Capítulo 11
—¿Mamá?
No puedo creer lo que estoy viendo.
Mamá está aquí, en mi habitación del hospital, postrada en una silla de ruedas, viéndose totalmente devastada y enferma.
—Ana —susurra con su voz queda y ronca por la enfermedad—. Mi bebé —solloza. Intento levantarme de la cama, pero los cables que me conectan a las máquinas y los fluidos no me lo permiten.
Tras ella, papá viene arrastrando los pies. Se ven, tan miserables, abatidos y pérdidos, como me he sentido yo, esos últimos años.
—Lo siento tanto, pequeña. Oh Dios, cómo pude ser tan ciega. —Cubre su rostro con ambas manos y llora. Extiendo mi mano hacia ella, buscando consuelo y tratando de dárselo. Verla de esa manera me rompe el corazón.
¿Cómo puedo culparla por lo que me ha pasado?
Está rota, herida y arrepentida. Lo puedo ver en sus ojos, escuchar su dolor en sus sollozos y quejidos. Sus hombros huesudos. Se sacuden una y otra vez, y sus manos, aun todas llenas de morados por la quimioterapia y las agujas; no hacen mucho por ocultar su rostro de mí.
Un rostro que me ve con el horror y la culpa, desasosiego y sufrimiento.
—Mamá, no llores. Estoy... —bien no estoy, no voy a mentir sobre eso. Además, mi aspecto es todo lo contrario a bien—: lo intento.
—Te hemos fallado, te hemos fallado. —gime, mi padre pone sus manos en sus hombros y trata de consolarla.
Verla derrumbarse de esa manera por mí, mueve una fibra profunda. Nunca, incluso cuando los dolores del cáncer son muy fuertes, ella se ha dejado vencer; pero ahora, frente a mí, le es imposible no hacerlo. Mi propio dolor se hace presente y lloro, mi madre mueve su silla para estar más cerca, toma mi mano y mi padre nos abraza, mientras los tres lloramos.
Unos minutos después, Esteban entra de nuevo... sus ojos me observan con intensidad. Nos regala un pañuelo a los tres y nos consuela a todos. Le agradezco con una pequeña sonrisa.
—Lo siento. —Mi voz se rompe. Papá corre hacia mí para abrazarme, se detiene un momento temiendo que sufra otro ataque, pero no pasará, lo necesito. Le miro y debe entender lo que pido, retoma su camino y me atrae hacia él, estrechándome, ambos lloramos.
—No debes sentirlo. Lo lamento yo cariño. Oh princesa, como te hemos fallado, te hemos fallado tanto.
—No. Quien nos falló fue Didier. —dice mi madre. Esteban permanece a mi lado, se tensa con la mención de mi hermano, pero se relaja cuando tomo su mano por apoyo.
Ambos nos miramos, en sus ojos veo el aliciente para que hable con mis padres, para que cuente todo, para que denuncie, para que deje salir todo de una vez. Asiento, es hora de enfrentar mis demonios. Tomo aire y cierro mis ojos por unos momentos, dejo salir el aire y mis palabras.
Poco a poco les cuento todo. Mi madre jadea, mi padre maldice y Esteban estrecha cada vez más fuerte mi mano. Al terminar de contarles el infierno que viví, lloramos nuevamente. Papá me dice que desde ayer, Didier está privado de la libertad, Héctor y el otro hijo de puta que abusó de mí, se encuentran desaparecidos, pero los están buscando.
—Ana, cariño ¿Y el bebé? —Madre pregunta. Debo ocultar mi rostro de todos, esa es la pregunta que más temía y es a la única que de verdad, no le encuentro respuesta.
Duele, duele saber que tengo en mi vientre algo, producto de un suceso tan horrible y cruel. ¿Y si se parece a ellos? ¿Cómo podré olvidarlo todo si tengo un eterno recuerdo de ello?, ¿qué le diré cuanto pregunte por su padre? Y ¿Nacerá bien?
Son miles y miles de preguntas sobre ese bebé que inundan mi cabeza, y a ninguna le encuentro solución.
—Yo... —Me atraganto y siento que me falta nuevamente el aire—: no lo sé.
—Lo que decidas, te apoyaremos. —dice mi padre. Puedo escuchar el recelo y el dolor en su voz.
No respondo. Ni siquiera he tomado una decisión concreta sobre ese bebé.
—Hola mami.
Me estremezco al escuchar esa pequeña voz. Dejo caer el plato en el lavado y me vuelto hacia el origen de esa vocecita.
—¿Quién eres tú? —pregunto.
El pequeño niño, de ojos expresivos y sonrisa tierna me sonríe. Es muy hermoso, tiene un hoyuelo en su mejilla derecha, su cabello es exactamente del mismo color que el mío y sus ojos son dos piscinas de azul profundo.
—Aun no tengo nombre, pero soy tuyo. —responde. Da dos pasos hacía mí y yo retrocedo temerosa. Se detiene y sus labios tiemblan, mi rechazo lo hace sentir mal y si no hago algo pronto va a llorar.
—No, no llores.
—¿Por qué no me amas? —Demasiado tarde, una lágrima baja por su mejilla—. Yo ya te amo a ti, lamento que mi existencia te cause tanto daño mami. Yo no quiero que sufras. ¿Me perdonas?
—Tú... yo..., no sé de qué hablas. —balbuceo. El niño vuelve a acercarse y estira sus manitas hacia mí. No debe tener más de cuatro años.
—No me quieres, eso fue lo que dijiste. Lo siento, yo no pensé que llegar te haría daño. Dios me dijo que era mi tiempo, perdóname mami —susurra. Estrecha sus manitas juntas, cuando no respondo a su petición de tomarlo—. Me iré si quieres, pero... sólo me gustaría poder abrazarte. Sólo un abrazo mami, quiero recordarte por siempre.
Oh. Dios. Mío. ¿Qué clase de mostro soy? Es un bebé, un inocente niño, alguien que no tiene responsabilidad por lo que me pasó.
La culpa y el dolor me hacen lanzarme hacia él. Lo tomo en mis brazos y lo estrecho en mi pecho. Su cuerpecito se sacude con el llanto y repite una y otra vez que lo siente.
—No, no es tu culpa. No llores bebé, perdóname tu a mí. Perdóname —sollozo—. Tú eres inocente, eres un angelito.
Sus bracitos me aprietan con toda la fuerza que tiene en su pequeño cuerpo. Me dice que me ama, me dejo caer, con él en mis brazos, en el suelo. Lloro sobre él y le pido perdón por algún tiempo. Cuando ambos logramos controlarnos, me mira, sonríe y acariciando mi mejilla; dice las palabras que me impulsan a seguir adelante:
—Eres la mamá más perfecta que pude haber pedido. Despierta mami, cuídate mucho quiero volverte a ver pronto.
Me da un tibio beso, siento una nueva lagrima descender por mi mejilla. Su manita vuelve a limpiarla y juntamos nuestra frente.
—Siempre estaré a tu lado. Te amo mami.
—Te amo hijo.
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