|19| Reminiscente
La habitación estaba cálida, el horno en el pequeño cobertizo hacía crujir las ramas encendidas. La luz sobre mi cabeza era clara, más no incandescente, alumbrando de manera adecuada cada cosa importante en el pequeño cuarto al que por lo general solo accedíamos mi abuelo y yo. Me acompañaban, quizás, los fantasmas de los seres que había matado y algún que otro roedor o artrópodo escondido entre la pila de troncos en una esquina. Sentí mi frente mojada por el sudor y utilizando la manga de la camiseta como pañuelo, sequé mi frente. Mis manos estaban empapadas en el líquido rojo con olor particular, similar al óxido. Una de ellas sujetaba el cadáver, mientras que la otra tomaba el cuchillo afilado.
Fruncí la nariz por el olor, a pesar de que había comenzado con este trabajo hace aproximadamente dos años, aún no terminaba de acostumbrarme a la crudeza y los olores que éste implicaba. Hinqué la punta cortante del cuchillo por debajo del esternón del ciervo y en un movimiento, un tanto forzado, deslicé con ligereza el filo a lo largo del abdomen. La sangre salió con presión y las vísceras la acompañaron, los intestinos fueron lo primero en caer sobre la mesada de cerámica. Soltando la hoja, llevé ambas manos a cada una de las parillas costales y con un movimiento brusco, las separé, liberando así la entrada para mis manos. Siendo este uno de los treinta ciervos que había cazado, ya no se me complicaba destriparlo, incluso si no contaba con el gancho y soporte adecuado para colgar al venado.
Metí el brazo dentro del tronco del animal hasta que llegué a su columna y ahuecándolo, saqué todo el contenido. Lo cargué dentro de una bolsa, la cual iría a parar al frízer.
Fue cuando comenzaba a despellejar al animal, que apareció mi Sylvester.
―¿Necesitas ayuda?―preguntó, acercándose a la mesa.
―Sí, ¿podrías poner las vísceras en el frízer?―pregunté señalando con la barbilla.
Mi abuelo tomó la bolsa de plástico y la llevó al refrigerador. Mientras yo seguía separando el pelaje de los restos.
―¿Le llevarás la carne mañana a Monti?―habló, aun dándome la espalda.
Alcé la vista al reloj de estaño colgado en la pared delante de mí, marcaba con exactitud las cinco de la tarde. Volví la vista al cadáver. Con suerte llegaba a terminar antes de las seis y así podría cumplir con la cita acordada.
―No, de hecho, intentaré llevarlo hoy después del atardecer. He quedado con alguien―expliqué, volviendo a concentrarme en el movimiento de muñeca correcto para terminar mi trabajo cuanto antes.
Escuché los pasos de mi abuelo detenerse durante su regreso a mi lado.
―Con alguien...―murmuró mi abuelo, sus zapatos comenzaron a rozar el piso nuevamente―Matilde llamó ayer por la mañana, pero me he olvidado de contarte.
Mis movimientos se detuvieron, al oír el nombre de la bibliotecaria salir de entre los labios de mi abuelo. Mis manos se endurecieron y el corazón en mi pecho aceleró sus latidos. Noté que podría lucir sospechoso, por lo que retomé torpemente lo que estaba haciendo.
―¿Qué cuenta Matilde?―Tanteé.
―No mucho, mandó sus saludos y condolencias una vez más, como todos los años. Me dijo que visitó el cementerio por la noche cuando salió de trabajar.
Observé e reojo las acciones de Sylvester y noté que se dirigía hacia el fuego, tomó el atizador y removió la braza.
―Deberías agradecerles a los cielos que atendí yo y no tu abuela―comentó, provocando que el cuchillo en mi mano resbalara y cayera estrepitosamente.
―¿Qué?―reaccioné con una pregunta suelta, intentando no meter aún más el pie en el fondo del pozo.
―¿Estás bien?―preguntó, sin dejar las brasas pero volteando levemente hacia mí.
―Sí, se me resbaló el mango por la sangre―me excusé.
―Bien―Removió la brasa―. Matilde dijo que la jovencita con la que te encontraste el otro día fue a buscarte a la biblioteca y al no encontrarte, dejó su información de contacto.
«¿Jovencita de la biblioteca? ¿Acaso se refería a Winter Pearce? ¿Por qué?» me planteé, sin encontrarle sentido. Le había dicho mi nombre, con eso bastaría para que consiguiera el resto de la información, moviendo unos pocos hilos.
―No se lo comenté a Nichole aún, porque estoy seguro que pensará que se trata de la jovencita que está esperando para ti. Pero no me imaginé que invitarías a una chica, como salida, a la biblioteca. Creí que los jóvenes de hoy en día preferían tener citas un poco más llamativas, cine, almuerzos lujosos, espectáculos o escenarios de ese estilo. Resultaste ser más aburrido de lo que esperaba, Claude, con razón no tienes novia todavía―Su tono era serio.
Quise reírme, más lo que salió de entre mis labios se pareció más a una espiración sarcástica y temerosa. El encuentro con Winter había sido todo menos una cita romántica. A menos, que el romance moderno fuera sobre amenazas e interrogatorios.
«Ridículo».
Era por mi accionar despreocupado esa noche que, probablemente, hundiría más de lo que ya lo había hecho a mi familia.
―Creo que tenemos que hablar más sobre métodos de seducción, porque si sigues así no creo que puedas avanzar mucho con esa jovencita. Es sorprendente que aun así haya querido contactarte.
―Aja...―reí nervioso―. No es lo que crees, ella es...―me detuve, al notar que estaba por compartir demasiada información de repente.
―¿Ella es?―inquirió.
Tragué saliva, levantando las cejas mientras buscaba las palabras correctas para describir a Winter y la relación que teníamos sin producirle un paro cardiorrespiratorio a Sylvester.
―Ella es una chica... peculiar, no creo que tenga esa clase de interés en mí. Sería mejor si eso no sucediera―respondí seguro e inmerso en la catastrófica idea.
―¿Acaso no es ella agradable? Creí que estabas interesado y por eso no nos hiciste ningún comentario.
Parpadee, saboreando las palabras un tanto ilógicas de mi abuelo. Sí le dijera de quién se trataba, entonces no pensaría lo mismo. Era como una historia fantasiosa sobre un romance entre enemigos. Aunque era cierto que la culpa no recaía directamente sobre ella; era a quien ella llamaba su familia, esa persona a quien tanto despreciaba, y podría arriesgarme a afirmar que mi abuelo también, quien tenía las manos manchadas de sangre. No obstante, la crianza corrompía tanto como la sangre.
―No sé, no estoy seguro de si es agradable o no. Tampoco debería estar muy interesado en conocerla. De hecho, no, no me conviene interesarme.
―Claude, no sé si te das cuenta, pero pareces querer negar fervientemente la oportunidad de vincularte con ella. No logro comprender el porqué, pero debes conocer que es extraña la forma en la que actúas―comentó, meciendo con lentitud su cadera de un lado a otro, como si buscara una posición que le resultara cómoda―. Solo diré que, si te obligas a sentir algo que en realidad no deseas, no te ayudará.
No supe cómo responder, como explicarle la situación para que me comprendiera sin contar de más. Para que entendiera que era mejor no relacionarnos con los Pearce, sin decirle de quien hablábamos. Guardé silencio, tragándome las confusas emociones que no alcanzaba a comprender.
―Al parecer hice bien en no comentarle nada a Nichole...―sopesó el abuelo.
―Gracias por el ciervo, justo lo estaban pidiendo en la mansión de los Pearce. Al parecer tienen un invitado que le gusta, porque hasta ahora no lo pedían mucho―comentó Monti, mientras me ayudaba a bajar las piezas de carne que le traía en la camioneta.
Todo lo que escuchaba últimamente parecía rondar a los quehaceres de esa familia.
―¿Un invitado?―Seguí con la conversación.
―Sí. Creemos que se trata de un amigo del señor Jackson, puesto que ha aparecido en fotos de él cuando estaba en la universidad. Es un joven empresario.
―Creí que sería cercano a la señorita...―pensé en voz alta.
―¿La señorita? ¿Te refieres a la hija mayor de los Pearce? No sabía que ella estaba en el pueblo, ¿vino también?―cuestionó, mostrándose perdido.
―¿No lo sabías?―refuté, a la vez que bajábamos las piernas del venado sobre la mesada de la carnicería del viejo Monti.
―Bueno, es que lo que haga la señorita no es tan importante como lo que hacen los señores y el joven heredero. Por lo que no comentamos tanto sobre los otros hermanos―explicó, sacudió sus manos para luego pasarlas por su mandil―. Son los jóvenes como usted, quienes se fijan en la señorita por su belleza. Nosotros los viejos, nos interesamos más en la economía y la política. Lo que hagan o no los Pearce son los movimientos del país.
Sonreí con amargura y pesar, mezclados con empatía, cuando reconocí que fuera del hermano mayor con sus padres, los demás no eran contados como familia para los ciudadanos andémidos.
―Solo decía―acoté.
―Bueno, acompáñame a la caja, que tengo que pagarte por lo de hoy―finalizó y lo seguí.
Me detuve donde me indicó Monti. Había un par de clientes en la tienda revoloteando alrededor de los productos, como si todavía no se decidieran por que comprar. Sentí que cada paso que daba era registrado, más asumí se debía a que había salido de la cocina con Monti. Ignorándolos, bajé la mirada al reloj en mi muñeca, aún me quedaba algo de tiempo antes de la cita, de ser así, podría pasar por la biblioteca antes de ir a lo de Murphis.
―¡Martínez! ¡Cuánto tiempo!―saludó Monti.
Intrigado y curioso, alcé la vista para encontrarme que uno de los clientes se acercaba a mi empleador para saludarlo.
―Monti, sigues igual de viejo desde la última vez que te vi―Le respondió el sujeto.
―No es que no me alegre, pero es raro verte, ¿sigues siendo guardia de los Pearce?―interrogó el viejo.
Miré de reojo al cliente, era un hombre que cargaba en su piel bronceada unos años más que yo, y barba candado. Llevaba puesto el uniforme del personal de seguridad tan conocido de la casa de Winter.
―Oh, no, no. Sigo trabajando para ellos. Solo pedí un día libre, tengo algo que resolver, un asunto personal―explicó, el tal Martínez.
Algo en su tono o la forma en la que se expresó, me dejó inmerso en las probabilidades. Incluso cuando desconocía parte de la información sobre lo que sucedía en la villa, su justificación sonaba lamentable y vaga.
―¿Y el niño quién es?―preguntó el empleado de la mansión palmeando mis espalda, para finalmente dejar su mano apoyada sobre uno de mis hombros.
Fruncí el ceño, sin pensarlo, al voltear a verlo por completo. Relajé el semblante, no queriendo causarle inconvenientes a Monti y con él a mi trabajo. Mi jefe alzó la mirada, observando los alrededores en unos pocos segundos para al final dejar sus ojos fijos en los billetes que contaba con sus manos.
―Ah, el muchacho es el hijo de los McNaugh, es mi cazador con corona―explicó Monti, mientras asentía con una sonrisa entre sus labios.
Una mueca algo orgullosa se deslizó por mi boca, contorneándola hacia arriba al oírlo. Agaché la cabeza, no solía recibir elogios.
―¿Un McNaugh, eh?―agregó el llamado Martínez―Creí que ya no quedaba ninguno.
Erguí la nuca y volteé el rostro, una vez más, hacia el supuesto comprador. Sacudí mi hombro, provocando que su mano cayera. Él retrocedió un poco, y si bien su rostro no tenía expresión alguna, sus ojos brillaban como sedientos de fuego y su respiración se percibía pesada.
«¿Qué mierda con este tipo?», maldije, con los dientes chocando con fuerza entre sí. Era un comentario estúpido, puesto que mis abuelos paternos y Skyler aún seguían vivos.
―Martínez―advirtió, el dueño de la tienda intercambiando miradas conmigo―Toma Claude, puedes irte―sugirió, mientras me entregaba el dinero por la caza del mes.
―Gracias Monti―respondí, antes de voltear―. Y tú lagartija que crees pertenecer a la manada, es mejor que sepas, la peste McNaugh está lejos de ser erradicada.
Martínez se rio con burla.
―Eres muy bueno para hablar sobre pertenencias y amenazar, al igual que tu padre. La sangre es pesada―se burló.
―Martínez, si continuas una sola vez más no te recibiré nunca más―advirtió mi jefe.
―Está bien Monti, no diré más―Alzó las manos, fingiendo inocencia, mientras se retiraba―Nos vemos la próxima.
Giró y se marchó dejando en silencio la carnicería vacía.
―Lo siento, Claude, no comprendo porque actúo así.
―No te preocupes―Intenté relajarlo.
―Mencionar a tu padre difunto y burlarse de ustedes. Estuvo muy mal―Se lamentó mientras se inclinaba sobre la caja registradora con pesar.
«Es normal que no comprendas, muy pocos lo harían. Solo los que lo conocen serían capaces de entender», pensé.
―Tengo cosas por hacer, nos vemos―me despedí, evitando seguir hablando del tema, al mismo tiempo en que caminaba en dirección a la salida.
―Cuídate muchacho, saludos al abuelo―dijo antes de que terminara de salir de la tienda.
Levanté la mano y la sacudí apenas en señal de que había escuchado su petición. En silencio, contemplando lo sucedido y proyectando sobre cómo podría continuar el día, me adentré a la camioneta y guardé el sobre con el dinero que me había dado Monti, en la guantera. Cerré la puerta de la camioneta. Tenía que ir por eso antes de hacer mi última visita.
Alrededor de una hora más tarde de haber salido de lo de Monti. Haciendo ya cerca de diez minutos que había arribado, y habiendo cumplido ya con uno de los cometidos que había perturbado mi mente desde que hablé con el abuelo esta mañana; me encontraba a mí mismo incapaz de moverme, de pie frente a la entrada de la casa. Las llaves de la camioneta y mi hogar no dejaban de tintinear en mis dedos. La edificación era a la vez un consultorio, el cartel colgante de madera a mitad de camino hacia la entrada, seguía siendo el mismo que recordaba. Su nombre y profesión estaban tallados y pintados en un color claro. El viento frío soplaba moviendo las hojas nevadas, y levantando así un olor como a tierra mojada.
Dubitativo e indeciso, avancé unos pocos metros hasta alcanzar la puerta, la cual una vez delante de mí parecía aún más gigantesca de lo que se suponía. «¿A qué tanto le temo? Los muertos ya están bajo tierra, no van a salir. La puta madre Claude ¿por qué eres tan inservible?», me regañé.
―Qué demonios... ―farfullé, apretando los dedos en un puño, golpeé la puerta dos veces.
No había tiempo que perder, mis abuelos se preocuparían incluso aún más si se enteraban de todas las clases de visitas al pasado que estaba haciendo. Razón que me incentivaba a volver temprano a casa, como si no me hubiera involucrado con las personas que había visto y estaba por ver hoy.
La estructura de madera se corrió a un lado y un rostro aún más añejado se abrió paso. Había más arrugas en su cara de las que había contado hace algunos años; me ofreció una mirada amable. Su ropa estaba arrugada y su cabello lucía grasoso, demostraba en claridad una apariencia desalineada; que no iba para nada con la suya usual que guardaba en mis recuerdos.
―Claude McNaugh ¿cómo es que luces peor que yo? ¿Sabes hijo que te llevo como treinta años no? ―me atacó con preguntas que quitaban esa pesadez del ambiente.
De todas formas, no pude reaccionar bien y con una mueca un poco desorientada, por la confluencia de emociones, respondí:
―Sigues sin perder las mañas, viejo zorro.
N/A: Lo prometido es deuda y si bien estoy actualizando tarde, les dejo este capitulón. Por si lo extrañaban a Claude, se vienen varios capítulos con su hermosa voz narrandonos.
Nos leemos (en lo posible) pronto, besos rosas,
Dame Piglet
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