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|10| El chico detrás del apellido ✔️

La puerta de cristal se alzaba frente a mí y de repente se sintió inmensa. Mis manos sudaban, había actuado muy confiada en la cafetería, no obstante, los nervios me paralizaban. Pasé las palmas húmedas sobre la tela de mi tapado antes de mirar a un lado y asentir a Russell, mi chófer, quien sostenía la perilla. Inclinándose entonces, abrió la puerta frente a mí y un ambiente físicamente cálido, pero perceptiblemente distante y gélido me recibió. «Tal como en casa», pensé.

La biblioteca era bastante grande, quizás tan grande como la que había en la mansión de Forst, pero no se igualaba a la de Owlwood. Observé los alrededores, para haber pasado dos horas desde que había atardecido el lugar se encontraba concurrido. Esperaba encontrar un menor número de personas dentro. Caminé con lentitud, había olvidado acordar con Mychael, o quizás debería decir Claude, dónde nos encontraríamos. Mis dedos se movían inquietos a los lados de mi cuerpo, comenzaba a pensar en que él podría haber huido nuevamente. Fue cuando una mujer se me acercó, tapando mi camino y hablándome con un tono cantarín y alegré que logré olvidarme del asunto por unos segundos.

―Hola, buenas noches. Mi nombre es Matilde, usted debes ser la invitada de mi joven amigo. ―la dama frente a mí lucía de la edad de mi madre, un par de anteojos de ancho grosor más vidrios pequeños colgaban del puente de su nariz, casi a punto de caer.

Supuse por su aspecto que se trataría de la bibliotecaria.

―Un gusto conocerla, Matilde―Sonreí―. Puedes llamarme Lenna. ―Me presenté con el nombre falso que solía usar.

Alzó sus cejas con picardía y luego miró al suelo, más noté que ocultó una sonrisa. Seguro se dio cuenta de mi mentira.

―El gusto es mío señorita Lenna. Mi amigo la espera en el tercer piso. ―informó.

Intuitivamente, alcé la vista hasta dicho lugar y en efecto, Mychael o Claude, se hallaba allí. Volví a mirarla a ella, y entonces respondí.

―Gracias.

―Solo hice un favor. No me agradezca. ―Matilde me sonrió.

Le devolví el gesto.

―Las escaleras están al fondo a la derecha. ―informó.

Asentí. Russell se acercó a mí, cuando ambos nos apartamos de la bibliotecaria y emprendimos el recorrido hacia las escaleras.

―Russell, me encontraré con el joven que te mencioné de camino a aquí. Mantente atento a tu teléfono, ante cualquier urgencia me contactaré contigo. Si llega a pasar más de media hora y no doy señales de vida, primero deberás enviarme un mensaje, si no respondo a los cinco minutos toma por seguro que algo malo sucedió y comienza la movida. ―susurré cerca del hombre que rondaba los cincuenta años y caminaba junto a mí.

―Acataré sus órdenes, señorita.

Mi chófer me siguió hasta el segundo piso y se detuvo allí, antes de que subiera volteé a verlo y él asintió. Subir los últimos escalones en aquella empinada escalera se sintió como si escalara de nuevo una de las montañas Trinity de Mountbright. Aunque no estaría de más decir que había cierta exageración en mis palabras. Mi bajo estado anímico se debía principalmente a la falta de sueño acumulada por las recientes pesadillas y el largo paseo que había dado con el señor Courtney. Cuando había aceptado el almuerzo, no me imaginé que recorreríamos las calles de Forst y algunos de sus lugares turísticos. Mientras más tiempo pasaba con él, mejoraba la imagen que tenía de él. Cameron Courtney resultó ser más accesible y agradable de lo que suponía, de nuevo, creo que mis prejuicios estaban de más. No obstante, había algo en él que no me dejaba del todo tranquila, el mismo sentimiento que con Mychael.

Al alcanzar mi destino una mano de delgados y blanquecinos dedos largos me dio la bienvenida. Sospeché y dudé en sujetarla, más recordé solo haberlo visto a él en este piso, por lo que terminé estrechándola con cierta desconfianza. Mi respiración era pesada al igual que mis movimientos. Mucho más arriba de la mano, se hallaba un cartel colgante que indicaba de que trataba el contenido de este piso: "Periódicos".

―Gracias. ―solté con sinceridad mientras deshacía el agarre.

―Lamento hacer que llegases tan cansada. ―su voz era agradable al oído.

¿En realidad lo lamenta? ¿No tenía acaso malas intenciones? ¿Por qué todo lo que hacía o decía era tan misterioso e indefinido? Mostrarse como buena persona seguro le servía, pues lograba confundirme y que bajara el escudo. Quizás, de nuevo, no podía gritar por su exquisita apariencia. Pobre de mí y de mi incapacidad de desconfiar por completo de las personas.

―No es tu culpa, no te disculpes, ha sido un día bastante movido. Es más que motivo para que me agitase subiendo tres pisos en una escalera caracol tan empinada―pensé en voz alta, divagando sola mientras me sentía en confianza momentánea paseándome por entre los estantes―. Espero que el lugar del que me hablaste lo valga. ―advertí mirando los alrededores, en un intento de lucir intachable.

El tercer piso, en comparación con los anteriores, lucía más desorganizado y descuidado. Rastros de polvo se veía claramente en los estantes y entre los diarios. A simple vista no se apreciaba ningún lugar para que habláramos con la tranquilidad que él había ofrecido. Más decidí no desconfiar aún.

―Yo también lo espero. ―su respuesta tomó unos segundos, lo que me regaló un mal augurio.

―Ahora muéstramelo, el lugar. ―increpé poniendo una mirada inamovible sobre Mychael.

―Sígueme. ―soltó después de asentir.

Obedecí. Tal cual fue mi primera impresión; el lugar estaba, en realidad, desatendido. Era fácil suponer que se debía a que no había personas interesadas en el pasado y sus extravagantes mentiras. Pues, los periódicos estaban repletos de eso, pura fanfarronería y drama barato. Mi comisura derecha curvó hacia arriba, no podía esperarme menos de los pueblerinos que llevaban en su sangre la verdad.

Mientras deambulábamos por el lugar, una de las fechas enmarcada en las repisas llamó mi atención, coincidía con mi quinto cumpleaños. Los estantes, para mi sorpresa, estaban vacíos. No tenía lógica ni coherencia alguna, para que marcar una repisa con una fecha que no aportaba siquiera contenido. Acercándome rápidamente, noté que sobre la madera había un rectángulo libre de polvo, cómo si no hiciera mucho tiempo de que algo hubiera ocupado un lugar allí.

Me pareció aún más extraño que el guía delante de mí, pero no había venido aquí para eso, por lo que volví a mi destino mientras seguía al intruso. Mychael se detuvo frente a una repisa sin nada distintivo a las demás, me pregunté «¿Qué tenía de diferente para que él la notara y frenase allí?». Segundos después lo descubrí, cuando luego de hacer a un lado las cajas con los periódicos del tercer estante e introducir su mano, un sonido nuevo, pero apenas audible se escuchó. Tras ponerse de pie y empujando el estante hacia atrás y la derecha, este dejó a la vista una pequeña habitación a oscuras.

En el proceso reaccioné de manera inconsciente con una mezcla de fascinación y temor inundándome. Desde pequeña había oído a mis familiares hablar sobre los pasadizos secretos, e incluso había escuchado que en nuestras mansiones había un gran número de ellos. Sin embargo, era la primera vez que presenciaba uno. Ahora comprendía lo que significaba un lugar tranquilo para Mychael.

―Adelante. ―lo escuché decir.

Ensimismada y asombrada, avancé. Más, recordé el porqué de esta reunión. El sujeto a mi lado no era más que un completo desconocido. Girando sobre mis talones, clavé mis ojos en los suyos, intentando mostrarme amenazante como lo había hecho en la cafetería, pero incrédula de mí misma y del futuro próximo.

―No estoy sola―avisé y el lució confundido―. No estoy sola, mis guardaespaldas también se encuentran aquí, si llegas a hacer algo que considere indebido o que atente contra mi seguridad yo...―conminé.

―Comprendo. ―interfirió.

No pude apartar la mirada tan fácil, tomé sus palabras con pinzas pues habían sido lanzadas casi sin sopesar el valor en las mías. Sin embargo, la lógica me sugería que siguiera, después de todo el interrogatorio ni siquiera había comenzado. Volteé de repente, mientras repetía en mi cabeza que todo estaría bien y entraba al cuarto poniendo toda mi confianza en un extraño, que bien podría hacerme daño.

Era una habitación un tanto pequeña, lucía como un viejo living, no obstante, de la pared frente a la puerta colgaba una pantalla de un proyector. Era lo único a penas visible en el oscuro escondite, la luz que entraba desde el pasillo era escaza y prácticamente nula. Entré casi al tanteo, más mi cuerpo generaba una gran sobra que abarcaba casi por completo la poca iluminación. Mis pasos cuidadosos me llevaron hasta el primer sillón delante de mí. Me sujeté al respaldo como si en cualquier momento fuera a tropezar y caer. En el siguiente instante, la habitación se sumió a la abrumadora oscuridad.

Ni siquiera lo pensé dos veces y volteé aterrada. Reaccioné por instinto, y bajo la aceleración de enfrentarme a lo desconocido. Él había cerrado la entrada, dejado el estante en su lugar, como se supondría que pasaría. Sin embargo, al hacerlo tan de repente tribuló mi confianza. «¿Por qué no encendió una luz primero? ¿Acaso no había iluminación en esta habitación? ¿Me trajo aquí a propósito? ¿Era una trampa? ¿Estoy en peligro? ¿Por qué diantres había confiado?» mi mente no paraba y el agobio se hacía mayor.

Con los nervios distorsionando mi cordura, mis piernas se movieron torpemente y tropecé con mi propio cuerpo. Para mi gracia caí sobre el sofá a mis espaldas, pero para mí pena un grito agudo salió chillando de mi garganta. La habitación se iluminó de repente, y todo se percibía muy blanco y cegador. Me costó acostumbrarme y ver con claridad, más cuando logré hacerlo pude notar cuan extraña era la situación.

La piel en mi cabeza ardió, como si el fuego surgiera dentro de mí. La posición no era apropiada para tratarse de nuestro segundo encuentro, era demasiado inescrupulosa y sugestiva. Mis piernas colgaban del brazo del sillón entreabiertas hacia él, mi espalda casi por completo apoyada sobre los asientos separada solo por los escasos centímetros que dejaba el espacio entre mis codos y la tela del mismo. Un breve silencio arrasó con toda sensación de comodidad y dejó con su paso aún más vergüenza. Su rostro, claramente sorprendido, lucía como si se preguntase "¿Qué diablos sucedió?" y mis orejas quemando junto con mi lengua enredada no dejaron salir ninguna explicación ni excusa.

Deseé que se abriera un hueco en el sillón y pudiera desaparecer por el mismo.

―¿Estas bien? ―Su voz salió algo aguda, mientras se acercaba a mí.

Carraspeó, sus labios y cejas bailaron exhibiendo diferentes emociones en un reducido periodo de tiempo. Para finalmente dejar escapar a medias una risa y curvar su rostro en una sonrisa.

―Parece que ya te pusiste cómoda. ―Su tono mostraba una burla audible, más mantuvo su rostro serio después de reírse.

Por instinto, cerré las piernas cuando la distancia entre nosotros se acortó de repente. Él pareció notar la incomodidad que nos rodeaba y frenó con un atisbo de preocupación en su mirada. Extendió su mano a mí en medio del silencio que nos acompañaba. Vacilé, pero terminé tomándola. Su agarre fue delicado, como si sujetara una frágil flor. Lo mismo sucedió con la fuerza que uso para ayudar a levantarme. No obstante, mi limitada y torpe estabilidad logró que con el tirón me atrajera hacia él. Nuestros cuerpos colapsaron, más por su estable torso asumí que solo yo había sentido el gran impacto. Fue como golpear una pared cubierta por una fina manta algo mullida, abrí mis ojos por la sorpresa y me alejé al instante. El dolor fue leve y momentáneo, pero hizo que me diera cuenta de cuanta diferencia había en nuestras condiciones físicas.

―Perdón. ―solté su mano a la vez que me alejaba, muriendo de vergüenza.

Con cierta curiosidad innata lo observé a través del alborotado cabello que me cubría los ojos, a tratando de no ser descubierta. Mientras sacudía suavemente mi ropa. «¿Qué pensamientos extraños tendría de mí?», me sugestioné. Él lucía algo atónito; su mano aún alzada a la altura de su cintura y con la cual segundos antes había sostenido la mía, bajo lento hasta quedar extendida. Retrocedió unos pasos, corrió el rostro y llevó una mano a la nuca. Inspiré, erguí mi espalda y corrí la vista a mi atuendo a la vez que lo acomodaba intentando lucir lo más decente posible. No había mucho por hacer con las arrugas, pero, al menos procuré deshacerme de ellas, de todas formas.

Estática. Me paralicé en el momento en que Mychael se agachó hacia mí, pero esquivando mi cuerpo, se estiró sobre el sofá. Cuando enderezó su espalda y me enfrentó como antes, fue que alcancé a ver mi sombrero en su mano. Mis manos subieron a mi cabeza, comprobando innecesariamente que realmente había caído. Entonces, el volvió a actuar como un hermano mayor, tal como aquella noche. Usando ambas manos depositó el sombrero marrón sobre mi cabello y lo acomodó como si fuera una coronación.

Me tomó por sorpresa, más mucho más me sorprendieron sus ojos entrecerrados y atentos, y la punta de su lengua asomándose entre el borde de sus labios. Su divertida concentración hizo que me distrajera.

―Listo. ―expresó alejándose.

Por más que lo deseé, ninguna expresión se mostró en mi rostro además del estado atónito en el que estaba. Como sí siendo así recién lo notara, sus ojos gritaron una blasfemia al agrandarse y observarme percatándose. Callé, porque así lo preferí y me moví, dejándolo atrás, en dirección al sillón para sentarme. El ambiente se percibía pesado y el culpable parecía estar reflexionando en sus acciones, no obstante, finalmente me imitó. Se sentó frente a mí. En un intento por llamar su atención y recobrar la dignidad perdida, aclaré mi garganta y acomodé mi cabello detrás de mis hombros.

Si bien él lucía perdido en sus pensamientos, llevó su mano sobre sus labios ocultando una sonrisa que alcancé ver un instante antes que la cubriera por completo. No sabía lo que significaba y eso hizo que me sintiera más inquieta.

―Entonces―comencé―, ¿cómo se supone que debería llamarte? ―su mirada subió a mí perpleja― ¿Mychael? ¿Claude? O quizás ¿intruso?

Me decidí por un tono algo incisivo y sarcástico, no consideré que fuera un buen momento para hacer sociales y me atreví a jugar con el rol que Jackson siempre usaba, el detective malo.

―¿Intruso? ¿No es eso mucho? ―respondió... ¿ofendido?.

―Puedes fingir ignorancia cuanto quieras. ―me crucé de piernas, desvalorizando sus palabras al recostar mi espalda en el respaldar y demostrando la incredulidad en mis ojos.

―Claude. Prefiero que me llames así. ―corrigió su respuesta previa, sonando algo tajante.

―¿Puedo asumir que estás confirmando ser el intruso, Claude? ―mi tono perdió gracia e inquirí con seriedad.

―Sí preguntas si fui quien entró a tu casa sin permiso, entonces, podría ser que sí.

Inconclusas, sus palabras despistaban.

―Es tarde para hacerlo, pero aun así debo presentarme. Winter Pearce, ese es mi nombre, aunque asumo que ya lo sabías. ―me introduje.

―Así es, me gustaría fingir ignorancia, pero... ya no tiene sentido. ―espiró, descubriendo sus labios al dejar caer su mano.

―Cuéntame la historia. ―ordené, él separó sus labios como si fuera a decir algo, pero continué― La historia detrás del nombre Mychael y de Claude, lo qué la vuelve complicada.

Él soltó una risa que pareció un suspiro. Esquivó mis ojos y se removió en su lugar.

―Ambos son mis nombres, solo que fueron puestos por personas diferentes. A uno le tengo más aprecio que al otro. Claude, lo eligió mi madre y es como me conoce todo el mundo.

―¿Y Mychael? ―indagué.

―Mychael lo eligió mi padre, no tengo una buena relación con él. Prefiero evitar que me llamen así. ―explicó.

―Si prefieres evitarlo, entonces ¿por qué te presentaste así? ―interrogué.

Sus ojos azules me observaron mesurados y seguido se apartaron.

―Porque no quería que me reconocieras. ―una confesión que se oía sincera, no dejando lugar para dudas. Pero...

―¿Por qué? ―seguí preguntando, sin dar tiempo a que pensara demasiado.

―¿Por qué? ―repitió escéptico―, ¿no es obvio? ―una sonrisa sarcástica se dibujó en sus labios entreabiertos― ¿Quién en su sano juicio querría meterse con tu familia?

Era la misma pregunta que venía haciéndome desde aquel incidente. Era lo que quería saber ¿quién lo haría? Además del sujeto frente a mí, quien se mostraba lo suficientemente cuerdo como para ni siquiera intentarlo, más ya habiéndolo hecho.

―Si sabes eso, ¿qué te llevó a hacerlo? ―enderecé mi espalda y subí mis cejas, instigándolo.

Claude, Mychael o el intruso, se relajó sobre el asiento apoyando sus brazos en las reposeras laterales y sonrió negando con la cabeza.

―Quería recuperar algo que entró en el territorio...

―¿El conejo? ―jugueteé con tono mordaz― Desconocía que un conejo lo valía. ―hice referencia a su pellejo.

Él se rio con amargura y rodó los ojos, volvió a negar.

―No el conejo, penosamente para la criatura, él era descartable. No así lo que me robó.

―¿Lo que te robó? ―una mezcla de ironía y fisgoneo salieron disparados de mis labios.

La curiosidad crecía en mí pinchando cada centímetro de mi piel, incitándome a saciarla. «Claude, pareces tan incomprensible, pero algo me lleva a pensar que solo te gusta jugar, ¿no es así?». Nuestra conversación era emocionante, luego de muchos libros de misterio leídos, me sentía inquieta y solo ansiaba saber más.

―Una joya perteneciente a mi familia. Que, para mi pesar, aún está en tu casa. ―se lamentó con burla.

La sonrisa en mi rostro tembló, cuando su historia se mezcló con la realidad. Recordé entonces el anillo que había sido encontrado en el patio por mis empleados. ¿Estaría hablando del sello, aquel que días atrás había estaba escondido en mi cajón? La sonrisa finalmente, se desvaneció en mis labios. Tenía lógica, demasiado para ser una simple mentira inventada de camino aquí.

―¿De qué clase de joya hablamos? ―busqué asegurarme, a la vez que llevaba la mano a mi clavícula de donde se hallaba el reciente colgante inusual de mi collar.

―De un anillo. Específicamente de un anillo de sello con el escudo de la casa McNaugh grabada en él.

Apreté la mano sobre el anillo en mi esternón. Entrecerré mis ojos y sonreí. Su nombre revoloteó en mi cabeza, no era la primera vez que lo escuchaba.

McNaugh. Claude McNaugh.

Desprendiendo mi collar y tomando del mismo el anillo, lo presenté ante él. El sello brilló entre mis dedos pulgar e índice. Una sonrisa sugestiva y cómplice se me escapó.

―¿Hablas de este? ―pregunté con los labios a medio curvar y los ojos escudriñando su incrédula expresión.

«¡Bingo!».

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