izquierda significa honrar la memoria de Julio López, Kosteki y Santillán, Facundo Castro, las familias desalojadas de Guernica y la Villa 31 que luchan por vivienda digna, Rafael Nahuel, Santiago Maldonado, y tantos otros que han sufrido la injusticia. Significa luchar por la salud y la educación públicas, por aquellos que perdieron la vida debido a la negligencia estatal, por quienes luchan por trabajo y derechos que nos son negados. Es luchar contra el ajuste a los jubilados, por la separación de la iglesia y el estado, y creer en la lucha de clases. La clase obrera debería tener el poder político, y por eso, hoy levanto el puño y voto por la unidad, por un gobierno de los trabajadores.
Recuerdo claramente el día en que el economista Javier Milei irrumpió en el debate de candidatos por Buenos Aires con sus desgarradores gritos y su pelo alborotado al estilo linyera. Sus accesos de furia, aunque desconcertantes para algunos, parecían resonar con la frustración y la impotencia que muchos argentinos sentían en ese momento. Él mismo admitió que gritaba porque esperaba que su conducta reflejara la pasión de un apasionado, un freak, alguien que se sentía ahogado por un sistema que no le daba voz.
Su ascenso en la escena política argentina fue rápido e impactante. En un país donde las figuras políticas se entrelazan como parientes, Milei asumió el papel del hijo disfuncional. Su estilo excéntrico y desenfadado lo convirtió en una especie de Pity Álvarez de la política, desprolijo pero entrañable, con un lado tierno que lograba conectar con la gente.
Milei sueña con ser el líder de un movimiento audaz que desafíe el statu quo político. Sus propuestas radicales, como la destrucción del Banco Central y el "aplastamiento" de los políticos, reflejan su visión anarcocapitalista y su deseo de sacudir las estructuras establecidas. Sin embargo, su comportamiento oscila entre la víctima y el victimario del sistema, como si su aire nervioso y explosivo fuera el caparazón traumado de un corazón bueno y justiciero.
En lo personal, su figura me ha generado una mezcla de fascinación y desconcierto. Me pregunto si su enfoque radical es la respuesta adecuada a los problemas que enfrenta nuestro país, o si solo contribuye a profundizar la división y el conflicto. Sin embargo, no puedo negar que su energía y su determinación para combatir la injusticia son contagiosas, y que, en última instancia, Milei representa el deseo de muchos argentinos de romper con un sistema que parece estar en constante deterioro.
El show de Milei es irresistible porque tiene un brillo patológico auténtico: es el bulleado que hace bullying. Su despliegue de chico maltratado y maltratador repite su historia familiar. Milei contó que su padre empleaba la fuerza física contra él, además de violencia psicológica: le pegaba y lo hacía sentir mal, un fracasado, y su madre era cómplice: ella contemplaba las escenas de violencia, pero no hacía nada, no lo defendía. En términos similares describe su relación con el Estado, y es lo que vuelve su performance hipnótica: es la voz del abusado por la autoridad, por el Estado, que estalla en escena social y popular.
Ahí radica su diferencia esencial con los políticos tradicionales y porque tanta gente lo acompaña: Milei parece vivir intensamente su relación de abuso con el Estado. Milei es tan cándido en su dramatismo que todas sus peleas supuestamente ideológicas terminan en psicodramas. Dice que su pésima relación con su padre le dio resiliencia: “Sé que bajo la máxima presión, yo rindo, porque ya lo viví”. En efecto, rinde muchísimo en televisión: cualquier pregunta (en general de mujeres) puede transformarlo en un sapo rojo hinchado que agrede a los gritos (donde los que miran son cómplices mudos). Su expertise en economía le da contenido a su rol de maltratador que goza repitiendo estas escenas de autoridad-que-castiga hasta el hartazgo. A una periodista tucumana le chilla que es una burra y una estúpida ante un auditorio lleno, o le aúlla a un Larreta ausente “te voy a aplastar, zurdo de m…”, entre otros sinónimos fecales. Caca, aplastar: este léxico del abusado infantil convive con una jerga técnica que Milei arroja orondo y jactancioso como si fueran misiles de precisión (el teorema de Arrow, “falacia” cuando quiere decir error, etc).
Por eso fue interesante el acercamiento en los últimos días entre Milei y Mauricio Macri, otro oponente al oficialismo. Milei había denostado al partido de Cambiemos, pero pronto declaró que Macri “no es casta política”: planteó que Macri mismo no habría sido el problema de su gobierno, sino el entorno. Una explicación maradoniana. Milei está tan desesperado por agradar, tan preso de su psicodrama, que no puede resistirse a un halago (especialmente uno que viene de una figura paterna). Y Macri, cuya correcta clasificación zoológica corresponde al zorro, más que al gato, vio esta debilidad en él: bastaba con elogiarlo para tenerlo ronroneando suavemente junto a él, y así robarle la escena. Naturalmente, Milei cree que es su propia genialidad la que lo acerca a Macri, porque su fantasía acaricia un proyecto presidencial. Su 14% que se pliega sobre el 41#, como un boleto capicúa de su padre colectivero.
¿Como podrá digerirlo la maquinaria de PRO? Milei consiguió lo que PRO nunca se animó: dar la batalla cultural de las ideas liberales. El carece de la programática mediocridad del marketing cultural de PRO como partido de globos y paz. Como un radioaficionado, Milei sintonizó con el pitch sonoro que iba más allá de la grieta kirchnerista: encontró un tono de la bronca, a la que dotó de su aire de profesor loco. Su reivindicación de la derecha es más bien el hartazgo con la izquierda como sentido común, donde un empresario tiene que pedir perdón y ganar dinero está mal visto. Con su economía punk, “no dejes que los zurditos te roben” caló profundo en esas zonas donde el zurdito es el acomodado del Estado, y donde los hombres se tienen que hacer fuertes. Por ese motivo el gran servicio que Milei le hace a Cambiemos no es económico, sino cultural. Mostró al kirchnerismo como lo que es: el ideario de un progresismo hipócrita de señoras acomodadas cuya gran innovación es suponerle poderes mágicos a la letra “e”. Mientras el peronismo se muestra obsesionado con vestirse de feminista (mientras hombres voluminosos gobiernan), y Cambiemos cuida su discurso para “no ofender” como quien sigue una dieta estricta sin calorías, Milei y sus libertarios dieron rienda suelta a una lengua recia y machizada, entre otras ideas más cercanas a la vida cotidiana de los jóvenes.
Milei y la troupe libertaria conformaron una pequeña legión de capocómicos (con el talento tenaz de tuiteros hiperkinéticos como @Ziberial, Dannan y DAN, entre otros); juntos fogonearon un guión que Durán Barba jamás hubiera soñado para rockear los barrios carenciados. Ruidosos y entretenidos, sus exponentes intentan responder a la pregunta: ¿cómo ser hombres? Es un espacio poblado de muchachos y señores intensos donde no hay figuras paternas, como una especie de Neverland de Peter Pan hecha de fans del bitcoin. Sus popes combinan la ostentación con tips sobre cómo enjabonarse correctamente y por qué se debe siempre pagar las salidas a las señoritas (hits de Carlos Maslatón); José Luis Espert parece nacido para animar las mesas extintas de Polémica en el Bar; la palabra “trolo” se populariza a lo que veo en redes para señalar la debilidad. Su zona de éxito ya no es ser emprendedores, sino apostar a la timba financiera de las criptomonedas, el deporte nacional de un país que te entrena hace generaciones para transformar los pesos en cualquier cosa que no sea pesos. Triunfa la libertad.
Los actos políticos de Milei tienen el formato de clases, lo que marca la ansiedad de los jóvenes de clase media y clase media baja por aprender. Se equivocaba Florencia de la V., vocera del desdén del Gobierno, cuando se preguntaba en Página 12: “¿Desde cuándo los chicos quieren ir a la escuela? Parece que Sarmiento pasó a ser tendencia”. El Gobierno tuvo que perder en las PASO para darse cuenta que sí, los chicos querían ir a la escuela. Y Sarmiento tuvo su comeback glorioso, junto a Alberdi y Roca. Con la simplicidad de su historia argentina de escuela secundaria, Milei reivindica a la tríada liberal -algo que, dentro de Cambiemos, solo osaba hacer a viva voz la historiadora y candidata a diputada Sabrina Ajmechet.
La pandemia creó las condiciones para pensar el Estado. Alberto puso en escena un Estado activamente perverso: el Estado que quita, que cercena. Bajo el signo de la pandemia, el Estado peronista canceló la escuela, persiguió a los que querían salir a correr diciéndoles asesinos y liberó a los presos (por razones humanitarias). La bancarrota ideológica del peronismo quedó expuesta: su única premisa (“el Estado te da”) demostró que era mentira. Los que sostenían “el Estado te da” eran los primeros en violar la norma: el Estado que no solo castra, sino también viola. Al final, “ese Estado opresor” que es “un macho violador”, el hit musical que cantaban las feministas a finales del gobierno de Macri, se parecía al peronismo pandémico. Pero fue Milei el que encontró el tono dramático para esa acusación de abuso estatal, de violación y de opresión. En este contexto, donde la justicia no existe, gritar con Milei es aullar “Mi Ley”, la ley soy yo. No reconozco la autoridad que me viola, la ley soy yo.
Las dotes de Milei como influencer tienen límites. Lo suyo es el monotema económico: si se sale de eso, Milei puede sostener que el cambio climático es “un invento de la izquierda”, lo que delata que se autopercibe como un republicano de Texas. Hasta ahora, Milei no ha debutado en la ironía y la elegancia. Un buen diagnóstico del profundo problema político de la Argentina es que deba ser una persona tan evidentemente desequilibrada como Milei la que hable en favor del sentido común, en contra de la presión fiscal asfixiante y de la malversación del Estado. El kirchnerismo, dedicado a invertir millones en la adquisición de referentes culturales y medios, perdió la hegemonía cultural ante el golpazo de realidad: tenía a todos los influencers comprados, pero nadie estaba escuchando lo que iba a suceder.
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