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De la obra "El príncipe bengalí"

Obra: El príncipe bengalí
Escrita porLauradadacuentista

—Amo a este hombre —dice sakurasumereiro con confianza—, es demasiado carismático y pícaro, pero me imagino que no todo debe ser color de rosas, así que me gustaría que me contara algún suceso triste de su pasado (No tiene que estar relacionado con la trama).

Aimé le responde:

—Querida, ¿sabe que esa curiosidad podría matar a una bella gatita como usted?

Aimé se acariciaba la barbilla mientras dejaba que su mirada se perdiera en las vistas a un plácido mar estival que le ofrecía la ventana del salón. Aquella pregunta le había removido un íntimo recuerdo sepultado por años y su mecanismo de defensa había echado mano de la salida más fácil. Contaba con un talento natural para la seducción que le ayudaba a escapar de forma magistral por el lado tangente de cualquier encrucijada.

Pero aquella vez sería diferente, estaba dispuesto a cambiar, contaba con las armas para ello y la madurez le había regalado las fuerzas necesarias para enfrentarse a los traumas del pasado.

—Está bien —dijo al fin, clavándole una profunda mirada de ojos color caramelo a la hermosa mujer que tenía enfrente. Estaba claro que ella no pensaba darse fácilmente por vencida—, voy a contarle algo que jamás le he revelado a nadie. Me intriga saber qué tiene usted pensado ofrecerme a cambio de tan íntima confesión...

—Dependerá del grado de satisfacción que su relato deje en mi curiosidad —respondió ella implacable.

—¡Buena respuesta! —Aimé rio a gusto ante la elocuencia de su interlocutora—. Me parece que es usted una conversadora hábil, espero no defraudarla.

Se acomodó de nuevo en el sillón de cuero color habano, cruzó las piernas y dejó de nuevo la vista suspendida en el ocaso marino en busca del hilo con el que empezar a enhebrar su historia:

«Corría el año 1858. Yo tenía tan solo catorce años y estaba pasando un feliz verano en la casa de campo de la tía Anette en Marsella. Mi mayor y único hermano seguía internado en el colegio de París, pero conmigo mi padre siempre era más indulgente en temas de responsabilidades y me había permitido salir para disfrutar del sol de la Costa Azul.

Echando la vista atrás, me pregunto si siempre he sido un «alma libre» y por eso mi padre nunca me ha podido enjaular o si fue su trato laxo para conmigo el que favoreció estas tendencias «libertinas» que habitan en mí ...

Si me permite el inciso, le recuerdo, querida, que no llegué a conocer a mi madre pues la pobre falleció al poco de darme a luz, así que siempre me queda el recurso fácil de culpar mi comportamiento a la falta de una figura maternal.

Pero retomemos nuestra historia, pues lo que ese verano ocurrió me marcó para siempre.

Yo no conocía a nadie en aquella ciudad, ni tenía posibilidades de hacerlo por mí mismo, ya que debía acompañar a mi tía a todos lados. Ella acostumbraba a merendar todas las tardes con la esposa del alcalde, aunque más que tomar el té lo que hacían era fundirse un buen puñado de monedas en una verdadera timba de Póker con otras damas vecinas del lugar. Por suerte el alcalde tenía un hijo y una sobrina que pasaba con ellos los meses de julio y agosto, ambos de una edad similar a la mía, y pronto nos convertimos en una pandilla inseparable.

Charlotte era la que tramaba todas las travesuras que yo secundaba antes de que tuviera tiempo de acabar de explicarlas, mientras que su primo Claude era la prudencia personificada. Los dos tirábamos del carro para convencerlo juntos de cometer toda clase de locuras divertidas, como escarbar el baúl de las enaguas de la criada más joven donde guardaba la correspondencia que mantenía con su fogoso prometido, y al final siempre acababa siendo él el que se resistía a marcharse sin leer una carta más.

Los tres éramos muy jóvenes y teníamos ganas de exprimir al máximo las vacaciones en contraposición a los lúgubres inviernos que pasábamos en nuestros respectivos internados de caballeros o de señoritas, respectivamente. Nos cogimos tal confianza que, cuando estábamos solos no teníamos ningún problema en saltar unos encima de otros o en darnos empujones seguidos de abrazos. La verdad es que sentíamos curiosidad por nuestros cuerpos y un deseo exacerbado propio de aquella edad de cambios nos comía las entrañas.

Nos dejaban jugar libres por los campos de aceitunas de la casa del alcalde. A veces íbamos a la playa a bañarnos, pero siempre regresábamos a tiempo para que no se dieran ni cuenta de que nos habíamos escapado hasta el mar. Allí nos lanzábamos al agua agarrados de la mano desde los acantilados y, después de revolcarnos como críos por la arena, nos ayudábamos unos a otros a recomponer nuestro aspecto antes de volver ante nuestros tutores.

Pasaron las semanas y nuestra amistad fue dando paso a sentimientos más ardientes. Aquellas tentaciones prohibidas nos tenías hechizados a los tres, pues existía la misma atracción por parte de cada uno de los lados del triángulo perfecto que habíamos acabado formando.

Una noche me invitaron a quedarme en casa de Claude para cenar con la familia y disfrutar de la tradicional velada anual en la que acostumbraban a trasnochar para ver la lluvia de Perseidas desde su terraza. Se nos hizo muy tarde observando las estrellas y sus padres nos abandonaron para irse a dormir, mientras que nosotros nos quisimos quedar un rato más.

Todos en la casa dormían y reinaba un silencio que solo era roto por el canto del cortejo de los grillos y por alguna que otra rana enamorada. Nos arropaba una oscuridad casi absoluta y las espesas matas de dama de noche envolvían aquella terraza con su aroma. Charlotte sacó las últimas cartas que le había podido incautar a la criada y, pegando nuestras cabezas junto a una débil luz de gas, nos dispusimos a leerlas en susurros.

Como era de esperar, el ambiente cada vez fue elevando su temperatura un poco más hasta que solo faltaba que alguien diera un primer paso para detonarlo todo. Le confieso que el del primer paso fui yo, es algo que se me da bien. Dejé volar mis manos, cada una sobre el cuerpo de uno de mis dos amigos, que enseguida pasaron a ser ardientes amantes entregados al placer sin tapujos.

No teníamos experiencia más allá de lo que aquellas tórridas misivas relataban, pero la naturaleza es sabia y conoce a la perfección los caminos al placer. Nos deshicimos de las ropas que nos molestaban y fundimos nuestros labios en un beso donde tres lenguas partieron en distintos recorridos. Jamás olvidaré aquel acto tan puro, hermoso dentro de su erotismo limpio, sano y libre de todos los prejuicios que pronto llegarían para enturbiar nuestros inocentes corazones.

Borrachos de lujuria nos olvidamos de ser más cautos y, en un descuido, la lámpara de gas cayó al suelo con tan mala suerte de que acabó rodando hasta la pata de la mesa cubierta por un elegante mantel de hilo bordado cuyo algodón se prendió fuego muy rápido.

La madre de Claude fue la que divisó las incipientes llamas desde la ventana de su dormitorio y apareció en la terraza como una bala a apagarlas a cojinazos. Lo que aquella mujer no sabía era que lo más ardiente de aquella terraza no eran los jirones de tela de aquel mantel, sino la escena que estaba viviendo su momento más álgido tras las pobladas ramas de la dama de noche.

La oscura y mágica madrugada de San Lorenzo, que mantenía oculta la indiscreta luz de la Luna, nos salvó de ofrecerle más detalles de los que aquella mujer podría haber digerido, aunque con los movimientos de caderas, piernas, espaldas arqueadas y los suspiros que escapaban aleatorios por nuestras gargantas, tuvo bastante como para comprender la magnitud de aquel acto pecaminoso.

Desde ese día no permitieron que nos viéramos jamás. Nunca supe qué contó exactamente aquella mujer, pero nunca me permitieron volver a pisar Marsella. Las tres familias reforzaron nuestras prisiones académicas hibernales y, aunque nunca me hablé directamente con mi padre de lo sucedido, me dejó claro que aquello no debía repetirse en el futuro y me suplicó que tratara de centrarme en seguir un camino más convencional o mi vida iba a ser muy desgraciada.

Primero me sentí confuso, pues aquella experiencia que para mí había sido tan natural, perfecta y hermosa a rabiar, parecía que para los demás era digna de criaturas satánicas. Yo mismo me demonicé y pasé unos años de barbecho sexual, hasta que el tiempo me hizo comprender que hay personas de muchos colores y que lo que debía hacer era probar a mezclar los míos con los que estuvieran dispuestos a combinar conmigo. Aquellos que se repelían como el agua y el aceite, lo mejor era simplemente evitarlos.»

—Y aquí acaba mi historia, curiosa amiga —anunció Aimé con una sonrisa bañada de añoranza y con tintes de expectación—. Ese fue mi primer contacto con los goces de la carne. Espero no haberla escandalizado con este pasaje de mi adolescencia.

—Al contrario, señor De Lesseps —respondió ella con cierto rubor—. Ha sido muy interesante conocerle un poco más...

—Pues, concédame que le comparta un secreto más. No hay noche de verano que no regrese a mi mente el calor de aquella velada y me haga desear volver a revivir aquella pasión. —El francés descruzó las piernas y se inclinó hacia delante para hablar lo más cerca posible de la dama que lo observaba con ojos brillantes—. ¿Se atrevería a acompañarme a ver la lluvia de Perseidas que tendrá lugar esta misma madrugada o me tiene usted miedo después de lo que le he contado?

RetroWP agradece encarecidamente su participación, que alguien abra la ventana, por favor, que hace calor aquí... ¡Becaria Lío, deja de babear!


 

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